Benedicto XVI Homilias 13146

VIGILIA PASCUAL

Basílica Vaticana, Sábado Santo, 15 de abril de 2006

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«¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado» (
Mc 16,6). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.

«Ha resucitado..., no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración, se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9,10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. He 13,8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía– sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.

Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista.
Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.

Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida.

¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo.Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Pablo nos explica lo mismo una vez más bajo otro aspecto cuando, en el tercer capítulo de la Carta a los Gálatas, habla de la «promesa» diciendo que ésta se dio en singular, a uno solo: a Cristo. Sólo él lleva en sí toda la «promesa».
Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3,28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos.
Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero no más yo: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este modo transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer.

«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan (Jn 14,19) a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega del ser amados por Aquél que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero no más yo: ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera.

De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en el Exultet: «Exulten por fin los coros de los ángeles... Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado... brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.



SANTA MISA EN EL V CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN DEL CUERPO DE LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA

Basílica Vaticana, Sábado 6 de mayo de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

Este año estamos conmemorando algunos acontecimientos significativos acaecidos en 1506, hace exactamente quinientos años: el descubrimiento del grupo escultórico del Laocoonte, al que se remonta el origen de los Museos vaticanos; la colocación de la primera piedra de esta basílica de San Pedro, reconstruida sobre la de Constantino; y el nacimiento de la Guardia Suiza pontificia.
Hoy queremos recordar de modo especial este último acontecimiento. En efecto, el 22 de enero de hace 500 años los primeros 150 guardias llegaron a Roma por petición expresa del Papa Julio II y entraron a su servicio en el palacio apostólico. Aquel Cuerpo elegido tuvo que demostrar muy pronto su fidelidad al Pontífice: en 1527 Roma fue invadida y saqueada, y el 6 de mayo 147 guardias suizos murieron por defender al Papa Clemente VII, mientras los restantes 42 lo pusieron a salvo en el castillo del Santo Ángel.

¿Por qué recordar hoy esos hechos tan lejanos, ocurridos en una Roma y en una Europa tan diversas de la situación actual? Ante todo, para rendir homenaje al cuerpo de la Guardia Suiza, que desde entonces ha sido confirmado siempre en su misión, incluso en 1970, cuando el siervo de Dios Pablo VI suprimió todos los demás cuerpos militares del Vaticano. Pero al mismo tiempo y sobre todo recordamos esos acontecimientos históricos para sacar una lección a la luz de la palabra de Dios. A ello nos ayudan las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy, y Cristo resucitado, a quien celebramos con especial alegría en el tiempo pascual, nos abre la mente a la inteligencia de las Escrituras (cf.
Lc 24,45), para que podamos reconocer el designio de Dios y seguir su voluntad.

La primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría, atribuido tradicionalmente al gran rey Salomón. Todo este libro es un himno de alabanza a la Sabiduría divina, presentada como el tesoro más valioso que el hombre puede desear y descubrir, el bien más grande, del que dependen todos los demás bienes. Por la Sabiduría vale la pena renunciar a todo lo demás, porque sólo ella da pleno sentido a la vida, un sentido que supera incluso la muerte, pues pone en comunión real con Dios. La Sabiduría —dice el texto— "forma amigos de Dios" (Sg 7,27), bellísima expresión que pone de relieve, por una parte, el aspecto "formativo", es decir, que la Sabiduría forma a la persona, la hace crecer desde dentro hacia la plena medida de su madurez; y, al mismo tiempo, afirma que esta plenitud de vida consiste en la amistad con Dios, en la armonía íntima con su ser y su querer.

El lugar interior en el que actúa la Sabiduría divina es lo que la Biblia llama el corazón, centro espiritual de la persona. Por eso, con el estribillo del salmo responsorial hemos rezado: "Danos, oh Dios, la sabiduría del corazón". El salmo 89 recuerda también que esta sabiduría se concede a quien aprende a "calcular sus años" (v. Ps 89,12), es decir, a reconocer que todo lo demás en la vida es pasajero, efímero, caduco; y que el hombre pecador no puede y no debe esconderse delante de Dios, sino reconocerse como lo que es, criatura necesitada de piedad y de gracia. Quien acepta esta verdad y se dispone a acoger la Sabiduría, la recibe como don.

Así pues, por la sabiduría vale la pena renunciar a todo. Este tema de "dejar" para "encontrar" está en el centro del pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del capítulo 19 de san Mateo. Después del episodio del "joven rico", que no había tenido la valentía de separarse de sus "muchas riquezas" para seguir a Jesús (cf. Mt 19,22), el apóstol san Pedro pregunta al Señor qué recompensa les tocará a ellos, los discípulos, que en cambio han dejado todo para estar con él (cf. Mt 19,27). La respuesta de Cristo revela la inmensa generosidad de su corazón: a los Doce les promete que participarán en su autoridad sobre el nuevo Israel; además, asegura a todos que "quien haya dejado" los bienes terrenos por su nombre, "recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19,29).

Quien elige a Jesús encuentra el tesoro mayor, la perla preciosa (cf. Mt 13,44-46), que da valor a todo lo demás, porque él es la Sabiduría divina encarnada (cf. Jn 1,14) que vino al mundo para que la humanidad tenga vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Y quien acoge la bondad, la belleza y la verdad superiores de Cristo, en quien habita toda la plenitud de Dios (cf. Col 2,9), entra con él en su reino, donde los criterios de valor de este mundo ya no cuentan e incluso quedan completamente invertidos.

Una de las definiciones más bellas del reino de Dios la encontramos en la segunda lectura, un texto que pertenece a la parte exhortativa de la carta a los Romanos. El apóstol san Pablo, después de exhortar a los cristianos a dejarse guiar siempre por la caridad y a no dar escándalo a los que son débiles en la fe, recuerda que el reino de Dios "es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14,17). Y añade: "Quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres.

Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación" (Rm 14,18-19). "Lo que fomente la paz" constituye una expresión sintética y perfecta de la sabiduría bíblica, a la luz de la revelación de Cristo y de su misterio de salvación. La persona que ha reconocido en él la Sabiduría encarnada y ha dejado todo lo demás por él se transforma en "artífice de paz", tanto en la comunidad cristiana como en el mundo; es decir, se transforma en semilla del reino de Dios, que ya está presente y crece hacia su plena manifestación.

Por tanto, desde la perspectiva del binomio Sabiduría-Cristo, la palabra de Dios nos ofrece una visión completa del hombre en la historia: la persona que, fascinada por la sabiduría, la busca y la encuentra en Cristo, deja todo por él, recibiendo en cambio el don inestimable del reino de Dios, y revestida de templanza, prudencia, justicia y fortaleza —las virtudes "cardinales"— vive en la Iglesia el testimonio de la caridad.

Podríamos preguntarnos si esta visión del hombre puede constituir un ideal de vida también para los hombres de nuestro tiempo, en particular para los jóvenes. Los innumerables testimonios de vida cristiana, personal y comunitaria, que abundan también hoy en el pueblo de Dios peregrino en la historia, demuestran que eso es posible. Entre las múltiples expresiones de la presencia de los laicos en la Iglesia católica figura también la presencia totalmente singular de los guardias suizos pontificios, jóvenes que, motivados por el amor a Cristo y a la Iglesia, se ponen al servicio del Sucesor de Pedro. Para algunos de ellos, la pertenencia al cuerpo de la Guardia Suiza se limita a un período de tiempo; para otros, se prolonga hasta convertirse en la elección de toda su vida. A algunos, lo digo con gran satisfacción, el servicio en el Vaticano los ha llevado a madurar la respuesta a una vocación sacerdotal o religiosa. Pero para todos ser guardias suizos significa adherirse sin reservas a Cristo y a la Iglesia, estando dispuestos a dar su vida por esto. El servicio efectivo puede cesar, pero en su interior se sigue siendo siempre guardia suizo. Este es el testimonio que quisieron dar los cerca de ochenta antiguos guardias que, del 7 de abril al 4 de mayo, realizaron una marcha extraordinaria desde Suiza hasta Roma, siguiendo lo más posible el itinerario de la Vía Francígena.

A cada uno de ellos y a todos los guardias suizos deseo renovar mi más cordial saludo. Saludo también a las autoridades que han venido expresamente de Suiza y a las demás autoridades civiles y militares, a los capellanes que han animado con el Evangelio y la Eucaristía el servicio diario de los guardias, así como a los numerosos familiares y amigos.

Queridos amigos, por vosotros y por los miembros de vuestro Cuerpo fallecidos ofrezco de modo especial esta Eucaristía, que constituye el momento espiritualmente más elevado de vuestra fiesta.
Alimentaos con el Pan eucarístico y sed en primer lugar hombres de oración, para que la Sabiduría divina haga de vosotros auténticos amigos de Dios y servidores de su reino de amor y de paz. En el sacrificio de Cristo alcanza su pleno significado y valor el servicio prestado por vuestros numerosos miembros durante estos 500 años.

Haciéndome idealmente intérprete de los Pontífices a quienes a lo largo de los siglos vuestro Cuerpo ha servido fielmente, expreso el merecido y sincero agradecimiento; y, mirando al futuro, os invito a seguir adelante acriter et fideliter, con valentía y fidelidad. La Virgen María y vuestros patronos, san Martín, san Sebastián y san Nicolás de Flüe os ayuden a prestar vuestro servicio diario con generosa entrega, animados siempre por espíritu de fe y de amor a la Iglesia.




SANTA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL DE 15 DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Basílica de San Pedro, IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006

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Queridos hermanos y hermanas;
queridos ordenandos:

En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.

La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta: "Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (
Ez 34,12).

Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1P 5,4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.

El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn 10,7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10,1).

Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.

Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.

Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.

Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.

Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.

A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.

La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.

En segundo lugar el Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10,14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas: la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.

Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.

Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.

El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor: "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10,16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade: "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).

Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34,22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.

La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.

Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14,23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.

La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.


VIAJE APOSTÓLICO

A POLONIA


CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA PLAZA PILSUDSKI

Varsovia, viernes 26 de mayo de 2006

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¡Alabado sea Jesucristo!

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Señor, "junto con vosotros deseo cantar un himno de gratitud a la divina Providencia, que me permite encontrarme aquí como peregrino". Con estas palabras, hace 27 años, comenzó su homilía en Varsovia mi amado predecesor, Juan Pablo II (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6). Las hago mías y doy gracias al Señor que me ha concedido poder llegar hoy a esta histórica plaza. Aquí, en la vigilia de Pentecostés, Juan Pablo II pronunció las significativas palabras de la oración: "¡Descienda tu Espíritu y renueve la faz de la tierra!". Y añadió, "¡de esta tierra!" (cf. ib.). En este mismo lugar fue despedido en una solemne ceremonia fúnebre el gran primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, de cuya muerte recordamos en estos días el 25° aniversario.

Dios unió a estas dos personas no sólo mediante la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor, sino también mediante las mismas vicisitudes humanas, que los vincularon estrechamente con la historia de este pueblo y de la Iglesia que vive en él.

Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II escribió al cardenal Wyszynski: "No estaría sobre la cátedra de Pedro este Papa polaco que hoy, lleno de temor de Dios pero también de confianza, inicia un nuevo pontificado, si no hubiese sido por tu fe, que no se ha arredrado ante la cárcel y los sufrimientos; si no hubiese sido por tu heroica esperanza, tu ilimitada confianza en la Madre de la Iglesia; si no hubiese existido Jasna Góra y todo el período que en la historia de la Iglesia en nuestra patria abarca tu servicio de obispo y primado" (Carta de Juan Pablo II a los polacos, 23 de octubre de 1978: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de noviembre de 1978, pp. 9-10).

¿Cómo no dar gracias hoy a Dios por todo lo que se realizó en vuestra patria y en todo el mundo durante el pontificado de Juan Pablo II? Ante nuestros ojos tuvieron lugar cambios de enteros sistemas políticos, económicos y sociales. La gente de muchos países recobró la libertad y el sentido de la dignidad. "No olvidemos las maravillas obradas por Dios" (cf.
Ps 78,7). Yo también os doy las gracias por vuestra presencia y por vuestra oración. Gracias al cardenal primado por las palabras que me ha dirigido. Saludo a todos los obispos aquí presentes. Me alegra la participación del señor presidente y de las autoridades estatales y locales. Abrazo con el corazón a todos los polacos que viven en la patria y en el extranjero.

"Permaneced firmes en la fe". Acabamos de escuchar las palabras de Jesús: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14,15-17). Con estas palabras Jesús revela la profunda relación que existe entre la fe y la profesión de la Verdad divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que armoniza los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y los hace capaces de amar a los hermanos como él los ha amado. Así, la fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea.

"Él os dará otro Consolador, el Espíritu de la verdad". La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, "viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo", dice san Pablo (Rm 10,17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los Apóstoles predicaron la palabra de Cristo, preocupándose de entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la transmitieron a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. Así, de la solicitud por la verdad nació la Tradición de la Iglesia.

Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de la fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de la verdad. Los sucesores de los apóstoles, juntamente con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas.

Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

En efecto, Jesucristo dice: "Si me amáis...". La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1Jn 4,11) hasta la entrega total de sí mismo. "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección.

Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente.

Pero vivir nuestra fe como relación de amor con Cristo significa también estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús dijo a los Apóstoles: "Si me amáis guardaréis mis mandamientos". Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. "No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la ley sin que todo suceda" (Mt 5,17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo: "Amar (a Dios) con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios" (Mc 12,33). Más aún, Jesús en su vida y en su misterio pascual cumplió toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el "yugo" de la ley, que así se convierte en una "carga ligera" (Mt 11,30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe: Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5,3-12).

Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera "civilización del amor", de la que Cristo es el centro.

Hace 27 años, en este lugar, Juan Pablo II dijo: "Polonia se ha convertido en nuestros tiempos en tierra de testimonio especialmente responsable" (Varsovia, 2 de junio de 1979). Conservad este rico patrimonio de fe que os han transmitido las generaciones precedentes, el patrimonio del pensamiento y del servicio de ese gran polaco que fue el Papa Juan Pablo II. Permaneced fuertes en la fe, transmitidla a vuestros hijos, dad testimonio de la gracia que habéis experimentado de un modo tan abundante a través del Espíritu Santo en vuestra historia. Que María, Reina de Polonia, os muestre el camino hacia su Hijo y os acompañe en el camino hacia un futuro feliz y lleno de paz.
Que no falte nunca en vuestro corazón el amor a Cristo y a su Iglesia. Amén.




Benedicto XVI Homilias 13146