Benedicto XVI Homilias 7107

CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS EN LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

AL FINAL DE LA SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Basílica de San Pablo extramuros, Jueves 25 de enero de 2007

25017

Queridos hermanos y hermanas:

Durante la Semana de oración que se concluye esta tarde, se ha intensificado en las diversas Iglesias y comunidades eclesiales del mundo entero la invocación común al Señor por la unidad de los cristianos. Hemos meditado juntos en las palabras del evangelio de san Marcos que se acaban de proclamar: "Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (
Mc 7,37), tema bíblico propuesto por las comunidades cristianas de Sudáfrica. Las situaciones de racismo, pobreza, conflicto, explotación, enfermedad y sufrimiento, en las que se encuentran esas comunidades, por la misma imposibilidad de hacer que se comprendan sus necesidades, suscitan en ellos una fuerte exigencia de escuchar la palabra de Dios y de hablar con valentía.

En efecto, ser sordomudo, es decir, no poder escuchar ni hablar, ¿no será signo de falta de comunión y síntoma de división? La división y la incomunicabilidad, consecuencia del pecado, son contrarias al plan de Dios. África nos ha ofrecido este año un tema de reflexión de gran importancia religiosa y política, porque "hablar" y "escuchar" son condiciones esenciales para construir la civilización del amor.

Las palabras "hace oír a los sordos y hablar a los mudos" constituyen una buena nueva, que anuncia la venida del reino de Dios y la curación de la incomunicabilidad y de la división. Este mensaje se encuentra en toda la predicación y la actividad de Jesús, el cual recorría pueblos, ciudades o aldeas, y en todos los lugares a donde llegaba "colocaban a los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiera tocar siquiera la orla de su vestido; y cuantos le tocaban quedaban sanos" (Mc 6,56).

La curación del sordomudo, en la que hemos meditado durante estos días, acontece mientras Jesús, habiendo salido de la región de Tiro, se dirige hacia el lago de Galilea, atravesando la así llamada "Decápolis", territorio multi-étnico y plurirreligioso (cf. Mc 7,31). Una situación emblemática también para nuestros días. Como en otros lugares, también en la Decápolis presentan a Jesús un enfermo, un sordo que, además, hablaba con dificultad (moghìlalon), y le ruegan imponga la mano sobre él, porque lo consideran un hombre de Dios.

Jesús aparta al sordomudo de la gente, y realiza algunos gestos que significan un contacto salvífico: le mete sus dedos en los oídos y con su saliva le toca la lengua; luego, levantando los ojos al cielo, ordena: "¡Ábrete!". Pronuncia esta orden en arameo —"Effatá"—, que era probablemente la lengua de las personas presentes y del sordomudo. El evangelista traduce esa expresión al griego: dianoìchtheti.Los oídos del sordo se abrieron, y, al instante, se soltó la atadura de su lengua "y hablaba correctamente" (orthos). Jesús recomienda que no cuenten a nadie el milagro. Pero cuanto más se lo prohibía, "tanto más ellos lo publicaban" (Mc 7,36). Y el comentario de admiración de quienes habían asistido refuerza la predicación de Isaías para la llegada del Mesías: "Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7,37).

La primera lección que sacamos de este episodio bíblico, recogido también en el rito del bautismo, es que, desde la perspectiva cristiana, lo primero es la escucha. Al respecto Jesús afirma de modo explícito: "Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28). Más aún, a Marta, preocupada por muchas cosas, le dice que "una sola cosa es necesaria" (Lc 10,42). Y del contexto se deduce que esta única cosa es la escucha obediente de la Palabra. Por eso la escucha de la palabra de Dios es lo primero en nuestro compromiso ecuménico.

En efecto, no somos nosotros quienes hacemos u organizamos la unidad de la Iglesia. La Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí misma, sino de la palabra creadora que sale de la boca de Dios. Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.

Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los demás, a los que nunca la han escuchado o a los que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de las preocupaciones o de los engaños del mundo (cf. Mt 13,22). Debemos preguntarnos: ¿no habrá sucedido que los cristianos nos hemos quedado demasiado mudos? ¿No nos falta la valentía para hablar y dar testimonio como hicieron los que fueron testigos de la curación del sordomudo en la Decápolis? Nuestro mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de los cristianos.

Por eso, la escucha de Dios que habla implica también la escucha recíproca, el diálogo entre las Iglesias y las comunidades eclesiales. El diálogo sincero y leal constituye el instrumento imprescindible de la búsqueda de la unidad.

El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo puso de relieve que, si los cristianos no se conocen mutuamente, no puede haber progreso en el camino de la comunión. En efecto, en el diálogo nos escuchamos y comunicamos unos a otros; nos confrontamos y, con la gracia de Dios, podemos converger en su Palabra, acogiendo sus exigencias, que son válidas para todos.

Los padres conciliares no vieron en la escucha y en el diálogo una utilidad encaminada exclusivamente al progreso ecuménico; añadieron una perspectiva referida a la Iglesia católica misma. "De este diálogo —afirma el texto del Concilio— se obtendrá un conocimiento más claro aún de cuál es el verdadero carácter de la Iglesia católica" (Unitatis redintegratio UR 9).

Desde luego, es indispensable "que se exponga claramente toda la doctrina" para un diálogo que afronte, discuta y supere las divergencias que aún existen entre los cristianos, pero, al mismo tiempo, "el modo y el método de expresar la fe católica no deben convertirse de ninguna manera en un obstáculo para el diálogo con los hermanos" (ib., UR 11). Es necesario hablar correctamente (orthos) y de modo comprensible. El diálogo ecuménico conlleva la corrección fraterna evangélica y conduce a un enriquecimiento espiritual mutuo compartiendo las auténticas experiencias de fe y vida cristiana.

Para que eso suceda, es preciso implorar sin cesar la asistencia de la gracia de Dios y la iluminación del Espíritu Santo. Es lo que los cristianos del mundo entero han hecho durante esta Semana especial o harán durante la Novena que precede a Pentecostés, así como en todas las circunstancias oportunas, elevando su oración confiada para que todos los discípulos de Cristo sean uno, y para que, en la escucha de la Palabra, den un testimonio concorde a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

En este clima de intensa comunión, deseo dirigir mi cordial saludo a todos los presentes: al señor cardenal arcipreste de esta basílica, al señor cardenal presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y a los demás cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los monjes benedictinos, a los religiosos y las religiosas, y a los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma.

De modo especial quiero saludar a los hermanos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que participan en la celebración, renovando la significativa tradición de concluir juntos la Semana de oración, en el día en que conmemoramos la fulgurante conversión de san Pablo en el camino de Damasco.

Me alegra poner de relieve que el sepulcro del Apóstol de los gentiles, junto al cual nos encontramos, recientemente ha sido objeto de investigaciones y estudios, como resultado de los cuales se ha querido dejarlo a la vista de los peregrinos, con una oportuna intervención bajo el altar mayor. Expreso mi enhorabuena por esta importante iniciativa.

A la intercesión de san Pablo, incansable constructor de la unidad de la Iglesia, encomiendo los frutos de la escucha y del testimonio común que hemos podido experimentar en los numerosos encuentros fraternos y diálogos que hemos mantenido durante el año 2006, tanto con las Iglesias de Oriente como con las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente.

En estos acontecimientos se ha podido percibir la alegría de la fraternidad, juntamente con la tristeza por las tensiones que aún persisten, conservando siempre la esperanza que nos infunde el Señor. Damos gracias a los que han contribuido a intensificar el diálogo ecuménico con la oración, con el ofrecimiento de sus sufrimientos y con su acción incansable.

Y sobre todo damos fervientemente las gracias a nuestro Señor Jesucristo por todo. Que la Virgen María haga que cuanto antes se logre realizar el ardiente anhelo de unidad de su Hijo divino: "Que todos sean uno..., para que el mundo crea" (Jn 17,21).


DURANTE LA MISA DE EXEQUIAS DEL CARDENAL ANTONIO MARÍA JAVIERRE ORTAS

Basílica de San Pedro, Viernes 2 de febrero de 2007

20207

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer, al día siguiente de la memoria litúrgica de san Juan Bosco, partió hacia el cielo uno de sus hijos espirituales, el querido y venerado cardenal Antonio María Javierre Ortas. En el momento de su partida, se encontró rodeado de la oración de sufragio que todos los salesianos suelen elevar por sus hermanos y hermanas difuntos precisamente al día siguiente de la fiesta de su fundador.

A su familia religiosa se une hoy la Curia romana; se unen los familiares y los amigos, con esta celebración, en el día que la liturgia recuerda la Presentación del Señor en el templo. Las palabras del anciano Simeón, que estrecha entre sus brazos al Niño Jesús, resuenan en esta circunstancia con especial emoción: «Nunc dimittis servum tuum Domine, secundum verbum tuum in pace», «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz» (
Lc 2,29). Es la oración que la Iglesia eleva a Dios al atardecer, y es muy significativo recordarla hoy cuando este hermano nuestro ha llegado al ocaso de su vida terrena.

«Misericordias Domini in aeternum cantabo», «Cantaré eternamente las misericordias del Señor». Hagamos nuestras estas palabras, tomadas de su diario espiritual, mientras acompañamos al cardenal Javierre Ortas en su viaje hacia la casa del Padre.

Nacido en Siétamo, en la diócesis de Huesca, el 21 de febrero de 1921, recibió como don una larga existencia, animada desde su juventud por un marcado espíritu misionero. Siguiendo el ejemplo de don Bosco hubiera querido vivir su vocación de salesiano en contacto directo con la juventud, en tierras de misión, pero la Providencia lo llamó a otras tareas. Así, fue apóstol en ambientes universitarios y en la Curia romana, pero sin perder ocasión de realizar una intensa actividad espiritual en el ámbito más propiamente teológico y en el campo más amplio de la cultura, sobre todo animando a grupos de profesores y de religiosos, y como capellán entre universitarios. Su servicio eclesial fue un servicio fiel y generoso, siempre disponible y cordial. Aunque llegó a una edad avanzada, nos dejó de modo improviso. Impulsados por la fe, pero también por el afecto hacia su venerada persona, nos encontramos ahora reunidos en torno al altar del Señor, y nos disponemos a ofrecer por él el sacrificio eucarístico.

En nuestra alma resuenan las palabras de Cristo que acabamos de escuchar en el evangelio: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le daré, es mi carne para vida del mundo» (Jn 6,51). Esta es una de las frases de Jesús que encierran en síntesis todo su misterio. Y es consolador escucharla y meditarla mientras oramos por un alma sacerdotal que puso la Eucaristía como centro de su vida. La comunión sacramental, íntima y perseverante, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, obra una profunda transformación de la persona, y el fruto de este proceso interior, que la envuelve totalmente, es lo que afirma de sí mismo el apóstol san Pablo en su carta a los Filipenses: «Mihi vivere Christus est», «Mi vida es Cristo» (Ph 1,21). Así la muerte es una «ganancia», porque sólo muriendo se puede realizar plenamente el «estar con Cristo» del que la comunión eucarística es prenda en esta tierra.

Ayer pude tener entre mis manos algunas cartas que el cardenal Javierre dirigió al amado Juan Pablo II y en las que se pone de manifiesto precisamente esta referencia privilegiada a la Eucaristía. En 1992, cuando recibió el nombramiento de prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, escribió: «Huelga repetir en esta ocasión mi voluntad incondicionada de servicio. Cuente, Santidad, con mi esfuerzo sincero de conducir a término el cometido que se me ha encomendado. Lo imagino gravitando por completo en torno a la EUCARISTÍA —escrito así todo en mayúsculas—. Todo gira en torno a ese baricentro».

Luego, con ocasión del 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, en la carta de acción de gracias al Santo Padre por la felicitación que le había enviado, escribió: «En el tiempo de mi ordenación, en Salamanca, el sacerdocio gravitaba íntegramente en torno a la Eucaristía... Es una alegría revivir los sentimientos de nuestra ordenación, conscientes de que en la Eucaristía, sacramento del Sacrificio, Cristo actualiza en plenitud su único sacerdocio».

El querido cardenal Javierre ya participa con alegría en la mesa celestial, en el banquete mesiánico del que habla Isaías en la primera lectura, donde la muerte ha sido eliminada para siempre y donde se han enjugado las lágrimas en todos los rostros (cf. Is 25,8). En espera de compartir también nosotros, cuando el Señor lo disponga, ese eterno banquete de amor, ahora nos une a nosotros peregrinos y a él, que ya ha llegado a la meta, el canto que resuena en el salmo responsorial: «Dominus pascit me, et nihil mihi deerit: in loco pascuae, ibi me collocavit», «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar» (Ps 22,1-2). Sí, al hombre que vive en Cristo la muerte no le asusta; experimenta en todo momento lo que el salmista afirma con confianza: «Nam et si ambulavero in valle umbrae mortis, non timebo mala, quoniam tu mecum es», «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Ps 22,4).

«Tu mecum es», «Tú estás conmigo»: esta expresión remite a otra que Jesús resucitado dirigió a los Apóstoles y que este hermano nuestro eligió como su lema episcopal: «Ego vobiscum sum», «Yo estoy con vosotros» (Mt 28,20). En efecto, el cardenal Javierre Ortas quiso que su existencia personal y su misión eclesial fueran un mensaje de esperanza; en su apostolado, siguiendo el ejemplo de san Juan Bosco, se esforzó por comunicar a todos que Cristo está siempre con nosotros.

Él, hijo de la patria de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, ¡cuántas veces rezó en su corazón: «Nada te turbe, nada te espante. Quien a Dios tiene, nada le falta... Sólo Dios basta»! Y precisamente por estar acostumbrado a vivir sostenido por estas convicciones, el cardenal Javierre Ortas, en el momento de despedirse del ministerio activo en la Curia, escribió de nuevo al Papa estas palabras impregnadas de esperanza: «No me resta sino impetrar que el Señor utilice —en registro divino— la bondad de su Vicario cuando en la tarde de la vida —no lejana— suene para mí la hora del examen sobre el amor».

En el escudo de este querido hermano nuestro está representada una barca unida a dos columnas: la barca es la Iglesia, el timonel es el Papa, y las dos columnas son la Eucaristía y la Virgen María. Como digno hijo de don Bosco, tenía una profunda devoción a María, amada y venerada con el título de Auxiliadora. De la Virgen, "Ancilla Domini", trató de imitar el estilo de un servicio discreto y generoso.

Dejó el cargo de prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos "de puntillas" para dedicarse al servicio que, en cambio, nunca se debe dejar: la oración. Y ahora que el Padre celestial lo ha llamado a sí, estoy seguro de que en el cielo, donde confiamos en que el Señor lo haya acogido en su abrazo paternal, sigue rezando por nosotros.

Me complace concluir con una reflexión suya que nos lleva al abrazo del Redentor: Es maravilloso —escribía— pensar que no importa la serie de pecados de nuestra vida, que basta elevar los ojos y ver el gesto del Salvador que nos acoge a cada uno con bondad infinita, con suma amabilidad. Desde esta perspectiva, concluía, «la despedida se nimba de esperanza y de gozo».



DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA BASÍLICA DE SANTA SABINA

Miércoles de Ceniza, 21 de febrero de 2007

21027

Queridos hermanos y hermanas:

Con la procesión penitencial hemos entrado en el austero clima de la Cuaresma y, al introducirnos en la celebración eucarística, acabamos de orar para que el Señor ayude al pueblo cristiano a "iniciar un camino de auténtica conversión para afrontar victoriosamente, con las armas de la penitencia, el combate contra el espíritu del mal" (oración Colecta).

Dentro de poco, al recibir la ceniza en nuestra cabeza, volveremos a escuchar una clara invitación a la conversión, que puede expresarse con dos fórmulas distintas: "Convertíos y creed el Evangelio" o "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás". Precisamente por la riqueza de los símbolos y de los textos bíblicos y litúrgicos, el miércoles de Ceniza se considera la "puerta" de la Cuaresma. En efecto, esta liturgia y los gestos que la caracterizan forman un conjunto que anticipa de modo sintético la fisonomía misma de todo el período cuaresmal. En su tradición, la Iglesia no se limita a ofrecernos la temática litúrgica y espiritual del itinerario cuaresmal; además, nos indica los instrumentos ascéticos y prácticos para recorrerlo fructuosamente.

"Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto". Con estas palabras comienza la primera lectura, tomada del libro del profeta Joel (
Jl 2,12). Los sufrimientos, las calamidades que afligían en ese período a la tierra de Judá impulsan al autor sagrado a invitar al pueblo elegido a la conversión, es decir, a volver con confianza filial al Señor, rasgando el corazón, no las vestiduras. En efecto, Dios —recuerda el profeta— "es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas" (Jl 2,13).

La invitación que el profeta Joel dirige a sus oyentes vale también para nosotros, queridos hermanos y hermanas. No dudemos en volver a la amistad de Dios perdida al pecar; al encontrarnos con el Señor, experimentamos la alegría de su perdón. Así, respondiendo de alguna manera a las palabras del profeta, hemos hecho nuestra la invocación del estribillo del Salmo responsorial: "Misericordia, Señor: hemos pecado". Proclamando el salmo 50, el gran salmo penitencial, hemos apelado a la misericordia divina; hemos pedido al Señor que la fuerza de su amor nos devuelva la alegría de su salvación.

Con este espíritu, iniciamos el tiempo favorable de la Cuaresma, como nos recordó san Pablo en la segunda lectura, para reconciliarnos con Dios en Cristo Jesús. El Apóstol se presenta como embajador de Cristo y muestra claramente cómo, en virtud de él, se ofrece al pecador, es decir, a cada uno de nosotros, la posibilidad de una auténtica reconciliación. "Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios" (2Co 5,21). Sólo Cristo puede transformar cualquier situación de pecado en novedad de gracia.

Precisamente por eso asume un fuerte impacto espiritual la exhortación que san Pablo dirige a los cristianos de Corinto: "En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios" (2Co 5,20) y también: "Mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación" (2Co 6,2).
Mientras que el profeta Joel hablaba del futuro día del Señor como de un día de juicio terrible, san Pablo, refiriéndose a la palabra del profeta Isaías, habla de "momento favorable", de "día de la salvación". El futuro día del Señor se ha convertido en el "hoy". El día terrible se ha transformado en la cruz y en la resurrección de Cristo, en el día de la salvación. Y hoy es ese día, como hemos escuchado en la aclamación antes del Evangelio: "Escuchad hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón". La invitación a la conversión, a la penitencia, resuena hoy con toda su fuerza, para que su eco nos acompañe en todos los momentos de nuestra vida.

De este modo, la liturgia del miércoles de Ceniza indica que la conversión del corazón a Dios es la dimensión fundamental del tiempo cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito reviste un doble significado: el primero alude al cambio interior, a la conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que acompañan el gesto. Aquí, en Roma, la procesión penitencial del miércoles de Ceniza parte de san Anselmo y se concluye en esta basílica de Santa Sabina, donde tiene lugar la primera estación cuaresmal.

A este propósito, es interesante recordar que la antigua liturgia romana, a través de las estaciones cuaresmales, había elaborado una singular geografía de la fe, partiendo de la idea de que, con la llegada de los apóstoles san Pedro y san Pablo y con la destrucción del templo, Jerusalén se había trasladado a Roma. La Roma cristiana se entendía como una reconstrucción de la Jerusalén del tiempo de Jesús dentro de los muros de la Urbe. Esta nueva geografía interior y espiritual, ínsita en la tradición de las iglesias "estacionales" de la Cuaresma, no es un simple recuerdo del pasado, ni una anticipación vacía del futuro; al contrario, quiere ayudar a los fieles a recorrer un itinerario interior, el camino de la conversión y la reconciliación, para llegar a la gloria de la Jerusalén celestial, donde habita Dios.

Queridos hermanos y hermanas, tenemos cuarenta días para profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el pasaje evangélico que se ha proclamado Jesús indica cuáles son los instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios (cf. Mt 6,1-6 Mt 6,16-18).

Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: "ieiunio... mentem elevas", "con el ayuno..., elevas nuestro espíritu" (Prefacio IV de Cuaresma).

Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las demás prácticas cuaresmales como "armas" espirituales para luchar contra el mal, contra las malas pasiones y los vicios.

Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros, un breve comentario de san Juan Crisóstomo: "Del mismo modo que, al final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo" (Homilías al pueblo de Antioquía, 3).

En el mensaje para la Cuaresma invité a vivir estos cuarenta días de gracia especial como un tiempo "eucarístico". Recurriendo a la fuente inagotable de amor que es la Eucaristía, en la que Cristo renueva el sacrificio redentor de la cruz, cada cristiano puede perseverar en el itinerario que hoy solemnemente iniciamos.

Las obras de caridad (limosna), la oración, el ayuno, juntamente con cualquier otro esfuerzo sincero de conversión, encuentran su más profundo significado y valor en la Eucaristía, centro y cumbre de la vida de la Iglesia y de la historia de la salvación.

"Señor, estos sacramentos que hemos recibido —así rezaremos al final de la santa misa— nos sostengan en el camino cuaresmal, hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males".

Pidamos a María que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma, podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y reconciliados con Dios y con los hermanos. Amén.



MISA EN LA CAPILLA DEL CENTRO PENITENCIARIO PARA MENORES DE CASAL DEL MARMO

Roma, domingo 18 de marzo de 2007

18037

Queridos hermanos y hermanas;
queridos muchachos y muchachas:

He venido de buen grado a visitaros, y el momento más importante de nuestro encuentro es la santa misa, en la que se renueva el don del amor de Dios: amor que nos consuela y da paz, especialmente en los momentos difíciles de la vida. En este clima de oración quisiera dirigiros mi saludo a cada uno de vosotros: al ministro de Justicia, honorable Clemente Mastella, al que expreso en especial mi agradecimiento; al jefe del Departamento de justicia para menores, señora Melita Cavallo; a las demás autoridades que han participado; a los responsables, a los agentes, a los educadores y al personal de este establecimiento penal para menores, a los voluntarios, a los familiares y a todos los presentes. Saludo al cardenal vicario y al obispo auxiliar, monseñor Benedetto Tuzia. De modo especial, saludo a monseñor Giorgio Caniato, inspector general de los capellanes de los Institutos de prevención y pena, y a vuestro capellán, a quienes doy las gracias por haberse hecho intérpretes de vuestros sentimientos al inicio de la santa misa.

En la celebración eucarística es Cristo mismo quien se hace presente en medio de nosotros; más aún, viene a iluminarnos con su enseñanza, en la liturgia de la Palabra, y a alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre, en la liturgia eucarística y en la Comunión. De este modo viene a enseñarnos a amar, viene a capacitarnos para amar y, así, para vivir. Pero, tal vez digáis, ¡cuán difícil es amar en serio, vivir bien! ¿Cuál es el secreto del amor, el secreto de la vida? Volvamos al evangelio. En este evangelio aparecen tres personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en paz, son agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida parece buena.

Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo.

Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud.

Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los cerdos.
Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad humana... Así comienza el nuevo camino, un camino interior. El muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del problema y comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo propietario también él, contribuyendo a la construcción de la casa y de la sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su vida, descubriendo el proyecto que Dios tenía para él.

En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a empezar con otro concepto, debo recomenzar.

Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir.

Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.

El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.

No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su interior debe "volver a casa" y comprender de nuevo qué significa la vida; comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia de Dios. No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y que todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la profundidad del Evangelio.

Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.

Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no es una "mónada", una entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe tener la vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido creados juntamente con los demás, y sólo estando con los demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero también es capaz de hacer el bien.

Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y nuestra dignidad.

Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que, antes que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra conducta, es una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios.

Recorramos juntos este camino de liberación interior; este es el imperativo de la Cuaresma. Cada vez que, como hoy, participamos en la Eucaristía, fuente y escuela del amor, nos hacemos capaces de vivir este amor, de anunciarlo y testimoniarlo con nuestra vida. Pero es necesario que decidamos ir a Jesús, como hizo el hijo pródigo, volviendo interior y exteriormente al padre. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud egoísta del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los hermanos, y olvida que también él necesita el perdón.

Que nos obtengan este don la Virgen María y san José, mi patrono, cuya fiesta celebraremos mañana, y a quien ahora invoco de modo particular por cada uno de vosotros y por vuestros seres queridos.


Benedicto XVI Homilias 7107