Discursos 2012 1 19122

A una Delegación ecuménica de Finlandia, con motivo de la fiesta de San Enrique (19 de enero de 2012)

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Jueves 19 de enero de 2012




Querido monseñor Sippo,
querido monseñor Häkkinen,
estimados amigos de Finlandia:

Con gran alegría os doy la bienvenida, miembros de la delegación de Finlandia, con ocasión de vuestra peregrinación ecuménica anual a Roma para celebrar una vez más la fiesta de hoy de san Enrique, santo patrono de Finlandia. Al recordar a nuestros santos patronos damos gracias por la acción del Espíritu Santo, que ha modelado y transformado la vida de cuantos nos han dejado un ejemplo extraordinario de fidelidad a Cristo y al Evangelio.

La visita anual de una delegación ecuménica de Finlandia testimonia el aumento de la comunión entre las tradiciones cristianas representadas en vuestro país. Tengo la profunda esperanza de que esta comunión siga creciendo, dando ricos frutos entre los católicos, los luteranos y todos los demás cristianos en vuestra amada nación. Nuestra amistad cada vez más profunda y nuestro testimonio común de Jesucristo —especialmente ante el mundo actual, que tan a menudo carece de una orientación auténtica y desea escuchar el mensaje de salvación— tiene que apresurar nuestros progresos hacia la solución de las diferencias que aún permanecen entre nosotros, y también de todos los temas sobre los que los cristianos están divididos.

Recientemente, las cuestiones éticas se han convertido en uno de los puntos de divergencia entre los cristianos, especialmente en lo que concierne a la correcta comprensión de la naturaleza humana y de su dignidad. Es necesario que los cristianos lleguen a un acuerdo profundo en las cuestiones antropológicas, que puede ayudar a la sociedad y a los políticos a tomar decisiones sabias y acertadas sobre temas importantes en las esferas de la vida humana, de la familia y de la sexualidad.

A este respecto, el reciente documento de diálogo ecuménico bilateral en el contexto finlandés-sueco no sólo refleja un acercamiento entre católicos y luteranos en lo que atañe a la comprensión de la justificación, sino que exhorta a los cristianos a renovar su compromiso de imitar a Cristo en la vida y en las obras. Confiamos en el poder del Espíritu Santo para que haga posible lo que puede parecer todavía fuera de nuestro alcance: una amplia renovación de la santidad y de la práctica pública de la virtud cristiana, según el ejemplo de los grandes testigos que nos han precedido.

Durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, la segunda lectura de los textos sugeridos para la jornada de hoy recuerda la paciencia de creyentes fieles como Abraham (cf. Hb
He 6,15), que han sido premiados por su fe y confianza en Dios. La convicción de que Dios interviene amorosamente en nuestra historia nos enseña a no poner un énfasis inoportuno en aquello que podemos hacer con nuestros propios esfuerzos. Nuestro deseo de una unidad plena y visible de los cristianos requiere una espera paciente y confiada, no con un espíritu de impotencia o de pasividad, sino con una profunda confianza en que la unidad de todos los cristianos en una sola Iglesia es de verdad un don de Dios y no un logro nuestro. Esta espera paciente, en devota esperanza, nos transforma y nos prepara para una unidad visible no como la programamos nosotros, sino como nos la concede Dios.

Tengo la ferviente esperanza de que vuestra visita a Roma ayude a hacer más profundas las relaciones fraternas existentes entre luteranos y católicos en Finlandia. Agradezcamos a Dios todo lo que nos ha concedido hasta ahora y pidámosle que nos colme del Espíritu de la verdad para guiarnos hacia un amor y una unidad cada vez mayores. Sobre vosotros y sobre todos vuestros connacionales invoco las bendiciones abundantes de Dios.



A la Comunidad del Almo Colegio Capranica de Roma (20 de enero de 2012)

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Sala Clementina

Viernes 20 de enero de 2012




Señor cardenal,
excelencia,
queridos hermanos:

Es siempre motivo de alegría para mí encontrarme con la comunidad del Almo Colegio Capránica, que desde hace más de cinco siglos constituye uno de los seminarios de la diócesis de Roma. Os saludo a todos con afecto, en particular naturalmente a su eminencia el cardenal Martino y al rector, monseñor Ermenegildo Manicardi. Y agradezco a su eminencia sus amables palabras. Con ocasión de la memoria de santa Inés, patrona del Colegio, quiero ofreceros algunas reflexiones que me sugiere precisamente su figura.

Santa Inés es una de las famosas jóvenes romanas que han ilustrado la belleza genuina de la fe en Cristo y de la amistad con él. Su doble título de virgen y mártir recuerda la totalidad de las dimensiones de la santidad. Se trata de una santidad completa que os piden también a vosotros vuestra fe cristiana y la vocación sacerdotal especial con la que el Señor os ha llamado y os vincula a él. Martirio —para santa Inés— quería decir la aceptación generosa y libre de entregar su vida joven, en su totalidad y sin reservas, para que el Evangelio fuera anunciado como verdad y belleza que iluminan la existencia. En el martirio de santa Inés, aceptado con valor en el estadio de Domiciano, resplandece para siempre la belleza de pertenecer a Cristo sin vacilaciones, confiándose a él. Todavía hoy, a cualquiera que pase por la plaza Navona la imagen de la santa desde el frontispicio de la iglesia de Santa Inés in Agone le recuerda que nuestra ciudad está fundada también sobre la amistad con Cristo y el testimonio de su Evangelio, de muchos de sus hijos e hijas. Su generosa entrega a él y al bien de los hermanos es un componente primario de la fisonomía espiritual de Roma.

Con el martirio Inés sella también el otro elemento decisivo de su vida, la virginidad por Cristo y por la Iglesia. El don total del martirio se prepara, de hecho, con la decisión consciente, libre y madura de la virginidad, testimonio de la voluntad de ser totalmente de Cristo. Si el martirio es un acto heroico final, la virginidad es fruto de una prolongada amistad con Jesús madurada en la escucha constante de su Palabra, en el diálogo de la oración y en el encuentro eucarístico. Inés, todavía joven, había aprendido que ser discípulos del Señor quiere decir amarlo poniendo en juego toda la existencia. Este título doble —virgen y mártir— recuerda a nuestra reflexión que un testigo creíble de la fe debe ser una persona que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo, transformando su vida según las exigencias más altas de la gratuidad.

También la formación del presbítero exige integridad, perfección, ejercicio ascético, constancia y fidelidad heroica, en todos los aspectos que la constituyen; en el fondo debe haber una vida espiritual sólida animada por una intensa relación con Dios a nivel personal y comunitario, con particular cuidado en las celebraciones litúrgicas y en la frecuencia de los sacramentos. La vida sacerdotal exige una aspiración creciente a la santidad, un claro sensus Ecclesiae y una apertura a la fraternidad sin exclusiones ni parcialidad. Del camino de santidad del presbítero forma parte también su elección de elaborar, con la ayuda de Dios, la propia inteligencia y el propio compromiso, una cultura personal verdadera y sólida, fruto de un estudio apasionado y constante. La fe tiene una dimensión racional e intelectual que le es esencial. Para un seminarista y para un sacerdote joven, que aún se dedica al estudio académico, se trata de asimilar aquella síntesis entre fe y razón que es propia del cristianismo. El Verbo de Dios se hizo carne y el presbítero, auténtico sacerdote del Verbo encarnado, debe ser cada vez más un reflejo, luminoso y profundo, de la Palabra eterna que nos ha sido dada. Quien es maduro también en esta formación cultural global puede ser más eficazmente educador y animador de aquella adoración «en Espíritu y verdad» de la que habla Jesús a la samaritana (cf. Jn
Jn 4,23). Esta adoración, que se forma en la escucha de la Palabra de Dios y en la fuerza del Espíritu Santo, está llamada a ser, sobre todo en la liturgia, el «rationabile obsequium», del que nos habla el apóstol san Pablo, un culto en el que el hombre mismo en la totalidad de su ser dotado de razón, se vuelve adoración, glorificación del Dios viviente, y que puede alcanzarse no conformándose a este mundo, sino dejándose transformar por Cristo, renovando el modo de pensar, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable a él y perfecto (cf. Rm Rm 12,1-2).

Queridos alumnos del Colegio Capránica, vuestro compromiso en el camino de la santidad, también con una sólida formación cultural, corresponde a la intención originaria de esta institución, fundada hace 555 años por el cardenal Domenico Capránica. Tened siempre un sentido profundo de la historia y de la tradición de la Iglesia. El hecho de estar en Roma es un don que os tiene que hacer particularmente sensibles a la profundidad de la tradición católica. Vosotros ya la palpáis en la historia del edificio que os acoge. Además, vosotros vivís estos años de formación con una cercanía especial al Sucesor de Pedro: ello os permite percibir con una claridad particular las dimensiones universales de la Iglesia y el deseo de que el Evangelio llegue a todas las gentes. Aquí tenéis la posibilidad de abrir los horizontes con la experiencia de la internacionalidad; aquí, sobre todo, respiráis la catolicidad. Aprovechad lo que se os ofrece, para el servicio futuro a la diócesis de Roma o a vuestras diócesis de procedencia. De la amistad que surge en la convivencia aprended a conocer las diferentes situaciones de las naciones y de las Iglesias en el mundo, y a formaros en la visión católica. Preparaos a estar cerca de cada hombre que encontréis, sin dejar que ninguna cultura pueda ser una barrera a la Palabra de vida de la que sois anunciadores también con vuestra vida.

Queridos amigos, la Iglesia espera mucho de los sacerdotes jóvenes en la obra de evangelización y de nueva evangelización. Os animo para que en el esfuerzo diario, enraizados en la belleza de la tradición auténtica, unidos profundamente a Cristo, seáis capaces de llevarlo a vuestras comunidades con verdad y alegría.

Que vuestro compromiso de hoy, con la intercesión de santa Inés, virgen y mártir, y de María santísima, Estrella de la evangelización, contribuya a la fecundidad de vuestro ministerio. De corazón os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica. Gracias.



A los miembros del Camino Neocatecumenal (20 de enero de 2012)

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Sala Pablo VI

Viernes 20 de enero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

También este año tengo la alegría de poder encontrarme con vosotros y compartir este momento de envío para la misión. Un saludo particular a Kiko Argüello, a Carmen Hernández y a don Mario Pezzi, y un afectuoso saludo a todos vosotros: sacerdotes, seminaristas, familias, formadores y miembros del Camino Neocatecumenal. Vuestra presencia hoy es un testimonio visible de vuestro compromiso gozoso de vivir la fe, en comunión con toda la Iglesia y con el Sucesor de Pedro, y de ser anunciadores valientes del Evangelio.

En el pasaje de san Mateo que hemos escuchado, los Apóstoles reciben un mandato preciso de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (
Mt 28,19). Inicialmente habían dudado, en su corazón todavía había incertidumbre, estupor ante el acontecimiento de la resurrección. Y es Jesús mismo, el Resucitado —destaca el evangelista—, quien se acerca a ellos, les hace sentir su presencia, los envía a enseñar todo lo que les ha comunicado, dándoles una certeza que acompaña a todo anunciador de Cristo: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,21). Son palabras que resuenan con fuerza en vuestro corazón. Habéis cantado Resurrexit, que expresa la fe en el Viviente, en aquel que, con un acto supremo de amor, ha vencido el pecado y la muerte y da al hombre, a nosotros, el calor del amor de Dios, la esperanza de ser salvados, un futuro de eternidad.

Durante estos decenios de vida del Camino uno de vuestros compromisos firmes ha sido proclamar a Cristo resucitado, responder a sus palabras con generosidad, abandonando a menudo seguridades personales y materiales, dejando incluso el propio país, y afrontando situaciones nuevas y no siempre fáciles. Llevar a Cristo a los hombres y llevar a los hombres a Cristo: esto es lo que anima toda obra evangelizadora. Vosotros lo realizáis en un camino que ayuda a quien ya ha recibido el Bautismo a redescubrir la belleza de la vida de fe, la alegría de ser cristiano. El «seguir a Cristo» exige la aventura personal de su búsqueda, de ir con él, pero implica también salir del encierro del yo, romper el individualismo que a menudo caracteriza a la sociedad de nuestro tiempo, para sustituir el egoísmo con la comunidad del hombre nuevo en Jesucristo. Y esto se realiza en una profunda relación personal con él, en la escucha de su Palabra, recorriendo el camino que nos ha indicado, pero también se lleva a cabo, inseparablemente, al creer con su Iglesia, con los santos, en los que se da a conocer siempre nuevamente el verdadero rostro de la Esposa de Cristo.

Como sabemos, este compromiso no siempre es fácil. A veces estáis presentes en lugares donde es necesario un primer anuncio del Evangelio, la missio ad gentes; a menudo, en cambio, en regiones que, aun habiendo conocido a Cristo, se han vuelto indiferentes a la fe: el laicismo ha eclipsado el sentido de Dios y oscurecido los valores cristianos. Allí vuestro compromiso y vuestro testimonio han de ser como la levadura que, con paciencia, respetando los tiempos, con sensus Ecclesiae,hace crecer toda la masa. La Iglesia ha reconocido en el Camino un don particular que el Espíritu Santo ha dado a nuestro tiempo, y la aprobación de los Estatutos y del «Directorio catequístico» son un signo de ello. Os animo a dar vuestra original contribución a la causa del Evangelio. En vuestra valiosa obra buscad siempre una profunda comunión con la Sede Apostólica y con los pastores de las Iglesias particulares, en las que estáis insertados: la unidad y la armonía del Cuerpo eclesial son un importante testimonio de Cristo y de su Evangelio en el mundo en que vivimos.

Queridas familias, la Iglesia os da las gracias; os necesita para la nueva evangelización. La familia es una célula importante para la comunidad eclesial, donde se forma la vida humana y cristiana. Con gran alegría veo a vuestros hijos, muchos niños que os miran a vosotros, queridos padres, que miran vuestro ejemplo. Un centenar de familias están a punto de partir para doce misiones ad gentes. Os invito a no tener miedo: quien lleva el Evangelio jamás está solo. Saludo con afecto a los sacerdotes y a los seminaristas: amad a Cristo y a la Iglesia, transmitid la alegría de haberlo encontrado y la belleza de haberle dado todo. Saludo también a los itinerantes, a los responsables y a todas las comunidades del Camino. Seguid siendo generosos con el Señor: os dará siempre su consuelo.

Hace unos momentos se os ha leído el Decreto con el que se aprueban las celebraciones presentes en el «Directorio catequístico del Camino neocatecumenal», que no son estrictamente litúrgicas, pero forman parte del itinerario de crecimiento en la fe. Es otro elemento que os muestra cómo la Iglesia os acompaña con atención en un discernimiento paciente, que comprende vuestra riqueza, pero que también tiene en cuenta la comunión y la armonía de todo el Corpus Ecclesiae.

Este hecho me brinda la ocasión para una breve reflexión sobre el valor de la liturgia. El concilio Vaticano II la define como la obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, SC 7). A simple vista, esto podría parecer extraño, porque da la impresión de que la obra de Cristo designa las acciones redentoras históricas de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. ¿En qué sentido, entonces, la liturgia es obra de Cristo? La pasión, muerte y resurrección de Jesús no son sólo acontecimientos históricos; alcanzan y penetran la historia, pero la trascienden y permanecen siempre presentes en el corazón de Cristo. En la acción litúrgica de la Iglesia está la presencia activa de Cristo resucitado, que hace presente y eficaz para nosotros hoy el mismo Misterio pascual, para nuestra salvación; nos atrae en este acto de entrega de sí mismo que en su corazón siempre está presente y nos hace participar en esta presencia del Misterio pascual. Esta obra del Señor Jesús, que es el verdadero contenido de la liturgia; este entrar en la presencia del Misterio pascual, es también obra de la Iglesia, que, al ser su cuerpo, es un único sujeto con Cristo —Christus totus caput et corpus—, dice san Agustín. En la celebración de los sacramentos, Cristo nos sumerge en el Misterio pascual para hacernos pasar de la muerte a la vida, del pecado a la vida nueva en Cristo.

Esto vale de modo muy especial para la celebración de la Eucaristía, que, al ser el culmen de la vida cristiana, es también el centro de su redescubrimiento, al que tiende el neocatecumenado. Como rezan vuestros Estatutos, «la Eucaristía es esencial para el neocatecumenado, puesto que es catecumenado posbautismal, vivido en pequeñas comunidades» (art. 13 § 1). Precisamente para favorecer un nuevo acercamiento a la riqueza de la vida sacramental por parte de personas que se han alejado de la Iglesia, o no han recibido una formación adecuada, los neocatecumenales pueden celebrar la Eucaristía dominical en pequeñas comunidades, después de las primeras Vísperas del domingo, según las disposiciones del obispo diocesano (cf. Estatutos, art. 13 § 2). Pero toda celebración eucarística es una acción del único Cristo juntamente con su única Iglesia, y por eso mismo está abierta esencialmente a todos los que pertenecen a su Iglesia. Este carácter público de la sagrada Eucaristía se expresa en el hecho de que toda celebración de la santa misa es dirigida, en última instancia, por el obispo como miembro del Colegio episcopal, responsable de una determinada Iglesia local (cf. Lumen gentium, LG 26). La celebración en pequeñas comunidades, regulada por los libros litúrgicos, que hay que seguir fielmente, y con las particularidades aprobadas en los Estatutos del Camino, tiene como finalidad ayudar a cuantos recorren el itinerario neocatecumenal a percibir la gracia de estar insertados en el misterio salvífico de Cristo, que hace posible un testimonio cristiano capaz de asumir también los rasgos de la radicalidad. Al mismo tiempo, la maduración progresiva de la persona y de la pequeña comunidad en la fe debe favorecer su inserción en la vida de la gran comunidad eclesial, que tiene su forma ordinaria en la celebración litúrgica de la parroquia, en la cual y por la cual se actúa el Neocatecumenado (cf. Estatutos, art. 6). Pero también durante el camino es importante no separarse de la comunidad parroquial, precisamente en la celebración de la Eucaristía, que es el verdadero lugar de la unidad de todos, donde el Señor nos abraza en los diversos estados de nuestra madurez espiritual y nos une en el único pan, que nos hace un único cuerpo (cf. 1Co 10,16 s).

¡Ánimo! El Señor os acompaña siempre, y también yo os aseguro mi oración y os agradezco las numerosas muestras de cercanía. Os pido que también os acordéis de mí en vuestras oraciones. Que la santísima Virgen María os asista con su mirada maternal, y os sostenga mi bendición apostólica, que extiendo a todos los miembros del Camino. Gracias.



Inauguración del Año Judicial del Tribunal de la Rota romana (21 de enero de 2012)

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Sala Clementina

Sábado 21 de enero de 2012




Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:

Es para mí motivo de alegría recibiros hoy en el encuentro anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo mi saludo al Colegio de los prelados auditores, empezando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus palabras. Un cordial saludo también a los oficiales, a los abogados, a los demás colaboradores y a todos los presentes. En esta circunstancia renuevo mi estima por el delicado y valioso ministerio que desempeñáis en la Iglesia y que requiere siempre un renovado compromiso por la incidencia que tiene para la salus animarum del pueblo de Dios.

En la cita de este año deseo partir de uno de los importantes acontecimientos eclesiales que viviremos en unos meses: me refiero al Año de la fe, que, tras las huellas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, he querido convocar en el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II. Ese gran Pontífice —como escribí en la Carta apostólica de convocatoria— estableció por primera vez un período tal de reflexión «consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación»[1].

Retomando una exigencia similar, pasando al ámbito que afecta más directamente a vuestro servicio en la Iglesia, quiero detenerme hoy en un aspecto primario del ministerio judicial, o sea, la interpretación de la ley canónica en orden a su aplicación[2].

El nexo con el tema al que acabo de aludir —la recta interpretación de la fe— ciertamente no se reduce a una mera asonancia semántica, puesto que el derecho canónico encuentra su fundamento y su sentido mismo en las verdades de fe, y la lex agendi no puede sino reflejar la lex credendi. La cuestión de la interpretación de la ley canónica, por lo demás, constituye un tema muy amplio y complejo respecto al cual me limitaré a algunas observaciones.

Ante todo la hermenéutica del derecho canónico está estrechamente vinculada a la concepción misma de la ley de la Iglesia.

En caso de que se tendiera a identificar el derecho canónico con el sistema de las leyes canónicas, el conocimiento de aquello que es jurídico en la Iglesia consistiría esencialmente en comprender lo que establecen los textos legales. A primera vista este enfoque parece valorar plenamente la ley humana. Pero es evidente el empobrecimiento que comportaría esta concepción: con el olvido práctico del derecho natural y del derecho divino positivo, así como de la relación vital de todo derecho con la comunión y la misión de la Iglesia, el trabajo del intérprete queda privado del contacto vital con la realidad eclesial.

En los últimos tiempos algunas corrientes de pensamiento han puesto en guardia contra el excesivo apego a las leyes de la Iglesia, empezando por los Códigos, juzgándolo, precisamente, como una manifestación de legalismo. En consecuencia, se han propuesto vías hermenéuticas que permiten una aproximación más acorde con las bases teológicas y las intenciones también pastorales de la norma canónica, llevando a una creatividad jurídica en la que cada situación se convertiría en factor decisivo para comprobar el auténtico significado del precepto legal en el caso concreto. La misericordia, la equidad, la oikonomia tan apreciada en la tradición oriental, son algunos de los conceptos a los que se recurre en esa operación interpretativa. Conviene observar inmediatamente que este planteamiento no supera el positivismo que denuncia, limitándose a sustituirlo con otro en el que la obra interpretativa humana se alza como protagonista para establecer lo que es jurídico. Falta el sentido de un derecho objetivo que hay que buscar, pues este queda a merced de consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero al final se exponen al riesgo de la arbitrariedad. De ese modo la hermenéutica legal se vacía: en el fondo no interesa comprender la disposición de la ley, pues esta puede adaptarse dinámicamente a cualquier solución, incluso opuesta a su letra. Ciertamente existe en este caso una referencia a los fenómenos vitales, pero de los que no se capta la dimensión jurídica intrínseca.

Existe otra vía en la que la comprensión adecuada a la ley canónica abre el camino a una labor interpretativa que se inserta en la búsqueda de la verdad sobre el derecho y sobre la justicia en la Iglesia. Como quise evidenciar en el Parlamento federal de mi país, en el Reichstag de Berlín[3], el verdadero derecho es inseparable de la justicia. El principio, obviamente, también vale para la ley canónica, en el sentido de que esta no puede encerrarse en un sistema normativo meramente humano, sino que debe estar unida a un orden justo de la Iglesia, en el que existe una ley superior. En esta perspectiva la ley positiva humana pierde la primacía que se le querría atribuir, pues el derecho ya no se identifica sencillamente con ella; en cambio, en esto la ley humana se valora como expresión de justicia, ante todo por cuanto declara como derecho divino, pero también por lo que introduce como legítima determinación de derecho humano.

Así se hace posible una hermenéutica legal que sea auténticamente jurídica, en el sentido de que, situándose en sintonía con el significado propio de la ley, se puede plantear la cuestión crucial sobre lo que es justo en cada caso. Conviene observar al respecto que, para percibir el significado propio de la ley, es necesario siempre contemplar la realidad que reglamenta, y ello no sólo cuando la ley sea prevalentemente declarativa del derecho divino, sino también cuando introduzca constitutivamente reglas humanas. Estas deben interpretarse también a la luz de la realidad regulada, la cual contiene siempre un núcleo de derecho natural y divino positivo, con el que debe estar en armonía cada norma a fin de que sea racional y verdaderamente jurídica.

10 En esta perspectiva realista el esfuerzo interpretativo, a veces arduo, adquiere un sentido y un objetivo. El uso de los medios interpretativos previstos por el Código de derecho canónico en el canon 17, empezando por «el significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el contexto», ya no es un mero ejercicio lógico. Se trata de una tarea que es vivificada por un auténtico contacto con la realidad global de la Iglesia, que permite penetrar en el verdadero sentido de la letra de la ley. Acontece entonces algo semejante a cuanto he dicho a propósito del proceso interior de san Agustín en la hermenéutica bíblica: «el trascender la letra le hizo creíble la letra misma»[4]. Se confirma así que también en la hermenéutica de la ley el auténtico horizonte es el de la verdad jurídica que hay que amar, buscar y servir.

De ello se deduce que la interpretación de la ley canónica debe realizarse en la Iglesia. No se trata de una mera circunstancia externa, ambiental: es una remisión al propio humus de la ley canónica y de las realidades reguladas por ella. El sentire cum Ecclesia tiene sentido también en la disciplina, a causa de los fundamentos doctrinales que siempre están presentes y operantes en las normas legales de la Iglesia. De este modo hay que aplicar también a la ley canónica la hermenéutica de la renovación en la continuidad de la que hablé refiriéndome al concilio Vaticano II[5], tan estrechamente unido a la actual legislación canónica. La madurez cristiana lleva a amar cada vez más la ley y a quererla comprender y aplicar con fidelidad.

Estas actitudes de fondo se aplican a todas las clases de interpretación: desde la investigación científica sobre el derecho, pasando por la labor de los agentes jurídicos en sede judicial o administrativa, hasta la búsqueda cotidiana de las soluciones justas en la vida de los fieles y de las comunidades. Se necesita espíritu de docilidad para acoger las leyes, procurando estudiar con honradez y dedicación la tradición jurídica de la Iglesia para poderse identificar con ella y también con las disposiciones legales emanadas por los pastores, especialmente las leyes pontificias así como el magisterio sobre cuestiones canónicas, el cual es de por sí vinculante en lo que enseña sobre el derecho[6]. Sólo de este modo se podrán discernir los casos en los que las circunstancias concretas exigen una solución equitativa para lograr la justicia que la norma general humana no ha podido prever, y se podrá manifestar en espíritu de comunión lo que puede servir para mejorar el ordenamiento legislativo.

Estas reflexiones adquieren una relevancia peculiar en el ámbito de las leyes relativas al acto constitutivo del matrimonio y su consumación y a la recepción del Orden sagrado, y de aquellas que corresponden a los procesos respectivos. Aquí la sintonía con el verdadero sentido de la ley de la Iglesia se convierte en una cuestión de amplia y profunda incidencia práctica en la vida de las personas y de las comunidades, y requiere una atención especial. En particular, hay que aplicar todos los medios jurídicamente vinculantes que tienden a asegurar la unidad en la interpretación y en la aplicación de las leyes que la justicia requiere: el magisterio pontificio específicamente concerniente en este campo, contenido sobre todo en los discursos a la Rota romana; la jurisprudencia de la Rota romana, sobre cuya relevancia ya os he hablado[7]; las normas y las declaraciones emanadas por otros dicasterios de la Curia romana. Esta unidad hermenéutica en lo que es esencial no mortifica en modo alguno las funciones de los tribunales locales, llamados a ser los primeros en afrontar las complejas situaciones reales que se dan en cada contexto cultural. Cada uno de ellos, en efecto, debe proceder con un sentido de verdadera reverencia respecto a la verdad del derecho, procurando practicar ejemplarmente, en la aplicación de las instituciones judiciales y administrativas, la comunión en la disciplina, como aspecto esencial de la unidad de la Iglesia.

Antes de concluir este momento de encuentro y de reflexión, deseo recordar la reciente innovación —a la que se ha referido monseñor Stankiewicz— según la cual se han transferido a una Oficina de este Tribunal apostólico las competencias sobre los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado, y las causas de nulidad del Orden sagrado[8]. Estoy seguro de que se dará una generosa respuesta a este nuevo compromiso eclesial.

Alentando vuestra valiosa obra, que requiere un trabajo fiel, cotidiano y comprometido, os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Speculum iustitiae, y de buen grado os imparto la bendición apostólica.



[1] Motu pr. Porta fidei, 11 de octubre de 2011, 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2011, p. 3.
[2] Cf. can.
CIC 16 § 3 CIC; can. CIO 1498 § 3 CCEO.
[3] Cf. Discurso al Parlamento de la República federal de Alemania, 22 de septiembre de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de septiembre de 2011, pp. 6-7.
[4] Cf. Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 30 de septiembre de 2010, : AAS 102 (2010) 718, n. 38.
[5] Cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: AAS 98 (2006) 40-53.
[6] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2005, 6: AAS 97 (2005) 165-166.
[7] Cf. Discurso a la Rota romana, 26 de enero de 2008: AAS 100 (2008) 84-88.
[8] Cf. Motu pr. Quaerit semper, 30 de agosto de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de octubre de 2011, p. 2.



A los superiores y seminaristas de los Pontificios Seminarios de Campania, Calabria y Umbría con ocasión del centenario de fundación (26 de enero de 2012)

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Sala Clementina

Jueves 26 de enero de 2012

Señores cardenales,

venerados hermanos y queridos seminaristas:

Me alegra mucho acogeros con ocasión del centenario de la fundación de los seminarios pontificios de Campania, Calabria y Umbria. Saludo a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los tres rectores juntamente con sus colaboradores y profesores, y sobre todo os saludo con afecto a vosotros, queridos seminaristas. El nacimiento de estos tres seminarios regionales, en 1912, se debe comprender en la obra más amplia de incremento de la formación de los candidatos al sacerdocio llevada a cabo por el Papa san Pío X, en continuidad con León XIII. Para afrontar las crecientes exigencias formativas, se emprendió el camino de unificar los seminarios diocesanos en nuevos seminarios regionales, juntamente con la reforma de los estudios teológicos, que produjo un sensible aumento del nivel cualitativo, gracias a la adquisición de una cultura de base común a todos y a un período de estudio suficientemente largo y bien estructurado. A este respecto, la Compañía de Jesús desempeñó un papel importante. En efecto, a los jesuitas se les encomendó la dirección de cinco seminarios regionales, entre los cuales el de Catanzaro, desde 1926 hasta 1941, y el de Posillipo, desde la fundación hasta hoy. Pero no sólo se benefició la formación académica, ya que la promoción de la vida común entre jóvenes seminaristas provenientes de realidades diocesanas diferentes favoreció un notable enriquecimiento humano. Es singular el caso del seminario campano de Posillipo, que desde 1935 se abrió a todas las regiones del sur, después de que se le reconoció la posibilidad de otorgar los grados académicos.

En el actual contexto histórico y eclesial la experiencia de los seminarios regionales sigue siendo muy oportuna y valiosa. Gracias a la conexión con facultades e institutos teológicos, permite tener acceso a itinerarios de estudio de nivel elevado, favoreciendo una preparación adecuada al complejo escenario cultural y social en el que vivimos. Además, el carácter interdiocesano se revela como un eficaz «gimnasio» de comunión, que se desarrolla en el encuentro con sensibilidades diversas que hay que armonizar en el único servicio a la Iglesia de Cristo. En este sentido, los seminarios regionales dan una contribución incisiva y concreta al camino de comunión de las diócesis, favoreciendo el conocimiento, la capacidad de colaboración y el enriquecimiento de experiencias eclesiales entre los futuros presbíteros, entre los formadores y entre los mismos pastores de las Iglesias particulares. Asimismo, la dimensión regional es una valiosa mediación entre las líneas de la Iglesia universal y las exigencias de las realidades locales, evitando el riesgo del particularismo. Vuestras regiones, queridos amigos, son ricas en grandes patrimonios espirituales y culturales, a la vez que viven muchas dificultades sociales. Pensemos, por ejemplo, en Umbria, patria de san Francisco y de san Benito. Impregnada de espiritualidad, Umbria es meta de continuas peregrinaciones. Al mismo tiempo, esta pequeña región sufre como otras, e incluso más, la desfavorable coyuntura económica. En Campania y en Calabria la vitalidad de la Iglesia local, alimentada por un sentido religioso aún vivo gracias a sólidas tradiciones y devociones, debe traducirse en una renovada evangelización. En aquellas tierras, el testimonio de las comunidades eclesiales debe afrontar fuertes emergencias sociales y culturales, como la falta de trabajo, sobre todo para los jóvenes, o el fenómeno de la criminalidad organizada.

El contexto cultural de hoy exige una sólida preparación filosófico-teológica de los futuros presbíteros. Como escribí en mi Carta a los seminaristas, al final del Año sacerdotal, «no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, que no es un sumario de tesis, sino un organismo, una visión orgánica de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres que, aunque cambian exteriormente en cada generación, en el fondo son los mismos» (cf. n. 5). Además, el estudio de la teología debe tener siempre un vínculo intenso con la vida de oración. Es importante que el seminarista comprenda bien que, mientras se aplica a este objeto, hay en realidad un «Sujeto» que lo interpela, el Señor que le ha hecho oír su voz, invitándolo a dedicar su vida al servicio de Dios y de los hermanos. Así podrá realizarse en el seminarista hoy, y en el presbítero mañana, la unidad de vida recomendada por el documento conciliar Presbyterorum ordinis (cf. n. 14), la cual tiene su expresión visible en la caridad pastoral, «el principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis
PDV 23). De hecho, es indispensable la integración armoniosa entre el ministerio, con sus múltiples actividades, y la vida espiritual del presbítero. «Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”» (Carta a los seminaristas, 6). Estas son las razones que impulsan a prestar mucha atención a la dimensión humana de la formación de los candidatos al sacerdocio. De hecho, en nuestra humanidad nos presentamos ante Dios, para ser ante nuestros hermanos auténticos hombres de Dios. En realidad, quien quiera llegar a ser sacerdote debe ser ante todo un «hombre de Dios», como escribe san Pablo a su discípulo Timoteo (cf. 1Tm 6,11). Por tanto, lo más importante en el camino al sacerdocio y durante toda la vida sacerdotal es la relación personal con Dios en Jesucristo (cf. Carta a los seminaristas, 1).

El beato Papa Juan XXIII, al recibir a los superiores y a los alumnos del seminario campano con ocasión del 50º aniversario de su fundación, en vísperas del concilio Vaticano II, expresó esta firme convicción así: «A esto tiende vuestra formación, a la espera de la misión que se os confiará para la gloria de Dios y para la salvación de las almas: formar la mente, santificar la voluntad. El mundo espera santos, sobre todo esto. Antes aún que sacerdotes cultos, elocuentes, actualizados, se requieren sacerdotes santos y santificadores». Estas palabras siguen siendo actuales, porque en toda la Iglesia, al igual que en vuestras regiones particulares de proveniencia, hoy es más fuerte que nunca la necesidad de obreros del Evangelio, testigos creíbles y promotores de santidad con su vida misma. Que cada uno de vosotros responda a esta llamada. Para ello os aseguro mi oración, mientras os encomiendo a la guía materna de la santísima Virgen María, y de corazón os imparto una especial bendición apostólica. Gracias.




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