Discursos 2012 1 24212

A una delegación del Círculo San Pedro (24 de febrero de 2012)

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Viernes 24 de febrero de 2012




Queridos socios del Círculo de San Pedro:

Me alegra acogeros en este encuentro que tiene lugar en la cercanía de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, circunstancia que os brinda la ocasión de manifestar la peculiar fidelidad a la Sede apostólica que, desde siempre, distingue a vuestro benemérito Círculo. Os saludo a todos con gran cordialidad. Saludo al presidente general, duque Leopoldo Torlonia, agradeciéndole las afectuosas y devotas palabras que ha querido dirigirme, interpretando los sentimientos de todos vosotros, y saludo al consiliario eclesiástico.

Acabamos de iniciar el camino cuaresmal y, como recordé en mi reciente Mensaje (cf.L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de febrero,
PP 6-7), este tiempo litúrgico nos invita a reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. La Cuaresma es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los sacramentos, nos renovemos en la fe y en el amor, tanto a nivel personal como comunitario. Es un itinerario caracterizado por la oración y la limosna, por el silencio y el ayuno, a la espera de vivir la alegría pascual. La Carta a los Hebreos nos exhorta con estas palabras: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10, 24).

Queridos amigos, hoy como ayer, el testimonio de la caridad mueve de modo particular el corazón de los hombres. La nueva evangelización, especialmente en una ciudad cosmopolita como Roma, requiere gran apertura de espíritu y sabia disponibilidad hacia todos. En este sentido, se inserta muy bien la red de intervenciones asistenciales que realizáis cada día en favor de cuantos se encuentran en dificultades. Me complace recordar la generosa obra que lleváis a cabo en los comedores, en el asilo nocturno, en la casa para familias y en el centro polifuncional, así como el testimonio silencioso, pero muy elocuente, que dais en apoyo de los enfermos y de sus familiares en elHospice Fondazione Roma, sin olvidar el compromiso misionero en Laos y las adopciones a distancia.

Sabemos que la autenticidad de nuestra fidelidad al Evangelio también se verifica sobre la base de la atención y la solicitud concreta que nos esforzamos por manifestar al prójimo, especialmente a los más débiles y marginados. La atención al otro implica desear su bien, en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. Aunque la cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, es preciso reafirmar con fuerza que el bien existe y triunfa. Así pues, la responsabilidad hacia el prójimo significa querer y hacer el bien al otro, deseando que se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades, superando la dureza del corazón que no nos deja ver los sufrimientos de los demás. De este modo, el servicio caritativo se convierte en una forma privilegiada de evangelización, a la luz de la enseñanza de Jesús, que considerará hecho a él mismo cuanto hagamos a nuestros hermanos, especialmente a los más pequeños y abandonados (cf. Mt Mt 25,40). Es necesario armonizar nuestro corazón con el corazón de Cristo, para que el apoyo amoroso ofrecido a los demás se traduzca en participación y comunión consciente en sus sufrimientos y en sus esperanzas, haciendo así visible, por una parte, la misericordia infinita de Dios hacia todos los hombres, que brilla en el rostro de Cristo; y, por otra, nuestra fe en él. El encuentro con el otro y la apertura del corazón a sus necesidades son una ocasión de salvación y de bienaventuranza.

Queridos socios del Círculo de San Pedro, como todos los años, hoy habéis venido a entregarme el óbolo para la caridad del Papa que habéis recogido en las parroquias de Roma. Ese óbolo representa una ayuda concreta ofrecida al Sucesor de Pedro, para que pueda responder a las innumerables peticiones que le llegan de todas las partes del mundo, especialmente de los países más pobres. Os agradezco de corazón toda la actividad que realizáis generosamente y con espíritu de sacrificio, y que nace de vuestra fe, de la relación con el Señor cultivada cada día. Fe, caridad y testimonio deben seguir siendo las líneas directrices de vuestro apostolado. Además, ¿cómo no recordar vuestra presencia durante las celebraciones litúrgicas en la basílica de San Pedro? Esa presencia redunda principalmente en vuestro honor, puesto que con ella manifestáis la constante entrega y la fidelidad devota que os unen a la Sede del apóstol Pedro. Que el Señor os recompense y colme de bendiciones a vuestro Círculo; que ayude a cada uno de vosotros a realizar su vocación cristiana en la familia, en el trabajo y en vuestra asociación.

Queridos amigos, a la vez que os renuevo mi aprecio por el servicio que prestáis a la Iglesia, os encomiendo, juntamente con vuestras familias, a la intercesión materna de la Virgen María, Salus populi romani, y de vuestros santos protectores. Por mi parte, os aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros, por cuantos os acompañan en las diversas iniciativas y por quienes encontráis en vuestro apostolado diario, mientras imparto con afecto a todos una especial bendición apostólica.



A los participantes en la Asamblea de la Pontificia Academia para la Vida (25 de febrero de 2012)

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Sala Clementina

Sábado 25 de febrero de 2012




Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de los trabajos de la XVIII asamblea general de la Academia pontificia para la vida. Os saludo y os doy las gracias a todos por vuestro generoso servicio en defensa y en favor de la vida, en particular al presidente, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, por las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. El enfoque que habéis dado a vuestros trabajos manifiesta la confianza que la Iglesia ha depositado siempre en las posibilidades de la razón humana y en un trabajo científico realizado rigurosamente, que siempre tengan presente el aspecto moral. El tema que habéis elegido este año, «Diagnóstico y terapia de la infertilidad», además de tener relevancia humana y social, posee un peculiar valor científico y expresa la posibilidad concreta de un diálogo fecundo entre la dimensión ética y la investigación biomédica. En efecto, ante el problema de la infertilidad de la pareja, habéis elegido recordar y considerar atentamente la dimensión moral, buscando los caminos para una correcta evaluación diagnóstica y una terapia que corrija las causas de la infertilidad. Este enfoque no sólo nace del deseo de dar un hijo a la pareja, sino también de devolver a los esposos su fertilidad y toda la dignidad de ser responsables de sus decisiones de procreación, para ser colaboradores de Dios en la generación de un nuevo ser humano. La búsqueda de un diagnóstico y de una terapia representa el enfoque científicamente más correcto de la cuestión de la infertilidad, pero también el más respetuoso de la humanidad integral de los sujetos implicados. De hecho, la unión del hombre y de la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, constituye el único «lugar» digno para la llamada a la existencia de un nuevo ser humano, que siempre es un don.

Por tanto, deseo alentar la honradez intelectual de vuestro trabajo, expresión de una ciencia que mantiene vivo su espíritu de búsqueda de la verdad, al servicio del bien auténtico del hombre, y que evita el riesgo de ser una práctica meramente funcional. De hecho, la dignidad humana y cristiana de la procreación no consiste en un «producto», sino en su vínculo con el acto conyugal, expresión del amor de los esposos, de su unión no sólo biológica sino también espiritual. A este respecto, la instrucción Donum vitae nos recuerda que «el acto conyugal, por su íntima estructura, al asociar al esposo y a la esposa con un vínculo estrechísimo, los hace también idóneos para engendrar una nueva vida de acuerdo con las leyes inscritas en la naturaleza misma del varón y de la mujer» (n. 4 a). Por eso, las legítimas aspiraciones de paternidad de la pareja que sufre una condición de infertilidad deben encontrar, con la ayuda de la ciencia, una respuesta que respete plenamente su dignidad de personas y de esposos. La humildad y la precisión con que profundizáis en estas problemáticas, consideradas inusuales por algunos de vuestros colegas ante la fascinación de la tecnología de la fecundación artificial, merecen aliento y apoyo. Con ocasión del décimo aniversario de la encíclica Fides et ratio, recordé cómo «la ganancia fácil, o peor aún, la arrogancia de sustituir al Creador desempeñan, a veces, un papel determinante. Esta es una forma de hybris de la razón, que puede asumir características peligrosas para la propia humanidad» (Discurso a los participantes en el congreso internacional organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 18 de octubre de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de noviembre de 2008, p. 6). Efectivamente, el cientificismo y la lógica del beneficio parecen dominar hoy el campo de la infertilidad y de la procreación humana, llegando a limitar también muchas otras áreas de investigación.

La Iglesia presta mucha atención al sufrimiento de las parejas con infertilidad, se preocupa por ellas y, precisamente por eso, alienta la investigación médica. Sin embargo, la ciencia no siempre es capaz de responder a los deseos de numerosas parejas. Por eso quiero recordar a los esposos que viven la condición de infertilidad, que su vocación matrimonial no se frustra por esta causa. Los esposos, por su misma vocación bautismal y matrimonial, siempre están llamados a colaborar con Dios en la creación de una humanidad nueva. En efecto, la vocación al amor es vocación a la entrega de sí, y esta es una posibilidad que ninguna condición orgánica puede impedir. Por consiguiente, donde la ciencia no encuentra una respuesta, la respuesta que ilumina viene de Cristo.

Deseo animaros a todos vosotros, aquí reunidos para estas jornadas de estudio y que a veces trabajáis en un contexto médico-científico donde la dimensión de la verdad resulta ofuscada: proseguid el camino emprendido de una ciencia intelectualmente honrada y fascinada por la búsqueda continua del bien del hombre. En vuestro itinerario intelectual no desdeñéis el diálogo con la fe. Os dirijo a vosotros la apremiante exhortación que hice en la encíclica Deus caritas est:«Para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. (...) La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio» (n. 28). Por otra parte, precisamente la matriz cultural creada por el cristianismo —basada en la afirmación de la existencia de la Verdad y de la inteligibilidad de lo real a la luz de la Suma Verdad—, repito, la matriz cultural hizo posible en la Europa medieval el desarrollo del saber científico moderno, saber que en las culturas anteriores estaba sólo en germen.

Ilustres científicos y todos vosotros, miembros de la Academia, comprometidos a promover la vida y la dignidad de la persona humana, tened siempre presente también el papel cultural fundamental que desempeñáis en la sociedad y la influencia que tenéis en la formación de la opinión pública. Mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recordaba que los científicos, «precisamente porque “saben más», están llamados a “servir más”» (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 11 de noviembre de 2002: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de noviembre de 2002, p. 7). La gente tiene confianza en vosotros, que servís a la vida; tiene confianza en vuestro compromiso en favor de quienes necesitan consuelo y esperanza. Jamás cedáis a la tentación de tratar el bien de las personas reduciéndolo a un mero problema técnico. La indiferencia de la conciencia ante la verdad y el bien representa una peligrosa amenaza para un auténtico progreso científico.

Quiero concluir renovando el deseo que el concilio Vaticano II dirigió a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás» (Mensaje a los intelectuales y a los hombres de ciencia, 8 de diciembre de 1965: AAS 58 [1966], 12). Con estos deseos os imparto a todos vosotros aquí presentes, y a vuestros seres queridos, la bendición apostólica. Gracias.



Marzo 2012


Palabras al final de los Ejercicios Espirituales de la Curia romana (3 de marzo de 2012)

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Capilla Redemptoris Mater

Sábado 3 de marzo de 2012




Eminencia, queridos hermanos:

Al final de estos días de oración y escucha, conviene decir «Gracias». En nombre de todos nosotros, digo «Gracias» a usted, eminencia, por habernos dirigido estos ejercicios.

Usted nos ha guiado, por decirlo así, en el gran jardín de la primera Carta de san Juan, y de este modo en toda la Escritura, con gran competencia exegética y con experiencia espiritual y pastoral. Nos ha guiado siempre con la mirada fija en Dios, y precisamente con esta mirada fija en Dios hemos aprendido el amor, la fe que crea comunión. Y usted ha condimentado sus meditaciones con hermosas anécdotas, tomadas principalmente de su querida tierra africana, que nos han dado alegría y nos han ayudado.

Me impresionó en particular la anécdota en la que nos habló de un amigo que, estando en coma, tuvo la impresión de encontrarse en un túnel oscuro, pero al final veía un poco de luz y sobre todo oía una hermosa música. Me parece que esta puede ser una parábola de nuestra vida: con frecuencia nos encontramos en un túnel oscuro en plena noche, pero, por la fe, al final vemos luz y oímos una hermosa música, percibimos la belleza de Dios, del cielo y de la tierra, de Dios creador y de la criatura; y así, en verdad, spe salvi facti sumus (cf. Rm
Rm 8,24). Y usted, eminencia, nos ha confirmado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Gracias.



A los prelados de la Conferencia de los Obispos Católicos de los Estados Unidos de América (Región VIII), en visita "ad limina Apostolorum" (9 de marzo de 2012)

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Viernes 9 de marzo de 2012




Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto fraterno con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Como sabéis, este año deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de la evangelización de la cultura estadounidense a la luz de los desafíos intelectuales y éticos del momento presente.

En los encuentros anteriores reconocí nuestra preocupación por las amenazas contra la libertad de conciencia, de religión y de culto que es preciso afrontar con urgencia para que todos los hombres y mujeres de fe, y las instituciones que animan, puedan actuar de acuerdo con sus convicciones morales más profundas. En esta ocasión quiero hablar de otra cuestión grave que me expusisteis durante mi visita pastoral a Estados Unidos, es decir, la crisis actual del matrimonio y de la familia, y más en general de la visión cristiana de la sexualidad humana. De hecho, resulta cada vez más evidente que un menor aprecio de la indisolubilidad del pacto matrimonial y el rechazo generalizado de una ética sexual responsable y madura, fundada en la práctica de la castidad, han llevado a graves problemas sociales que conllevan un coste humano y económico inmenso.

Sin embargo, como afirmó el beato Juan Pablo II, el futuro de la humanidad se fragua en la familia (cf. Familiaris consortio
FC 86). De hecho, «el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio y de la familia fundada en él es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 29).

A este propósito, conviene mencionar en particular las poderosas corrientes políticas y culturales que tratan de alterar la definición legal del matrimonio. El esmerado esfuerzo de la Iglesia por resistir a estas presiones exige una defensa razonada del matrimonio como institución natural constituida por una comunión específica de personas, fundamentalmente arraigada en la complementariedad de los sexos y orientada a la procreación. Las diferencias sexuales no pueden considerarse irrelevantes para la definición del matrimonio. Defender la institución del matrimonio como realidad social es, en resumidas cuentas, una cuestión de justicia, pues implica la defensa del bien de toda la comunidad humana, así como de los derechos de los padres y de los hijos.

En nuestras conversaciones, algunos habéis señalado con preocupación las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia en su integridad, y la disminución del número de jóvenes que se acercan al sacramento del matrimonio. Ciertamente, debemos reconocer algunas deficiencias en la catequesis de los últimos decenios, que a veces no ha logrado comunicar la rica herencia de la doctrina católica sobre el matrimonio como institución natural elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, la vocación de los esposos cristianos en la sociedad y en la Iglesia, y la práctica de la castidad conyugal. A esta doctrina, reafirmada con creciente claridad por el magisterio posconciliar y presentada de modo completo tanto en el Catecismo de la Iglesia católica como en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, se le debe restituir su lugar en la predicación y en la enseñanza catequística.

En la práctica, es necesario revisar atentamente los programas de preparación para el matrimonio a fin de garantizar que se concentren más en su componente catequístico y en la presentación de las responsabilidades sociales y eclesiales que implica el matrimonio cristiano. En este contexto no podemos ignorar el grave problema pastoral constituido por la generalizada práctica de la cohabitación, a menudo por parte de parejas que parecen inconscientes de que es un pecado grave, por no decir que representa un daño para la estabilidad de la sociedad. Animo vuestros esfuerzos para desarrollar normas pastorales y litúrgicas claras con vistas a una celebración digna del matrimonio, que constituyan un testimonio inequívoco de las exigencias objetivas de la moralidad cristiana, mostrando al mismo tiempo sensibilidad y solicitud por los matrimonios jóvenes.

Aquí deseo expresar también mi aprecio por los programas pastorales que estáis impulsando en vuestras diócesis y, en especial, por la clara y autorizada presentación de la doctrina de la Iglesia en vuestra Carta de 2009 «Marriage: Love and Life in the Divine Plan» («Matrimonio: amor y vida en el plan divino»). Aprecio también lo que vuestras parroquias, vuestras escuelas y vuestras instituciones caritativas hacen cada día para sostener a las familias y para ayudar a quienes se encuentran en situaciones matrimoniales difíciles, especialmente a las personas divorciadas y separadas, a los padres solos, a las madres adolescentes y a las mujeres que piensan en el aborto, así como a los niños que sufren los efectos trágicos de la desintegración familiar.

En este gran compromiso pastoral es urgentemente necesario que toda la comunidad cristiana vuelva a apreciar la virtud de la castidad. Es preciso subrayar la función integradora y liberadora de esta virtud (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2338-2343) con una formación del corazón que presente la comprensión cristiana de la sexualidad como una fuente de libertad auténtica, de felicidad y de realización de nuestra vocación humana fundamental e innata al amor. No se trata sólo de presentar argumentos, sino también de apelar a una visión integral, coherente y edificante de la sexualidad humana. La riqueza de esta visión es más sana y atractiva que las ideologías permisivas que algunos ambientes exaltan; estas ideologías, de hecho, constituyen una forma poderosa y destructiva de anti-catequesis para los jóvenes.

Los jóvenes necesitan conocer la doctrina de la Iglesia en su integridad, aunque pueda resultar ardua y vaya a contracorriente de la cultura. Y, lo que es más importante aún, necesitan verla encarnada en matrimonios fieles que den un testimonio convincente de su verdad. También es necesario sostenerlos mientras se esfuerzan por tomar decisiones sabias en un tiempo difícil y confuso de su vida. La castidad, como nos recuerda el Catecismo, implica «un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana» (n. 2339). En una sociedad que tiende cada vez más a malinterpretar e incluso a ridiculizar esta dimensión esencial de la doctrina cristiana, es necesario asegurar a los jóvenes que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande» (Homilía en la misa de inauguración del pontificado, 24 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7).

Quiero concluir recordando que, en el fondo, todos nuestros esfuerzos en este ámbito están orientados al bien de los niños, que tienen el derecho fundamental de crecer con una sana comprensión de la sexualidad y del lugar que le corresponde en las relaciones humanas. Los niños son el tesoro más grande y el futuro de toda sociedad: preocuparse verdaderamente por ellos significa reconocer nuestra responsabilidad de enseñar, defender y vivir las virtudes morales que son la clave de la realización humana. Albergo la esperanza de que la Iglesia en Estados Unidos, aunque se haya visto frenada por los acontecimientos de la última década, persevere en su misión histórica de educar a los jóvenes y así contribuir a la consolidación de la sana vida familiar que es la garantía más segura de la solidaridad intergeneracional y de la salud de la sociedad en su conjunto.

Os encomiendo ahora a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado, junto al rebaño que ha sido confiado a vuestra solicitud pastoral, a la amorosa intercesión de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. A todos os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, fortaleza y paz en el Señor.



A los participantes en un curso organizado por la Penitenciaría Apostólica (9 de marzo de 2012)

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Aula Pablo VI

Viernes 9 de marzo de 2012




Queridos amigos:

Me alegra mucho tener este encuentro con vosotros con ocasión del curso anual sobre el fuero interno, que organiza la Penitenciaría apostólica. Dirijo un cordial saludo al cardenal Manuel Monteiro de Castro, penitenciario mayor, quien como tal, por primera vez, ha presidido vuestras sesiones de estudio, y le doy las gracias por las cordiales expresiones que ha querido manifestarme. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a cada uno de vosotros, que, con vuestra presencia, recordáis a todos la importancia que tiene para la vida de fe el sacramento de la Reconciliación, evidenciando tanto la necesidad permanente de una adecuada preparación teológica, espiritual y canónica para poder ser confesores, como, sobre todo, el vínculo constitutivo entre celebración sacramental y anuncio del Evangelio.

Los sacramentos y el anuncio de la Palabra, en efecto, jamás se deben concebir separadamente; al contrario, «Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un “discurso”, sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo (…). El sacerdote representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”, en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra» (Audiencia general, 5 de mayo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de 2010,
PP 15-16). Precisamente esta totalidad, que hunde sus raíces en el misterio mismo de la Encarnación, nos sugiere que la celebración del sacramento de la Reconciliación es ella misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva evangelización.

¿En qué sentido la Confesión sacramental es «camino» para la nueva evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio. El beato Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, afirmaba: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación» (n. 37). Quiero subrayar este llamamiento, sabiendo que la nueva evangelización debe dar a conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro de Cristo «como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia» (ib.).

En una época de emergencia educativa, en la que el relativismo pone en discusión la posibilidad misma de una educación entendida como introducción progresiva al conocimiento de la verdad, al sentido profundo de la realidad, por ello como introducción progresiva a la relación con la Verdad que es Dios, los cristianos están llamados a anunciar con vigor la posibilidad del encuentro entre el hombre de hoy y Jesucristo, en quien Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y escuchar. En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación, que parte de una mirada a la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular a esa «apertura del corazón» que permite dirigir la mirada a Dios para que entre en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza para el mundo.

Queridos sacerdotes y queridos diáconos que os preparáis para el presbiterado: en la administración de este sacramento se os da o se os dará la posibilidad de ser instrumentos de un encuentro siempre renovado de los hombres con Dios. Quienes se dirijan a vosotros, precisamente por su condición de pecadores, experimentarán en sí mismos un deseo profundo: deseo de cambio, petición de misericordia y, en definitiva, deseo de que vuelva a tener lugar, a través del sacramento, el encuentro y el abrazo con Cristo. Seréis por ello colaboradores y protagonistas de muchos posibles «nuevos comienzos», tantos cuantos sean los penitentes que se os acerquen; teniendo presente que el auténtico significado de cada «novedad» no consiste tanto en el abandono o en la supresión del pasado, sino en acoger a Cristo y abrirse a su presencia, siempre nueva y siempre capaz de transformar, de iluminar todas las zonas de sombra y de abrir continuamente un nuevo horizonte. La nueva evangelización, entonces, parte también del confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro entre el inagotable interrogante del hombre, signo en él del Misterio creador, y la misericordia de Dios, única respuesta adecuada a la necesidad humana de infinito. Si la celebración del sacramento de la Reconciliación es así, si en ella los fieles experimentan realmente la misericordia que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, nos ha donado, entonces se convertirán en testigos creíbles de esa santidad, que es la finalidad de la nueva evangelización.

Todo esto, queridos amigos, si es verdad para los fieles laicos, adquiere todavía mayor relevancia para cada uno de nosotros. El ministro del sacramento de la Reconciliación colabora en la nueva evangelización renovando él mismo, el primero, la consciencia del propio ser penitente y de la necesidad de acercarse al perdón sacramental, a fin de que se renueve el encuentro con Cristo que, iniciado con el Bautismo, ha hallado en el sacramento del Orden una configuración específica y definitiva. Este es mi deseo para cada uno de vosotros: que la novedad de Cristo sea siempre el centro y la razón de vuestra existencia sacerdotal, para que quien se encuentre con vosotros pueda proclamar, a través de vuestro ministerio, como Andrés y Juan: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). De esta forma cada confesión, de la que cada cristiano saldrá renovado, representará un paso adelante de la nueva evangelización. Que María, Madre de misericordia, Refugio de nosotros, pecadores, y Estrella de la nueva evangelización acompañe nuestro camino. Os doy las gracias de corazón y de buen grado os imparto mi bendición apostólica.



Encuentro de Benedicto XVI con los periodistas durante el vuelo hacia México (23 de marzo de 2012)

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Viernes 23 marzo 2012




Padre Lombardi: Santidad, gracias de estar con nosotros al comenzar este viaje tan bello e importante. Como ve, nuestra asamblea viajera es numerosa: hay más de 70 periodistas que lo siguen con atención y el grupo más importante –aparte de los italianos– es naturalmente el de los mejicanos, que son un buen grupo, al menos 14, con los representantes de las televisiones mejicanas que seguirán y cubrirán todo el viaje. También hay un buen grupo de los Estados Unidos, de Francia, de otros Países. He aquí, pues, que somos un poco reflejo de todo el mundo. Como de costumbre, hemos ido recogiendo en los días pasados muchas preguntas de los periodistas, y hemos elegido cinco, que expresan en cierto modo la expectativa general. Y esta vez, dado que tenemos más espacio y algo más de tiempo, no las expongo yo, sino los periodistas mismos que las han formulado o que, en todo caso, nos hemos repartido entre nosotros para presentarle. Comenzamos, pues, con una pregunta formulada por la Señora María Collins, por la televisión "Univision", una de las televisiones que sigue este viaje; es una señora mejicana que nos hará la pregunta en español y yo la repetiré luego en italiano para todos.

1ª Pregunta: Santo Padre, México y Cuba han sido tierras en las cuales los viajes de su predecesor Juan Pablo II han hecho historia. ¿Con cual ánimo y con cuales esperanzas hoy Ud., Santo Padre, sigue sus huellas?

Santo Padre: Queridos amigos, en primer lugar quiero daros la bienvenida y las gracias por acompañarme en este viaje, que esperamos que sea bendecido por el Señor. Yo, en este viaje, me siento totalmente en continuidad con el Papa Juan Pablo II. Recuerdo muy bien su primer viaje a México, que fue realmente histórico. En una situación jurídica todavía muy confusa, abrió las puertas, inició una nueva fase de la colaboración entre Iglesia, sociedad y Estado. Igualmente, recuerdo bien su histórico viaje a Cuba. Por ello, intento seguir sus huellas y continuar cuanto comenzó. Desde el principio, yo tenía el deseo de visitar México. Siendo cardenal, estuve en México, con óptimos recuerdos, y cada miércoles escucho los aplausos y constato la alegría de los mexicanos. Estar ahora aquí como Papa es para mí una gran alegría y responde a un deseo que albergaba desde hace mucho tiempo. Para expresar los sentimientos que experimento, me vienen a la mente las palabras del Vaticano II «gaudium et spes, luctus et angor», gozo y esperanza, pero también tristeza y angustia. Comparto las alegrías y las esperanzas, pero comparto también el luto y las dificultades de este gran país. Voy para alentar y para aprender, para confortar en la fe, en la esperanza y en la caridad, para confortar en el compromiso por el bien y en el compromiso por la lucha contra el mal. ¡Esperamos que el Señor nos ayude!

P. Lombardi: Gracias, Santidad. Y ahora damos la palabra al Dr. Javier Alatorre Soria, que representa Tele Azteca, una de las grandes televisiones mejicanas que nos seguirá en estos días.

2ª Pregunta: Santidad, México es un país con recursos y posibilidades maravillosas, es un gran País, pero en estos años sabemos que también es tierra de violencia por el problema del narcotráfico. Se habla de 50.000 muertos en los últimos cinco años. ¿Cómo afronta la Iglesia católica esta situación? ¿Tendría, tendrá Ud. palabras para los responsables y para los traficantes que a veces se profesan católicos o incluso benefactores de la Iglesia?

Santo Padre: Nosotros conocemos bien todas las bellezas de México, pero también este gran problema del narcotráfico y de la violencia. Supone ciertamente una gran responsabilidad para la Iglesia católica en un país con un 80 por ciento de católicos. Debemos hacer lo posible contra este mal destructivo de la humanidad y de nuestra juventud. Diría que el primer acto es anunciar a Dios: Dios es el juez, Dios que nos ama, pero que nos ama para atraernos hacia el bien, a la verdad contra el mal. En segundo lugar, la Iglesia tiene la gran responsabilidad de educar las conciencias, educar en la responsabilidad moral y desenmascarar el mal, desenmascarar esta idolatría del dinero, que esclaviza a los hombres sólo por él; desenmascarar también las falsas promesas, la mentira, la estafa, que está detrás de la droga. Debemos ver que el hombre necesita del infinito. Si no existe Dios, el infinito se crea sus propios paraísos, una apariencia de «infinitudes» que sólo puede ser una mentira. Por eso es tan importante que Dios esté presente, accesible; es una gran responsabilidad ante el Dios juez que nos guía, nos atrae a la verdad y al bien, y en este sentido la Iglesia debe desenmascarar el mal, hacer presente la bondad de Dios, hacer presente su verdad, el verdadero infinito del cual tenemos sed. Es el gran deber de la Iglesia. Hagamos todos juntos lo posible, cada vez más.

P. Lombardi: Santidad, la tercera pregunta se la plantea Valentina Alazraki por Televisa, una de las veteranas de nuestros viajes, que usted bien conoce, y que está tan encantada de que por fin también usted vaya a su país.

3ª Pregunta: Santidad, ante todo le damos la bienvenida a México. Estamos todos contentos de que vaya a México. La pregunta es la siguiente: Santo Padre, Ud. ha dicho que desde México quiere dirigirse a toda América Latina en el bicentenario de la independencia de los países latinoamericanos. Sabemos que América Latina, a pesar del desarrollo, también es una región de contrastes, donde están juntos los más ricos y los más pobres. A veces se tiene la impresión de que la Iglesia no sea suficientemente animada a comprometerse en este campo. ¿Cree Ud. que se puede hablar todavía en una forma positiva de «teología de la liberación», después de los excesos, considerados excesos, que han sido de alguna manera corregidos, como el marxismo y la violencia?

Santo Padre: Naturalmente, la Iglesia debe preguntarse siempre si se hace lo suficiente por la justicia social en este gran continente. Esta es una cuestión de conciencia que debemos plantearnos siempre. Preguntar: ¿qué puede y debe hacer la Iglesia?, ¿qué no puede y no debe hacer? La Iglesia no es un poder político, no es un partido, sino una realidad moral, un poder moral. Dado que la política debe ser fundamentalmente una realidad moral, la Iglesia, en este aspecto, tiene que ver fundamentalmente con la política. Repito lo que acabo de decir: el primer pensamiento de la Iglesia es educar las conciencias y así crear la responsabilidad necesaria; educar las conciencias tanto en la ética individual como en la ética pública. Y aquí quizás algo ha faltado. En América Latina, y también en otros lugares, en no pocos católicos se percibe cierta esquizofrenia entre moral individual y pública: personalmente, en la esfera individual, son católicos, creyentes, pero en la vida pública siguen otros caminos que no corresponden a los grandes valores del Evangelio, que son necesarios para la fundación de una sociedad justa. Por tanto, hay que educar para superar esta esquizofrenia, educar no sólo en una moral individual, sino en una moral pública, y esto intentamos hacerlo a través de la doctrina social de la Iglesia, porque, naturalmente, esta moral pública debe ser una moral razonable, compartida, que pueden compartir también los no creyentes, una moral de la razón. Desde luego, nosotros, gracias a la luz de la fe, podemos ver mejor muchas cosas que también la razón puede ver, pero precisamente la fe sirve asimismo para liberar a la razón de los falsos intereses y de los oscurecimientos de los intereses, y así crear en la doctrina social los modelos sustanciales para una colaboración política, sobre todo para la superación de esta división social, antisocial, que por desgracia existe. Queremos trabajar en este sentido. No sé si la palabra «teología de la liberación», que también puede interpretarse muy bien, nos ayudaría mucho. Es importante la racionalidad común a la que la Iglesia ofrece una contribución fundamental y siempre debe ayudar a la educación de las conciencias, tanto para la vida pública como para la vida privada.

P. Lombardi: Gracias Santidad. Y ahora una cuarta pregunta. La hace una de nuestras "decanas" de estos viajes, pero siempre joven, Paloma Gómez Borrero, que representa también en este viaje a España, que naturalmente tiene un gran interés igualmente para los españoles.

4ª Pregunta: Santidad, miramos ahora a Cuba. Todos recordamos las famosas palabras de Juan Pablo II: «Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba». Han pasado 14 años, pero parece que estas palabras fueran todavía actuales. Como usted sabe, durante la espera de su viaje, muchas veces los opositores y de defensores de los derechos humanos se han hecho sentir. ¿Ud. piensa, Santidad, retomar el mensaje de Juan Pablo II, pensando tanto en la situación interior de Cuba como en la situación internacional?

Santo Padre: Como ya he dicho, me siento en absoluta continuidad con las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, que siguen siendo muy actuales. Esa visita del Papa inauguró un camino de colaboración y de diálogo constructivo; un camino que es largo y que exige paciencia, pero que va adelante. Hoy es evidente que la ideología marxista, como se la concebía, ya no responde a la realidad: así ya no se puede responder y construir una sociedad; deben encontrarse nuevos modelos, con paciencia y de manera constructiva. En este proceso, que exige paciencia pero también decisión, queremos ayudar con espíritu de diálogo, para evitar traumas y para favorecer el camino hacia una sociedad fraterna y justa como la deseamos para todo el mundo, y queremos colaborar en este sentido. Es evidente que la Iglesia está siempre de la parte de la libertad: libertad de conciencia, libertad de religión. En este sentido contribuimos, contribuyen precisamente también los fieles en este camino hacia adelante.

P. Lombardi: Gracias Santidad, como puede imaginar, habrá gran atención por sus discursos en Cuba por parte de todos nosotros. Y ahora damos la palabra a un francés para la quinta pregunta, pues hay aquí también otros pueblos. Jean-Louis de la Vaissière es el corresponsal de France Press en Roma, y nos ha propuesto diversas preguntas interesantes sobre este viaje y, por tanto, era justo que él interpretara también nuestras preguntas y nuestras expectativas.

5ª Pregunta: Santidad, después de la Conferencia de Aparecida se habla de una «Misión continental» de la Iglesia en América Latina; dentro de pocos meses tendrá lugar el Sínodo sobre la nueva evangelización y comenzará el Año de la fe. También América Latina afronta los retos de la secularización, de las sectas. En Cuba se notan las consecuencias de una larga propaganda del ateísmo, la religiosidad afro-cubana está muy difundida. ¿Cree que este viaje es un estímulo para la «nueva evangelización»? Y ¿cuáles son los puntos que más le interesan desde esta perspectiva?

Santo Padre: El período de la nueva evangelización comenzó con el Concilio; esta era fundamentalmente la intención del Papa Juan XXIII; la subrayó mucho el Papa Juan Pablo II y, en un mundo que atraviesa una fase de gran cambio, su necesidad se vuelve cada vez más evidente. Necesidad en el sentido de que el Evangelio debe expresarse de nuevos modos; necesidad también en el sentido de que el mundo necesita una palabra en la confusión, en la dificultad de orientarse hoy en día. Existe una situación común en el mundo: está la secularización, la ausencia de Dios, la dificultad de encontrar acceso, de verlo como una realidad que concierne a mi vida. Y, por otra parte, están los contextos específicos; usted ha señalado los de Cuba, con el sincretismo afro-cubano, con tantas otras dificultades, pero cada país tiene su situación cultural específica. Y, por un lado, debemos partir del problema común: cómo en la actualidad, en este contexto de nuestra racionalidad moderna, podemos redescubrir a Dios como la orientación fundamental de nuestra vida, la esperanza fundamental de nuestra vida, el fundamento de los valores que realmente construyen una sociedad, y cómo podemos tener en cuenta la especificidad de las distintas situaciones. El primero me parece muy importante: anunciar a un Dios que responde a nuestra razón, porque vemos la racionalidad del cosmos, vemos que hay algo detrás, pero no vemos lo cerca que está este Dios, cómo me concierne; y esta síntesis del Dios grande y majestuoso, y del Dios pequeño que está cerca de mí, que me orienta, que me muestra los valores de mi vida, es el núcleo de la evangelización. Por tanto, un cristianismo que va a lo esencial, donde se encuentra realmente el núcleo fundamental para vivir hoy con todos los problemas de nuestro tiempo. Y, por otra parte, tener en cuenta la realidad concreta. En América Latina, en general, es muy importante que el cristianismo no sea nunca tanto una cuestión de la razón, sino del corazón. La Virgen de Guadalupe es reconocida y amada por todos, porque entienden que es una Madre para todos y está presente desde el principio en esta nueva América Latina, después de la llegada de los europeos. Y también en Cuba tenemos a la Virgen del Cobre, que toca los corazones, y todos saben intuitivamente que es verdad, que esta Virgen nos ayuda, que existe, nos ama y nos ayuda. Pero esta intuición del corazón debe estar vinculada con la racionalidad de la fe y con la profundidad de la fe que va más allá de la razón. Debemos tratar de no perder el corazón, sino unir corazón y razón, de modo que cooperen, porque sólo así el hombre es completo y puede ayudar y trabajar realmente por un futuro mejor.




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