Discursos 2011 160


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LOS OBISPOS DE NUEVA ZELANDA Y DEL PACÍFICO

EN VISTA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 17 de diciembre de 2011




Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra daros una cordial y fraterna bienvenida con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Este encuentro es un signo tangible de nuestra comunión en la fe y la caridad, en la única Iglesia de Cristo. Deseo agradecer a monseñor Dew y a monseñor Mafi las amables palabras que me han dirigido en vuestro nombre. Saludo cordialmente a los sacerdotes, a las personas consagradas, así como a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral. Aseguradles mis oraciones por su crecimiento en la santidad y mi afecto hacia ellos en el Señor.

161 Con gratitud a Dios todopoderoso, constato en vuestras relaciones las numerosas bendiciones que el Señor ha concedido a vuestras circunscripciones eclesiásticas. También soy consciente de los desafíos de la vida cristiana que afrontáis en común, a pesar de los diversos contextos sociales, económicos y culturales en los que actuáis. Habéis mencionado en particular el desafío que constituye para vosotros la secularización, característica de vuestras sociedades. Esta realidad tiene un impacto importante sobre la comprensión y la práctica de la fe católica. Eso resulta especialmente visible en un enfoque inadecuado de la naturaleza sagrada del matrimonio cristiano y de la estabilidad de la familia. En ese contexto, la lucha por llevar una vida digna de nuestra vocación bautismal (cf. Ef Ep 4,1) y por abstenerse de las pasiones terrenas que combaten contra el alma (cf. 1P 2,11), resulta cada vez más ardua. Además, y en último análisis, sabemos que la fe cristiana da a la vida una base más segura que la visión secularizada. «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes GS 22).

Por eso, recientemente se creó el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización. Dado que la fe cristiana está fundada en el Verbo encarnado, Jesucristo, la nueva evangelización no es un concepto abstracto, sino una renovación de la auténtica vida cristiana basada en las enseñanzas de la Iglesia. Vosotros, como obispos y pastores, estáis llamados a ser protagonistas al formular esta respuesta según las necesidades y las circunstancias locales en vuestros distintos países y entre vuestros pueblos. Reforzando los vínculos visibles de comunión eclesial, cread entre vosotros un sentido aún más fuerte de fe y de caridad, de forma que aquellos a quienes servís imiten, a su vez, vuestra caridad y sean embajadores de Cristo tanto en la Iglesia como en la sociedad civil.

Debéis afrontar este desafío histórico bajo la guía del Espíritu Santo, que está presente y que, además, llama, consagra y envía sacerdotes como «cooperadores del orden de los obispos, con los cuales están unidos en el oficio sacerdotal y juntamente con los cuales están llamados al servicio del pueblo de Dios» (Rito de ordenación sacerdotal). Queridos hermanos en el episcopado, os animo a tener una solicitud especial por vuestros sacerdotes. Como sabéis, uno de vuestros primeros deberes pastorales es con respecto a vuestros sacerdotes y su santificación, de modo especial con respecto a quienes están afrontando dificultades y a quienes tienen poco contacto con sus hermanos en el sacerdocio. Sed padres que los guíen a lo largo del camino hacia la santidad, de modo que su vida atraiga a otros al seguimiento de Cristo. Sabemos que sacerdotes buenos, sabios y santos son los mejores promotores de vocaciones al sacerdocio. Con la confianza que deriva de la fe, podemos afirmar que el Señor sigue llamando a hombres al sacerdocio, y vosotros sois conscientes de que animarlos a pensar en dedicar su vida plenamente a Cristo es una de vuestras prioridades. En nuestro tiempo, los jóvenes necesitan mayor asistencia y discernimiento espiritual, para que puedan conocer la voluntad del Señor. En un mundo golpeado por una «profunda crisis de fe» (Porta fidei, 2), asegurad también que vuestros seminaristas reciban una formación completa que los prepare para servir al Señor y amar a su rebaño según el corazón del Buen Pastor.

En este contexto, deseo reconocer la significativa contribución que dan a la difusión del Evangelio los religiosos y las religiosas presentes en toda vuestra región, incluidos quienes trabajan en los campos de la educación, la catequesis y la pastoral. Que, juntamente con quienes llevan una vida contemplativa, permanezcan fieles a los carismas de sus fundadores, que siempre están unidos a la vida y a la disciplina de toda la Iglesia, y que su testimonio de Dios siga siendo un faro que señala hacia una vida de fe, amor y rectitud.

Del mismo modo, el papel de los fieles laicos con vistas al bienestar de la Iglesia es esencial porque el Señor no espera que los pastores «por sí solos se hagan cargo de toda la misión de la Iglesia para salvar al mundo» (Lumen gentium LG 30). Comprendo, a través de vuestras relaciones, que vuestra tarea de difundir el Evangelio depende a menudo de la ayuda de los misioneros y catequistas laicos. Seguid garantizándoles una formación sólida y permanente, de modo especial en el contexto de sus asociaciones. Al hacerlo así, los prepararéis para toda obra buena en la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. 2Tm 3,17 Ep 4,12). Su celo por la fe, gracias a vuestra guía y a vuestro apoyo constantes, dará ciertamente frutos abundantes en la viña del Señor.

Mis queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, al tener esta oportunidad de hablar con vosotros de la nueva evangelización, lo hago recordando la reciente proclamación del Año de la fe, que pretende precisamente «dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto en el que a menudo se encuentran» (Homilía, 16 de octubre de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2011, p. 7). Que este tiempo privilegiado sirva de inspiración para uniros a toda la Iglesia en los constantes esfuerzos de la nueva evangelización, porque, aunque estéis diseminados por muchas islas y nos separen grandes distancias, juntos profesamos «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ep 4,5-6). Seguid unidos entre vosotros y con el Sucesor de Pedro. Encomendándoos a la intercesión de Nuestra Señora, Estrella del mar, y asegurándoos mi afecto y mis oraciones por vosotros y por todos los que han sido confiados a vuestra solicitud pastoral, os imparto de buen grado mi bendición apostólica.



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Domingo 18 de diciembre de 2011

[Vídeo]




Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría y emoción estoy esta mañana en medio de vosotros, para una visita que tiene lugar a pocos días de la celebración de la Navidad del Señor. Dirijo un cordial saludo a todos, en especial a la ministra de Justicia, Paola Severino, y a los capellanes, a los que agradezco las palabras de bienvenida que me han dirigido también en vuestro nombre. Saludo al doctor Carmelo Cantone, director del centro penitenciario y a los colaboradores, a la policía penitenciaria y a los voluntarios que se prodigan en las actividades de esta institución. Y os saludo de modo especial a todos vosotros, detenidos, manifestándoos mi cercanía.

«Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,36). Estas son las palabras del juicio final, contado por el evangelista san Mateo, y estas palabras del Señor, en las que él se identifica con los detenidos, expresan en plenitud el sentido de mi visita de hoy entre vosotros. Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un preso, allí está Cristo mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es la razón principal por la que me siento feliz de estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar. La Iglesia siempre ha incluido entre las obras de misericordia corporal la visita a los presos (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2447). Y esta, para ser completa, exige una plena capacidad de acogida del detenido, «dándole espacio en el propio tiempo, en la propia casa, en las propias amistades, en las propias leyes, en las propias ciudades» (cf. Conferencia episcopal italiana, Evangelización y testimonio de la caridad, 39). De hecho, quisiera poder ponerme a la escucha de la historia personal de cada uno, pero, lamentablemente, no es posible; sin embargo, he venido a deciros sencillamente que Dios os ama con un amor infinito, y sois siempre hijos de Dios. Y el mismo Hijo unigénito de Dios, el Señor Jesús, experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la más feroz condena a la pena capital.

162 Con motivo de mi reciente viaje apostólico a Benín, el pasado mes de noviembre, firmé una exhortación apostólica postsinodal en la que reiteré la atención de la Iglesia a la justicia en los Estados, escribiendo: «Por tanto, hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes judiciales y penitenciarios, con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a los culpables. Se han de desterrar también los casos de errores judiciales y los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones en que no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos humanos, y también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca, terminan en un proceso. La Iglesia reconoce su misión profética respecto a todos los afectados por la delincuencia, así como la necesidad que tienen de reconciliación, justicia y paz. Los reclusos son seres humanos que merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención» (n. 83).

Queridos hermanos y hermanas, la justicia humana y la divina son muy diferentes. Ciertamente, los hombres no pueden aplicar la justicia divina, pero al menos deben apuntar a ella, tratar de captar el espíritu profundo que la anima, para que ilumine también la justicia humana, para evitar —como lamentablemente sucede no pocas veces— que el detenido se convierta en un excluido. Dios, en efecto, es Aquel que proclama la justicia con fuerza, pero que, al mismo tiempo, cura las heridas con el bálsamo de la misericordia.

La parábola del Evangelio de san Mateo (20, 1-16) sobre los trabajadores llamados a jornal a la viña nos da a entender en qué consiste esta diferencia entre la justicia humana y la divina, porque hace explícita la delicada relación entre justicia y misericordia. La parábola describe a un agricultor que asume trabajadores en su viña. Lo hace, sin embargo, en diversas horas del día, de manera que alguno trabaja todo el día y algún otro sólo una hora. En el momento del pago del salario, el amo suscita estupor y provoca una discusión entre los jornaleros. La cuestión tiene que ver con la generosidad —considerada por los presentes como injusticia— del amo de la viña, el cual decide dar la misma paga tanto a los trabajadores de la mañana como a los últimos de la tarde. Desde el punto de vista humano, esta decisión es una auténtica injusticia, pero desde el punto de vista de Dios es un acto de bondad, porque la justicia divina da cada uno lo suyo y, además, incluye la misericordia y el perdón.

Justicia y misericordia, justicia y caridad, ejes de la doctrina social de la Iglesia, son dos realidades diferentes sólo para nosotros los hombres, que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo, para nosotros, es «lo que se debe al otro», mientras que misericordioso es lo que se dona por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en él justicia y caridad coinciden; no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.

¡Qué lejana está la lógica de Dios de la nuestra! ¡Y qué diferente es nuestro modo de actuar del suyo! El Señor nos invita a captar y observar el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno cumplimiento en el amor hacia los necesitados. «La plenitud de la ley es el amor», escribe san Pablo (
Rm 13, 1o): nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté animada por el amor a Dios y a los hermanos.

Queridos amigos, el sistema de detención gira en torno a dos criterios, ambos importantes: por un lado, tutelar a la sociedad de eventuales amenazas; por otro, reintegrar a quien ha cometido un error sin pisotear su dignidad y sin excluirlo de la vida social. Ambos aspectos tienen su relevancia y pretenden no crear aquel «abismo» entre la realidad carcelaria real y la pensada por la ley, que prevé como elemento fundamental la función reeducadora de la pena y el respeto de los derechos y de la dignidad de las personas. La vida humana pertenece sólo a Dios, que nos la ha regalado, y no está abandonada a merced de nadie, ¡ni siquiera a merced de nuestro libre albedrío! Estamos llamados a custodiar la perla preciosa de nuestra vida y de la de los demás.

Sé que la superpoblación y la degradación de las cárceles pueden hacer todavía más amarga la detención: me han llegado varias cartas de detenidos que lo subrayan. Es importante que las instituciones promuevan un atento análisis de la situación penitenciaria hoy, verifiquen las estructuras, los medios, el personal, de modo que los detenidos no paguen nunca una «doble pena»; y es importante promover un desarrollo del sistema penitenciario, que, aun en el respeto de la justicia, sea cada vez más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso también a las penas sin internamiento o a modalidades diversas de detención.

Queridos amigos, hoy es el cuarto domingo de Adviento. Que la Navidad del Señor, ya cercana, encienda nuevamente la esperanza y el amor en vuestro corazón. El nacimiento del Señor Jesús, que conmemoraremos dentro de pocos días, nos recuerda su misión de traer la salvación a todos los hombres, sin excluir a nadie. Su salvación no se impone, sino que nos llega a través de los actos de amor, de misericordia y de perdón que nosotros mismos sabemos realizar. El Niño de Belén será feliz cuando todos los hombres vuelvan a Dios con corazón renovado. Pidámosle en el silencio y en la oración que nos libere a todos de la cárcel del pecado, de la soberbia y del orgullo, pues cada uno necesita salir de esta cárcel interior para ser verdaderamente libre del mal, de las angustias y de la muerte. ¡Sólo el Niño recostado en el pesebre es capaz de donar a todos esta liberación plena!

Quiero terminar diciéndoos que la Iglesia sostiene y anima cualquier esfuerzo dirigido a garantizar a todos una vida digna. Tened la seguridad de mi cercanía a cada uno de vosotros, a vuestras familias, a vuestros niños, a vuestros jóvenes, a vuestros ancianos, y os llevo a todos en el corazón delante de Dios. ¡El Señor os bendiga a vosotros y vuestro futuro!



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RESPUESTAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LAS PREGUNTAS DE LOS RECLUSOS


Domingo 18 de diciembre de 2011




Me llamo Rocco. Ante todo quiero manifestarle nuestro agradecimiento, y el mío personal, por esta visita que nos resulta tan grata y que, en un momento tan dramático para las cárceles italianas, asume un gran contenido de solidaridad, humanidad y consuelo. Deseo preguntar a Su Santidad si este gesto suyo lo comprenderán en su sencillez también nuestros políticos y gobernantes para que se restituya a todos los últimos, entre los que estamos incluidos nosotros los detenidos, la dignidad y la esperanza que deben reconocerse a todo ser vivo. Esperanza y dignidad indispensables para reemprender el camino hacia una vida digna de vivirse.

163 Gracias por sus palabras. Siento su afecto por el Santo Padre, y me conmueve esta amistad, que siento en todos vosotros. Y quiero decir que pienso a menudo en vosotros y rezo siempre por vosotros, porque sé que es una condición muy difícil, que con frecuencia, en vez de ayudar a renovar la amistad con Dios y con la humanidad, empeora la situación, incluso la interior. Yo he venido sobre todo para mostraros esta cercanía mía, personal e íntima, en la comunión con Cristo que os ama, como he dicho. Pero ciertamente esta visita a vosotros, que quiere ser personal, es también un gesto público que recuerda a nuestros compatriotas, a nuestro Gobierno, el hecho de que hay grandes problemas y dificultades en las cárceles italianas. Desde luego, el sentido de estas cárceles es precisamente ayudar a la justicia, y la justicia implica como primer hecho la dignidad humana. Así pues, se deben construir de forma que crezca la dignidad, que se respete la dignidad, y que vosotros podáis renovar en vosotros mismos el sentido de la dignidad, para responder mejor a esta vocación íntima nuestra. Hemos escuchado a la ministra de Justicia; hemos escuchado cómo siente con vosotros, cómo siente toda vuestra realidad, y así podemos estar convencidos de que nuestro Gobierno y los responsables harán lo posible por mejorar esta situación, para ayudaros a encontrar realmente aquí una buena realización de una justicia que os ayude a volver a la sociedad con toda la convicción de vuestra vocación humana y con todo el respeto que exige vuestra condición humana. Por lo tanto, en la medida de mis posibilidades, quisiera dar siempre signos de la gran importancia de que estas cárceles respondan a su sentido de renovar la dignidad humana y no de menoscabar esta dignidad, y de mejorar la situación. Y esperamos que el Gobierno tenga la posibilidad y todas las posibilidades de responder a esta vocación. Gracias.

Me llamo Omar. Santo Padre, quisiera preguntarte un millón de cosas, que siempre he pensado preguntarte, pero hoy que puedo me resulta difícil hacerte una pregunta. Me siento emocionado por este acontecimiento; tu visita aquí a la cárcel es un hecho muy fuerte para nosotros los reclusos cristianos católicos y, por eso, más que una pregunta, prefiero pedirte que nos permitas unirnos contigo, en nuestro sufrimiento y el de nuestros familiares, como un cable de electricidad que comunique con nuestro Señor. Te quiero mucho.

También yo te quiero mucho, y te agradezco estas palabras, que me tocan el corazón. Creo que esta visita manifiesta que quisiera seguir las palabras del Señor que me conmueven siempre —las he leído en mi discurso—, donde en el último juicio dice: «Me habéis visitado cuando estuve en la cárcel, y yo he sido quien os esperaba». Esta identificación del Señor con los que están en la cárcel nos obliga profundamente, y yo mismo debo preguntarme: ¿He actuado según este mandato del Señor? ¿He tenido presente esta palabra del Señor? Este es uno de los motivos por los que he venido, porque sé que en vosotros el Señor me espera, que vosotros necesitáis este reconocimiento humano y necesitáis esta presencia del Señor, el cual, en el juicio último, nos preguntará precisamente sobre este punto y, por eso, espero que aquí se pueda realizar cada vez más la verdadera finalidad de estos centros penitenciarios: ayudar a reencontrarse a sí mismos, ayudar a seguir adelante consigo mismos, en la reconciliación consigo mismos, con los demás y con Dios, para reintegrarse en la sociedad y contribuir al progreso de la humanidad. El Señor os ayudará. En mis oraciones estoy siempre con vosotros. Sé que para mí es una obligación particular orar por vosotros, para «elevaros hacia el Señor», hacia lo alto, porque el Señor, a través de nuestra oración ayuda: la oración es una realidad. Yo invito también a todos los demás a rezar, de modo que, por decirlo así, haya un fuerte cable que os «eleva hacia el Señor» y nos comunica asimismo entre nosotros, para que yendo hacia el Señor también estemos unidos entre nosotros. Tened la seguridad de esta fuerza de mi oración e invito igualmente a los demás a unirse a vosotros en la oración, para formar de este modo casi una cordada que va hacia el Señor.

Me llamo Alberto. Santidad, ¿le parece justo que, después de haber perdido uno tras otro a todos los miembros de mi familia, ahora que soy un hombre nuevo, y desde hace dos meses papá de una espléndida niña, que lleva el nombre de Gaia, no me concedan la posibilidad de volver a casa, a pesar de que ya he pagado ampliamente mi deuda con la sociedad?

Ante todo, ¡felicidades! Me alegra que sea usted padre, que se considere un hombre nuevo y que tenga una espléndida hija: esto es un don de Dios. Yo, naturalmente, no conozco los detalles de su caso, pero espero con usted que cuanto antes pueda volver a su familia. Ya sabe usted que para la doctrina de la Iglesia la familia es fundamental, es importante que el padre pueda tener entre sus brazos a su hija. Y así, rezo y espero que cuanto antes usted pueda tener realmente entre sus brazos a su hija, estar con su esposa y con su hija para construir una hermosa familia y así contribuir también al futuro de Italia.

Santidad, soy Federico, hablo en nombre de las personas detenidas del G14, que es el sector de enfermería. ¿Qué pueden pedir al Papa unos reclusos enfermos y seropositivos? ¿A nuestro Papa, que ya carga con el peso de todos los sufrimientos del mundo, le piden que rece por ellos? ¿Que los perdone? ¿Que los tenga presentes en su gran corazón? Sí. Esto es lo que queremos pedirle, pero sobre todo que lleve nuestra voz a donde no se la escucha. Estamos ausentes de nuestras familias, pero no de la vida; hemos caído, y en nuestras caídas hemos hecho el mal a los demás, pero nos estamos levantando. Se habla demasiado poco de nosotros, y a menudo se hace de un modo muy feroz, como si quisieran eliminarnos de la sociedad. Esto nos hace sentir infrahumanos. Usted es el Papa de todos y nosotros le pedimos que evite que nos arrebaten la dignidad juntamente con la libertad. Para que no se dé por descontado que recluso significa excluido para siempre. ¡Su presencia es para nosotros un honor muy grande! ¡Nuestra más cordial felicitación por la Santa Navidad, a todos!

Sí, me has dirigido palabras realmente memorables: hemos caído, pero estamos aquí para levantarnos. Es importante esto, esta valentía para levantarse, para salir adelante con la ayuda del Señor y con la ayuda de todos los amigos. Usted ha dicho también que se habla de modo «feroz» de vosotros. Lamentablemente, es verdad, pero quisiera decir que no sólo está eso; hay otros que hablan bien de vosotros y piensan bien de vosotros. Yo pienso en mi pequeña familia papal; estoy rodeado de cuatro «hermanas laicas» y a menudo hablamos de este problema; ellas tienen amigos en varias cárceles; recibimos también regalos de ellos y por nuestra parte también hacemos regalos. Por lo tanto, esta realidad está presente de modo muy positivo en mi familia y creo que también lo está en muchas otras. Debemos soportar que algunos hablen de modo «feroz»; hablan de modo «feroz» incluso contra el Papa y, a pesar de ello, vamos adelante. Me parece importante animar a todos a que piensen bien, a que tengan el sentido de vuestros sufrimientos, a que tengan el sentido de ayudaros en el proceso de levantaros, y, digamos, yo haré lo que esté de mi parte para invitar a todos a pensar de este modo justo, no con desprecio, sino de modo humano, pensando que cualquiera puede caer, pero Dios quiere que todos lleguen a él, y nosotros debemos cooperar con espíritu de fraternidad y reconociendo también la propia fragilidad, para que puedan realmente levantarse y seguir adelante con dignidad y encontrar que siempre se respete su dignidad, para que crezca y puedan así también hallar alegría en la vida, porque la vida nos la da el Señor, con una idea suya. Y si reconocemos esta idea, Dios está con nosotros, e incluso los pasos oscuros tienen su sentido para ayudar a conocernos más a nosotros mismos, para ayudarnos a ser nosotros mismos, más hijos de Dios y así sentirnos realmente felices de ser hombres, creados por Dios, incluso en diversas condiciones difíciles. El Señor os ayudará y nosotros estamos cercanos a vosotros.

Me llamo Gianni, del sector G8. Santidad, me han enseñado que el Señor ve y lee en nuestro interior, y me pregunto por qué la absolución se ha delegado a los sacerdotes. Si la pidiera de rodillas, yo solo dentro de una habitación, dirigiéndome al Señor, ¿me absolvería? ¿O sería una absolución de distinto valor? ¿Cuál sería la diferencia?

Sí, es una grande y verdadera cuestión la que usted me plantea. Yo diría dos cosas. La primera: naturalmente, si usted se pone de rodillas y con verdadero amor a Dios le pide que lo perdone, él lo perdona. Es doctrina constante de la Iglesia que si uno, con verdadero arrepentimiento, es decir, no sólo para evitar penas, dificultades, sino por amor al bien, por amor a Dios, pide perdón, recibe el perdón de Dios. Esta es la primera parte. Si yo realmente reconozco que he obrado mal, y si en mí ha renacido el amor al bien, la voluntad del bien, el arrepentimiento por no haber respondido a este amor, y pido a Dios, que es el Bien, el perdón, él lo concede. Pero hay un segundo elemento: el pecado no es solamente algo «personal», individual, entre Dios y yo. El pecado siempre tiene también una dimensión social, horizontal. Con mi pecado personal, aunque tal vez nadie lo conozca, he dañado asimismo la comunión de la Iglesia, he ensuciado la comunión de la Iglesia, he ensuciado a la humanidad. Por eso, esta dimensión social, horizontal, del pecado exige que sea absuelto también a nivel de la comunidad humana, de la comunidad de la Iglesia, casi corporalmente. Por consiguiente, esta segunda dimensión del pecado, que no es sólo contra Dios, sino que también afecta a la comunidad, exige el Sacramento, y el Sacramento es el gran don en el que puedo, mediante la confesión, librarme de ese pecado y puedo realmente recibir el perdón también en el sentido de una plena readmisión en la comunidad de la Iglesia viva, del Cuerpo de Cristo. Así, en este sentido, la necesaria absolución por parte del sacerdote, el Sacramento, no es una imposición que —digamos— limita la bondad de Dios, sino, al contrario, es una expresión de la bondad de Dios porque me demuestra que también concretamente, en la comunión de la Iglesia, he recibido el perdón y puedo recomenzar de nuevo. Por lo tanto, yo diría que se han de tener presentes estas dos dimensiones: la vertical, con Dios, y la horizontal, con la comunidad de la Iglesia y de la humanidad. La absolución del sacerdote, la absolución sacramental es necesaria para absolverme realmente de este vínculo del mal y reintegrarme completamente en la voluntad de Dios, en la perspectiva de Dios, en su Iglesia, y darme la certeza, incluso casi corporal, sacramental: Dios me perdona y me recibe en la comunidad de sus hijos. Creo que debemos aprender a entender el sacramento de la Penitencia en este sentido: una posibilidad de encontrar, casi corporalmente, la bondad del Señor, la certeza de la reconciliación.

Santidad, me llamo Nwaihim Ndubuisi, sector G11. Santo Padre, el pasado mes realizó una visita pastoral a África, a la pequeña nación de Benín, una de las más pobres del mundo. Allí vio la fe y el amor de aquellos hombres por Jesucristo. Vio personas que sufren por diversas causas: racismo, hambre, trabajo infantil... Le pregunto: ellos ponen la esperanza y la fe en Dios y mueren en medio de pobreza y violencia. ¿Por qué Dios no los escucha? ¿Es que Dios escucha sólo a los ricos y poderosos, que, en cambio, no tienen fe? Gracias, Santo Padre.

Ante todo quiero decir que me he sentido muy feliz en su tierra; la acogida que me dispensaron los africanos fue muy cordial; sentí esa cordialidad humana que en Europa se ha oscurecido un poco, porque tenemos muchas otras cosas en nuestro corazón que hacen más duro también el corazón. En Benín hubo una cordialidad, por decir así, exuberante; sentí también la alegría de vivir, y esta fue una de mis impresiones más hermosas: a pesar de la pobreza y de todos los grandes sufrimientos que vi también —saludé a leprosos, enfermos de sida, etc.—, a pesar de todos estos problemas y de la gran pobreza, hay una alegría de vivir, una alegría de ser una criatura humana, porque hay una consciencia originara de que Dios es bueno y me ama, y de que el hombre es amado por Dios. Por tanto, esta fue para mí la impresión preponderante, fuerte: ver, en un país que sufre, alegría, una alegría mayor que en los países ricos. Y esto a mí me hace pensar que en los países ricos la alegría a menudo está ausente; todos estamos muy ocupados con tantos problemas: cómo hacer esto, cómo organizar aquello, cómo conservar esto, seguir comprando... Y con la cantidad de cosas que tenemos nos hemos alejado cada vez más de nosotros mismos y de esta experiencia originaria de que Dios existe y de que Dios está cercano a mí. Por eso, yo diría que poseer grandes propiedades y tener poder no hace necesariamente felices, no es el don más grande. Incluso yo diría que puede ser algo negativo, algo que me impide vivir realmente. Las medidas de Dios, los criterios de Dios, son distintos de los nuestros. A estos pobres Dios les da también alegría, el reconocimiento de su presencia, les hace sentir que está cercano a ellos incluso en el sufrimiento, en las dificultades; y, naturalmente, nos pide a todos que hagamos lo posible para que puedan salir de esas oscuridades de las enfermedades, de la pobreza. Es un cometido nuestro, y así, al hacerlo, también nosotros podemos estar más alegres. Por lo tanto, las dos partes deben complementarse: nosotros debemos ayudar para que también África, esos países pobres, puedan superar sus problemas, la pobreza; ayudarles a vivir; y ellos pueden ayudarnos a comprender que las cosas materiales no son la última palabra. Y debemos pedirle a Dios: muéstranos, ayúdanos, para que haya justicia, para que todos puedan vivir en la alegría de ser tus hijos.



164 La oración de un recluso y la conclusión del Papa

En la conclusión del encuentro, un detenido, Stefano, leyó la siguiente oración:

¡Oh Dios, dame la valentía
de llamarte Padre.
Sabes que no siempre logro pensar en ti con la atención
que mereces.
Tú no te has olvidado de mí, aunque a menudo vivo
lejos de la luz de tu rostro.
Haz que te sienta cercano,
a pesar de todo, a pesar
de mi pecado, grande o pequeño, secreto o público.
165 Dame la paz interior,
la que sólo tú sabes dar.
Dame la fuerza de ser verdadero, sincero; arranca de mi rostro
las máscaras que oscurecen
la conciencia de que yo valgo
algo sólo porque soy tu hijo.
Perdona mis culpas y dame
a la vez la posibilidad
de hacer el bien.
Abrevia mis noches insomnes;
dame la gracia
166 de la conversión del corazón.
Acuérdate, Padre, de aquellos
que están fuera de aquí y que a
pesar de todo me quieren bien,
para que pensando en ellos
yo me acuerde de que sólo
el amor da vida, mientras
que el odio destruye y el rencor
transforma en infierno las largas
e interminables jornadas.
Acuérdate de mí, oh Dios. Amén.

167 Después de la oración el Papa dijo:

Queridos amigos, he dicho que todos somos hijos de Dios. Como hijos oremos juntos a nuestro Padre, como el Señor nos enseñó a rezar:

Padre nuestro...

Al final de la visita, Benedicto XVI pronunció las siguientes palabras:

Queridos amigos, un cordial gracias por esta acogida. A todos deseo una feliz Navidad. Que nos alcance un poco de la luz del Señor. El Adviento es un tiempo de espera: todavía no hemos llegado, pero sabemos que vamos hacia la luz y que Dios nos ama. En este sentido, ¡feliz domingo! y también ¡feliz Navidad! ¡Felicidades! Gracias.

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LOS MUCHACHOS DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

Lunes 19 de diciembre de 2011




Queridos muchachos y educadores de la Acción Católica:

También yo me siento contento de acogeros y de ver la alegría y la vida que traéis a la casa del Papa. Os agradezco mucho los buenos deseos que me habéis manifestado también en nombre de toda la Acción Católica italiana. Os quiero felicitar sinceramente por la iniciativa que habéis organizado para el mes de enero; también de este modo demostráis que sois un grupo de muchachos y muchachas excelentes, porque vuestra atención no se limita a los compañeros de escuela o de juego, sino que además quiere llegar a muchos de vuestros coetáneos que no pueden estar bien y ser felices como vosotros, porque les falta lo necesario para vivir de una manera digna. Sed siempre sensibles hacia quienes necesitan ayuda; actuad como Jesús, que no dejaba a nadie solo con sus problemas, sino que lo acogía siempre, compartía sus dificultades, lo ayudaba y le daba la fuerza y la paz de Dios.

Sé que este año reflexionáis sobre la invitación de Jesús a Bartimeo: «Levántate, te llama». También vosotros debéis escucharla cada día. Cuando vuestra madre o vuestro padre os despierten por la mañana para ir a la escuela, se repite siempre el «levántate». Es verdad que a veces no es fácil de escuchar y la respuesta no siempre es inmediata. Yo no sólo os invito a tener prontitud, sino también a ver que dentro de esta palabra diaria hay una llamada de otra persona que os ama mucho, hay una llamada de Dios a la vida, a ser muchachos y muchachas cristianos, a comenzar un nuevo día que es un gran don suyo para encontrar muchos amigos, como sois vosotros, para aprender, para hacer el bien y también para decir a Jesús: «Gracias por todo lo que me das». Por la mañana, cuando os levantéis, acordaos también del gran Amigo que es Jesús con una oración. Espero que lo hagáis todos los días.

La invitación «Levántate, te llama» ya se ha repetido muchas veces en vuestra vida y se sigue repitiendo también hoy. La primera llamada la habéis recibido con el don de la vida; estad siempre atentos a este gran don, apreciadlo, agradecédselo al Señor, pedidle que conceda una vida alegre a todos los muchachos y muchachas del mundo: que a todos se los respete, siempre, y que a ninguno le falte lo necesario para vivir.

Otra llamada importante la habéis recibido con el Bautismo, aunque no lo recordéis; en aquel momento os convertisteis en hermanos de Jesús, que os ama mucho más que cualquier otra persona, y quiere ayudaros a crecer. Otra llamada, por último, es la que habéis recibido cuando hicisteis la primera Comunión: aquel día la amistad con Jesús se volvió más profunda, íntima, y él os acompaña siempre en el camino de vuestra vida. Queridos muchachos y muchachas de la Acción Católica, responded con generosidad al Señor, que os llama a su amistad: ¡nunca os defraudará! Os podrá llamar a ser un don de amor a una persona para formar una familia, o bien os podrá llamar a hacer de vuestra vida un don a él y a los demás como sacerdotes, religiosas, misioneros o misioneras. Sed valientes al darle una respuesta, como habéis dicho: «apuntad alto»; ello os hará felices durante toda la vida.


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