Benedicto XVI Homilias 8016

SEGUNDAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO COMO CONCLUSIÓN DE LA SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Basílica de San Pablo extramuros, Miércoles 25 de enero de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

En este día, en el que se celebra la Conversión del apóstol san Pablo, concluimos, reunidos en fraterna asamblea litúrgica, la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos. Es significativo que la memoria de la conversión del Apóstol de las gentes coincida con la última jornada de esta importante Semana, en la que pedimos a Dios con especial intensidad el valioso don de la unidad entre todos los cristianos, haciendo nuestra la invocación que Jesús mismo elevó al Padre por sus discípulos: "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (
Jn 17,21).

La aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. Ut unum sint UUS 15). Somos conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el concilio Vaticano II: "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad" (Unitatis redintegratio UR 7).

"Deus caritas est", "Dios es amor" (1Jn 4,8 1Jn 4,16). Sobre esta sólida roca se apoya toda la fe de la Iglesia. En particular, se basa en ella la paciente búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo: fijando la mirada en esta verdad, cumbre de la revelación divina, las divisiones, aunque conserven su dolorosa gravedad, parecen superables y no nos desalientan. El Señor Jesús, que con la sangre de su Pasión derribó "el muro de separación", "la enemistad" (Ep 2,14), seguramente concederá a los que lo invocan con fe la fuerza para cicatrizar cualquier herida. Pero es preciso recomenzar siempre desde aquí: "Deus caritas est".

Al tema del amor he querido dedicar mi primera encíclica, que se ha publicado precisamente hoy, y esta feliz coincidencia con la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos invita a considerar este encuentro y, más aún, todo el camino ecuménico a la luz del amor de Dios, del Amor que es Dios. Si ya desde el punto de vista humano el amor se manifiesta como una fuerza invencible, ¿qué debemos decir nosotros, que "hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él"? (1Jn 4,16).

El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto. Es el misterio de la comunión, que, como une al hombre y la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, forma a la Iglesia como comunidad de amor, juntando en la unidad a una multiforme riqueza de dones, de tradiciones. Al servicio de esa unidad de amor está la Iglesia de Roma, que, según la expresión de san Ignacio de Antioquía, "preside en la caridad" (Ad Rom., 1, 1). Ante vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseo hoy renovar la consagración a Dios de mi peculiar ministerio petrino, invocando sobre él la luz y la fuerza del Espíritu Santo, a fin de que favorezca siempre la comunión fraterna entre todos los cristianos.

Las dos breves lecturas bíblicas de la liturgia vespertina de hoy están profundamente unidas por el tema del amor. En la primera, la caridad divina es la fuerza que transforma la vida de Saulo de Tarso y lo convierte en el Apóstol de las gentes. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo confiesa que la gracia de Dios ha obrado en él el acontecimiento extraordinario de la conversión: "Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí" (1Co 15,10).

Por una parte, siente el peso de haber impedido la difusión del mensaje de Cristo, pero al mismo tiempo vive con la alegría de haberse encontrado con el Señor resucitado y haber sido iluminado y transformado por su luz. Recuerda constantemente ese acontecimiento que cambió su existencia, acontecimiento tan importante para la Iglesia entera, que en los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a él tres veces (cf. Ac 9,3-9 Ac 22,6-11 Ac 26,12-18). En el camino de Damasco, Saulo escuchó la desconcertante pregunta: "¿Por qué me persigues?". Cayendo en tierra, turbado en su interior, preguntó: "¿Quién eres, Señor?", y obtuvo la respuesta que está en la raíz de su conversión: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Ac 9,4-5). Pablo comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos: que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes.

En el pasaje evangélico de san Mateo que se acaba de proclamar, el amor actúa como principio de unión de los cristianos y hace que su oración unánime sea escuchada por el Padre celestial. Dice Jesús: "Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, se lo concederá mi Padre que está en los cielos" (Mt 18,19). El verbo que usa el evangelista para decir "se ponen de acuerdo" es synphonesosin, que encierra la referencia a una "sinfonía" de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. Así pues, el acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial. El pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden.

Ciertamente, eso no significa que la respuesta de Dios esté, de alguna forma, determinada por nuestra petición. Como sabemos bien, la anhelada realización de la unidad depende, en primer lugar, de la voluntad de Dios, cuyo designio y cuya generosidad superan la comprensión del hombre e incluso sus peticiones y expectativas. Precisamente contando con la bondad divina, intensifiquemos nuestra oración común por la unidad, que es un medio necesario y muy eficaz, como recordó Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint: "En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo" (n. UUS 22).

Analizando más profundamente estos versículos evangélicos, comprendemos mejor la razón por la cual el Padre acogerá positivamente la petición de la comunidad cristiana: "Porque —dice Jesús— donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Es la presencia de Cristo la que hace eficaz la oración común de los que se reúnen en su nombre.

Cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo está en medio de ellos. Son uno con Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II se refiere precisamente a este pasaje del evangelio para indicar uno de los modos de la presencia de Cristo: "Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)" (Sacrosanctum Concilium SC 7).

San Juan Crisóstomo, comentando este texto del evangelio de san Mateo, se pregunta: "Pues bien, ¿no hay dos o tres que se reúnen en su nombre? Sí, los hay —responde—, pero raramente" (Homilías sobre el evangelio de san MT 60,3). Esta tarde siento una inmensa alegría al ver una asamblea tan numerosa y orante, que implora de modo "sinfónico" el don de la unidad. A todos y a cada uno dirijo mi cordial saludo. Saludo con particular afecto a los hermanos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales de esta ciudad, unidos en el único bautismo, que nos convierte en miembros del único Cuerpo místico de Cristo.

Han pasado sólo cuarenta años desde que, precisamente en esta basílica, el 5 de diciembre de 1965, el siervo de Dios Pablo VI, de feliz memoria, celebró la primera oración común, al concluir el concilio Vaticano II, con la solemne presencia de los padres conciliares y la participación activa de los observadores de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Luego, el amado Juan Pablo II continuó con perseverancia la tradición de concluir aquí la Semana de oración. Estoy seguro de que esta tarde ambos nos miran desde el cielo y se unen a nuestra oración.

Entre los que participan en esta asamblea quisiera saludar en especial al grupo de los delegados de Iglesias, de Conferencias episcopales, de comunidades cristianas y de organismos ecuménicos que trabajan en la preparación de la III Asamblea ecuménica europea, que tendrá lugar en Sìbiu (Rumanía), en septiembre de 2007, sobre el tema: "La luz de Cristo ilumina a todos. Esperanza de renovación y unidad en Europa".

Sí, queridos hermanos y hermanas, los cristianos tenemos la tarea de ser, en Europa y en medio de todos los pueblos, "luz del mundo" (Mt 5,14). Que Dios nos conceda llegar pronto a la anhelada comunión plena. El restablecimiento de nuestra unidad dará mayor eficacia a la evangelización. La unidad es nuestra misión común; es la condición para que la luz de Cristo se difunda más eficazmente en todo el mundo y los hombres se conviertan y se salven.

¡Cuánto camino nos queda aún por recorrer! Pero no perdamos la confianza; al contrario, con más ahínco reanudemos el camino juntos. Cristo nos precede y nos acompaña. Contamos con su indefectible presencia. A él le imploramos humilde e incansablemente el valioso don de la unidad y la paz.



DURANTE LA MISA EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Jornada de la vida consagrada, Jueves 2 de febrero de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf.
Lc 2,22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "el rey de la gloria", "el Señor, fuerte en la guerra" (Ps 23,7 Ps 23,8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3,1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "el mensajero de la alianza" y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios.

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (He 2,17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (He 5,7-9).

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2,32 Lc 2,34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2,30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2,25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2,38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del "Dios con nosotros", también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.
Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Dirijo un saludo especial a monseñor Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores, que concelebran conmigo en esta santa misa. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel.

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.



DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA DE SANTA ANA

El Vaticano, domingo 5 de febrero de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio que acabamos de escuchar (
Mc 1,29-39) comienza con un episodio muy simpático, muy hermoso, pero también lleno de significado. El Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma, enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de levantarnos, de estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. Y precisamente con este contenido de la liturgia dominical el Señor se encuentra con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con el don de su palabra, con el don de sí mismo.

Pero también la segunda parte de este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos, dice el evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas mujeres, madres, abuelas, mujeres de diversas profesiones, que están disponibles, se levantan y sirven, y son el alma de la familia, el alma de la parroquia.

Como se ve en el cuadro pintado sobre el altar, no sólo prestan servicios exteriores. Santa Ana introduce a su gran hija, la Virgen, en las sagradas Escrituras, en la esperanza de Israel, en la que ella sería precisamente el lugar del cumplimiento. Las mujeres son también las primeras portadoras de la palabra de Dios del evangelio, son verdaderas evangelistas. Y me parece que este episodio del evangelio, aparentemente tan modesto, precisamente aquí, en la iglesia de Santa Ana, nos brinda la ocasión de expresar sinceramente nuestra gratitud a todas las mujeres que animan esta parroquia, a las mujeres que sirven en todas las dimensiones, que nos ayudan siempre de nuevo a conocer la palabra de Dios, no sólo con el intelecto, sino también con el corazón.

Volvamos al evangelio: Jesús duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar. Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos en el misterio del amor eterno de la santísima Trinidad.

Jesús habla con el Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades de Jesús; vemos cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión salen de este centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra vida, es decir, la primacía de Dios. Donde no hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Sólo si el esplendor de Dios se refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que luego nadie puede violar.

La primacía de Dios. Las tres primeras peticiones del "Padre nuestro" se refieren precisamente a esta primacía de Dios: pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que "venga el reino de Dios" y "se haga su voluntad" son las dos caras diferentes de la misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios, es ya el cielo, comienza también en la tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad de Dios está presente el reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con Dios. Y Dios quiere guiarnos a este objetivo.

El centro de su anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida, y nos dice: sólo Dios es la redención del hombre. Y la historia del siglo pasado nos muestra cómo en los Estados donde se suprimió a Dios, no sólo se destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las destrucciones fundamentales, y la renovación sólo puede venir de la vuelta a Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios.

En estos días, un obispo del Congo en visita ad limina me dijo: los europeos nos dan generosamente muchas cosas para el desarrollo, pero no quieren ayudarnos en la pastoral; parece que consideran inútil la pastoral, creen que sólo importa el desarrollo técnico-material. Pero es verdad lo contrario —dijo—, donde no hay palabra de Dios el desarrollo no funciona, y no da resultados positivos. Sólo si hay antes palabra de Dios, sólo si el hombre se reconcilia con Dios, también las cosas materiales pueden ir bien.

El texto evangélico, con su continuación, confirma esto con fuerza. Los Apóstoles dicen a Jesús: vuelve, todos te buscan. Y él dice: no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino —el texto griego dice: "salí del Padre"— para traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal. Con gran claridad nos indica esta prioridad: no he venido para curar —aunque lo hago, pero como signo—; he venido para reconciliaros con Dios. Dios es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra dignidad: a él, sobre todo, debemos dirigirnos.

Y, como dijo el padre Gioele, la Iglesia celebra hoy en Italia la Jornada por la vida. Los obispos italianos han querido recordar en su mensaje el deber prioritario de "respetar la vida", al tratarse de un bien del que no se puede disponer: el hombre no es el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y administrador. Y bajo la primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de administrar, de custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Esta verdad de que el hombre es custodio y administrador de la vida constituye un punto fundamental de la ley natural, plenamente iluminado por la revelación bíblica. Se presenta hoy como "signo de contradicción" con respecto a la mentalidad dominante. En efecto, constatamos que, a pesar de que existe en general una amplia convergencia sobre el valor de la vida, cuando se llega a este punto —es decir, si se puede, o no, disponer de la vida—, dos mentalidades se oponen de manera irreconciliable.

De una forma más sencilla podríamos decir: la primera de esas dos mentalidades considera que la vida humana está en las manos del hombre; la segunda reconoce que está en las manos de Dios. La cultura moderna ha enfatizado legítimamente la autonomía del hombre y de las realidades terrenas, desarrollando así una perspectiva propia del cristianismo, la de la encarnación de Dios. Pero, como afirmó claramente el concilio Vaticano II, si esta autonomía lleva a pensar que "las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador", entonces se origina un profundo desequilibrio, porque "sin el Creador la criatura se diluye" (Gaudium et spes GS 36). Es significativo que el documento conciliar, en el pasaje citado, afirme que esta capacidad de reconocer la voz y la manifestación de Dios en la belleza de la creación es propia de todos los creyentes, independientemente de la religión a la que pertenezcan.

Podemos concluir que el pleno respeto de la vida está vinculado al sentido religioso, a la actitud interior con la que el hombre afronta la realidad, actitud de dueño o de custodio. Por lo demás, la palabra "respeto" deriva del verbo latino respicere (mirar), e indica un modo de mirar las cosas y las personas que lleva a reconocer su realidad, a no apropiarse de ellas, sino a tratarlas con consideración, con cuidado. En definitiva, si se quita a las criaturas su referencia a Dios, como fundamento trascendente, corren el riesgo de quedar a merced del arbitrio del hombre, que, como vemos, puede hacer un uso indebido de ellas.

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos juntos la intercesión de santa Ana en favor de vuestra comunidad parroquial, a la que saludo con afecto. Saludo en particular al párroco, padre Gioele, y le agradezco las palabras que me ha dirigido al inicio; saludo también a los religiosos agustinos, con su prior general; saludo a monseñor Angelo Comastri, mi vicario general para la Ciudad del Vaticano, a monseñor Rizzato, mi limosnero, y a todos los presentes, de modo especial a los niños, a los jóvenes y a todos los que habitualmente frecuentan esta iglesia. Que sobre todos vele santa Ana, vuestra patrona celestial, y os obtenga a cada uno el don de ser testigos del Dios de la vida y del amor.


DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SANTA SABINA EL MIÉRCOLES DE CENIZA

1 de marzo de 2006

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

La procesión penitencial, con la que hemos iniciado esta celebración, nos ha ayudado a entrar en el clima típico de la Cuaresma, que es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual. Según la antiquísima tradición romana de las "estaciones" cuaresmales, durante este tiempo los fieles, juntamente con los peregrinos, cada día se reúnen y hacen una parada —statio— en una de las muchas "memorias" de los mártires, que constituyen los cimientos de la Iglesia de Roma. En las basílicas, donde se exponen sus reliquias, se celebra la santa misa precedida por una procesión, durante la cual se cantan las letanías de los santos. Así se recuerda a los que con su sangre dieron testimonio de Cristo, y su evocación impulsa a cada cristiano a renovar su adhesión al Evangelio. A pesar del paso de los siglos, estos ritos conservan su valor, porque recuerdan cuán importante es, también en nuestros tiempos, acoger sin componendas las palabras de Jesús: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (
Lc 9,23).

Otro rito simbólico, gesto propio y exclusivo del primer día de Cuaresma, es la imposición de la ceniza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, no se trata de un mero ritualismo, sino de algo más profundo, que toca nuestro corazón. Nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura, una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras.

En efecto, ¿de qué sirve —se pregunta el autor inspirado— rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia (cf. Jl 2,12-18). Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el Miserere, que hoy cantamos con el estribillo "Misericordia, Señor: hemos pecado". El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza (cf. Ps 50,3 Ps 50,5 Ps 50,12 Ps 50,14).

Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar "agonístico", y se refleja en la oración colecta de hoy, donde se habla de "armas" de la penitencia y de "combate" contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre.

Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que "hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (...) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte" (In Io. evang. 12, 13, 35).

Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las "armas" de la oración, el ayuno y la penitencia. Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia.

El dócil seguimiento del divino Maestro convierte a los cristianos en testigos y apóstoles de paz. Podríamos decir que esta actitud interior nos ayuda también a poner mejor de relieve cuál debe ser la respuesta cristiana a la violencia que amenaza la paz del mundo. Ciertamente, no es la venganza, ni el odio, ni tampoco la huida hacia un falso espiritualismo. La respuesta de los discípulos de Cristo consiste, más bien, en recorrer el camino elegido por él, que, ante los males de su tiempo y de todos los tiempos, abrazó decididamente la cruz, siguiendo el sendero más largo, pero eficaz, del amor. Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor.

En la encíclica Deus caritas est quise presentar este amor como el secreto de nuestra conversión personal y eclesial. Comentando las palabras de san Pablo a los Corintios: "Nos apremia el amor de Cristo" (2Co 5,14), subrayé que "la conciencia de que en él Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para él y, con él, para los demás" (n. ).

El amor, como reafirma Jesús en el pasaje evangélico de hoy, debe traducirse después en gestos concretos en favor del prójimo, y en especial en favor de los pobres y los necesitados, subordinando siempre el valor de las "obras buenas" a la sinceridad de la relación con el "Padre celestial", que "ve en lo secreto" y "recompensará" a los que hacen el bien de modo humilde y desinteresado (cf. Mt 6,1 Mt 6,4 Mt 6,6 Mt 6,18).

La concreción del amor constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos, a los que Jesús estimula a ser luz del mundo, para que los hombres, al ver sus "buenas obras", glorifiquen a Dios (cf. Mt 5,16). Esta recomendación llega a nosotros muy oportunamente al inicio de la Cuaresma, para que comprendamos cada vez mejor que "la caridad no es una especie de actividad de asistencia social (...), sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est ). El verdadero amor se traduce en gestos que no excluyen a nadie, a ejemplo del buen samaritano, el cual, con gran apertura de espíritu, ayudó a un desconocido necesitado, al que encontró "por casualidad" a la vera del camino (cf. Lc 10,31).

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos religiosos, religiosas y fieles laicos, a quienes saludo con gran cordialidad, entremos en el clima típico de este tiempo litúrgico con estos sentimientos, dejando que la palabra de Dios nos ilumine y nos guíe. En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio, y se nos invitará constantemente a abrir el espíritu a la fuerza de la gracia divina.

Aprovechemos estas enseñanzas que nos dará en abundancia la Iglesia durante estas semanas. Animados por un fuerte compromiso de oración, decididos a un esfuerzo cada vez mayor de penitencia, de ayuno y de solicitud amorosa por los hermanos, encaminémonos hacia la Pascua, acompañados por la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo de Cristo.





Benedicto XVI Homilias 8016