Benedicto XVI Homilias 10306

DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LOS TRABAJADORES EN LA FIESTA DE SAN JOSÉ

Domingo 19 de marzo de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

Hemos escuchado juntos una famosa y bella página del libro del Éxodo, en la que el autor sagrado narra la entrega del Decálogo a Israel por parte de Dios. Un detalle llama enseguida la atención: la enumeración de los diez mandamientos se introduce con una significativa referencia a la liberación del pueblo de Israel. Dice el texto: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud" (
Ex 20,2). Por tanto, el Decálogo quiere ser una confirmación de la libertad conquistada. En efecto, los mandamientos, si se analizan en profundidad, son el instrumento que el Señor nos da para defender nuestra libertad tanto de los condicionamientos internos de las pasiones como de los abusos externos de los maliciosos. Los "no" de los mandamientos son otros tantos "sí" al crecimiento de una libertad auténtica. Conviene subrayar también una segunda dimensión del Decálogo: con la Ley dada por medio de Moisés el Señor revela que quiere establecer con Israel una alianza. Por consiguiente, la Ley, más que una imposición, es un don. Más que mandar lo que el hombre debe hacer, quiere manifestar a todos la elección de Dios: él está de parte del pueblo elegido; lo liberó de la esclavitud y lo rodeó con su bondad misericordiosa. El Decálogo es testimonio de un amor de predilección.

La liturgia de hoy nos ofrece un segundo mensaje: la Ley mosaica se cumplió plenamente en Jesús, que reveló la sabiduría y el amor de Dios mediante el misterio de la cruz, "escándalo para los judíos, necedad para los griegos —como nos dice san Pablo en la segunda lectura—; pero para los llamados (...), judíos o griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1,23-24). Precisamente a este misterio se refiere la página evangélica que se acaba de proclamar: Jesús expulsa del templo a los vendedores y a los cambistas. El evangelista ofrece la clave de lectura de este significativo episodio en el versículo de un salmo: "El celo por tu casa me devora" (cf. Ps 69,10). A Jesús lo "devora" este "celo" por la "casa de Dios", utilizada con un fin diferente de aquel para el que estaba destinada. Ante la petición de los responsables religiosos, que pretenden un signo de su autoridad, en medio del asombro de los presentes, afirma: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn 2,19). Palabras misteriosas, incomprensibles en aquel momento, pero que san Juan vuelve a formular para sus lectores cristianos, observando: "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2,21).
Sus adversarios destruirán este "templo", pero él, al cabo de tres días, lo reconstruirá mediante la resurrección. La muerte dolorosa y "escandalosa" de Cristo se coronará con el triunfo de su gloriosa resurrección. Mientras en este tiempo cuaresmal nos preparamos para revivir en el triduo pascual este acontecimiento central de nuestra salvación, contemplamos al Crucificado vislumbrando ya en él el resplandor del Resucitado.

Queridos hermanos y hermanas, esta celebración eucarística, que a la meditación de los textos litúrgicos del tercer domingo de Cuaresma une el recuerdo de san José, nos ofrece la oportunidad de considerar, a la luz del misterio pascual, otro aspecto importante de la existencia humana. Me refiero a la realidad del trabajo, que hoy está en el centro de cambios rápidos y complejos. En numerosas páginas la Biblia muestra cómo el trabajo pertenece a la condición originaria del hombre. Cuando el Creador plasmó al hombre a su imagen y semejanza, lo invitó a trabajar la tierra (cf. Gn 2,5-6). A causa del pecado de nuestros primeros padres, el trabajo se transformó en fatiga y sudor (cf. Gn 3,6-8), pero el proyecto divino mantiene inalterado su valor. El mismo Hijo de Dios, haciéndose semejante en todo a nosotros, se dedicó durante muchos años a actividades manuales, hasta el punto de que lo conocían como el "hijo del carpintero" (cf. Mt 13,55). La Iglesia ha mostrado siempre, especialmente durante el último siglo, interés y solicitud por este ámbito de la sociedad, como testimonian las numerosas intervenciones sociales del Magisterio y la acción de múltiples asociaciones de inspiración cristiana, algunas de las cuales han venido hoy aquí a representar a todo el mundo de los trabajadores. Me alegra acogeros, queridos amigos, y os dirijo a cada uno mi cordial saludo. Saludo en particular a monseñor Arrigo Miglio, obispo de Ivrea y presidente de la Comisión episcopal italiana para los problemas sociales y el trabajo, la justicia y la paz, que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes y me ha dirigido amables palabras de felicitación por mi fiesta onomástica. Se las agradezco vivamente.

El trabajo reviste una importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida. Al respecto, es oportuna la invitación de la primera lectura: "Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso dedicado al Señor, tu Dios" (Ex 20,8-9). El sábado es día santificado, es decir, consagrado a Dios, en el que el hombre comprende mejor el sentido de su existencia y también de la actividad laboral. Por tanto, se puede afirmar que la enseñanza bíblica sobre el trabajo culmina en el mandamiento del descanso. Al respecto, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia observa oportunamente: "El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del sábado eterno (cf. He 4,9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde la creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf. Ep 2,10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a él, que de ellas es el Autor" (n. 258).

La actividad laboral debe contribuir al verdadero bien de la humanidad, permitiendo "al hombre individual y socialmente cultivar y realizar plenamente su vocación" (Gaudium et spes GS 35). Para que esto suceda no basta la preparación técnica y profesional, por lo demás necesaria; ni siquiera es suficiente la creación de un orden social justo y atento al bien de todos. Es preciso vivir una espiritualidad que ayude a los creyentes a santificarse a través de su trabajo, imitando a san José, que cada día debió proveer con sus manos a las necesidades de la Sagrada Familia, y por eso la Iglesia lo propone como patrono de los trabajadores. Su testimonio muestra que el hombre es sujeto y protagonista del trabajo. Quisiera encomendarle a él a los jóvenes que con esfuerzo logran insertarse en el mundo del trabajo, a los desempleados y a todos los que sufren las dificultades debidas a la crisis laboral generalizada. Que junto con María, su esposa, san José vele sobre todos los trabajadores y obtenga serenidad y paz para las familias y para toda la humanidad. Que al contemplar a este gran santo, los cristianos aprendan a testimoniar en todos los ámbitos laborales el amor de Cristo, manantial de solidaridad verdadera y de paz estable. Amén.



CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

Plaza de San Pedro, Viernes 24 de marzo de 2006

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Venerados cardenales,
patriarcas y obispos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

En esta víspera de la solemnidad de la Anunciación del Señor, el clima penitencial de la Cuaresma deja espacio a la fiesta: en efecto, hoy el Colegio de cardenales se enriquece con quince nuevos miembros. Con viva cordialidad os dirijo mi saludo ante todo a vosotros, queridos hermanos, a quienes he tenido la alegría de crear cardenales, a la vez que agradezco al cardenal William Joseph Levada los sentimientos y los pensamientos que acaba de expresarme en nombre de todos vosotros.

También me alegra saludar a los demás señores cardenales, a los venerados patriarcas, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, así como a los numerosos fieles, y en particular a los familiares que han venido aquí para acompañar, con la oración y la alegría cristiana, a los nuevos purpurados.

Acojo con especial gratitud a las distinguidas autoridades gobernativas y civiles, que representan diversas naciones e instituciones. El consistorio ordinario público es un acontecimiento que manifiesta con gran elocuencia la naturaleza universal de la Iglesia, extendida por el mundo entero para anunciar a todos la buena nueva de Cristo Salvador. El amado Juan Pablo II celebró nueve, contribuyendo así, de manera decisiva, a renovar el Colegio cardenalicio, según las orientaciones que el concilio Vaticano II y el siervo de Dios Pablo VI habían dado. Es verdad que a lo largo de los siglos han cambiado muchas cosas por lo que concierne al Colegio cardenalicio; sin embargo, no han cambiado la sustancia y la naturaleza esencial de este importante organismo eclesial. Sus antiguas raíces, su desarrollo histórico y su composición actual hacen verdaderamente de él una especie de "Senado", llamado a cooperar íntimamente con el Sucesor de Pedro en la realización de las tareas relacionadas con su ministerio apostólico universal.

La palabra de Dios, que acaba de proclamarse, nos hace retroceder en el tiempo. Juntamente con el evangelista san Marcos nos hemos remontado al origen mismo de la Iglesia y, en particular, al origen del ministerio petrino. Con los ojos del corazón hemos vuelto a ver al Señor Jesús, a cuya alabanza y gloria está totalmente orientado y dedicado el acto que estamos realizando. Nos ha dicho palabras que nos han traído a la memoria la definición del Romano Pontífice que tanto gustaba a san Gregorio Magno: "Servus servorum Dei".

En efecto, Jesús, explicando a los doce Apóstoles que su autoridad debía ejercerse de modo muy diferente del de los "jefes de las naciones", resume esta modalidad con el estilo del servicio: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor (d???????), y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos (aquí Jesús utiliza la palabra más fuerte: d?????)" (
Mc 10,43-44). La total y generosa disponibilidad para servir a los demás es el signo distintivo de quien en la Iglesia está revestido de autoridad, porque así sucedió con el Hijo del hombre, que no vino "a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). Aun siendo Dios, más aún, impulsado precisamente por su divinidad, asumió la forma de siervo —"formam servi"—, como dice admirablemente el himno a Cristo contenido en la carta a los Filipenses (cf. Ph 2,6-7).

Así pues, el primer "Siervo de los siervos de Dios" es Jesús. Detrás de él, y unidos a él, los Apóstoles; y, entre estos, de modo especial, Pedro, al que el Señor encomendó la responsabilidad de guiar su grey. El Papa tiene como tarea ser el primer servidor de todos. Esta actitud está claramente atestiguada en la primera lectura de esta liturgia, que nos vuelve a proponer una exhortación de Pedro a los "presbíteros" y a los ancianos de la comunidad (cf. 1P 5,1). Es una exhortación hecha con la autoridad de que goza el Apóstol por haber sido testigo de los sufrimientos de Cristo, buen Pastor. Se percibe que las palabras de Pedro provienen de la experiencia personal del servicio a la grey de Dios, pero antes y más aún se fundan en la experiencia directa del comportamiento de Jesús: de su modo se servir hasta el sacrificio de sí mismo, de su humillación hasta la muerte y muerte de cruz, confiando sólo en el Padre, que lo exaltó en el momento oportuno. Pedro, como Pablo, fue íntimamente "conquistado" por Cristo —"comprehensus sum a Christo Iesu" (Ph 3,12)—, y como Pablo puede exhortar con plena autoridad a los ancianos, porque ya no vive él, sino que es Cristo quien vive en él: "Vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus" (Ga 2,20).

Sí, venerados y queridos hermanos, lo que afirma el Príncipe de los Apóstoles se aplica particularmente a quien está llamado a vestirse con la púrpura cardenalicia: "A los ancianos que están entre vosotros los exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1P 5,1). Son palabras que, aun en su estructura esencial, evocan el misterio pascual, particularmente presente en nuestro corazón durante estos días de Cuaresma. San Pedro se las aplica a sí mismo en cuanto "anciano como ellos" (s?µp?esß?te???), dando así a entender que el anciano en la Iglesia, el presbítero, por la experiencia acumulada con los años y por las pruebas afrontadas y superadas, debe estar especialmente "en sintonía" con el dinamismo íntimo del misterio pascual.

Queridos hermanos que acabáis de recibir la dignidad cardenalicia, ¡cuántas veces habéis encontrado en estas palabras motivo de meditación y de estímulo espiritual para seguir las huellas del Señor crucificado y resucitado! Estas palabras tendrán una confirmación ulterior y comprometedora en lo que la nueva responsabilidad os exigirá. Unidos más estrechamente al Sucesor de Pedro, estáis llamados a colaborar con él en la realización de su peculiar servicio eclesial, y esto significará para vosotros una participación más intensa en el misterio de la cruz, compartiendo los sufrimientos de Cristo. Y todos nosotros somos realmente testigos de sus sufrimientos hoy en el mundo y también en la Iglesia, y precisamente así también somos partícipes de su gloria. Esto os permitirá tomar más abundantemente de los manantiales de la gracia y difundir más eficazmente en vuestro entorno sus frutos benéficos.

Venerados y queridos hermanos, quisiera resumir el sentido de vuestra nueva llamada con la palabra que puse en el centro de mi primera encíclica: caritas.También corresponde bien al color de la sotana cardenalicia. Que la púrpura con que os revestís sea siempre expresión de la caritas Christi, estimulándoos a un amor apasionado a Cristo, a su Iglesia y a la humanidad. Ahora tenéis un motivo ulterior para tratar de vivir los mismos sentimientos que impulsaron al Hijo de Dios encarnado a derramar su sangre como expiación de los pecados de toda la humanidad.

Cuento con vosotros, venerados hermanos; cuento con todo el Colegio del que entráis a formar parte, para anunciar al mundo que "Deus caritas est", y para hacerlo ante todo con el testimonio de sincera comunión entre los cristianos. "En esto —dijo Jesús— conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35). Cuento con vosotros, queridos hermanos cardenales, para hacer que el principio de la caridad se irradie y logre vivificar a la Iglesia en todos los grados de su jerarquía, en todas las comunidades e institutos religiosos, en todas las iniciativas espirituales, apostólicas y de animación social. Cuento con vosotros para que el esfuerzo común de fijar la mirada en el Corazón abierto de Cristo haga más seguro y ágil el camino hacia la unidad plena de los cristianos. Cuento con vosotros para que, gracias a la atenta valorización de los pequeños y los pobres, la Iglesia presente al mundo de modo eficaz el anuncio y el desafío de la civilización del amor. Me complace ver todo esto simbolizado en la púrpura con que estáis revestidos. Que sea verdaderamente símbolo del ardiente amor cristiano que se trasluce en vuestra existencia.

Pongo este deseo en las manos maternas de la Virgen de Nazaret, de quien el Hijo de Dios tomó la sangre que derramaría luego en la cruz como testimonio supremo de su caridad. En el misterio de la Anunciación, que nos disponemos a celebrar, se nos revela que por obra del Espíritu Santo el Verbo divino se hizo carne y acampó entre nosotros. Que por intercesión de María descienda abundantemente sobre los nuevos cardenales y sobre todos nosotros la efusión del Espíritu de verdad y caridad, para que, cada vez más plenamente configurados con Cristo, podamos dedicarnos incansablemente a la edificación de la Iglesia y a la difusión del Evangelio en el mundo.


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES Y ENTREGA DEL ANILLO CARDENALICIO

Solemnidad de la Anunciación del Señor, Plaza de San Pedro, Sábado 25 de marzo de 2006

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Señores cardenales y patriarcas;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Es para mí motivo de gran alegría presidir esta concelebración con los nuevos cardenales, después del consistorio de ayer, y considero providencial que se realice en la solemnidad litúrgica de la Anunciación del Señor y bajo el sol que el Señor nos da. En efecto, en la encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario.
Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Con una imagen elocuente san Bernardo habla, al respecto, de aquaeductus (cf. Sermo in Nativitate B. V. Mariae: PL 183, 437-448). Por tanto, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (
Lc 1,38), en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.

De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta: "¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?". La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo: "Alégrate, llena de gracia" (cf. Sermo 291, 6). De hecho, el ángel, "entrando en su presencia", no la llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre: "Llena de gracia (gratia plena)", que en el original griego es 6,P"D4JTµX<0 "llena de gracia", y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: "amada" por Dios (cf. Lc 1,28).

Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cf. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta "pasividad" de María, que desde siempre y para siempre es la "amada" por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad.

En la segunda lectura hemos escuchado la estupenda página en la que el autor de la carta a los Hebreos interpreta el salmo 39 precisamente a la luz de la encarnación de Cristo: "Cuando Cristo entró en el mundo dijo: (...) "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"" (He 10,5-7). Ante el misterio de estos dos "Aquí estoy", el "Aquí estoy" del Hijo y el "Aquí estoy" de la Madre, que se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios, quedamos asombrados y, llenos de gratitud, adoramos.

¡Qué gran don, hermanos, poder realizar esta sugestiva celebración en la solemnidad de la Anunciación del Señor! ¡Cuánta luz podemos recibir de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia! En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡qué apoyo podréis tener para vuestra misión de eminente "Senado" del Sucesor de Pedro!

Esta coincidencia providencial nos ayuda a considerar el acontecimiento de hoy, en el que resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz de otro principio, el mariano, que es aún más originario y fundamental. La importancia del principio mariano en la Iglesia fue puesta de relieve de modo particular, después del Concilio, por mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema Totus tuus. En su enfoque espiritual y en su incansable ministerio resultaba evidente a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia.

Esta presencia materna la sintió más que nunca en el atentado del 13 de mayo de 1981, aquí, en la plaza de San Pedro. Como recuerdo de aquel trágico suceso, quiso que dominara la plaza de San Pedro, desde lo alto del palacio apostólico, un mosaico con la imagen de la Virgen, para acompañar los momentos culminantes y la trama ordinaria de su largo pontificado, que hace precisamente un año entraba en su última fase, dolorosa y al mismo tiempo triunfal, verdaderamente pascual.

El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está "puesto" bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su "sí" a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo. En efecto, entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó fuertemente con la feliz decisión de poner el tratado sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia.

El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano podemos encontrarlo también en el símbolo del anillo, que dentro de poco os entregaré. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros ya lo habéis recibido el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (cf. Rito de la ordenación de los obispos). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, quiere confirmar y reforzar dicho compromiso partiendo, una vez más, de un don nupcial, que os recuerda que estáis ante todo íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia.

Por tanto, que recibir el anillo sea para vosotros como renovar vuestro "sí", vuestro "aquí estoy", dirigido al mismo tiempo al Señor Jesús, que os ha elegido y constituido, y a su santa Iglesia, a la que estáis llamados a servir con amor esponsal. Así pues, las dos dimensiones de la Iglesia, mariana y petrina, coinciden en lo que constituye la plenitud de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad, el carisma "superior", el "camino más excelente", como escribe el apóstol san Pablo (1Co 12,31 1Co 13,13).

Todo pasa en este mundo. En la eternidad, sólo el Amor permanece. Por eso, hermanos, aprovechando el tiempo propicio de la Cuaresma, esforcémonos por verificar que todas las cosas, tanto en nuestra vida personal como en la actividad eclesial en la que estamos insertados, estén impulsadas por la caridad y tiendan a la caridad. Para ello, nos ilumina también el misterio que hoy celebramos. En efecto, lo primero que hizo María después de acoger el mensaje del ángel fue ir "con prontitud" a casa de su prima Isabel para prestarle su servicio (cf. Lc 1,39). La iniciativa de la Virgen brotó de una caridad auténtica, humilde y valiente, movida por la fe en la palabra de Dios y por el impulso interior del Espíritu Santo. Quien ama se olvida de sí mismo y se pone al servicio del prójimo.

He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor. Este es el camino por el que he querido comenzar mi pontificado, invitando a todos, con mi primera encíclica, a edificar la Iglesia en la caridad, como "comunidad de amor" (cf. Deus caritas est, segunda parte). Al buscar esta finalidad, venerados hermanos cardenales, vuestra cercanía espiritual y activa es para mí un gran apoyo y consuelo. Os doy las gracias por ello, a la vez que os invito a todos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, a unirnos en la invocación del Espíritu Santo, a fin de que la caridad pastoral del Colegio de cardenales sea cada vez más ardiente, para ayudar a toda la Iglesia a irradiar en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.

Amén.


VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE DIOS, PADRE MISERICORDIOSO

IV Domingo de Cuaresma, 26 de marzo de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

Este IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo Laetare", está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el clima penitencial de este tiempo santo: "Alégrate Jerusalén —dice la Iglesia en la antífona de entrada—, (...) gozad y alegraos vosotros, que por ella estabais tristes". De esta invitación se hace eco el estribillo del salmo responsorial: "El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría". Pensar en Dios da alegría.

Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.

Esto es lo que resalta ya en la primera lectura, tomada del libro de las Crónicas del Antiguo Testamento (cf.
2Ch 36,14-16 2Ch 36,19-23): el autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo, en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.

Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo, y el exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto de su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel.

En el texto que hemos escuchado, la ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática, pero al final triunfa el amor, porque Dios es amor. ¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el mensaje válido para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón.

Eso mismo nos lo ha confirmado, en la segunda lectura, el apóstol san Pablo, recordándonos que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo" (Ep 2,4-5). Para expresar esta realidad de salvación, el Apóstol, además del término "misericordia", eleos, utiliza también la palabra "amor", agape, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima afirmación que hemos escuchado en la página evangélica: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3,16).

Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor.

Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso, como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical" (n. ).

¿Cómo responder a este amor radical del Señor? El evangelio nos presenta a un personaje de nombre Nicodemo, miembro del Sanedrín de Jerusalén, que de noche va a buscar a Jesús. Se trata de un hombre de bien, atraído por las palabras y el ejemplo del Señor, pero que tiene miedo de los demás, duda en dar el salto de la fe. Siente la fascinación de este Rabbí, tan diferente de los demás, pero no logra superar los condicionamientos del ambiente contrario a Jesús y titubea en el umbral de la fe.

¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.

Queridos amigos, este misterio es particularmente elocuente en vuestra parroquia, dedicada a "Dios, Padre misericordioso". Como sabemos bien, fue querida por mi amado predecesor Juan Pablo II en recuerdo del gran jubileo del año 2000, para que sintetizara de manera eficaz el significado de aquel extraordinario acontecimiento espiritual. Al meditar sobre la misericordia del Señor, que se reveló de modo total y definitivo en el misterio de la cruz, me viene a la memoria el texto que Juan Pablo II había preparado para la cita con los fieles el domingo 3 de abril, domingo in Albis, del año pasado. En los designios divinos estaba escrito que él nos iba a dejar precisamente en la víspera de aquel día, el sábado 2 de abril —todos lo recordamos bien—, y por eso no pudo pronunciar aquellas palabras, que me complace volver a proponeros a vosotros, queridos hermanos y hermanas. Escribió lo siguiente: "A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz". El Papa, en ese último texto, que es como un testamento, añadió: "¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!" (Regina Caeli, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de abril de 2005, p. 5).

Comprender y acoger el amor misericordioso de Dios: que este sea vuestro compromiso sobre todo en el seno de las familias y también en todos los ámbitos del barrio. Expreso de corazón este deseo, a la vez que os saludo cordialmente, comenzando por los sacerdotes que se ocupan de vuestra comunidad bajo la guía del párroco, don Gianfranco Corbino, al que doy sinceramente las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos con una bella presentación de este edificio, de esta "barca" de Pedro y del Señor.

Extiendo mi saludo al cardenal vicario Camillo Ruini y al cardenal Crescenzio Sepe, titular de vuestra iglesia, al vicegerente y obispo del sector este de Roma, y a todos los que cooperan activamente en los diversos servicios parroquiales. Sé que vuestra comunidad es joven —tiene sólo diez años de vida— y que vivió sus primeros tiempos en condiciones precarias, mientras se construían los locales actuales. Sé también que las dificultades iniciales, en vez de desanimaros, os han impulsado a un compromiso apostólico común, con una atención particular al campo de la catequesis, de la liturgia y de la caridad. Proseguid, queridos amigos, por el camino emprendido, esforzándoos por hacer que vuestra parroquia sea una verdadera familia, donde la fidelidad a la palabra de Dios y a la tradición de la Iglesia se transforme día tras día, cada vez más, en la regla de vida.

Sé, además, que vuestra iglesia, por su original estructura arquitectónica, es meta de muchos visitantes. Haced que aprecien no sólo la belleza particular del edificio sagrado, sino sobre todo la riqueza de una comunidad viva, dedicada a testimoniar el amor de Dios, Padre misericordioso, amor que es el verdadero secreto de la alegría cristiana, a la que nos invita este domingo, domingo Laetare. Dirigiendo la mirada a María, "Madre de la santa alegría", pidámosle que nos ayude a profundizar las razones de nuestra fe, para que, como nos exhorta la liturgia hoy, renovados en el espíritu y con corazón alegre correspondamos al amor eterno e infinito de Dios. Amén.





Benedicto XVI Homilias 10306