Benedicto XVI Homilias 18037


VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA FELICIDAD E HIJOS, MÁRTIRES

Domingo 25 de marzo de 2007

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Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa Felicidad e Hijos, mártires:

He venido de buen grado a visitaros en este V domingo de Cuaresma, llamado también domingo de Pasión. Os dirijo a todos mi cordial saludo. Ante todo, saludo al cardenal vicario y al obispo auxiliar, monseñor Enzo Dieci. Saludo también con afecto a los padres vocacionistas, a quienes está encomendada la parroquia desde su nacimiento, en 1958, y de modo especial a vuestro párroco, don Eusebio Mosca, al que agradezco las hermosas palabras con las que me ha presentado brevemente la realidad de vuestra comunidad.

Saludo asimismo a los demás sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas, a los laicos comprometidos y a todos los que colaboran de diversas maneras en las múltiples actividades de la parroquia —pastorales, educativas y de promoción humana—, dirigidas con atención prioritaria a los niños, a los jóvenes y a las familias.

Saludo a la comunidad filipina, bastante numerosa en vuestro territorio, que se reúne aquí todos los domingos para la santa misa celebrada en su lengua. Extiendo mi saludo a todos los habitantes del barrio Fidene —son numerosos—, formado en gran parte por personas que provienen de otras regiones de Italia y de diversos países del mundo.

Aquí, como en otras partes, ciertamente no faltan situaciones problemáticas, tanto en el campo material como en el moral, situaciones que requieren de vosotros, queridos amigos, un compromiso constante de testimoniar que el amor de Dios, que se manifestó plenamente en Cristo crucificado y resucitado, abraza de modo concreto a todos, sin distinción de raza y cultura. Esta es, en el fondo, la misión de toda comunidad parroquial, llamada a anunciar el Evangelio y a ser lugar de acogida y de escucha, de formación y de comunión fraterna, de diálogo y de perdón.

¿Cómo puede mantenerse fiel a este mandato una comunidad cristiana? ¿Cómo puede llegar a ser cada vez más una familia de hermanos animados por el Amor? La palabra de Dios que acabamos de escuchar, y que resuena con singular elocuencia en nuestro corazón durante este tiempo cuaresmal, nos recuerda que nuestra peregrinación terrena está llena de dificultades y pruebas, como el camino del pueblo elegido a lo largo del desierto antes de llegar a la tierra prometida. Pero, como asegura Isaías en la primera lectura, la intervención divina puede facilitarlo, transformando el páramo en un país confortable y rico en aguas (cf.
Is 43,19-20).

El salmo responsorial se hace eco del profeta: a la vez que recuerda la alegría del regreso del exilio babilónico, invoca al Señor para que intervenga en favor de los "cautivos", que al ir van llorando, pero vuelven llenos de júbilo, porque Dios está presente y, como en el pasado, hará también en el futuro "grandes hazañas en favor nuestro".

Esta misma confianza, esta esperanza en que después de tiempos difíciles el Señor manifieste siempre su presencia y su amor, debe animar a toda comunidad cristiana a la que su Señor ha dotado de abundantes provisiones espirituales para atravesar el desierto de este mundo y transformarlo en un vergel florido. Estas provisiones son la escucha dócil de su Palabra, los sacramentos y todos los demás recursos espirituales de la liturgia y de la oración personal. En definitiva, la verdadera provisión es su amor. El amor que impulsó a Jesús a inmolarse por nosotros nos transforma y nos capacita para seguirlo fielmente.

En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es, sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el "pan nuestro de cada día".

El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv 20,10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman "maestro" (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.

Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa: "Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le arroje la primera piedra" (Jn 8,7) y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que "el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre". Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, "golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro" (In Io. Ev. tract. 33, 5).

Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, "comenzando por los más viejos". Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz: "relicti sunt duo: misera et misericordia", "quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia" (ib.).

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8,10). Y su respuesta es conmovedora: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8,11). San Agustín, en su comentario, observa: "El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: "Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo eso" (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: "Vete y no peques más".

Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor.

Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: "Vete, y en adelante no peques más". Le concede el perdón, para que "en adelante" no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7,36-50), acoge y dice "vete en paz" a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y "no pecar más", para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.

Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio. Eso es lo que les sucedió a los hijos y después a su valiente madre, santa Felicidad, patronos de vuestra parroquia.

Que, por su intercesión, el Señor os conceda encontraros cada vez más profundamente con Cristo y seguirlo con dócil fidelidad, para que, como sucedió al apóstol san Pablo, también vosotros podáis proclamar con sinceridad: "Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo" (Ph 3,8).

Que el ejemplo y la intercesión de estos santos sean para vosotros un estímulo constante a seguir el sendero del Evangelio sin titubeos y sin componendas. Que os obtenga esta generosa fidelidad la Virgen María, a quien mañana contemplaremos en el misterio de la Anunciación y a la que os encomiendo a todos vosotros y a toda la población de este barrio de Fidene. Amén


LITURGIA PENITENCIAL CON LOS JÓVENES DE ROMA COMO PREPARACIÓN PARA LA XXII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

Basílica de San Pedro, Jueves 29 de marzo de 2007

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Queridos amigos:

Nos encontramos esta tarde, en la proximidad de la XXII Jornada mundial de la juventud, que, como sabéis, tiene por tema el mandamiento nuevo que nos dejó Jesús en la noche en que fue entregado: "Amaos unos a otros como yo os he amado" (
Jn 13,34). Os saludo cordialmente a todos, que habéis venido de las diversas parroquias de Roma. Saludo al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes presentes; saludo en particular a los confesores que dentro de poco estarán a vuestra disposición.

Esta cita, como ya ha anticipado vuestra portavoz, a la que agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre al inicio de la celebración, asume un profundo y alto significado, pues es un encuentro en torno a la cruz, una celebración de la misericordia de Dios, que cada uno podrá experimentar personalmente en el sacramento de la confesión.

En el corazón de todo hombre, mendigo de amor, hay sed de amor. En su primera encíclica, Redemptor hominis, mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II escribió: "El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él plenamente" (n. RH 10).

El cristiano, de modo especial, no puede vivir sin amor. Más aún, si no encuentra el amor verdadero, ni siquiera puede llamarse cristiano, porque, como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, "no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. ).

El amor de Dios por nosotros, iniciado con la creación, se hizo visible en el misterio de la cruz, en la kénosis de Dios, en el vaciamiento, en el humillante abajamiento del Hijo de Dios del que nos ha hablado el apóstol san Pablo en la primera lectura, en el magnífico himno a Cristo de la carta a los Filipenses. Sí, la cruz revela la plenitud del amor que Dios nos tiene. Un amor crucificado, que no acaba en el escándalo del Viernes santo, sino que culmina en la alegría de la Resurrección y la Ascensión al cielo, y en el don del Espíritu Santo, Espíritu de amor por medio del cual, también esta tarde, se perdonarán los pecados y se concederán el perdón y la paz.

El amor de Dios al hombre, que se manifiesta con plenitud en la cruz, se puede describir con el término agapé, es decir, "amor oblativo, que busca exclusivamente el bien del otro", pero también con el término eros.En efecto, al mismo tiempo que es amor que ofrece al hombre todo lo que es Dios, como expliqué en el Mensaje para esta Cuaresma, también es un amor donde "el corazón mismo de Dios, el Todopoderoso, espera el "sí" de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de febrero de 2007, p. 4). Por desgracia, "desde sus orígenes, la humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con el espejismo de una autosuficiencia imposible (cf. Gn 3,1-7)" (ib.).

Pero en el sacrificio de la cruz Dios sigue proponiendo su amor, su pasión por el hombre, la fuerza que, como dice el Pseudo Dionisio, "impide al amante permanecer en sí mismo, sino que lo impulsa a unirse al amado" (De divinis nominibus, IV, 13: PG 3, 712). Dios viene a "mendigar" el amor de su criatura. Esta tarde, al acercaros al sacramento de la confesión, podréis experimentar el "don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1999), para que, unidos a Cristo, lleguemos a ser criaturas nuevas (cf. 2Co 5,17-18).

Queridos jóvenes de la diócesis de Roma, con el bautismo habéis nacido ya a una vida nueva en virtud de la gracia de Dios. Ahora bien, dado que esta vida nueva no ha eliminado la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado, se nos da la oportunidad de acercarnos al sacramento de la confesión. Cada vez que lo hacéis con fe y devoción, el amor y la misericordia de Dios mueven vuestro corazón, después de un esmerado examen de conciencia, para acudir al ministro de Cristo. A él, y así a Cristo mismo, expresáis el dolor por los pecados cometidos, con el firme propósito de no volver a pecar más en el futuro, dispuestos a aceptar con alegría los actos de penitencia que él os indique para reparar el daño causado por el pecado.

De este modo, experimentáis "el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia, y el consuelo del espíritu; y el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano" de cada día (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica 310).

Con el lavado penitencial de este sacramento, somos readmitidos en la plena comunión con Dios y con la Iglesia, que es una compañía digna de confianza porque es "sacramento universal de salvación" (Lumen gentium LG 48).

En la primera parte del mandamiento nuevo, el Señor dice: "Amaos unos a otros" (Jn 13,34). Ciertamente, el Señor espera que nos dejemos conquistar por su amor y experimentemos toda su grandeza y su belleza, pero no basta. Cristo nos atrae hacia sí para unirse a cada uno de nosotros, a fin de que también nosotros aprendamos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor con que él nos ha amado.

Hoy, como siempre, existe gran necesidad de una renovada capacidad de amar a los hermanos. Al salir de esta celebración, con el corazón lleno de la experiencia del amor de Dios, debéis estar preparados para "atreveros" a vivir el amor en vuestras familias, en las relaciones con vuestros amigos e incluso con quienes os han ofendido. Debéis estar preparados para influir, con un testimonio auténticamente cristiano, en los ambientes de estudio y de trabajo, a comprometeros en las comunidades parroquiales, en los grupos, en los movimientos, en las asociaciones y en todos los ámbitos de la sociedad.

Vosotros, jóvenes novios, vivid el noviazgo con un amor verdadero, que implica siempre respeto recíproco, casto y responsable. Si el Señor llama a alguno de vosotros, queridos jóvenes amigos de Roma, a una vida de especial consagración, estad dispuestos a responder con un "sí" generoso y sin componendas. Si os entregáis a Dios y a los hermanos, experimentaréis la alegría de quien no se encierra en sí mismo con un egoísmo muy a menudo asfixiante.

Pero, ciertamente, todo ello tiene un precio, el precio que Cristo pagó primero y que todos sus discípulos, aunque de modo muy inferior con respecto al Maestro, también deben pagar: el precio del sacrificio y de la abnegación, de la fidelidad y de la perseverancia, sin los cuales no hay y no puede haber verdadero amor, plenamente libre y fuente de alegría.

Queridos chicos y chicas, el mundo espera vuestra contribución para la edificación de la "civilización del amor". "El horizonte del amor es realmente ilimitado: es el mundo entero" (Mensaje para la XXII Jornada mundial de la juventud: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de febrero de 2007, p. 7). Los sacerdotes que os acompañan y vuestros educadores están seguros de que, con la gracia de Dios y la constante ayuda de su divina misericordia, lograréis estar a la altura de la ardua tarea a la que el Señor os llama.

No os desalentéis; antes bien, tened confianza en Cristo y en su Iglesia. El Papa está cerca de vosotros y os asegura un recuerdo diario en la oración, encomendándoos de modo particular a la Virgen María, Madre de misericordia, para que os acompañe y sostenga siempre. Amén.



CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Plaza de San Pedro, XXII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo 1 de abril de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

En la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los discípulos que, con gran alegría, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor aclamándolo por todos los prodigios que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.

La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de san Lucas, la narración del inicio del cortejo cerca de Jerusalén está compuesta en parte, literalmente, según el modelo del rito de coronación con el que, como dice el primer libro de los Reyes, Salomón fue revestido como heredero de la realeza de David (cf.
1R 1,33-35). Así, la procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la justicia.

Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar día a día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a él, porque su autoridad es la autoridad de la verdad.

La procesión de Ramos es —como sucedió en aquella ocasión a los discípulos— ante todo expresión de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque él nos concede ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida. Pero esta alegría del inicio es también expresión de nuestro "sí" a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él a dondequiera que nos lleve. Por eso, la exhortación inicial de la liturgia de hoy interpreta muy bien la procesión también como representación simbólica de lo que llamamos "seguimiento de Cristo": "Pidamos la gracia de seguirlo", hemos dicho. La expresión "seguimiento de Cristo" es una descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto "seguir a Cristo"?

Al inicio, con los primeros discípulos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significaba que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida, para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión era ir con el maestro, dejarse guiar totalmente por él. Así, el seguimiento era algo exterior y, al mismo tiempo, muy interior. El aspecto exterior era caminar detrás de Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior era la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus puntos de referencia en los negocios, en el oficio que daba con qué vivir, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente a la voluntad de Otro. Estar a su disposición había llegado a ser ya una razón de vida. Eso implicaba renunciar a lo que era propio, desprenderse de sí mismo, como podemos comprobarlo de modo muy claro en algunas escenas de los evangelios.

Pero esto también pone claramente de manifiesto qué significa para nosotros el seguimiento y cuál es su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Me exige que ya no esté encerrado en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Requiere que me entregue libremente a Otro, por la verdad, por amor, por Dios que, en Jesucristo, me precede y me indica el camino. Se trata de la decisión fundamental de no considerar ya los beneficios y el lucro, la carrera y el éxito como fin último de mi vida, sino de reconocer como criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de la opción entre vivir sólo para mí mismo o entregarme por lo más grande. Y tengamos muy presente que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en persona. Siguiéndolo a él, entro al servicio de la verdad y del amor. Perdiéndome, me encuentro.

Volvamos a la liturgia y a la procesión de Ramos. En ella la liturgia prevé como canto el Salmo 24, que también en Israel era un canto procesional usado durante la subida al monte del templo. El Salmo interpreta la subida interior, de la que la subida exterior es imagen, y nos explica una vez más lo que significa subir con Cristo. "¿Quién puede subir al monte del Señor?", pregunta el Salmo, e indica dos condiciones esenciales. Los que suben y quieren llegar verdaderamente a lo alto, hasta la altura verdadera, deben ser personas que se interrogan sobre Dios, personas que escrutan en torno a sí buscando a Dios, buscando su rostro.

Queridos jóvenes amigos, ¡cuán importante es hoy precisamente no dejarse llevar simplemente de un lado a otro en la vida, no contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen, escrutar a Dios y buscar a Dios, no dejar que el interrogante sobre Dios se disuelva en nuestra alma, el deseo de lo que es más grande, el deseo de conocerlo a él, su rostro...!

La otra condición muy concreta para la subida es esta: puede estar en el lugar santo "el hombre de manos inocentes y corazón puro". Manos inocentes son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se ensucian con la corrupción, con sobornos. Corazón puro: ¿cuándo el corazón es puro? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía; un corazón transparente como el agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un corazón que no se extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es verdadero y no solamente pasión de un momento.

Manos inocentes y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y encontramos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a la altura a la que el hombre está destinado: la amistad con Dios mismo.

El salmo 24, que habla de la subida, termina con una liturgia de entrada ante el pórtico del templo: "¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria". En la antigua liturgia del domingo de Ramos, el sacerdote, al llegar ante el templo, llamaba fuertemente con el asta de la cruz de la procesión al portón aún cerrado, que a continuación se abría. Era una hermosa imagen para ilustrar el misterio de Jesucristo mismo que, con el madero de su cruz, con la fuerza de su amor que se entrega, ha llamado desde el lado del mundo a la puerta de Dios; desde el lado de un mundo que no lograba encontrar el acceso a Dios.

Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro lado, el Señor llama con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número están cerradas para Dios. Y nos dice más o menos lo siguiente: si las pruebas que Dios te da de su existencia en la creación no logran abrirte a él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu Señor y tu Dios.

Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que él, el Dios vivo, pueda llegar en su Hijo a nuestro tiempo y cambiar nuestra vida. Amén.


CONCELEBRACIÓN EN SUFRAGIO EL PAPA JUAN PABLO II

Plaza de San Pedro, Lunes 2 de abril de 2007

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Hace dos años, un poco más tarde de esta hora, partía de este mundo hacia la casa del Padre el amado Papa Juan Pablo II. Con esta celebración queremos ante todo renovar a Dios nuestra acción de gracias por habérnoslo dado durante veintisiete años como padre y guía seguro en la fe, pastor celoso, profeta valiente de esperanza, testigo incansable y servidor apasionado del amor de Dios. Al mismo tiempo, ofrecemos el sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida, con el recuerdo imborrable de la gran devoción con que celebraba los sagrados misterios y adoraba el Sacramento del altar, centro de su vida y de su incansable misión apostólica.

Deseo expresaros mi agradecimiento a todos los que habéis querido participar en esta santa misa. Dirijo un saludo particular al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia, imaginando los sentimientos que se agolpan en este momento en su alma. Saludo a los demás cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas presentes; a los peregrinos que han venido desde Polonia para esta celebración; a los muchos jóvenes a quienes el Papa Juan Pablo II amaba con singular afecto; y a los numerosos fieles que, procedentes de todas las partes de Italia y del mundo, se han dado cita hoy aquí, en la plaza de San Pedro.

El segundo aniversario de la piadosa muerte de este amado Pontífice se celebra en un contexto muy propicio al recogimiento y a la oración, pues ayer, con el domingo de Ramos, hemos entrado en la Semana santa, y la liturgia nos hace revivir los últimos días de la vida terrena del Señor Jesús. Hoy nos conduce a Betania, donde, precisamente "seis días antes de la Pascua", como anota el evangelista san Juan, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro.

El relato evangélico confiere un intenso clima pascual a nuestra meditación: la cena de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cf.
Jn 12,7). Pero también es anuncio de la resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte.

Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena de Betania encierra una emotiva resonancia, llena de afecto y devoción; una mezcla de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya cercana; y amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían temer las tramas de los judíos, que querían la muerte de Jesús, y las amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte se proyectaba.

En este pasaje evangélico hay un gesto sobre el que se centra nuestra atención, y que también ahora habla de modo singular a nuestro corazón: en un momento determinado, María de Betania, "tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos" (Jn 12,3). Es uno de los detalles de la vida de Jesús que san Juan recogió en la memoria de su corazón y que contienen una inagotable fuerza expresiva. Habla del amor a Cristo, un amor sobreabundante, pródigo, como el ungüento "muy caro" derramado sobre sus pies. Un hecho que, sintomáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.

Para nosotros, reunidos en oración para recordar a mi venerado predecesor, el gesto de la unción de María de Betania entraña ecos y sugerencias espirituales. Evoca el luminoso testimonio que Juan Pablo II dio de un amor a Cristo sin reservas y sin escatimar sacrificios. El "perfume" de su amor "llenó toda la casa" (Jn 12,3), es decir, toda la Iglesia. Ciertamente, resultamos beneficiados nosotros, que estuvimos cerca de él, y por esto damos gracias a Dios, pero también pudieron gozar de él todos los que lo conocieron de lejos, porque el amor del Papa Wojtyla a Cristo era tan fuerte e intenso que rebosó, podríamos decir, a todas las regiones del mundo.

La estima, el respeto y el afecto que creyentes y no creyentes le expresaron a su muerte, ¿no son acaso un testimonio elocuente? San Agustín, comentando este pasaje del evangelio de san Juan, escribe: "La casa se llenó de perfume; es decir, el mundo se llenó de la buena fama. El buen olor es la buena fama... Por mérito de los buenos cristianos, el nombre del Señor es alabado" (In Io. evang. tr., 50, 7). Es verdad: el intenso y fecundo ministerio pastoral, y más aún el calvario de la agonía y la serena muerte de nuestro amado Papa, dieron a conocer a los hombres de nuestro tiempo que Jesucristo era de verdad su "todo".

La fecundidad de este testimonio, como sabemos, depende de la cruz. En la vida de Karol Wojtyla la palabra "cruz" no fue sólo una palabra. Desde su infancia y su juventud experimentó el dolor y la muerte. Como sacerdote y como obispo, y sobre todo como Sumo Pontífice, se tomó muy en serio la última llamada de Cristo resucitado a Simón Pedro, en la ribera del lago de Galilea: "Sígueme... Tú sígueme" (Jn 21,19 Jn 21,22). Especialmente en el lento pero implacable avance de la enfermedad, que poco a poco lo despojó de todo, su existencia se transformó en una ofrenda completa a Cristo, anuncio vivo de su pasión, con la esperanza llena de fe en la resurrección.

Su pontificado se desarrolló bajo el signo de la "prodigalidad", de una entrega generosa y sin reservas. Lo movía únicamente el amor místico a Cristo, a Aquel que, el 16 de octubre de 1978, lo había llamado con las palabras del ceremonial: "Magister adest et vocat te", "el Maestro está aquí y te llama". El 2 de abril de 2005, el Maestro volvió a llamarlo, esta vez sin intermediarios, para llevarlo a casa, a la casa del Padre. Y él, una vez más, respondió prontamente con su corazón intrépido, y susurró: "Dejadme ir al Señor" (cf. S. Dziwisz, Una vita con Karol, p. 223).

Desde mucho tiempo antes se preparaba para este último encuentro con Jesús, como lo atestiguan las diversas redacciones de su Testamento. Durante los largos ratos de oración en su capilla privada hablaba con él, abandonándose totalmente a su voluntad, y se encomendaba a María, repitiendo el Totus tuus. Como su divino Maestro, vivió su agonía en oración. Durante el último día de su vida, víspera del domingo de la Misericordia divina, pidió que se le leyera precisamente el evangelio de san Juan. Con la ayuda de las personas que lo acompañaban, quiso participar en todas las oraciones diarias y en la liturgia de las Horas, hacer la adoración y la meditación. Murió orando. Verdaderamente, se durmió en el Señor.

"Y toda la casa se llenó del olor del perfume" (Jn 12,3). Volvamos a esta anotación, tan sugestiva, del evangelista san Juan. El perfume de la fe, de la esperanza y de la caridad del Papa llenó su casa, llenó la plaza de San Pedro, llenó la Iglesia y se difundió por el mundo entero. Lo que aconteció después de su muerte fue, para quien cree, efecto de aquel "perfume" que llegó a todos, cercanos y lejanos, y los atrajo hacia un hombre que Dios había configurado progresivamente con su Cristo.

Por eso, podemos aplicarle a él las palabras del primer canto del Siervo del Señor, que hemos escuchado en la primera lectura: "Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones" (Is 42,1). "Siervo de Dios": es lo que fue, y así lo llamamos ahora en la Iglesia, mientras se desarrolla con rapidez su proceso de beatificación: precisamente esta mañana se ha clausurado la investigación diocesana sobre su vida, sus virtudes y su fama de santidad.

"Siervo de Dios" es un título particularmente apropiado para él. El Señor lo llamó a su servicio por el camino del sacerdocio y le abrió poco a poco horizontes cada vez más amplios: desde su diócesis hasta la Iglesia universal. Esta dimensión de universalidad alcanzó su máxima extensión en el momento de su muerte, acontecimiento que el mundo entero vivió con una participación nunca vista en la historia.

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo responsorial ha puesto en nuestros labios palabras llenas de confianza. En la comunión de los santos, nos parece escuchar la viva voz del amado Juan Pablo II, que desde la casa del Padre —estamos seguros— no deja de acompañar el camino de la Iglesia: "Espera en el Señor, sé valiente; ten ánimo, espera en el Señor" (Ps 26,14).

Sí, tengamos ánimo, queridos hermanos y hermanas; que nuestro corazón esté lleno de esperanza. Con esta invitación en el corazón prosigamos la celebración eucarística, vislumbrando ya la luz de la Resurrección de Cristo, que brillará en la Vigilia pascual después de la dramática oscuridad del Viernes santo.

Que el Totus tuus del amado Pontífice nos estimule a seguirlo por la senda de la entrega de nosotros mismos a Cristo por intercesión de María, y nos lo obtenga precisamente ella, la Virgen santísima, mientras encomendamos a sus manos maternales a este padre, hermano y amigo nuestro, para que en Dios descanse y goce en paz. Amén.



Benedicto XVI Homilias 18037