Discursos 2012 1




Enero 2012





Felicitaciones del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 de enero de 2012)

9112
Sala Regia

Lunes 9 de enero de 2012




Excelencias,
Señoras y Señores:

Siempre es un placer recibirles, distinguidos miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, en el marco espléndido de esta Sala Regia, para expresarles personalmente mi ferviente felicitación por el año que hemos empezado. Ante todo agradezco a vuestro Decano, el Embajador Alejandro Valladares Lanza, así como al Vicedecano, el Embajador Jean-Claude Michel, por las deferentes palabras con las que se han hecho intérpretes de vuestros sentimientos al mismo tiempo que saludo de manera especial a todos los que participan por primera vez en este encuentro. A través de vosotros, extiendo mi felicitación a todas las naciones que representáis, y con las que la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas. El año pasado tuvimos la alegría de que Malasia se uniera a esta comunidad. El diálogo que mantenéis con la Santa Sede favorece el intercambio de impresiones y de información, así como la colaboración en los ámbitos de carácter bilateral o multilateral de particular interés. Vuestra presencia hoy nos recuerda la importante contribución de la Iglesia en vuestras sociedades, en sectores como la educación, la sanidad y la asistencia. Los Acuerdos aprobados en el 2011 con Azerbaiyán, Montenegro y Mozambique, son signos de la cooperación entre la Iglesia católica y los Estados. El primero ya ha sido ratificado; deseo que pronto suceda lo mismo con los otros dos y que se concluyan los que se están negociando. Asimismo, la Santa Sede desea entablar un diálogo fructífero con los Organismos internacionales y regionales, señalando a este respecto con satisfacción que los países miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) han acogido el nombramiento de un Nuncio Apostólico acreditado ante esa organización. No puedo dejar de mencionar que, al menos desde el pasado diciembre, la Santa Sede ha reforzado su larga colaboración con la Organización Internacional para las Migraciones, convirtiéndose en miembro de pleno derecho. Se trata de un testimonio del compromiso de la Santa Sede y de la Iglesia católica, junto a la comunidad internacional, en la búsqueda de soluciones adecuadas a este fenómeno que presenta múltiples aspectos, desde la protección de la dignidad de las personas a la solicitud por el bien común de las comunidades que los reciben y de aquellas de donde provienen.

A lo largo del año que acaba de terminar he encontrado personalmente a numerosos Jefes de Estado y de Gobierno, así como a las distinguidas representaciones de vuestras naciones que participaron en la ceremonia de beatificación de mi amado predecesor, el Papa Juan Pablo II. Representaciones de vuestros países han tenido la amabilidad de estar también presentes con ocasión del sesenta aniversario de mi ordenación sacerdotal. A todos ellos, así como a los que he encontrado en mis viajes apostólicos en Croacia, San Marino, España, Alemania y Benín, renuevo mi agradecimiento por la delicadeza que me han manifestado. Además, dirijo un recuerdo especial a los países de América Latina y del Caribe que en el 2011 han celebrado el bicentenario de su independencia. El 12 de diciembre pasado, han querido subrayar su vínculo con la Iglesia católica y con el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles participando con distinguidas representaciones de la comunidad eclesial y de autoridades institucionales en la solemne celebración en la Basílica de San Pedro, durante la cual anuncié mi intención de viajar próximamente a México y Cuba. Deseo en fin saludar a Sudán del Sur que, en el pasado mes de julio, se ha constituido como Estado soberano. Me alegro de que este paso se haya dado de modo pacífico. Por desgracia, en los últimos meses se han sucedido tensiones y enfrentamientos, y deseo que todos unan sus esfuerzos para que las poblaciones de Sudán y Sudán del Sur alcancen un período de paz, libertad y desarrollo.

Señoras y Señores Embajadores:

El encuentro de hoy se desarrolla tradicionalmente al final de las fiestas de Navidad, en las que la Iglesia celebra la venida del Salvador. Él viene en la obscuridad de la noche, y por tanto su presencia es fuente inmediata de luz y alegría (cf. Lc
Lc 2,9-10). Verdaderamente, allí donde no resplandece la luz divina el mundo está en sombras. Realmente, el mundo está en la oscuridad allí donde el hombre no reconoce ya su vínculo con el Creador, poniendo en peligro asimismo su relación con las demás criaturas y con la creación misma. El momento actual está marcado lamentablemente por un profundo malestar y por diversas crisis: económicas, políticas y sociales, que son su expresión dramática.

En este sentido, no puedo dejar de mencionar ante todo las graves y preocupantes consecuencias de la crisis económica y financiera mundial. Ésta no solo ha golpeado a las familias y empresas de los países económicamente más avanzados, en los que ha tenido su origen, creando una situación en la que muchos, sobre todo jóvenes, se han sentido desorientados y frustrados en sus aspiraciones de un futuro sereno, sino que ha marcado también profundamente la vida de los países en vías de desarrollo. No nos debemos desanimar sino reemprender con decisión nuestro camino, con nuevas formas de compromiso. La crisis puede y debe ser un acicate para reflexionar sobre la existencia humana y la importancia de su dimensión ética, antes que sobre los mecanismos que gobiernan la vida económica: no solo para intentar encauzar las partes individuales o las economías nacionales, sino para dar nuevas reglas que aseguren a todos la posibilidad de vivir dignamente y desarrollar sus capacidades en bien de toda la comunidad.

A continuación deseo recordar que los efectos de la situación actual de incertidumbre afectan de modo particular a los jóvenes. Su malestar ha sido la causa de los fermentos que en los últimos meses han golpeado, a veces duramente, diversas regiones. Me refiero sobre todo a África del Norte y a Medio Oriente, donde los jóvenes que, al igual que otros, sufren la pobreza y el desempleo y temen la falta de expectativas seguras, han puesto en marcha lo que se ha convertido en un vasto movimiento de reivindicación de reformas y de participación más activa en la vida política y social. En este momento es difícil trazar un balance definitivo de los sucesos recientes y cuáles serán sus consecuencias para el equilibrio de la región. A pesar del optimismo inicial, se abre paso el reconocimiento de las dificultades de este momento de transición y cambio, y me parece evidente que el modo adecuado de continuar el camino emprendido pasa por el reconocimiento de la dignidad inalienable de toda persona humana y de sus derechos fundamentales. El respeto de la persona debe estar en el centro de las instituciones y las leyes, debe contribuir a acabar con la violencia y prevenir el riesgo de que la debida atención a las demandas de los ciudadanos y la necesaria solidaridad social se transformen en meros instrumentos para conservar o conquistar el poder. Invito a la comunidad internacional a dialogar con los actores de los procesos en marcha, en el respeto de los pueblos y siendo conscientes de que la construcción de sociedades estables y reconciliadas, que se oponen a toda discriminación injusta, en particular de orden religioso, constituye un horizonte que es más amplio y va más allá de las simples elecciones. Siento una gran preocupación por la población de los países que sufren todavía tensiones y violencias, en particular Siria, en la que espero se ponga rápidamente fin al derramamiento de sangre y se inicie un diálogo fructífero entre los actores políticos, favorecido por la presencia de observadores independientes. En Tierra Santa, donde las tensiones entre palestinos e israelitas repercuten en el equilibrio de todo el Medio Oriente, es necesario que los responsables de estos dos pueblos adopten decisiones valerosas y clarividentes en favor de la paz. He sabido con agrado que, gracias a una iniciativa del reino de Jordania, el diálogo se ha retomado. Espero que continúe hasta que se llegue a una paz duradera, que garantice el derecho de los dos pueblos a vivir con seguridad y en Estados soberanos, dentro de unas fronteras definidas y reconocidas internacionalmente. La comunidad internacional, por su parte, debe estimular su propia creatividad y las iniciativas de promoción de estos procesos de paz, respetando los derechos de cada parte. Sigo también con gran atención la marcha de los acontecimientos en Irak, deplorando los atentados que han causado recientemente la pérdida de numerosas vidas humanas, y animo a sus autoridades a proseguir con firmeza por el camino de una plena reconciliación nacional.

El beato Juan Pablo II recordaba que «el camino de la paz es a la vez el camino de los jóvenes»,[1]ya que ellos son «la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad».[2] Los jóvenes, pues, nos llevan a considerar con seriedad sus requerimientos de verdad, justicia y paz. Por esta razón les he dedicado el Mensaje anual para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, titulado Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. La educación es un tema crucial para todas las generaciones, ya que de ella depende tanto el sano desarrollo de cada persona como el futuro de toda la sociedad. Por esta razón, representa una tarea de primer orden en estos tiempos difíciles y delicados. Además de un objetivo claro, que es el que los jóvenes conozcan plenamente la realidad y por tanto la verdad, la educación necesita de lugares. El primero es la familia, fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer. No se trata de una simple convención social, sino más bien de la célula fundamental de toda la sociedad. Consecuentemente, las políticas que suponen un ataque a la familia amenazan la dignidad humana y el porvenir mismo de la humanidad. El marco familiar es fundamental en el itinerario educativo y para el desarrollo de los individuos y los estados; por tanto, se necesitan políticas que valoricen y favorezcan la cohesión social y el diálogo. En la familia la persona se abre al mundo y a la vida y, como tuve ocasión de recordar en mi viaje a Croacia, «la apertura a la vida es signo de apertura al futuro».[3] En este contexto de apertura a la vida, he recibido con satisfacción la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que prohíbe patentar los procedimientos que utilicen células madre embrionarias humanas, así como la resolución de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, que condena la selección prenatal del sexo.

De forma más genérica, y mirando sobre todo al mundo occidental, estoy convencido de que las medidas legislativas que tantas veces no solo permiten sino que favorecen el aborto, ya sea por motivos de conveniencia o por razones médicas discutibles, se oponen a la educación de los jóvenes y por tanto al futuro de la humanidad.

Continuando con nuestra reflexión, un papel igualmente esencial para el desarrollo de la persona corresponde a las instituciones educativas. Ellas son las primeras instancias que colaboran con la familia, y para desempeñar adecuadamente esta tarea propia sus objetivos han de coincidir con los de la realidad familiar. Es necesario realizar políticas de formación que hagan accesible a todos la educación escolar y que, además de promover el desarrollo cognitivo de la persona, se haga cargo del crecimiento armonioso de la personalidad, incluyendo su apertura al Transcendente. La Iglesia católica se ha mostrado siempre particularmente activa en el área de las instituciones escolares y académicas, cumpliendo una apreciable labor al lado de las instituciones estatales. Deseo por tanto que esta contribución sea reconocida y valorada también por las legislaciones nacionales.

A este respecto, se comprende que una labor educativa eficaz requiera igualmente el respeto de lalibertad religiosa. Ésta se caracteriza por una dimensión individual, así como por una dimensión colectiva y una dimensión institucional. Se trata del primer derecho del hombre, porque expresa la realidad más fundamental de la persona. Este derecho, con demasiada frecuencia y por distintos motivos, se sigue limitando y violando. Al tratar este tema no puedo dejar de honrar la memoria del ministro paquistaní Shahbaz Bhatti, cuyo combate infatigable por los derechos de las minorías culminó con su trágica muerte. Desgraciadamente no se trata de un caso aislado. En muchos países, los cristianos son privados de sus derechos fundamentales y marginados de la vida pública; en otros, sufren ataques violentos contra sus iglesias y sus casas. A veces son obligados a abandonar los países que han contribuido a edificar, a causa de continuas tensiones y de políticas que frecuentemente los relegan a meros espectadores secundarios de la vida nacional. En otras partes del mundo, se constatan políticas orientadas a marginar el papel de la religión en la vida social, como si fuera causa de intolerancia, en lugar de contribuir de modo apreciable a la educación en el respeto de la dignidad humana, la justicia y la paz. Asimismo, el terrorismo con motivaciones religiosas se ha cobrado el pasado año numerosas víctimas, sobre todo en Asia y África, y por esto, como recordé en Asís, los responsables religiosos deben repetir con fuerza y firmeza que «esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción».[4] La religión no puede ser utilizada como pretexto para eludir las reglas de la justicia y del derecho en favor del «bien» que ella misma persigue. A este respecto, me satisface recordar, como hice en mi país natal, que la visión cristiana del hombre ha sido una verdadera fuerza inspiradora para los Padres constitucionales de Alemania, como lo fue también para los Padres fundadores de la Europa unida. Quisiera mencionar también algunos signos alentadores en el ámbito de la libertad religiosa. Me refiero a la modificación legislativa gracias a la cual la personalidad jurídica pública de las minorías religiosas ha sido reconocida en Georgia; pienso también en la sentencia de la Corte Europea de los Derechos Humanos a favor de la presencia del crucifijo en las aulas de las escuelas italianas. Y justamente deseo recordar de modo particular a Italia, en la conclusión del 150 aniversario de su unificación política. Las relaciones entre la Santa Sede y el Estado italiano han atravesado momentos difíciles después de la unificación. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, ha prevalecido la concordia y la voluntad recíproca de cooperar, cada uno en su propio ámbito, para favorecer el bien común. Espero que Italia sigua apostando por una relación equilibrada entre la Iglesia y el Estado, constituyendo así un ejemplo que las otras naciones puedan mirar con respeto e interés.

En el continente africano, que he visitado de nuevo en mi reciente viaje a Benín, es esencial que la colaboración entre las comunidades cristianas y los gobiernos permita abrir un camino de justicia, paz y reconciliación, donde los miembros de todas las etnias y religiones sean respetados. Es doloroso constatar que, en distintos países del continente, este objetivo está todavía muy lejano. Me refiero de modo particular al aumento de la violencia en Nigeria, como nos lo han recordado los atentados cometidos contra algunas iglesias en el tiempo de Navidad, a las secuelas de la guerra civil en Costa de Marfil, a la persistente inestabilidad de la Región de los Grandes Lagos y a la urgencia humanitaria en los países del Cuerno del África. Pido una vez más a la Comunidad internacional su ayuda solícita para encontrar una solución a la crisis que después de tantos años perdura en Somalia.

Por último, quiero hacer hincapié en que una educación correctamente entendida debe favorecer elrespeto a la creación. No se pueden olvidar las graves calamidades naturales que, a lo largo del 2011, han afectado a distintas regiones del Sudeste asiático y los desastres ecológicos como el de la central nuclear de Fukushima en Japón. La salvaguarda del medio ambiente, la sinergia entre la lucha contra la pobreza y el cambio climático constituyen ámbitos importantes para la promoción del desarrollo humano integral. Por consiguiente, deseo que después de la 17ª sesión de la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se ha concluido recientemente en Durban, la Comunidad internacional, como una auténtica «familia de naciones» y, por tanto, con un gran sentido de solidariedad y responsabilidad hacia las generaciones presentes y futuras, se prepare para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible («Río + 20»).

Excelencias, Señoras y Señores:

El nacimiento del Príncipe de la paz nos enseña que la vida no termina en la nada, que su destino no es la corrupción, sino la inmortalidad. Cristo ha venido para que los hombres tengan vida y vida abundante (cf. Jn Jn 10,10). «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente».[5] Animada por la certeza de la fe, la Santa Sede sigue ofreciendo su aportación a la Comunidad internacional, según la doble intención que el Concilio Vaticano II –del que este año se celebra el 50 aniversario– ha definido claramente: proclamar la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en él está presente, y ofrecer al género humano una sincera colaboración para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación.[6] En este espíritu, os renuevo a todos, a los miembros de vuestras familias y a vuestros colaboradores mis felicitaciones más cordiales por el nuevo año.

Gracias por su atención.



[1] Juan Pablo II, Carta ap. “Dilecti Amici”, 31 marzo 1985, n. 15.
[2] Ibídem,n. 1.
[3] Homilía en la santa Misa con ocasión de la Jornada nacional de las familias católicas croatas, Zagreb, 5 junio 2011.
[4] Intervención para la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011.
[5] Spe salvi, n. .
[6] Cf. Gaudium et spes, n. GS 3.





A los administradores del Lacio, del ayuntamiento y de la provincia de Roma (12 de enero de 2012)

12112
Sala Clementina

Jueves 12 de enero de 2012




Ilustres señores y señoras:

Una vez más tengo la alegría de encontrarme con vosotros al inicio del nuevo año para el tradicional intercambio de felicitaciones. Agradezco a la honorable Renata Polverini, presidenta de la Junta regional del Lacio, al honorable Giovanni Alemanno, alcalde de Roma, y al honorable Nicola Zingaretti, presidente de la provincia de Roma, las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos. Deseo expresaros a todos mi más cordial felicitación con ocasión del año nuevo, que extiendo a la población de Roma y del Lacio, particularmente cercana a mi ministerio de Obispo de Roma.

Desde hace algunos años también en el Lacio se advierten los efectos de la crisis económica y financiera que ha golpeado a varias regiones del mundo y que, como he recordado, tiene sus raíces más profundas en una crisis ética. La etimología de la palabra «crisis» hace alusión a la dimensión de «separar» y, en sentido lato, a la de «evaluar», «juzgar». La crisis actual, por tanto, puede ser también una ocasión para que toda la comunidad civil verifique si los valores establecidos como fundamento de la convivencia social han generado una sociedad más justa, equitativa y solidaria, o si en cambio es necesaria una reflexión profunda para recuperar los valores que están en la base de una verdadera renovación de la sociedad y que favorezcan una reactivación no sólo económica, sino también atenta a promover el bien integral de la persona humana.

En este contexto la comunidad cristiana está comprometida en una constante obra educativa, orientada especialmente a las nuevas generaciones, para que los valores que durante siglos han hecho de Roma y de los territorios aledaños una luz para el mundo puedan ser asumidos, de manera renovada, como fundamento de un futuro mejor para todos.

Es importante que madure un renovado humanismo en el que la identidad del ser humano esté comprendida en la categoría de persona. La crisis actual, de hecho, hunde sus raíces también en el individualismo, que oscurece la dimensión relacional del hombre y lo conduce a encerrarse en su pequeño mundo, a estar atento a satisfacer ante todo sus propios deseos y necesidades preocupándose poco de los demás. La especulación de terrenos, la inserción cada vez más difícil de los jóvenes en el mundo del trabajo, la soledad de muchos ancianos, el anonimato que caracteriza a menudo la vida en los barrios de ciudades y la mirada a veces superficial sobre las situaciones de marginación y de pobreza, ¿no son quizás consecuencia de esta mentalidad? La fe nos dice que el hombre es un ser llamado a vivir en sociedad y que el «yo» puede encontrarse a sí mismo a partir de un «tú» que lo acepte y lo ame. Y este «Tú» es ante todo Dios, el único capaz de dar al hombre una acogida incondicional y un amor infinito; y son después los demás, empezando por los más cercanos. Redescubrir esta relación como elemento constitutivo de la propia existencia es el primer paso para dar vida a una sociedad más humana. Y también las instituciones tienen la tarea de favorecer que se tome cada vez mayor conciencia de formar parte de una única realidad, en la que cada uno, a semejanza del cuerpo humano, es importante para el todo, como recordó Menenio Agrippa en el célebre apólogo referido por Tito Livio en su Historia de Roma (cf. Ab Urbe Condita, II, 32).

La consciencia de ser un «cuerpo» podrá crecer si se consolida el valor de la acogida, profundamente arraigado en el corazón de los habitantes de Roma y del Lacio. Lo constatamos recientemente durante los días de la beatificación de Juan Pablo II: miles de peregrinos reunidos en la Urbe pudieron vivir días de serenidad y fraternidad, gracias también a vuestra valiosa colaboración. La Cáritas diocesana y las comunidades cristianas están comprometidas en esta obra de acogida, orientada en particular a aquellos que, viniendo de países en donde la pobreza es a menudo causa de muerte, o escapando de ellos para defender su propia incolumidad, llegan a nuestras ciudades y llaman a las puertas de las parroquias. Es necesario, con todo, fomentar programas de plena integración, que permitan la inserción en el tejido social, para que puedan ofrecer a todos la riqueza de la que son portadores. De este modo cada uno aprenderá a sentir el lugar en el que reside como una «casa común» para vivir y cuidar de ella, con el atento y necesario respeto de las leyes que regulan la convivencia colectiva.

Junto con la acogida debe reforzarse el valor de la solidaridad. Es una exigencia de caridad y justicia que, durante los momentos difíciles, aquellos que tienen mayores recursos cuiden de quienes viven en condiciones precarias. También las Instituciones tienen la misión de prestar siempre atención y apoyo a aquellas realidades de las que depende el bien de la sociedad. A este respecto, debe asegurarse un apoyo especial a las familias, particularmente a las numerosas, que a menudo tienen que afrontar dificultades, que se agravan por la falta o la insuficiencia de trabajo. Os animo a defender la familia fundada en el matrimonio como célula esencial de la sociedad, también a través de ayudas y facilidades fiscales que favorezcan la natalidad. Os animo, además, a hacer lo posible para que a todos los núcleos familiares se les garanticen las condiciones necesarias para una vida digna. La solidaridad debe dirigirse, también, hacia los jóvenes, los más penalizados por la falta de trabajo. Una sociedad solidaria siempre debe interesarse por el futuro de las nuevas generaciones, disponiendo políticas adecuadas que garanticen un alojamiento a precios razonables y haciendo todo lo posible para asegurar una actividad laboral. Todo ello es importante para evitar el peligro de que los jóvenes caigan víctimas de organizaciones ilegales, que ofrecen dinero fácil y no respetan el valor de la vida humana.

Al mismo tiempo —tercer punto— es necesario promover una cultura de legalidad, ayudando a los ciudadanos a entender que las leyes sirven para canalizar las muchas energías positivas presentes en la sociedad y permitir así la promoción del bien común. También los episodios recientes de violencia en la región impulsan a continuar con la tarea de educar en el respeto de la legalidad y en la defensa de la seguridad. Las Instituciones no sólo tienen el deber de ser ejemplares en el respeto de las leyes, sino también de promulgar medidas justas y equitativas, que tengan en cuenta también la ley que Dios ha inscrito en el corazón del hombre y que todos pueden conocer mediante la razón.

Amables autoridades, los retos son múltiples y complejos. Es posible vencerlos sólo en la medida en que se refuerce la consciencia de que el destino de cada uno está unido al de todos. Y por esto he querido subrayar que la acogida, la solidaridad y la legalidad son valores fundamentales para mirar el año que inicia con mayor serenidad. Os aseguro mi constante oración por vuestro compromiso en favor de la colectividad y os confío a la materna intercesión de la Virgen María. Con estos deseos, os imparto de corazón a todos mi bendición apostólica, que con gusto extiendo a los habitantes de Roma, de su provincia y de toda la región.



A un grupo de obispos de Estados Unidos en visita “ad limina Apostolorum” (19 de enero de 2012)

19112
Sala del Consistorio

Jueves 19 de enero de 2012




Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto fraterno y rezo para que esta peregrinación de renovación espiritual y de comunión profunda os confirme en la fe y en la entrega a vuestra misión de pastores de la Iglesia que está en Estados Unidos. Como sabéis, mi intención es reflexionar con vosotros, a lo largo de este año, sobre algunos de los desafíos espirituales y culturales de la nueva evangelización.

Uno de los aspectos más memorables de mi visita pastoral a Estados Unidos fue la ocasión que me permitió reflexionar sobre la experiencia histórica estadounidense de la libertad religiosa, y más específicamente sobre la relación entre religión y cultura. En el centro de toda cultura, perceptible o no, hay un consenso respecto a la naturaleza de la realidad y al bien moral, y, por lo tanto, respecto a las condiciones para la prosperidad humana. En Estados Unidos ese consenso, como lo presentan los documentos fundacionales de la nación, se basaba en una visión del mundo modelada no sólo por la fe, sino también por el compromiso con determinados principios éticos derivados de la naturaleza y del Dios de la naturaleza. Hoy ese consenso se ha reducido de modo significativo ante corrientes culturales nuevas y potentes, que no sólo se oponen directamente a varias enseñanzas morales fundamentales de la tradición judeo-cristiana, sino que son cada vez más hostiles al cristianismo en cuanto tal.

La Iglesia en Estados Unidos, por su parte, está llamada, en todo tiempo oportuno y no oportuno, a proclamar el Evangelio que no sólo propone verdades morales inmutables, sino que lo hace precisamente como clave para la felicidad humana y la prosperidad social (cf. Gaudium et spes
GS 10). Algunas tendencias culturales actuales, en la medida en que contienen elementos que quieren limitar la proclamación de esas verdades, sea reduciéndola dentro de los confines de una racionalidad meramente científica sea suprimiéndola en nombre del poder político o del gobierno de la mayoría, representan una amenaza no sólo para la fe cristiana, sino también para la humanidad misma y para la verdad más profunda sobre nuestro ser y nuestra vocación última, nuestra relación con Dios. Cuando una cultura busca suprimir la dimensión del misterio último y cerrar las puertas a la verdad trascendente, inevitablemente se empobrece y se convierte en presa de una lectura reduccionista y totalitaria de la persona humana y de la naturaleza de la sociedad, como lo intuyó con gran claridad el Papa Juan Pablo II.

La Iglesia, con su larga tradición de respeto de la correcta relación entre fe y razón, tiene un papel fundamental que desempeñar al oponerse a las corrientes culturales que, sobre la base de un individualismo extremo, buscan promover conceptos de libertad separados de la verdad moral. Nuestra tradición no habla a partir de una fe ciega, sino desde una perspectiva racional que vincula nuestro compromiso de construir una sociedad auténticamente justa, humana y próspera con la certeza fundamental de que el universo posee una lógica interna accesible a la razón humana. La defensa por parte de la Iglesia de un razonamiento moral basado en la ley natural se funda en su convicción de que esta ley no es una amenaza para nuestra libertad, sino más bien una «lengua» que nos permite comprendernos a nosotros mismos y la verdad de nuestro ser, y forjar de esa manera un mundo más justo y más humano. Por tanto, la Iglesia propone su doctrina moral como un mensaje no de constricción, sino de liberación, y como base para construir un futuro seguro.

El testimonio de la Iglesia, por lo tanto, es público por naturaleza. La Iglesia busca convencer proponiendo argumentos racionales en el ámbito público. La separación legítima entre Iglesia y Estado no puede interpretarse como si la Iglesia debiera callar sobre ciertas cuestiones, ni como si el Estado pudiera elegir no implicar, o ser implicado, por la voz de los creyentes comprometidos a determinar los valores que deberían forjar el futuro de la nación.

A la luz de estas consideraciones, es fundamental que toda la comunidad católica de Estados Unidos llegue a comprender las graves amenazas que plantea al testimonio moral público de la Iglesia el laicismo radical, que cada vez encuentra más expresiones en los ámbitos político y cultural. Es preciso que en todos los niveles de la vida eclesial se comprenda la gravedad de tales amenazas. Son especialmente preocupantes ciertos intentos de limitar la libertad más apreciada en Estados Unidos: la libertad de religión. Muchos de vosotros habéis puesto de relieve que se han llevado a cabo esfuerzos concertados para negar el derecho de objeción de conciencia de los individuos y de las instituciones católicas en lo que respecta a la cooperación en prácticas intrínsecamente malas. Otros me habéis hablado de una preocupante tendencia a reducir la libertad de religión a una mera libertad de culto, sin garantías de respeto de la libertad de conciencia.

En todo ello, una vez más, vemos la necesidad de un laicado católico comprometido, articulado y bien formado, dotado de un fuerte sentido crítico frente a la cultura dominante y de la valentía de contrarrestar un laicismo reductivo que quisiera deslegitimar la participación de la Iglesia en el debate público sobre cuestiones decisivas para el futuro de la sociedad estadounidense. La formación de líderes laicos comprometidos y la presentación de una articulación convincente de la visión cristiana del hombre y de la sociedad siguen siendo la tarea principal de la Iglesia en vuestro país. Como componentes esenciales de la nueva evangelización, estas preocupaciones deben modelar la visión y los objetivos de los programas catequéticos en todos los niveles.

Al respecto, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos para mantener contactos con los católicos comprometidos en la vida política y para ayudarles a comprender su responsabilidad personal de dar un testimonio público de su fe, especialmente en lo que se refiere a las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo: el respeto del don de Dios de la vida, la protección de la dignidad humana y la promoción de derechos humanos auténticos. Como señaló el Concilio, y como quise reafirmar durante mi visita pastoral, el respeto de la justa autonomía de la esfera secular debe tener en cuenta también la verdad de que no existe un reino de cuestiones terrenas que pueda sustraerse al Creador y a su dominio (cf. Gaudium et spes GS 36). No cabe duda de que un testimonio más coherente por parte de los católicos de Estados Unidos desde sus convicciones más profundas daría una importante contribución a la renovación de la sociedad en su conjunto.

Queridos hermanos en el episcopado, con estas breves reflexiones he querido tocar algunas de las cuestiones más urgentes que debéis afrontar en vuestro servicio al Evangelio y su importancia para la evangelización de la cultura estadounidense. Ninguna persona que mire con realismo estas cuestiones puede ignorar las dificultades auténticas que la Iglesia encuentra en el tiempo presente. Sin embargo, en verdad, nos puede animar la creciente toma de conciencia de la necesidad de mantener un orden civil arraigado claramente en la tradición judeo-cristiana, así como la promesa de una nueva generación de católicos, cuya experiencia y convicciones desempeñarán un papel decisivo al renovar la presencia y el testimonio de la Iglesia en la sociedad de Estados Unidos. La esperanza que nos ofrecen estos «signos de los tiempos» es de por sí un motivo para renovar nuestros esfuerzos con el fin de movilizar los recursos intelectuales y morales de toda la comunidad católica al servicio de la evangelización de la cultura estadounidense y de la construcción de la civilización del amor. Con gran afecto os encomiendo a todos vosotros, así como al rebaño confiado a vuestra solicitud pastoral, a la oración de María, Madre de la esperanza, y os imparto de corazón mi bendición apostólica, como prenda de gracia y de paz en Jesucristo nuestro Señor.




Discursos 2012 1