Benedicto XVI Homilias 23116

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DEL ESPÍRITU SANTO

Estambul, viernes 1 de diciembre de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

Al concluir mi visita pastoral a Turquía, me alegra encontrarme con la comunidad católica de Estambul y celebrar con ella la Eucaristía para dar gracias al Señor por todos sus dones. Deseo saludar en primer lugar al Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Mesrob II, mis venerados hermanos, que han querido unirse a nosotros para esta celebración. Les expreso mi profunda gratitud por este gesto fraterno que honra a toda la comunidad católica.

Queridos hermanos e hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas y laicos, pertenecientes a las diferentes comunidades de la ciudad y a los diversos ritos de la Iglesia, os saludo a todos con alegría, dirigiéndoos las palabras de san Pablo a los Gálatas: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (
Ga 1,3). Deseo agradecer a las autoridades civiles presentes su amable acogida y de modo especial a todos los que han hecho posible la realización de este viaje. Saludo, por último, a los representantes de las demás comunidades eclesiales y de otras religiones que han querido estar aquí presentes entre nosotros.

¿Cómo no pensar en los diversos acontecimientos que precisamente aquí forjaron nuestra historia común? Al mismo tiempo siento el deber de recordar de modo especial a los numerosos testigos del Evangelio de Cristo que nos impulsan a trabajar juntos por la unidad de todos sus discípulos en la verdad y en la caridad.

En esta catedral del Espíritu Santo, deseo dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en la historia de los hombres e invocar los dones del Espíritu de santidad sobre todos. Como nos acaba de recordar san Pablo, el Espíritu es la fuente permanente de nuestra fe y de nuestra unidad. Él suscita en nosotros el verdadero conocimiento de Jesús y pone en nuestros labios las palabras de fe para que reconozcamos al Señor. Después de su confesión de fe en Cesarea de Filipo, Jesús dijo a Pedro: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,17).

Sí, ciertamente somos bienaventurados cuando el Espíritu Santo nos dispone a la alegría de creer y nos introduce en la gran familia de los cristianos, su Iglesia, tan rica por su multiplicidad de dones, funciones y actividades, y al mismo tiempo una, pues "es el mismo Dios que obra en todos" (1Co 12,6). San Pablo añade que "a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Co 12,7). Manifestar el Espíritu, vivir según el Espíritu, no significa vivir sólo para sí mismo, sino aprender a configurarse constantemente a sí mismo con Cristo Jesús, convirtiéndose, como él, en servidor de sus hermanos.

He aquí una enseñanza muy concreta para cada uno de nosotros, obispos, llamados por el Señor a guiar a su pueblo haciéndonos servidores como él; esto vale también para todos los ministros del Señor, así como para todos los fieles: al recibir el sacramento del Bautismo, todos fuimos inmersos en la muerte y resurrección del Señor, "todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1Co 12,13) y la vida de Cristo se ha convertido en nuestra vida, para que vivamos como él, para que amemos a nuestros hermanos como él nos ha amado (cf. Jn 13,34).

Hace veintisiete años, en esta misma catedral, mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II expresó su deseo de que el alba del nuevo milenio "se encuentre con una Iglesia que ha hallado su plena unidad, para testimoniar mejor, en medio de las tensiones exacerbadas de este mundo, el amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo" (Homilía en la catedral del Espíritu Santo, en Estambul, 29 de noviembre de 1979, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 11). Ese anhelo no se ha cumplido aún, pero sigue siendo el deseo del Papa, y nos impulsa, como discípulos de Cristo que avanzamos con nuestras dudas y limitaciones por el camino que lleva a la unidad, a actuar incesantemente "por el bien de todos", situando la perspectiva ecuménica en el primer lugar de nuestras preocupaciones eclesiales. Así viviremos de verdad según el Espíritu del Señor, al servicio del bien de todos.

Reunidos esta mañana en esta casa de oración consagrada al Señor, ¿cómo no evocar la otra hermosa imagen que usa san Pablo al hablar de la Iglesia: la imagen de la construcción cuyas piedras están firmemente ensambladas para formar un único edificio, y cuya piedra angular, en la cual todo se apoya, es Cristo? Él es la fuente de la vida nueva que nos ha dado el Padre en el Espíritu Santo. El evangelio de san Juan lo acaba de proclamar: "de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7,38). Esta agua que corre, esta agua viva que Jesús prometió a la samaritana, los profetas Zacarías y Ezequiel la vieron brotar del costado del templo para hacer fecundas las aguas del Mar Muerto: una imagen maravillosa de la promesa de vida que Dios hizo siempre a su pueblo y que Jesús vino a cumplir.

En un mundo en el que los hombres son tan reacios a compartir entre sí los bienes de la tierra y en el que con razón comienza a preocupar la escasez de agua, un bien tan valioso para la vida del cuerpo, la Iglesia descubre que posee un tesoro aún más grande. Como Cuerpo de Cristo, ha recibido la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mt 28,19), es decir, transmitir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la buena nueva, que no sólo ilumina sino que también cambia su vida, hasta vencer incluso a la muerte.

Esta buena nueva no es sólo una palabra, sino una Persona; ¡es Cristo mismo, resucitado, vivo! Por la gracia de los sacramentos, el agua que brotó de su costado abierto en la cruz, se ha convertido en una fuente rebosante, en "ríos de agua viva", en un caudal que nadie puede detener y que da nueva vida. Los cristianos no pueden tener sólo para sí lo que han recibido. No pueden confiscar este tesoro y esconder esta fuente. La misión de la Iglesia no es defender poderes ni obtener riquezas; su misión es dar a Cristo, compartir la vida de Cristo, el mayor bien para el hombre, que Dios mismo nos entrega en su Hijo.

Hermanos y hermanas, vuestras comunidades caminan por el humilde sendero de la vida diaria en compañía de personas que no comparten nuestra fe, pero "que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso" (Lumen gentium LG 16). Sabéis bien que la Iglesia no quiere imponer nada a nadie, y que sólo pide poder vivir en libertad para revelar a Aquel a quien no puede esconder, Cristo Jesús, quien nos amó hasta el extremo en la cruz y nos entregó su Espíritu, presencia viva de Dios entre nosotros y en lo más íntimo de nosotros mismos.

Estad siempre abiertos al Espíritu de Cristo y, por tanto, sed solícitos con los que tienen sed de justicia, de paz, de dignidad y de respeto por ellos mismos y por sus hermanos. Vivid entre vosotros de acuerdo con las palabras del Señor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35).

Hermanos y hermanas, encomendemos ahora a la Virgen María, Madre de Dios y esclava del Señor, nuestro deseo de servir al Señor. Ella oró en el Cenáculo juntamente con la comunidad primitiva, a la espera de Pentecostés. Junto con ella, pidamos a Cristo nuestro Señor: Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre toda la Iglesia, para que habite en cada uno de sus miembros y los transforme en mensajeros de tu Evangelio.


CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL I DOMINGO DE ADVIENTO

Basílica Vaticana, Sábado 2 diciembre 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico: "Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador". Al inicio de un nuevo ciclo anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo resume en dos palabras: "Dios viene". Esta expresión tan sintética contiene una fuerza de sugestión siempre nueva.

Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: "Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene".

El verbo "venir" se presenta como un verbo "teológico", incluso "teologal", porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que "Dios viene" significa anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos: es el Dios-que-viene.

El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses: Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el Dios-que-viene.

Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.

Los Padres de la Iglesia explican que la "venida" de Dios —continua y, por decirlo así, connatural con su mismo ser— se concentra en las dos principales venidas de Cristo, la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15, 1: PG 33, 870). El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor, como lo demuestran también los textos de la celebración vespertina de hoy.

En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él la "plenitud del tiempo". Entre estas dos venidas, "manifiestas", hay una tercera, que san Bernardo llama "intermedia" y "oculta": se realiza en el alma de los creyentes y es una especie de "puente" entre la primera y la última. "En la primera —escribe san Bernardo—, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida; en esta es nuestro descanso y nuestro consuelo" (Discurso 5 sobre el Adviento, 1).

Para la venida de Cristo que podríamos llamar "encarnación espiritual", el arquetipo siempre es María. Como la Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y toda la Iglesia están llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados.

Así la Liturgia del Adviento pone de relieve que la Iglesia da voz a esa espera de Dios profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una espera a menudo sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas. La Iglesia, cuerpo místicamente unido a Cristo cabeza, es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz también de esta espera de Dios.

De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede apresurar la venida final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo, pero no sólo, con la oración. Las "obras buenas" son esenciales e inseparables de la oración, como recuerda la oración de este primer domingo de Adviento, con la que pedimos al Padre celestial que suscite en nosotros "el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras".

Desde esta perspectiva, el Adviento es un tiempo muy apto para vivirlo en comunión con todos los que esperan en un mundo más justo y más fraterno, y que gracias a Dios son numerosos. En este compromiso por la justicia pueden unirse de algún modo hombres de cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes, pues todos albergan el mismo anhelo, aunque con motivaciones distintas, de un futuro de justicia y de paz.

La paz es la meta a la que aspira la humanidad entera. Para los creyentes "paz" es uno de los nombres más bellos de Dios, que quiere el entendimiento entre todos sus hijos, como he recordado en mi peregrinación de los días pasados a Turquía. Un canto de paz resonó en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació de una mujer, en la plenitud de los tiempos (cf.
Ga 4,4).

Así pues, comencemos este nuevo Adviento —tiempo que nos regala el Señor del tiempo— despertando en nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la esperanza de que su nombre sea santificado, de que venga su reino de justicia y de paz, y de que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

En esta espera dejémonos guiar por la Virgen María, Madre del Dios-que-viene, Madre de la esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada. Que ella nos obtenga la gracia de ser santos e inmaculados en el amor cuando tenga lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo, al cual, con el Padre y el Espíritu Santo, sea alabanza y gloria por los siglos de los siglos.

Amén.


VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA SANTA MARÍA, ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN

II Domingo de Adviento, 10 de diciembre de 2006

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Queridos hermanos y hermanas de la parroquia "Santa María, Estrella de la Evangelización":

Me alegra estar entre vosotros para la dedicación de esta nueva y hermosa iglesia parroquial: la primera que, desde que asumí el oficio de Obispo de Roma, dedico al Señor. La solemne liturgia de la dedicación de una iglesia es un momento de intensa y común alegría espiritual para todo el pueblo de Dios que vive en el territorio: de todo corazón me uno a vuestra alegría.

Saludo con afecto al cardenal vicario de Roma Camillo Ruini; al obispo auxiliar del sector sur, monseñor Paolino Schiavon; y al auxiliar monseñor Ernesto Mandara, secretario de la Obra romana para la preservación de la fe y para la provisión de nuevas iglesias en Roma. A ellos y a cuantos, de diversas maneras, han contribuido a la realización de este nuevo centro parroquial expreso mi sincero agradecimiento.

Esta parroquia se inaugura durante el período de Adviento que, desde hace ya dieciséis años, la diócesis de Roma dedica a la sensibilización y a la recaudación de fondos para la realización de nuevas iglesias en las zonas periféricas de la ciudad. Se suma a los más de cincuenta complejos parroquiales ya realizados durante estos años gracias al esfuerzo económico del Vicariato, a la contribución de numerosos fieles y a la atención de las autoridades civiles. Pido a todos los fieles y ciudadanos de buena voluntad que sigan ayudando con generosidad, para que puedan tener cuanto antes una sede de su parroquia los barrios que carecen de ella. Sobre todo, en nuestro contexto social ampliamente secularizado, la parroquia es un faro que irradia la luz de la fe y así responde a los deseos más profundos y verdaderos del corazón del hombre, dando significado y esperanza a la vida de las personas y de las familias.

Saludo a vuestro párroco, a los sacerdotes, sus colaboradores, a los miembros del consejo pastoral parroquial y a los demás laicos comprometidos en las diversas actividades pastorales. Os saludo con afecto a cada uno. Vuestra comunidad es viva y joven. Joven por su fundación, que tuvo lugar en 1989, y aún más por el inicio efectivo de sus actividades. Joven porque en este barrio, Torrino norte, es joven la gran mayoría de las familias y, por tanto, hay numerosos niños y muchachos. Así pues, vuestra comunidad tiene la ardua y fascinante tarea de educar a sus hijos en la vida y en la alegría de la fe. Espero que juntos, con espíritu de sincera comunión, os comprometáis en la preparación de los sacramentos de iniciación cristiana y ayudéis a vuestros muchachos, que de ahora en adelante podrán encontrar aquí locales acogedores y estructuras adecuadas, a crecer en el amor y en la fidelidad al Señor.

Queridos hermanos y hermanas, estamos dedicando una iglesia, un edificio en el que Dios y el hombre quieren encontrarse; una casa para reunirnos, en la que somos atraídos hacia Dios; y estar con Dios nos une los unos a los otros. Las tres lecturas de esta solemne liturgia quieren mostrarnos, bajo aspectos muy diversos, el significado de un edificio sagrado como casa de Dios y como casa de los hombres. En las tres lecturas que hemos escuchado encontramos tres grandes temas: en la primera lectura, la palabra de Dios que congrega a los hombres; en la segunda, la ciudad de Dios que, al mismo tiempo, aparece como esposa; y, por último, la confesión de Jesucristo como Hijo de Dios encarnado, hecha primero por Pedro, que puso así el inicio de la Iglesia viva que se manifiesta en el edificio material de toda iglesia. Escuchemos ahora con más detalle qué nos dicen las tres lecturas.

Ante todo, está el relato de la reconstrucción del pueblo de Israel, de la ciudad santa, Jerusalén, y del templo después del retorno del exilio. Tras el gran optimismo de la repatriación, el pueblo al llegar se encuentra un país desierto. ¿Cómo reconstruirlo? La reconstrucción externa, tan necesaria, no puede progresar si antes no se reconstituye el pueblo mismo como pueblo, si no se aplica de verdad un criterio común de justicia que una a todos y regule la vida y la actividad de cada uno.

El pueblo, tras el retorno, necesita, por decirlo así, una "Constitución", una ley fundamental para su vida. Y sabe que esta Constitución, para ser justa y duradera, en definitiva, para llevar a la justicia, no puede ser fruto de una invención autónoma suya. El hombre no puede inventar la verdadera justicia; más bien, debe descubrirla. En otras palabras, debe venir de Dios, que es la justicia. Por tanto, la palabra de Dios reconstruye la ciudad.

Lo que la lectura nos narra trae a la memoria el acontecimiento del Sinaí. Hace presente el acontecimiento del Sinaí: se lee y explica solemnemente la palabra santa de Dios, que indica a los hombres el camino de la justicia. Así se hace presente como una fuerza que, desde dentro, edifica nuevamente el país. Esto sucede el último día del año. La palabra de Dios inaugura un nuevo año, inaugura una nueva hora de la historia. La palabra de Dios es siempre fuerza de renovación, que da sentido y orden a nuestro tiempo. Al final de la lectura llega la alegría: se invita a los hombres al banquete solemne; se los exhorta a dar a los que no tienen nada y a unir así a todos en la comunión de la alegría, que se basa en la palabra de Dios.

La última palabra de esta lectura es la hermosa expresión: la alegría del Señor es nuestra fuerza. Creo que no es difícil constatar cómo estas palabras del Antiguo Testamento son ahora una realidad para nosotros. El edificio de la iglesia existe para que nosotros podamos escuchar, explicar y comprender la palabra de Dios; existe para que la palabra de Dios actúe entre nosotros como fuerza que crea justicia y amor. En especial, existe para que en él pueda comenzar la fiesta en la que Dios quiere que participe la humanidad, no sólo al final de los tiempos, sino ya ahora mismo.
Existe para que nosotros conozcamos lo que es justo y bueno, y la palabra de Dios es la única fuente para conocer y dar fuerza a este conocimiento de lo justo y lo bueno.

Por tanto, el edificio existe para que aprendamos a vivir la alegría del Señor, que es nuestra fuerza. Pidamos al Señor que nos haga sentirnos felices con su palabra; que nos haga sentirnos felices con la fe, para que esta alegría nos renueve a nosotros mismos y al mundo.

Por tanto, la lectura de la palabra de Dios, la renovación de la revelación del Sinaí después del exilio, sirvió entonces para la comunión con Dios y entre los hombres. Esta comunión se expresó en la reconstrucción del templo, de la ciudad y de sus murallas. Palabra de Dios y edificación de la ciudad, en el libro de Nehemías, están en estrecha relación: por una parte, sin la palabra de Dios no existe ni ciudad ni comunidad; por otra, la palabra de Dios no es sólo discurso, sino que lleva a edificar, es una Palabra que construye.

Los textos siguientes del libro de Nehemías sobre la construcción de las murallas de la ciudad, en una primera lectura de sus detalles, son muy concretos e incluso prosaicos. Sin embargo, constituyen un tema verdaderamente espiritual y teológico. Una palabra profética de aquella época dice que Dios mismo hace de muralla de fuego en torno a Jerusalén (cf.
Za 2,8 s). Dios mismo es la defensa viva de la ciudad, no sólo en aquel tiempo, sino siempre.

Así, la narración veterotestamentaria nos introduce en la visión del Apocalipsis, que hemos escuchado como segunda lectura. Sólo quisiera poner de relieve dos aspectos de esta visión. La ciudad es esposa. No es solamente un edificio de piedra. Todo lo que, con grandiosas imágenes, se dice sobre la ciudad remite a algo vivo: a la Iglesia de piedras vivas, en la que ya ahora se forma la ciudad futura. Remite al pueblo nuevo que, en la fracción del pan, se convierte en un solo cuerpo con Cristo (cf. 1Co 10,16 s). Como el hombre y la mujer, en su amor, son "una sola carne", así Cristo y la humanidad congregada en la Iglesia se convierten, mediante el amor de Cristo, en "un solo espíritu" (cf. 1Co 6,17 Ep 5,29 ss).

San Pablo llama a Cristo el nuevo, el último Adán: el hombre definitivo. Y lo llama "espíritu que da vida" (1Co 15,45). Con él somos uno; con él, la Iglesia llega a ser espíritu que da vida. La ciudad santa, en la que ya no existe un templo, porque está inhabitada por Dios, es la imagen de esta comunidad que se forma a partir de Cristo.

El otro aspecto que quisiera mencionar son los doce cimientos de la ciudad, sobre los cuales están los nombres de los doce Apóstoles. Los cimientos de la ciudad no son piedras materiales, sino seres humanos: son los Apóstoles con el testimonio de su fe. Los Apóstoles siguen siendo los cimientos de la nueva ciudad, de la Iglesia, mediante el ministerio de la sucesión apostólica: mediante los obispos. Las velas que encendemos en las paredes de la iglesia, en los lugares donde se harán las unciones, recuerdan precisamente a los Apóstoles: su fe es la verdadera luz que ilumina a la Iglesia. Y, al mismo tiempo, es el fundamento en el que se apoya. La fe de los Apóstoles no es algo anticuado. Puesto que es verdad, es el fundamento en el que nos apoyamos, es la luz por la que vemos.

Pasemos al Evangelio. ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! La profesión de fe de san Pedro es el fundamento inquebrantable de la Iglesia. Junto con san Pedro, decimos hoy a Jesús: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". La palabra de Dios no es solamente palabra. En Jesucristo la Palabra está presente en medio de nosotros como Persona. Este es el objetivo más profundo de la existencia de este edificio sagrado: la iglesia existe para que en ella encontremos a Cristo, el Hijo del Dios vivo.

Dios tiene un rostro. Dios tiene un nombre. En Cristo, Dios se ha encarnado y se entrega a nosotros en el misterio de la santísima Eucaristía. La Palabra es carne. Se entrega a nosotros bajo las apariencias del pan, y así se convierte verdaderamente en el Pan del que vivimos. Los hombres vivimos de la Verdad. Esta Verdad es Persona: nos habla y le hablamos. La iglesia es el lugar del encuentro con el Hijo del Dios vivo, y así es el lugar de encuentro entre nosotros. Esta es la alegría que Dios nos da: que él se ha hecho uno de nosotros, que nosotros podemos casi tocarlo y que él vive con nosotros. Realmente, la alegría de Dios es nuestra fuerza.

Así el evangelio finalmente nos introduce en la hora que estamos viviendo hoy. Nos conduce a María, a quien aquí honramos como Estrella de la Evangelización. En la hora decisiva de la historia humana, María se ofreció a sí misma a Dios, ofreció su cuerpo y su alma como morada. En ella y de ella el Hijo de Dios asumió la carne. Por medio de ella la Palabra se hizo carne (cf. Jn 1,14). Así María nos dice lo que es el Adviento: ir al encuentro del Señor que viene a nuestro encuentro.
Esperarlo, escucharlo y contemplarlo. María nos explica para qué existen los edificios de las iglesias: existen para que acojamos en nuestro interior la palabra de Dios; para que dentro de nosotros y por medio de nosotros la Palabra pueda encarnarse también hoy.

Así, la saludamos como Estrella de la Evangelización: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, para que vivamos el Evangelio. Ayúdanos a no esconder la luz del Evangelio debajo del celemín de nuestra poca fe. Ayúdanos a ser, en virtud del Evangelio, luz para el mundo, a fin de que los hombres puedan ver el bien y glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,14 ss). Amén.


MISA DE NOCHEBUENA SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

Basílica Vaticana, Domingo 24 de diciembre de 2006

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¡Queridos hermanos y hermanas!

Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: « Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre » (
Lc 2,11 s.). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: « un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado » (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre.

La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10,23 Rm 9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que sufren la miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos ellos, es el niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se ha hecho pequeño. En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de Dios acaricie a todos estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer todo lo que esté en nuestra mano para que se respete la dignidad de los niños; que nazca para todos la luz del amor, que el hombre necesita más que las cosas materiales necesarias para vivir.

Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada Escritura, para los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los detalles y sus problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «hecho breve» la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume en esto: « Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mt 22,37-39). Esto es todo: la fe en su conjunto se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida vuelven a surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Llegados a este punto, confluyen los dos modos en los cuales Dios ha "hecho breve" su Palabra. Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo también de este modo la imagen del hombre que a menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando tú haces regalos en Navidad, no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres.

Finalmente, se manifiesta un tercer significado de la afirmación sobre la Palabra hecha «breve» y «pequeña». A los pastores se les dijo que encontrarían al niño en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el establo. Leyendo a Isaías (Is 1,3), los Padres han deducido que en el pesebre de Belén había un buey y una mula. E interpretaron el texto en el sentido de que estos serían un símbolo de los judíos y de los paganos –por lo tanto, de la humanidad entera–, los cuales precisan de un salvador, cada uno a su modo: del Dios que se ha hecho niño. Para vivir, el hombre necesita pan, fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo vive de pan. Necesita sustento para su alma: necesita un sentido que llene su vida. Así, para los Padres, el pesebre de los animales se ha convertido en el símbolo del altar sobre el que está el Pan que es el propio Cristo: la verdadera comida para nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo Él se hizo pequeño: en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.

De todo eso habla la señal que les fue dada a los pastores y que se nos da a nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». ¡Amén!




Benedicto XVI Homilias 23116