Discursos 2012 1 27112

A los participantes en la Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (27 de enero de 2012)

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Sala Clementina

Viernes 27 de enero de 2012




Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es siempre motivo de alegría poder encontraros con ocasión de la sesión plenaria y expresaros mi aprecio por el servicio que lleváis a cabo por la Iglesia y especialmente por el Sucesor de Pedro en su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc
Lc 22,32). Agradezco al cardenal William Levada su cordial saludo, en el que ha recordado algunos compromisos importantes resueltos por el dicasterio en estos últimos años. Y estoy particularmente agradecido a la Congregación, que, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, prepara el Año de la fe, percibiendo en él un momento propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo resucitado, la luminosa enseñanza del concilio Vaticano II y la valiosa síntesis doctrinal brindada por el Catecismo de la Iglesia católica.

Como sabemos, en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy. Por lo tanto, la renovación de la fe debe ser la prioridad en el compromiso de toda la Iglesia en nuestros días. Deseo que el Año de la fe contribuya, con la colaboración cordial de todos los miembros del pueblo de Dios, a hacer que Dios esté nuevamente presente en este mundo y a abrir a los hombres el acceso a la fe, a confiar en ese Dios que nos ha amado hasta el extremo (cf. Jn Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado.

El tema de la unidad de los cristianos está estrechamente vinculado a esta tarea. Por eso, quiero detenerme en algunos aspectos doctrinales relativos al camino ecuménico de la Iglesia, que ha sido objeto de una profunda reflexión en esta plenaria, en coincidencia con la conclusión de la anual Semana de oración por la unidad de los cristianos. En efecto, el impulso de la obra ecuménica debe partir de ese «ecumenismo espiritual», de esa «alma de todo el movimiento ecuménico» (Unitatis redintegratio UR 8), que se halla en el espíritu de la oración para que «todos sean uno» (Jn 17,21).

La coherencia del compromiso ecuménico con la enseñanza del concilio Vaticano II y con toda la Tradición ha sido uno de los ámbitos al que la Congregación, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, siempre ha prestado atención. Hoy podemos constatar no pocos frutos buenos producidos por los diálogos ecuménicos, pero debemos reconocer también que el riesgo de un falso irenismo y de un indiferentismo, del todo ajeno al espíritu del concilio Vaticano II, exige nuestra vigilancia. Este indiferentismo está causado por la opinión, cada vez más difundida, de que la verdad no sería accesible al hombre; por lo tanto, sería necesario limitarse a encontrar reglas para una praxis capaz de mejorar el mundo. Y así la fe sería sustituida por un moralismo sin fundamento profundo. El centro del verdadero ecumenismo es, en cambio, la fe en la cual el hombre encuentra la verdad que se revela en la Palabra de Dios. Sin la fe todo el movimiento ecuménico se reduciría a una forma de «contrato social» al cual adherirse por un interés común, una «praxiología» para crear un mundo mejor. La lógica del concilio Vaticano II es completamente distinta: la búsqueda sincera de la unidad plena de todos los cristianos es un dinamismo animado por la Palabra de Dios, por la Verdad divina que nos habla en esta Palabra.


Por ello, el problema crucial, que marca de modo transversal los diálogos ecuménicos, es la cuestión de la estructura de la Revelación —la relación entre la Sagrada Escritura, la Tradición viva en la Santa Iglesia y el Ministerio de los sucesores de los Apóstoles como testimonio de la verdadera fe—. Y aquí está implícita la cuestión de la eclesiología que forma parte de este problema: cómo llega la verdad de Dios a nosotros. Aquí, por lo demás, es fundamental el discernimiento entre la Tradición con mayúscula y las tradiciones. No quiero entrar en detalles; sólo una observación. Un paso importante de ese discernimiento se dio en la preparación y aplicación de las medidas para grupos de fieles procedentes del anglicanismo, que desean entrar en la comunión plena de la Iglesia, en la unidad de la Tradición divina, común y esencial, conservando las propias tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales, que son conformes a la fe católica (cf. Const. Anglicanorum coetibus, art. III). Existe, en efecto, una riqueza espiritual en las diversas confesiones cristianas que es expresión de la única fe y don que hay que compartir y encontrar juntos en la Tradición de la Iglesia.

Hoy, además, una de las cuestiones fundamentales está constituida por la problemática de los métodos adoptados en los diversos diálogos ecuménicos. También esos diálogos deben reflejar la prioridad de la fe. En todo diálogo verdadero el interlocutor tiene derecho a conocer la verdad. Lo exige la caridad hacia el hermano. En este sentido, es necesario afrontar con valentía también las cuestiones controvertidas, siempre con espíritu de fraternidad y de respeto recíproco. Es importante, además, ofrecer una interpretación correcta de ese «orden o “jerarquía” de las verdades en la doctrina católica», puesto de relieve en el decreto Unitatis redintegratio (n. 11), que no significa en modo alguno reducir el depósito de la fe, sino hacer que surja de él la estructura interna, la organicidad de esta única estructura. Asimismo, tienen gran relevancia los documentos de estudio producidos por los diversos diálogos ecuménicos. Esos textos no se pueden ignorar, pues constituyen un fruto importante, si bien provisional, de la reflexión común madurada durante años. No obstante, hay que reconocerlos en su justo significado como contribuciones ofrecidas a la autoridad competente de la Iglesia, que es la única llamada a juzgarlos de modo definitivo. Atribuir a tales textos un peso vinculante o casi conclusivo de las espinosas cuestiones de los diálogos, sin la debida valoración por parte de la autoridad eclesial, en última instancia no ayudaría al camino hacia una unidad plena en la fe.

Una última cuestión que deseo mencionar es la problemática moral, que constituye un nuevo desafío para el camino ecuménico. En los diálogos no podemos ignorar las grandes cuestiones morales acerca de la vida humana, la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y la paz. Será importante hablar de estos temas con una sola voz, acudiendo al fundamento en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Esta tradición nos ayuda a descifrar el lenguaje del Creador en su creación. Defendiendo los valores fundamentales de la gran tradición de la Iglesia, defendemos al hombre, defendemos la creación.

Como conclusión de estas reflexiones, deseo una colaboración estrecha y fraterna de la Congregación con el competente Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, a fin de promover eficazmente el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos. La división entre los cristianos, en efecto, «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Decr. Unitatis redintegratio UR 1). Así pues, la unidad no sólo es fruto de la fe, sino también un medio y casi un presupuesto para anunciar de forma cada vez más creíble la fe a aquellos que no conocen aún al Salvador. Jesús oró: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21).

Renovando mi gratitud por vuestro servicio, os aseguro mi constante cercanía espiritual y a todos os imparto de corazón la bendición apostólica. Gracias.



Febrero 2012


A la Fundación Juan Pablo II para el Sahel (10 de febrero de 2012)

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Sala de los Papas

Viernes 10 de febrero




Queridos amigos:

Para mí es una alegría acogeros y daros la bienvenida. Agradezco al cardenal Sarah, representante legal de la Fundación Juan Pablo II para el Sahel en calidad de presidente del Consejo pontificioCor unum, por las bellas palabras que me acaba de dirigir. Saludo al presidente del Consejo de administración, monseñor Bassène, y a todos los que cooperáis en esta gran obra de caridad. Mi saludo y mi agradecimiento se dirigen también a los representantes de las Conferencias episcopales alemana e italiana, que contribuyen de manera importante al funcionamiento de la Fundación.

Dios se hizo carne. ¿Ha habido alguna vez un gesto de amor y de caridad más grande que este? Todo lo que hoy sucede y sigue produciéndose desde el día en que Dios se hizo hombre es claramente una señal de ello. Dios no cesa de amarnos y de encarnarse a través de su Iglesia en todas las partes del mundo. La Fundación Juan Pablo II para el Sahel, nacida hace casi treinta años, y querida por mi beato predecesor, no ha cesado de perseguir también ella este objetivo: ser signo de una caridad cristiana que se encarna y se convierte en testimonio de Cristo. Asimismo, la Fundación quiere manifestar la presencia del Papa entre nuestros hermanos africanos que viven en el Sahel. Es el espíritu de esta institución, que ha realizado a lo largo de los años innumerables proyectos para contrarrestar la desertificación. La existencia de esta Fundación demuestra la gran humanidad de mi beato predecesor que tuvo la intuición de instituirla. Pero esta obra sólo será plenamente eficaz si es irrigada por la oración. En efecto, únicamente Dios es fuente y potencia de vida. Él es el creador de las aguas (cf. Gn
Gn 1,6-9). Por desgracia, el Sahel, durante estos últimos meses, ha sido gravemente amenazado de nuevo por una considerable disminución de recursos alimentarios y por el hambre causados por la falta de lluvias y por el avance constante de la desertificación que deriva de ella. Exhorto a la comunidad internacional a considerar seriamente la pobreza extrema de estas poblaciones cuyas condiciones de vida se están deteriorando. Deseo asimismo alentar y apoyar los esfuerzos de los organismos eclesiales que operan en este ámbito.

La caridad debe promover todas nuestras acciones. No se trata de querer hacer un mundo «a medida», sino que se trata de amarlo. Por eso la Iglesia no tiene como principal vocación transformar el orden político o cambiar el tejido social. Quiere aportar la luz de Cristo. Es él quien trasformará todo y a todos. A causa de Jesucristo y por Jesucristo, la aportación cristiana es tan específica. En algunos países que vosotros representáis está presente el Islam. Sé que mantenéis buenas relaciones con los musulmanes y eso me alegra. Testimoniar que Cristo vive y que su amor va más allá de toda religión, raza y cultura, es importante también para ellos.

A menudo se describe a África de manera reductiva y humillante como el continente de los conflictos y de los problemas sin fin e insolubles. Al contrario, África, que acoge hoy la Buena Noticia, es para la Iglesia el continente de la esperanza. Para nosotros, para vosotros, África es el continente del futuro. Repito la exhortación que hice durante mi reciente viaje a Benín: «África, Buena Noticia para la Iglesia, hazte esto mismo para todo el mundo». La Fundación Juan Pablo II para el Sahel es un gran testimonio de esto.

Para realizar esta obra, y después de 28 años de actividad, la Fundación necesita ponerse al día y renovarse. La ayuda en ello el Consejo pontificio Cor unum. Esta renovación debe concernir, en primer lugar, a la formación cristiana y profesional de las personas que trabajan en el terreno, pues son, en cierto sentido, los instrumentos del Santo Padre en estas regiones. Considero prioritarias la educación y la formación cristianas de todos aquellos que —de un modo u otro— colaboran para hacer más visible el gran signo de caridad que es la Fundación Juan Pablo II para el Sahel. Para ser efectiva, esta renovación deberá comenzar por la oración y la conversación personal. Que la Virgen María y el beato Juan Pablo II nos asistan. Gracias.



Visita al Seminario Romano Mayor con motivo de la Fiesta de la Virgen de la Confianza (15 de febrero de 2012)

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Capilla del Seminario

Miércoles 15 de febrero de 2012




Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos seminaristas,
queridos hermanos y hermanas:


Para mí siempre es una gran alegría ver, en el día de la Virgen de la Confianza, a mis seminaristas, los seminaristas de Roma, en camino hacia el sacerdocio, y ver de este modo a la Iglesia del mañana, la Iglesia que vive siempre.

Hoy hemos escuchado un texto —lo escuchamos y lo meditamos— de la Carta a los Romanos: san Pablo habla a los Romanos y, por lo tanto, nos habla a nosotros, porque habla a los romanos de todos los tiempos. Esta Carta no es sólo la más grande de san Pablo, sino que es también extraordinaria por su peso doctrinal y espiritual. Es extraordinaria también porque se trata de una carta escrita a una comunidad que él no había fundado y tampoco había visitado. Escribe para anunciar su visita y expresar el deseo de visitar Roma, y anuncia los contenidos esenciales de sukerygma; de este modo prepara a la ciudad para su visita. Escribe a esta comunidad, a la que no conoce personalmente, porque es el Apóstol de los paganos —del paso del Evangelio de los judíos a los paganos— y Roma es la capital de los paganos y, por tanto, también el centro, en definitiva, de su mensaje. Aquí debe llegar su Evangelio, para que llegue realmente al mundo pagano. Llegará, pero de modo diverso de como lo había pensado. San Pablo llegará encadenado por Cristo y precisamente encadenado se sentirá libre de anunciar el Evangelio.

En el primer capítulo de la Carta a los Romanos, dice también: de vuestra fe, de la fe de la Iglesia de Roma se habla en todo el mundo (cf. 1, 8). Lo memorable de la fe de esta Iglesia es que se habla de ella en el mundo entero, y podemos reflexionar cómo está hoy. También hoy se habla mucho de la Iglesia de Roma, de muchas cosas, pero esperamos que se hable también de nuestra fe, de la fe ejemplar de esta Iglesia, y pidamos al Señor que logremos que no se hable de tantas cosas, sino de la fe de la Iglesia de Roma.

El texto leído (
Rm 12,1-2) es el principio de la cuarta y última parte de la Carta a los Romanos y comienza con las palabras «Os exhorto» (v. 1). Normalmente se dice que se trata de la parte moral, que sigue a la parte dogmática, pero en el pensamiento de san Pablo, y también en su lenguaje, no se pueden dividir así las cosas: esta palabra, «exhorto», en griego parakalo, contiene en sí la palabra paraklesisparakletos; tiene una profundidad que va mucho más allá de la moralidad; es una palabra que ciertamente implica amonestación, pero también consuelo, atención al otro, ternura paterna, más aún, materna. La palabra «misericordia» —en griego oiktirmon y en hebreo rachamim, seno materno— expresa la misericordia, la bondad, la ternura de una madre. Y cuando san Pablo exhorta, todo esto está implícito: habla con el corazón, habla con la ternura del amor de un padre y no sólo habla él. San Pablo dice «por la misericordia de Dios» (v. 1): se hace instrumento del hablar de Dios, se hace instrumento del hablar de Cristo; Cristo nos habla a nosotros con esta ternura, con este amor paterno, con este atención a nosotros. Y así no sólo apela a nuestra moralidad y a nuestra voluntad, sino también a la Gracia que está en nosotros, para que dejemos actuar a la Gracia. Es casi un acto en el que la Gracia dada en el Bautismo se hace operante en nosotros, debería ser operante en nosotros; así la Gracia, el don de Dios, y nuestra cooperación van juntos.

¿A qué exhorta, en este sentido, san Pablo? «Ofreced vuestros cuerpos como sparaklesisparakletos» (v. 1). «Ofreced vuestros cuerpos»: habla de la liturgia, habla de Dios, de la prioridad de Dios, pero no habla de liturgia como ceremonia, habla de liturgia como vida. Nosotros mismos, nuestro cuerpo; nosotros en nuestro cuerpo y como cuerpo debemos ser liturgia. Esta es la novedad del Nuevo Testamento, y lo veremos también después: Cristo se ofrece a sí mismo y así sustituye todos los demás sacrificios. Y quiere «atraernos» a nosotros mismos a la comunión de su Cuerpo: nuestro cuerpo juntamente con el suyo se convierte en gloria de Dios, se transforma en liturgia. Así la palabra «ofrecer» —en griego parastesai— no es sólo una alegoría; alegóricamente también nuestra vida sería una liturgia, pero al contrario, la verdadera liturgia es la de nuestro cuerpo, de nuestro ser en el Cuerpo de Cristo, como Cristo mismo hizo la liturgia del mundo, la liturgia cósmica, que tiende a atraer a todos hacia sí.

«En vuestro cuerpo, ofrecer el cuerpo»: esta palabra indica al hombre en su totalidad indivisible —al final— entre alma y cuerpo, entre espíritu y cuerpo; en el cuerpo somos nosotros mismos, y el cuerpo animado por el alma, el cuerpo mismo, debe ser la realización de nuestra adoración. Y pensemos —tal vez yo diría que cada uno de nosotros después reflexione sobre esta palabra— que nuestro vivir diario en nuestro cuerpo, en las cosas pequeñas, debería estar inspirado, impregnado, inmerso en la realidad divina, debería convertirse en acción juntamente con Dios. Esto no quiere decir que debemos pensar siempre en Dios, sino que debemos estar realmente penetrados por la realidad de Dios, de forma que toda nuestra vida —y no sólo algunos pensamientos— sea liturgia, sea adoración. San Pablo dice luego: «Ofreced vuestros cuerpos como sacrifico vivo» (v. 1): la palabra griega es logike latreia y así aparece en el Canon Romano, en la primera plegaria eucarística, «rationabile obsequium». Es una definición nueva del culto, pero preparada tanto en el Antiguo Testamento, como en la filosofía griega. Por así decir, son dos ríos que llevan hacia este punto y se unen en la nueva liturgia de los cristianos y de Cristo. Antiguo Testamento: desde el inicio comprendieron que Dios no tiene necesidad de toros, de cabritos, de estas cosas. En el Salmo 50 [49], Dios dice: ¿Comeré yo carne de toros? ¿Beberé sangre de cabritos? Yo no necesito estas cosas, no me agradan. Yo no bebo y no como estas cosas. No son sacrificio para mí. Sacrificio es la alabanza de Dios; si vosotros venís a mí, es alabanza de Dios (cf. vv. 13-15.23). Así el camino del Antiguo Testamento va hacia un punto en el que estas cosas exteriores, símbolos, sustituciones, desaparecen y el hombre mismo se transforma en alabanza de Dios.

Lo mismo sucede en el mundo de la filosofía griega. También aquí se comprende cada vez más que no se puede glorificar a Dios con estas cosas —con animales y ofrendas—, sino que sólo el «logos» del hombre, su razón convertida en gloria de Dios, es realmente adoración, y la idea es que el hombre debería salir de sí mismo y unirse al «Logos», a la gran Razón del mundo y así ser verdaderamente adoración. Pero aquí falta algo: el hombre, según esta filosofía, debería dejar —por decirlo así— el cuerpo, espiritualizarse; sólo el espíritu sería adoración. El cristianismo, en cambio, no es simplemente espiritualización o moralización: es encarnación; o sea, Cristo es el «Logos», es la Palabra encarnada, y él nos recoge a todos, de forma que en él y con él, en su Cuerpo, como miembros de este Cuerpo nos convertimos realmente en glorificación de Dios. Tengamos presente esto: por una parte ciertamente salir de estas cosas materiales por un concepto más espiritual de adoración de Dios, pero llegar a la encarnación del espíritu, llegar al punto en que nuestro cuerpo sea reasumido en el Cuerpo de Cristo y nuestra alabanza de Dios no sea pura palabra, pura actividad, sino que sea realidad de toda nuestra vida. Creo que debemos reflexionar sobre esto y pedir a Dios que nos ayude para que el espíritu se convierta en carne también en nosotros, y la carne se llene del Espíritu de Dios.

Encontramos la misma realidad también en el capítulo cuarto del Evangelio de san Juan, donde el Señor dice a la samaritana: En el futuro no se adorará en esa colina o en aquella otra, con estos u otros ritos; se adorará en espíritu y en verdad (cf. Jn Jn 4,21-23). Ciertamente, es espiritualización, salir de estos ritos carnales, pero este espíritu, esta verdad no es cualquier espíritu abstracto: el espíritu es el Espíritu Santo, y la verdad es Cristo. Adorar en espíritu y en verdad quiere decir realmente entrar a través del Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, en la verdad del ser. Y así llegamos a ser verdad y nos transformamos en glorificación de Dios. Llegar a ser verdad en Cristo exige nuestra implicación total.

Y luego continuamos: «Santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Segundo versículo: después de esta definición fundamental de nuestra vida como liturgia de Dios, encarnación de la Palabra en nosotros, cada día, con Cristo —la Palabra encarnada—, san Pablo prosigue: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente» (v. 2). «No os amoldéis a este mundo». Existe un no conformismo del cristiano, que no se deja conformar. Esto no quiere decir que nosotros queramos huir del mundo, que a nosotros no nos interese el mundo; al contrario, queremos transformarnos nosotros mismos y dejarnos transformar, transformando así el mundo. Y debemos tener presente que en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Evangelio de San Juan, la palabra «mundo» tiene dos significados e indica por tanto el problema y la realidad de la que se trata. Por una parte, el «mundo» creado por Dios, amado por Dios, hasta el punto de darse a sí mismo y dar su Hijo por este mundo; el mundo es criatura de Dios, Dios lo ama y quiere darse a sí mismo para que el mundo sea realmente creación y respuesta a su amor. Pero está también el otro concepto de «mundo», kosmos houtos: el mundo que está en el mal, que está bajo el poder del mal, que refleja el pecado original. Hoy vemos este poder del mal, por ejemplo, en dos grandes poderes, que por sí mismos son útiles y buenos, pero de los que se puede abusar fácilmente: el poder de las finanzas y el poder de los medios de comunicación social. Ambos son necesarios, porque pueden ser útiles, pero se puede abusar de ellos tan fácilmente que a menudo se convierten en lo contrario de sus verdaderas intenciones.

Vemos cómo el mundo de las finanzas puede dominar al hombre, cómo el tener y el aparentar dominan el mundo y lo esclavizan. El mundo de las finanzas no representa ya un instrumento para favorecer el bienestar, para favorecer la vida del hombre, sino que se transforma en un poder que lo oprime, que debe ser casi adorado: «Mammona», la verdadera divinidad falsa que domina el mundo. Contra este conformismo de la sumisión a este poder debemos ser no conformistas: no cuenta el tener; lo que cuenta es el ser. No nos sometamos a este poder, más bien utilicémoslo como medio, pero con la libertad de los hijos de Dios.

Luego está el otro poder, el de la opinión pública. Ciertamente, tenemos necesidad de informaciones, de conocimientos de la realidad del mundo, pero puede ser también un poder de la apariencia; al final, cuanto se ha dicho cuenta más que la realidad misma. Una apariencia se superpone a la realidad, llega a ser más importante, y el hombre ya no sigue la verdad de su ser, sino que quiere sobre todo aparentar, ser conforme a estas realidades. Y también contra esto está el no conformismo cristiano: no queremos siempre «ser conformados», alabados; no queremos la apariencia, sino la verdad, y esto nos da libertad, la verdadera libertad cristiana: el librarse de esta necesidad de agradar, de hablar como la masa cree que debería ser, y tener la libertad de la verdad, y así recrear el mundo de una manera que no se vea oprimido por la opinión, por la apariencia que ya no deja aflorar la realidad misma; el mundo virtual se vuelve más verdadero, más fuerte, y ya no se ve el mundo real de la creación de Dios. El no conformismo del cristiano nos redime, nos restituye a la verdad. Pidamos al Señor que nos ayude a ser hombres libres en este no conformismo, que no está contra el mundo, sino que es el verdadero amor al mundo.

Y san Pablo continúa: «Transformaos por la renovación de vuestra mente» (v. 2). Dos palabras muy importantes: «transformar», del griego metamorphon, y «renovar», en griego anakainosis.Transformarnos a nosotros mismos, dejarnos transformar por el Señor en la forma de la imagen de Dios, transformarnos cada día de nuevo, a través de su realidad, en la verdad de nuestro ser. Y «renovación»; esta es la verdadera novedad: que no nos sometamos a las opiniones, a las apariencias, sino a la Gracia de Dios, a su revelación. Dejémonos formar, plasmar para que aparezca realmente en el hombre la imagen de Dios.

«Por la renovación —dice san Pablo de modo sorprendente para mí— de vuestra mente». Así pues, esta renovación, esta transformación comienza con la renovación de la mente. San Pablo dice «o nous»: es necesario renovar todo nuestro modo de razonar, la razón misma. Es necesario renovarla no según las categorías de lo acostumbrado; renovar quiere decir realmente dejarnos iluminar por la Verdad que nos habla en la Palabra de Dios. Así, finalmente, aprender el nuevo modo de pensar, que es el modo que no obedece al poder y al tener, al aparentar, etc., sino que obedece a la verdad de nuestro ser que habita profundamente en nosotros y que se nos da nuevamente en el Bautismo.

«Renovación de la mente»: cada día es una tarea precisamente en el camino del estudio de la teología, de la preparación para el sacerdocio. Estudiar bien la teología, espiritualmente, pensarla a fondo, meditar la Escritura cada día; este modo de estudiar la teología con la escucha de Dios mismo que nos habla es el camino de renovación de la mente, de transformación de nuestro ser y del mundo.

Y, por último, dice san Pablo: «para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (v. 2). Discernir la voluntad de Dios: Esto sólo lo podemos aprender en un camino obediente, humilde, con la Palabra de Dios, con la Iglesia, con los sacramentos, con la meditación de la Sagrada Escritura. Conocer y discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno. Esto es fundamental en nuestra vida.

Y, en el día de la Virgen de la Confianza, vemos en ella precisamente la realidad de todo esto, la persona que es realmente nueva, que es realmente transformada, que es realmente sacrificio vivo. La Virgen ve la voluntad de Dios, vive en la voluntad de Dios, dice «sí», y este «sí» de la Virgen es todo su ser, y así nos muestra el camino, nos ayuda.

Por lo tanto, en este día oremos a la Virgen, que es el icono vivo del hombre nuevo. Que ella nos ayude a transformar, a dejar transformar nuestro ser, a ser realmente hombres nuevos, y a ser también después, si Dios quiere, pastores de su Iglesia. Gracias.



A los participantes en un Simposio de obispos de África y Europa (16 de febrero de 2012)

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Sala Clementina

Jueves 16 de febrero de 2012




Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Me complace recibiros al final del Simposio de los obispos de África y Europa, y os saludo a todos con gran afecto, en particular al cardenal Péter Erdo, presidente del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa, y al cardenal Polycarp Pengo, presidente del Simposio de las Conferencias episcopales de África y Madagascar, agradeciéndoles las amables palabras con que han introducido este encuentro. Quiero expresar mi vivo aprecio a quienes han organizado las jornadas de estudio, durante las cuales habéis debatido sobre el tema de la evangelización actual de vuestros territorios, a la luz de la comunión recíproca y la colaboración pastoral que se instauró durante el primer Simposio del año 2004.

Con vosotros doy gracias a Dios por los frutos espirituales que han resultado de las relaciones de amistad y cooperación entre las comunidades eclesiales de vuestros continentes durante estos años. Desde diferentes contextos culturales, sociales y económicos, habéis puesto de relieve la común voluntad apostólica de anunciar a vuestros pueblos a Jesucristo y su Evangelio, con el estilo del «intercambio de dones». Continuad en este camino fecundo de fraternidad activa y de unidad de propósitos, ampliando cada vez más los horizontes de la evangelización. Para la Iglesia en Europa, de hecho, el encuentro con la Iglesia en África siempre es un momento de gracia en virtud de la esperanza y la alegría con que las comunidades eclesiales de África viven y comunican la fe, como he podido constatar en mis viajes apostólicos. Por otro lado, es hermoso ver cómo la Iglesia en África, a pesar de vivir en medio de tantas dificultades y con la necesidad de paz y reconciliación, está dispuesta a compartir su fe.

En las relaciones entre la Iglesia que está en África y en Europa, tened presente el vínculo fundamental entre la fe y la caridad, porque ambas se iluminan mutuamente en su verdad. La caridad favorece la apertura y el encuentro con el hombre de hoy, en su realidad concreta, para llevarle a Cristo y su amor a cada persona y a cada familia, especialmente a los más pobres y solos. «Caritas Christi urget nos» (
2Co 5,14): de hecho, el amor de Cristo es lo que llena los corazones e impulsa a evangelizar. El Maestro divino, hoy como entonces, envía a sus discípulos por los caminos del mundo para proclamar su mensaje de salvación a todos los pueblos de la tierra (cf. Carta ap. Porta fidei, 7).

Los desafíos actuales que debéis afrontar, queridos hermanos, son exigentes. Pienso, en primer lugar, en la indiferencia religiosa, que lleva a muchas personas a vivir como si Dios no existiese, o a contentarse con una religiosidad vaga, incapaz de enfrentarse a la cuestión de la verdad y al deber de la coherencia. Hoy en día, especialmente en Europa, aunque también en algunas partes de África, se siente el peso del ambiente secularizado y a menudo hostil a la fe cristiana. Otro desafío para el anuncio del Evangelio es el hedonismo, que ha contribuido a hacer que la crisis de valores penetre en la vida cotidiana, en la estructura de la familia, en la manera misma de interpretar el significado de la existencia. Síntoma de una situación de grave malestar social es también la difusión de fenómenos como la pornografía y la prostitución. Vosotros sois muy conscientes de estos desafíos, que avivan vuestra conciencia pastoral y vuestro sentido de responsabilidad. Esos desafíos no deben desalentaros, sino más bien deben constituir una ocasión para renovar el compromiso y la esperanza, la esperanza que nace de la convicción de que si la noche está avanzada, el día está cerca (cf. Rm Rm 13,12), porque Cristo resucitado está siempre con nosotros. En las sociedades de África y de Europa no son pocas las fuerzas del bien, muchas de las cuales están al frente de las parroquias y se distinguen por un compromiso de santificación personal y de apostolado. Espero que, con vuestra ayuda, puedan convertirse cada vez más en células vivas y vitales de la nueva evangelización.

Que la familia esté en el centro de vuestra solicitud de pastores: la familia, iglesia doméstica, es también la garantía más sólida para la renovación de la sociedad. En la familia, que conserva usos, tradiciones, costumbres, ritos impregnados de fe, se encuentra el terreno más adecuado para el florecimiento de vocaciones. La actual mentalidad consumista puede tener repercusiones negativas en el surgimiento y el cuidado de las vocaciones; de ahí la necesidad de prestar especial atención a la promoción de las vocaciones al sacerdocio y de especial consagración. La familia es también el fulcro formativo de la juventud. Europa y África tienen necesidad de jóvenes generosos, que sepan hacerse cargo responsablemente de su futuro, y todas las instituciones deben tener presente que en estos jóvenes se encuentra el futuro y que es importante hacer todo lo posible para que su camino no esté marcado por la incertidumbre y la oscuridad. Queridos hermanos, seguid con especial atención su crecimiento humano y espiritual, alentando también las iniciativas de voluntariado que puedan tener un valor educativo.

En la formación de las nuevas generaciones asume un papel importante la dimensión cultural. Vosotros sabéis muy bien lo mucho que la Iglesia estima y promueve toda forma auténtica de cultura, a la que ofrece la riqueza de la Palabra de Dios y la gracia que brota del Misterio pascual de Cristo. La Iglesia respeta todo descubrimiento de la verdad, porque toda la verdad viene de Dios, pero sabe que la mirada de la fe puesta en Cristo abre la mente y el corazón del hombre a la Verdad primera, que es Dios. Así la cultura, alimentada por la fe, lleva a la verdadera humanización, mientras que las falsas culturas terminan por conducir a la deshumanización: en Europa y en África hemos tenido tristes ejemplos. Por lo tanto, debéis tener una preocupación constante por la cultura, como parte de vuestra acción pastoral, teniendo siempre muy presente que la luz del Evangelio se inserta en el tejido cultural, elevándolo y haciendo fecundar sus riquezas.

Queridos amigos, vuestro Simposio os ha dado la oportunidad para reflexionar sobre los problemas de la Iglesia en los dos continentes. Ciertamente, los problemas no faltan, y son a veces relevantes; pero, por otro lado, también son una prueba de que la Iglesia está viva, que crece, y no tiene miedo de llevar a cabo su misión evangelizadora. Por ello necesita la oración y el compromiso de todos los fieles; de hecho, la evangelización es parte de la vocación de todos los bautizados, que es una vocación a la santidad. Los cristianos que tienen una fe viva y están abiertos a la acción del Espíritu Santo se convierten en testigos del Evangelio de Cristo con la palabra y la vida. A los pastores, sin embargo, se les ha confiado una responsabilidad especial. Por lo tanto, «vuestra santidad personal debe repercutir en beneficio de los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral, y a los que debéis servir. La vida de oración fecundará desde dentro vuestro apostolado. Un obispo debe ser amante de Cristo. Vuestra distinción y autoridad moral que sustentan el ejercicio de vuestra potestad jurídica, sólo pueden venir de vuestra santidad de vida» (Exh. ap. postsin. Africae munus, 100).

Encomiendo vuestros propósitos espirituales y vuestros proyectos pastorales a la intercesión de María, Estrella de la evangelización, a la vez de corazón os imparto una especial bendición apostólica a vosotros, a las Conferencias episcopales de África y de Europa, y a todos vuestros sacerdotes y fieles.




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