Benedicto XVI Homilias 23105

MISA DE SUFRAGIO POR LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO

Viernes 11 de noviembre de 2005

11115 . Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

El mes de noviembre recibe su peculiar tonalidad espiritual de las dos jornadas con que se abre: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina de modo particular este mes y toda la parte final del Año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino terreno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo. En ella tiene su fundamento la esperanza que, como dice san Pablo, es tal que "no defrauda" (
Rm 5,5). La celebración de hoy se sitúa precisamente en este contexto, en el que la fe sublima sentimientos inscritos profundamente en el alma humana. La gran familia de la Iglesia encuentra en estos días un tiempo de gracia, y lo vive, según su vocación, uniéndose en oración al Señor y ofreciendo su sacrificio redentor en sufragio de los fieles difuntos. De modo particular, hoy lo ofrecemos por los cardenales y los obispos que nos han dejado en este último año.

Durante mucho tiempo formé parte del Colegio cardenalicio, del que fui también decano dos años y medio. Por tanto, me siento particularmente vinculado a esta singular comunidad, que tuve el honor de presidir también en los días inolvidables que siguieron a la muerte del amado Papa Juan Pablo II. Él nos ha dejado, entre otros ejemplos luminosos, el ejemplo valiosísimo de la oración, y también en este momento recogemos su herencia espiritual, conscientes de que su intercesión continúa aún más intensa desde el cielo. Durante los últimos doce meses cinco venerados hermanos cardenales han pasado "a la otra orilla": Juan Carlos Aramburu, Jan Pieter Schotte, Corrado Bafile, Jaime Sin y, hace menos de un mes, Giuseppe Caprio. Encomendamos hoy al Señor sus almas y las de los arzobispos y obispos que, en este mismo período, han concluido su jornada terrena. Elevemos juntos la oración por cada uno de ellos, a la luz de la palabra que Dios nos ha dirigido en esta liturgia.

El pasaje del libro del Sirácida contiene en primer lugar una exhortación a la constancia en la prueba y, por tanto, una invitación a la confianza en Dios. Al hombre que atraviesa las vicisitudes de la vida, la Sabiduría le recomienda: "Pégate a él —al Señor—, no lo abandones, y al final serás enaltecido" (Si 2,3). Quien se pone al servicio del Señor y gasta su vida en el ministerio eclesial no está exento de pruebas, más aún, se encuentra con las más insidiosas, como ampliamente demuestra la experiencia de los santos. Pero vivir en el temor de Dios libera el corazón de todo miedo y lo sumerge en el abismo de su amor. "Los que teméis al Señor confiad en él; (...) esperad bienes, gozo perpetuo y salvación" (Si 2,8-9).

Esta invitación a la confianza se une directamente con el inicio del pasaje del evangelio según san Juan que se acaba de proclamar: "Que no tiemble vuestro corazón —dice Jesús a los Apóstoles en la última Cena—: creed en Dios y creed también en mí" (Jn 14,1). El corazón humano, siempre inquieto hasta que encuentra un puerto seguro en su peregrinación, halla aquí finalmente la roca firme donde detenerse y descansar. Quien se fía de Jesús, pone su confianza en Dios mismo.

En efecto, Jesús es verdadero hombre, pero en él podemos tener fe plena e incondicional, porque —como afirma él mismo poco después dirigiéndose a Felipe— él está en el Padre y el Padre en él (cf. Jn 14,10). De esta forma, verdaderamente Dios ha salido a nuestro encuentro. Nosotros, seres humanos, necesitamos un amigo, un hermano que nos tome de la mano y nos acompañe hasta la "casa del Padre" (Jn 14,2); necesitamos a uno que conozca bien el camino. Y Dios, en su amor "sobreabundante" (Ep 2,4), mandó a su Hijo, no sólo a indicárnoslo, sino también a hacerse él mismo "el camino" (Jn 14,6).

"Nadie va al Padre, sino por mí" (Jn 14,6), afirma Jesús. Ese "nadie" no admite excepciones; pero, mirando bien, corresponde a otra palabra, que Jesús pronunció también en la última Cena cuando, tomando el cáliz, dijo: "Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26,28). También los "lugares" en la casa del Padre son "muchos", en el sentido de que junto a Dios hay espacio para "todos" (cf. Jn 14,2). Jesús es el camino abierto a "todos"; no existen otros. Y los que parecen ser "otros", en la medida en que son auténticos, conducen a él, de lo contrario, no llevan a la vida. Por tanto, es inestimable el don que el Padre ha hecho a la humanidad enviando a su Hijo unigénito. A este don corresponde una responsabilidad, que es tanto mayor cuanto más íntima es la relación que se estable con Jesús. "Al que mucho se le dio —dice el Señor—, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá" (Lc 12,48). Por este motivo, a la vez que damos gracias a Dios por todos los beneficios que concedió a nuestros hermanos difuntos, ofrecemos por ellos los méritos de la pasión y muerte de Cristo, para que colmen las lagunas debidas a la fragilidad humana.

El salmo responsorial (Ps 121) y la segunda lectura (1Jn 3,1-2) ensanchan nuestro corazón con el asombro de la esperanza, a la que estamos llamados. El salmista nos la hace cantar como himno a Jerusalén, invitándonos a imitar espiritualmente a los peregrinos que "subían" a la ciudad santa y, después de un largo camino, llegaban llenos de alegría a sus puertas: "Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del Señor". Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén" (Ps 121,1-2). El apóstol san Juan, en su primera carta, la expresa comunicándonos la certeza, rebozante de gratitud, de haber llegado a ser hijos de Dios y, al mismo tiempo, la esperanza de la manifestación plena de esta realidad: "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. (...) Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

Venerados y queridos hermanos, con el corazón dirigido a este misterio de salvación, ofrezcamos la divina Eucaristía por los purpurados y los prelados que recientemente nos han precedido en el último paso hacia la vida eterna. Invoquemos la intercesión de san Pedro y de la bienaventurada Virgen María, para que los acojan en la casa del Padre, con la esperanza confiada de poder unirnos a ellos un día para gozar la plenitud de la vida y de la paz.
Amén.



DURANTE EL REZO DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

Sábado 26 de noviembre de 2005

26115

Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de las primeras Vísperas del primer domingo de Adviento iniciamos un nuevo Año litúrgico. Cantando juntos los salmos, hemos elevado nuestro corazón a Dios, poniéndonos en la actitud espiritual que caracteriza este tiempo de gracia: "vigilancia en la oración" y "júbilo en la alabanza" (cf. Misal romano, Prefacio II de Adviento). Siguiendo el ejemplo de María santísima, que nos enseña a vivir escuchando devotamente la palabra de Dios, meditemos sobre la breve lectura bíblica que se acaba de proclamar. Se trata de dos versículos que se encuentran al final de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses (
1Th 5,23-24). El primero expresa el deseo del Apóstol para la comunidad; el segundo ofrece, por decirlo así, la garantía de su cumplimiento. El deseo es que cada uno sea santificado por Dios y se conserve irreprensible en toda su persona —"espíritu, alma y cuerpo"— hasta la venida final del Señor Jesús; la garantía de que esto va a suceder la ofrece la fidelidad de Dios mismo, que consumará la obra iniciada en los creyentes.

Esta primera carta a los Tesalonicenses es la primera de todas las cartas de san Pablo, escrita probablemente en el año 51. En ella, aún más que en las otras, se siente latir el corazón ardiente del Apóstol, su amor paterno, es más, podríamos decir materno, por esta nueva comunidad; y también su gran preocupación de que no se apague la fe de esta Iglesia nueva, rodeada por un contexto cultural contrario a la fe en muchos aspectos. Así, san Pablo concluye su carta con un deseo, podríamos incluso decir, con una oración. El contenido de la oración, como hemos escuchado, es que sean santos e irreprensibles en el momento de la venida del Señor. La palabra central de esta oración es venida. Debemos preguntarnos qué significa venida del Señor. En griego es parusía, en latín adventus, adviento, venida. ¿Qué es esta venida? ¿Nos concierne o no?

Para comprender el significado de esta palabra y, por tanto, de esta oración del Apóstol por esta comunidad y por las comunidades de todos los tiempos, también por nosotros, debemos contemplar a la persona gracias a la cual se realizó de modo único, singular, la venida del Señor: la Virgen María. María pertenecía a la parte del pueblo de Israel que en el tiempo de Jesús esperaba con todo su corazón la venida del Salvador, y gracias a las palabras y a los gestos que nos narra el Evangelio podemos ver cómo ella vivía realmente según las palabras de los profetas. Esperaba con gran ilusión la venida del Señor, pero no podía imaginar cómo se realizaría esa venida. Quizá esperaba una venida en la gloria. Por eso, fue tan sorprendente para ella el momento en el que el arcángel Gabriel entró en su casa y le dijo que el Señor, el Salvador, quería encarnarse en ella, de ella, quería realizar su venida a través de ella. Podemos imaginar la conmoción de la Virgen. María, con un gran acto de fe y de obediencia, dijo "sí": "He aquí la esclava del Señor". Así se convirtió en "morada" del Señor, en verdadero "templo" en el mundo y en "puerta" por la que el Señor entró en la tierra.

Hemos dicho que esta venida del Señor es singular. Sin embargo, no sólo existe la última venida, al final de los tiempos. En cierto sentido, el Señor desea venir siempre a través de nosotros, y llama a la puerta de nuestro corazón: ¿estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida? Esta es la voz del Señor, que quiere entrar también en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca también una morada viva, nuestra vida personal. Esta es la venida del Señor.
Esto es lo que queremos aprender de nuevo en el tiempo del Adviento: que el Señor pueda venir a través de nosotros.

Por tanto, podemos decir que esta oración, este deseo expresado por el Apóstol, contiene una verdad fundamental, que trata de inculcar a los fieles de la comunidad fundada por él y que podemos resumir así: Dios nos llama a la comunión consigo, que se realizará plenamente cuando vuelva Cristo, y él mismo se compromete a hacer que lleguemos preparados a ese encuentro final y decisivo. El futuro, por decirlo así, está contenido en el presente o, mejor aún, en la presencia de Dios mismo, de su amor indefectible, que no nos deja solos, que no nos abandona ni siquiera un instante, como un padre y una madre jamás dejan de acompañar a sus hijos en su camino de crecimiento.

Ante Cristo que viene, el hombre se siente interpelado con todo su ser, que el Apóstol resume con los términos "espíritu, alma y cuerpo", indicando así a toda la persona humana, como unidad articulada en sus dimensiones somática, psíquica y espiritual. La santificación es don de Dios e iniciativa suya, pero el ser humano está llamado a corresponder con todo su ser, sin que nada de él quede excluido.

Y es precisamente el Espíritu Santo, que formó a Jesús, hombre perfecto, en el seno de la Virgen, quien lleva a cabo en la persona humana el admirable proyecto de Dios, transformando ante todo el corazón y, desde este centro, todo el resto. Así, sucede que en cada persona se renueva toda la obra de la creación y de la redención, que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo van realizando desde el inicio hasta el final del cosmos y de la historia. Y como en el centro de la historia de la humanidad está la primera venida de Cristo y, al final, su retorno glorioso, así toda existencia personal está llamada a confrontarse con él —de modo misterioso y multiforme— durante su peregrinación terrena, para encontrarse "en él" cuando vuelva.

Que María santísima, Virgen fiel, nos guíe a hacer de este tiempo de Adviento y de todo el nuevo Año litúrgico un camino de auténtica santificación, para alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.



DURANTE LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Jueves 8 de diciembre de 2005

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Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Hace cuarenta años, el 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro, junto a esta basílica, el Papa Pablo VI concluyó solemnemente el concilio Vaticano II. Había sido inaugurado, por decisión de Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, entonces fiesta de la Maternidad de María, y concluyó el día de la Inmaculada. Un marco mariano rodea al Concilio. En realidad, es mucho más que un marco: es una orientación de todo su camino. Nos remite, como remitía entonces a los padres del Concilio, a la imagen de la Virgen que escucha, que vive de la palabra de Dios, que guarda en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas (cf.
Lc 2,19 Lc 2,51); nos remite a la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad; nos remite a la humilde Madre que, cuando la misión del Hijo lo exige, se aparta; y, al mismo tiempo, a la mujer valiente que, mientras los discípulos huyen, está al pie de la cruz.

Pablo VI, en su discurso con ocasión de la promulgación de la constitución conciliar sobre la Iglesia, había calificado a María como "tutrix huius Concilii", "protectora de este Concilio" (cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 1147), y, con una alusión inconfundible al relato de Pentecostés, transmitido por san Lucas (cf. Ac 1,12-14), había dicho que los padres se habían reunido en la sala del Concilio "cum Maria, Matre Iesu", y que también en su nombre saldrían ahora (ib., p. 1038).

Permanece indeleble en mi memoria el momento en que, oyendo sus palabras: "Mariam sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae", "declaramos a María santísima Madre de la Iglesia", los padres se pusieron espontáneamente de pie y aplaudieron, rindiendo homenaje a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a la Madre de la Iglesia. De hecho, con este título el Papa resumía la doctrina mariana del Concilio y daba la clave para su comprensión.

María no sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que como hombre quiso convertirse en hijo suyo. Al estar totalmente unida a Cristo, nos pertenece también totalmente a nosotros. Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es un "ser para nosotros".

Cristo, dicen los Padres, como Cabeza es inseparable de su Cuerpo que es la Iglesia, formando con ella, por decirlo así, un único sujeto vivo. La Madre de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está, por decirlo así, por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y con él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.

El Concilio quería decirnos esto: María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación. Ella es su verdadero centro, del que nos fiamos, aunque muy a menudo su periferia pesa sobre nuestra alma.

El Papa Pablo VI, en el contexto de la promulgación de la constitución sobre la Iglesia, puso de relieve todo esto mediante un nuevo título profundamente arraigado en la Tradición, precisamente con el fin de iluminar la estructura interior de la enseñanza sobre la Iglesia desarrollada en el Concilio. El Vaticano II debía expresarse sobre los componentes institucionales de la Iglesia: sobre los obispos y sobre el Pontífice, sobre los sacerdotes, los laicos y los religiosos en su comunión y en sus relaciones; debía describir a la Iglesia en camino, la cual, "abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación..." (Lumen gentium LG 8). Pero este aspecto "petrino" de la Iglesia está incluido en el "mariano". En María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en "almas eclesiales" —así se expresaban los Padres—, para poder presentarnos también nosotros, según la palabra de san Pablo, "inmaculados" delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1,21 Ep 1,4).

Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Qué significa "María, la Inmaculada"? ¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del Mesías.
El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que María, la humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el "resto santo" de Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura, la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de piedra, sino en el corazón del hombre vivo.

Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo: "La tierra ha dado su fruto" (Ps 67,7). Ella es el vástago, del que deriva el árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice "sí" al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.

La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la muerte. Pero también se anuncia que "el linaje" de la mujer un día vencerá y aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de la mujer —y en él la mujer y la madre misma— vencerá, y así, mediante el hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa contra este pecado hereditario, qué es la redención.

¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.

El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.

Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.

Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión del hombre del Paraíso terrestre.

Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original.

Precisamente en la fiesta de la Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.
Pensamos que Mefistófeles —el tentador— tiene razón cuando dice que es la fuerza "que siempre quiere el mal y siempre obra el bien" (Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario.

Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.

Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.

En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.
Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: "Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás".

En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la historia. Amén.


DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA DE NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLACIÓN

Domingo 18 de diciembre de 2005

18125
Queridos hermanos y hermanas:

Para mí realmente es una gran alegría estar aquí con vosotros esta mañana y celebrar con vosotros y para vosotros la santa misa. En efecto, esta visita a Nuestra Señora de la Consolación, primera parroquia romana a la que acudo desde que el Señor quiso llamarme a ser Obispo de Roma, es para mí, en un sentido muy real y concreto, una vuelta a casa. Recuerdo muy bien aquel 15 de octubre de 1977, cuando tomé posesión de esta iglesia titular. Era párroco don Ennio Appignanesi; eran vicepárrocos don Enrico Pomili y don Franco Camaldo. El ceremoniero que me asignaron fue monseñor Piero Marini. Y aquí estamos de nuevo todos juntos. Para mí es realmente una gran alegría.

Desde entonces, nuestra relación recíproca se ha hecho cada vez más fuerte y profunda. Una relación en el Señor Jesucristo, cuyo sacrificio eucarístico he celebrado y cuyos sacramentos he administrado tantas veces en esta iglesia. Una relación de afecto y amistad, que realmente ha calentado mi corazón y lo sigue calentando también hoy. Una relación que me ha unido a todos vosotros, en particular a vuestro párroco y a los demás sacerdotes de la parroquia. Es una relación que no se debilitó cuando fui nombrado cardenal titular de la diócesis suburbicaria de Velletri y Segni. Esta relación ha cobrado una dimensión nueva y más profunda por el hecho de ser ya Obispo de Roma y vuestro obispo.

Asimismo, me alegra particularmente que esta visita mía — como ya ha dicho don Enrico — tenga lugar en el año en que celebráis el 60° aniversario de la erección de vuestra parroquia, el 50° de ordenación sacerdotal de nuestro querido párroco mons. Enrico Pomili, y además el 25° de episcopado de monseñor Ennio Appignanesi. Así pues, un año en el que tenemos motivos especiales para dar gracias al Señor.

Saludo ahora con afecto precisamente a monseñor Enrico, y le agradezco las palabras tan amables que me ha dirigido. Saludo al cardenal vicario Camillo Ruini; al cardenal Ricardo María Carles Gordó, titular de esta iglesia y, por consiguiente, sucesor mío en este título; al cardenal Giovanni Canestri, que fue vuestro amadísimo párroco; y al vicegerente, obispo del sector este de Roma, mons. Luigi Moretti. Ya hemos saludado a monseñor Ennio Appignanesi, que fue vuestro párroco, y a mons. Massimo Giustetti, que fue vuestro vicario parroquial.

Dirijo un saludo afectuoso a vuestros actuales vicarios parroquiales y a las Religiosas de Nuestra Señora de la Consolación, presentes en Casal Bertone desde el año 1932, valiosas colaboradoras de la parroquia y verdaderas portadoras de misericordia y consuelo en este barrio, especialmente para los pobres y los niños. Con los mismos sentimientos os saludo a cada uno, a todas las familias de la parroquia y a los que de diversas maneras se prodigan en los servicios parroquiales.

Ahora queremos meditar brevemente el hermosísimo evangelio de este IV domingo de Adviento, que para mí es una de las páginas más hermosas de la sagrada Escritura. Y, para no alargarme mucho, quisiera reflexionar sólo sobre tres palabras de este rico evangelio.

La primera palabra que quisiera meditar con vosotros es el saludo del ángel a María. En la traducción italiana el ángel dice: "Te saludo, María". Pero la palabra griega original —"Kaire"— significa de por sí "alégrate", "regocíjate". Y aquí hay un primer aspecto sorprendente: el saludo entre los judíos era "shalom", "paz", mientras que el saludo en el mundo griego era "Kaire", "alégrate". Es sorprendente que el ángel, al entrar en la casa de María, saludara con el saludo de los griegos: "Kaire", "alégrate", "regocíjate". Y los griegos, cuando leyeron este evangelio cuarenta años después, pudieron ver aquí un mensaje importante: pudieron comprender que con el inicio del Nuevo Testamento, al que se refería esta página de san Lucas, se había producido también la apertura al mundo de los pueblos, a la universalidad del pueblo de Dios, que ya no sólo incluía al pueblo judío, sino también al mundo en su totalidad, a todos los pueblos. En este saludo griego del ángel aparece la nueva universalidad del reino del verdadero Hijo de David.

Pero conviene destacar, en primer lugar, que las palabras del ángel son la repetición de una promesa profética del libro del profeta Sofonías. Encontramos aquí casi literalmente ese saludo. El profeta Sofonías, inspirado por Dios, dice a Israel: "Alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti" (cf.
So 3,14). Sabemos que María conocía bien las sagradas Escrituras.
Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento. Por eso, podemos tener la seguridad de que la Virgen santísima comprendió en seguida que estas eran las palabras del profeta Sofonías dirigidas a Israel, a la "hija de Sión", considerada como morada de Dios.

Y ahora lo sorprendente, lo que hace reflexionar a María, es que esas palabras, dirigidas a todo Israel, se las dirigen de modo particular a ella, María. Y así entiende con claridad que precisamente ella es la "hija de Sión", de la que habló el profeta y que, por consiguiente, el Señor tiene una intención especial para ella; que ella está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morada no hecha de piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo; que Dios, en realidad, la quiere tomar como su verdadero templo precisamente a ella, la Virgen. ¡Qué indicación! Y entonces podemos comprender que María comenzó a reflexionar con particular intensidad sobre lo que significaba ese saludo.

Pero detengámonos ahora en la primera palabra: "alégrate", "regocíjate". Es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho por el ángel a Zacarías sobre el nacimiento de Juan Bautista es una palabra que resuena aún en el umbral entre los dos Testamentos. Sólo con este diálogo, que el ángel Gabriel entabla con María, comienza realmente el Nuevo Testamento. Por tanto, podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría: "alégrate", "regocíjate". El Nuevo Testamento es realmente "Evangelio", "buena noticia" que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de "tú" a este Dios.

El mundo griego, sobre todo, percibió esta novedad; sintió profundamente esta alegría, porque para ellos no era claro que existiera un Dios bueno, o un Dios malo, o simplemente un Dios. La religión de entonces les hablaba de muchas divinidades; por eso, se sentían rodeados por divinidades muy diversas entre sí, opuestas unas a otras, de modo que debían temer que, si hacían algo en favor de una divinidad, la otra podía ofenderse o vengarse.

Así, vivían en un mundo de miedo, rodeados de demonios peligrosos, sin saber nunca cómo salvarse de esas fuerzas opuestas entre sí. Era un mundo de miedo, un mundo oscuro. Y ahora escuchaban decir: "Alégrate; esos demonios no son nada; hay un Dios verdadero, y este Dios verdadero es bueno, nos ama, nos conoce, está con nosotros hasta el punto de que se ha hecho carne". Esta es la gran alegría que anuncia el cristianismo. Conocer a este Dios es realmente la "buena noticia", una palabra de redención.

Tal vez a nosotros, los católicos, que lo sabemos desde siempre, ya no nos sorprende; ya no percibimos con fuerza esta alegría liberadora. Pero si miramos al mundo de hoy, donde Dios está ausente, debemos constatar que también él está dominado por los miedos, por las incertidumbres: ¿es un bien ser hombre, o no?, ¿es un bien vivir, o no?, ¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es negativo? Y, en realidad, viven en un mundo oscuro, necesitan anestesias para poder vivir.

Así, la palabra: "alégrate, porque Dios está contigo, está con nosotros", es una palabra que abre realmente un tiempo nuevo. Amadísimos hermanos, con un acto de fe debemos acoger de nuevo y comprender en lo más íntimo del corazón esta palabra liberadora: "alégrate".

Esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla sólo para nosotros. La alegría se debe compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en todo el mundo; se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros la alegría.

Este es el verdadero compromiso del Adviento: llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios.

La segunda palabra que quisiera meditar la pronuncia también el ángel: "No temas, María", le dice. En realidad, había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la madre del Hijo de Dios, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano. Pero el ángel le dice: "No temas. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas".

Esta palabra, "No temas", seguramente penetró a fondo en el corazón de María. Nosotros podemos imaginar que en diversas situaciones la Virgen recordaría esta palabra, la volvería a escuchar. En el momento en que Simeón le dice: "Este hijo tuyo será un signo de contradicción y una espada te traspasará el corazón", en ese momento en que podía invadirla el temor, María recuerda la palabra del ángel, vuelve a escuchar su eco en su interior: "No temas, Dios te lleva".

Luego, cuando durante la vida pública se desencadenan las contradicciones en torno a Jesús, y muchos dicen: "Está loco", ella vuelve a escuchar: "No temas" y sigue adelante. Por último, en el encuentro camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo ha acabado, ella escucha una vez más la palabra del ángel: "No temas". Y así, con entereza, está al lado de su Hijo moribundo y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia.

"No temas". María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos: miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado: está bien que existan. Pero sabemos que en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última soledad, de la muerte, ningún seguro podrá protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros: "No temas, yo estoy siempre contigo". Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos.

La tercera palabra: al final del coloquio, María responde al ángel: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". María anticipa así la tercera invocación del Padre nuestro: "Hágase tu voluntad". Dice "sí" a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. María dice "sí" a esta voluntad divina; entra dentro de esta voluntad; con un gran "sí" inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. Adán y Eva con su "no" a la voluntad de Dios habían cerrado esta puerta.

"Hágase la voluntad de Dios": María nos invita a decir también nosotros este "sí", que a veces resulta tan difícil. Sentimos la tentación de preferir nuestra voluntad, pero ella nos dice: "¡Sé valiente!, di también tú: "Hágase tu voluntad"", porque esta voluntad es buena. Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo "sí" a su voluntad, conscientes de que esta voluntad es el verdadero bien y nos guía a la verdadera felicidad.

Pidamos a María, la Consoladora, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia, que nos dé la valentía de pronunciar este "sí", que nos dé también esta alegría de estar con Dios y nos guíe a su Hijo, a la verdadera Vida. Amén.




Benedicto XVI Homilias 23105