Benedicto XVI Homilias 30606

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS 2006

Plaza de San Pedro, Domingo 4 de junio de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió con fuerza sobre los Apóstoles; así comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los Once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (cf.
Ac 1,3). Antes de la ascensión al cielo, "les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre" (cf. Ac 1,4-5); es decir, les pidió que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido (cf. Ac 1,14).

Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una magnífica lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro obrar están en el silencio sabio y providente de Dios.

Las imágenes que utiliza san Lucas para indicar la irrupción del Espíritu Santo —el viento y el fuego— aluden al Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza (cf. Ex 19,3 ss). La fiesta del Sinaí, que Israel celebraba cincuenta días después de la Pascua, era la fiesta del Pacto. Al hablar de lenguas de fuego (cf. Ac 2,3), san Lucas quiere presentar Pentecostés como un nuevo Sinaí, como la fiesta del nuevo Pacto, en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la tierra. La Iglesia es católica y misionera desde su nacimiento. La universalidad de la salvación se pone significativamente de relieve mediante la lista de las numerosas etnias a las que pertenecen quienes escuchan el primer anuncio de los Apóstoles (cf. Ac 2,9-11).

El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía hoy hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel (cf. Gn 11,1-9), cuando los hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo, habían acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en Pentecostés el Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor.

Pero, ¿cómo entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo comprender el secreto del Amor? El pasaje evangélico de hoy nos lleva al Cenáculo donde, terminada la última Cena, los Apóstoles se sienten tristes y desconcertados. El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes: habla del odio del mundo hacia él y hacia los suyos, habla de su misteriosa partida y queda todavía mucho por decir, pero por el momento los Apóstoles no pueden soportar esa carga (cf. Jn 16,12). Para consolarlos les explica el significado de su partida: se irá, pero volverá; mientras tanto no los abandonará, no los dejará huérfanos. Enviará al Consolador, al Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les dará a conocer que la obra de Cristo es obra de amor: amor de él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado.

Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser "expresión e instrumento del amor que proviene de él" (Deus caritas est ). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora: "Veni, Sancte Spiritus!", "¡Ven, Espíritu Santo!
Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Amén.


EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Basílica de San Juan de Letrán, Jueves 15 de junio de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos —como acabamos de escuchar en el Evangelio— y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: "Tomad, este es mi cuerpo". Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo: "Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (
Mc 14,22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No sólo recuerdan e interpretan el pasado, sino que también anticipan el futuro, la venida del reino de Dios al mundo. Jesús no sólo pronuncia palabras. Lo que dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal.

Estas palabras son inagotables. En este momento quisiera meditar con vosotros sólo en un aspecto. Jesús, como signo de su presencia, escogió pan y vino. Con cada uno de estos dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí mismo. El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos, se acerca y se une a nosotros.

Ahora bien, cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, contemplamos la Hostia consagrada, la forma más simple de pan y de alimento, hecho sólo con un poco de harina y agua.
Así se ofrece como el alimento de los pobres, a los que el Señor destinó en primer lugar su cercanía.

La oración con la que la Iglesia, durante la liturgia de la misa, entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el esfuerzo humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo producto nuestro, algo hecho por nosotros; es fruto de la tierra y, por tanto, también don, pues el hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad.

Ahora podemos también ampliar un poco más esta oración de la Iglesia, diciendo: el pan es fruto de la tierra y a la vez del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Tampoco podemos producir nosotros el agua, que necesitamos para preparar el pan. En un período en el que se habla de la desertización y en el que se sigue denunciando el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones que carecen de agua, somos cada vez más conscientes de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos.

Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en ese trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo.

Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo del pan. El Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el domingo de Ramos, cuando le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con él. En su respuesta a esa pregunta, se encuentra la frase: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). El pan, hecho de granos molidos, encierra el misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, implica que el grano ha muerto y resucitado. Al ser molido y cocido manifiesta una vez más el misterio mismo de la Pasión. Sólo a través de la muerte llega la resurrección, el fruto y la nueva vida.

Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia de este morir y resucitar, concibieron mitos de divinidades que, muriendo y resucitando, daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto modo, se orientaba hacia el Dios que se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz y así abrió para todos nosotros la puerta de la vida.

En el pan y en su devenir los hombres descubrieron una especie de expectativa de la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que tendría que existir un Dios que muere y así nos lleva a la vida. Lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo grano esconde como signo de la esperanza de la creación, ha sucedido realmente en Cristo. A través de su sufrimiento y de su muerte voluntaria, se convirtió en pan para todos nosotros y, de este modo, en esperanza viva y creíble: nos acompaña en todos nuestros sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que recorre con nosotros, y a través de los cuales nos conduce a la vida, son caminos de esperanza.

Cuando, en adoración, contemplamos la Hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces reconocemos la grandeza de su don; pero reconocemos también la pasión, la cruz de Jesús y su resurrección. Mediante esta contemplación en adoración, él nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia.

La Iglesia primitiva también encontró en el pan otro simbolismo. La "Doctrina de los Doce Apóstoles", un libro escrito en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación: "Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino" (IX, 4: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 86). El pan, hecho de muchos granos de trigo, encierra también un acontecimiento de unión: el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificación. Como nos dice san Pablo (cf. 1Co 10,17), nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. Así, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea.

De modo semejante nos habla también el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a la vida diaria, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación: la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que ya ahora anticipa una vez más como indicio mediante este signo. Pero el vino habla también de la Pasión: la vid debe podarse muchas veces para que sea purificada; la uva tiene que madurar con el sol y la lluvia, y tiene que ser pisada: sólo a través de esta pasión se produce un vino de calidad.

En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná; con él el Señor nos alimenta; es verdaderamente el pan del cielo, con el que él se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y así lo seguimos a él mismo. Y le pedimos: Guíanos por los caminos de nuestra historia. Sigue mostrando a la Iglesia y a sus pastores el camino recto. Mira a la humanidad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes. Mira el hambre física y psíquica que la atormenta. Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma. Dales trabajo. Dales luz.
Dales a ti mismo. Purifícanos y santifícanos a todos. Haznos comprender que nuestra vida sólo puede madurar y alcanzar su auténtica realización mediante la participación en tu pasión, mediante el "sí" a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. Une a tu Iglesia; une a la humanidad herida. Danos tu salvación. Amén.



DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

Basílica Vaticana Jueves 29 de junio de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

"Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (
Mt 16,18). ¿Qué es lo que dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?

Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar que los evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor, cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar. Se trata siempre de la misma tarea, pero las diversas situaciones e imágenes que usa nos ilustran claramente qué es lo que quería y quiere el Señor.

En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Pedro confiesa su fe en Jesús, reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios. Por ello el Señor le encarga su tarea particular mediante tres imágenes: la de la roca, que se convierte en cimiento o piedra angular, la de las llaves y la de atar y desatar. En este momento no quiero volver a interpretar estas tres imágenes que la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha explicado siempre de nuevo; más bien, quisiera llamar la atención sobre el lugar geográfico y sobre el contexto cronológico de estas palabras.

La promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea, en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje decisivo en el camino de Jesús: ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la cruz: "Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día" (Mt 16,21).

Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del Primado, más aún, de la Iglesia en general: el Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo.

En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se define "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1P 5,1). Para la Iglesia el Viernes santo y la Pascua están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy.
En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado siempre de nuevo; siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.

Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también la fuerza de Dios: el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres, demostrando que él es quien construye su Iglesia mediante hombres débiles.

Veamos ahora el evangelio según san Lucas, que nos narra cómo el Señor, durante la última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22,31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. El Señor acaba de entregarse a los suyos, bajo las especies del pan y el vino. Podemos ver en la institución de la Eucaristía el auténtico acto de fundación de la Iglesia. A través de la Eucaristía el Señor no sólo se entrega a sí mismo a los suyos, sino que también les da la realidad de una nueva comunión entre sí que se prolonga a lo largo de los tiempos "hasta que vuelva" (cf. 1Co 11,26).

Mediante la Eucaristía los discípulos se transformaran en su casa viva que, a lo largo de la historia, crece como el nuevo templo vivo de Dios en este mundo. Así, Jesús, inmediatamente después de la institución del Sacramento, habla de lo que significa ser discípulos, el "ministerio", en la nueva comunidad: dice que es un compromiso de servicio, del mismo modo que él está en medio de ellos como quien sirve.

Y entonces se dirige a Pedro. Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás pide a Dios permiso para golpear a Job. De esta forma, el diablo, el calumniador de Dios y de los hombres, quiere probar que no existe una religiosidad auténtica, sino que en el hombre todo mira siempre y sólo a la utilidad.

En el caso de Job Dios concede a Satanás la libertad que había solicitado, precisamente para poder defender de este modo a su criatura, el hombre, y a sí mismo. Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime demasiado. Siempre de nuevo gritaremos a Dios: ¡Mira la miseria de tus discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade: "Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca" (Lc 22,32).

La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro: "para que tu fe no desfallezca". Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras: "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22,32).

"Tú, una vez convertido": estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas fuerzas.

Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la prueba. "Tú, una vez convertido". El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión: "el Señor se volvió y miró a Pedro..." (Lc 22,61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, "saliendo, rompió a llorar amargamente" (Lc 22,62).

Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús: por todos los que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los que sufren las confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños: Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas.

El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe presidir la caridad, la comunidad del amor que proviene de Cristo y que supera siempre de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta los confines de la tierra.

La tercera referencia al Primado se encuentra en el evangelio de san Juan (Jn 21,15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica, erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor precisamente así, a través de la cruz, vence siempre. No ejerce su poder como suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera: los poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia que él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16,18) y que él, precisamente de este modo, sigue edificando personalmente.

En esta solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, me dirijo de modo especial a vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido de numerosos países del mundo para recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Os saludo cordialmente a vosotros y a las personas que os acompañan.

Saludo, asimismo, con particular alegría a la delegación del Patriarcado ecuménico presidida por su eminencia Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo, presidente de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos. Expreso mi agradecimiento al Patriarca Bartolomé I y al Santo Sínodo por este signo de fraternidad, que pone de manifiesto el deseo y el compromiso de progresar con más rapidez por el camino de la unidad plena que Cristo imploró para todos sus discípulos.

Compartimos el ardiente deseo expresado un día por el Patriarca Atenágoras y el Papa Pablo VI: beber juntos del mismo cáliz y comer juntos el mismo Pan, que es el Señor mismo. En esta ocasión imploramos de nuevo que nos sea concedido pronto este don. Y damos gracias al Señor por encontrarnos unidos en la confesión que Pedro hizo en Cesarea de Filipo por todos los discípulos: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Esta confesión queremos llevarla juntos al mundo de hoy.
Que nos ayude el Señor a ser, precisamente en este momento de nuestra historia, auténticos testigos de sus sufrimientos y partícipes de la gloria que está para manifestarse (cf. 1P 5,1). Amén.


VIAJE APOSTÓLICO A VALENCIA (ESPAÑA) CON MOTIVO

DEL V ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS


SANTA MISA

Ciudad de las Artes y las Ciencias, Domingo 9 de julio de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

En esta santa misa que tengo la inmensa alegría de presidir, concelebrando con numerosos hermanos en el episcopado y con un gran número de sacerdotes, doy gracias al Señor por todas las amadas familias que os habéis congregado aquí formando una multitud jubilosa, y también por tantas otras que, desde lejanas tierras, seguís esta celebración a través de la radio y la televisión. A todos deseo saludaros y expresaros mi gran afecto con un abrazo de paz.

Los testimonios de Ester y Pablo, que hemos escuchado antes en las lecturas, muestran cómo la familia está llamada a colaborar en la transmisión de la fe. Ester confiesa: "Mi padre me ha contado que tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones" (
Est 14,5). Pablo sigue la tradición de sus antepasados judíos dando culto a Dios con conciencia pura. Alaba la fe sincera de Timoteo y le recuerda "esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú" (2Tm 1,5). En estos testimonios bíblicos la familia comprende no sólo a padres e hijos, sino también a los abuelos y antepasados. La familia se nos muestra así como una comunidad de generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones.

Ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo ni ha adquirido por sí solo los conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la vida y las verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la perfección en relación y comunión amorosa con los demás. La familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, expresa esta dimensión relacional, filial y comunitaria, y es el ámbito donde el hombre puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de un modo integral.

Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los hijos: educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en la vida social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en que acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo progresivamente. De este modo son capaces de elaborar una síntesis personal entre lo recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado a realizar.

En el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad humana está presente Dios Creador. Por eso los esposos deben acoger al niño que les nace como hijo no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sí mismo y lo llama a la filiación divina. Más aún: toda generación, toda paternidad y maternidad, toda familia tiene su principio en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

A Ester su padre le había transmitido, con la memoria de sus antepasados y de su pueblo, la de un Dios del que todos proceden y al que todos están llamados a responder. La memoria de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y que actúa en la historia para nuestra salvación. La memoria de este Padre ilumina la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros padres y somos sus hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su Padre y Padre nuestro.

La fe no es, pues, una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de Dios que llama y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada. Aunque nadie responde por otro, sin embargo los padres cristianos están llamados a dar un testimonio creíble de su fe y esperanza cristiana. Han de procurar que la llamada de Dios y la buena nueva de Cristo lleguen a sus hijos con la mayor claridad y autenticidad.

Con el pasar de los años, este don de Dios que los padres han contribuido a poner ante los ojos de los pequeños necesitará también ser cultivado con sabiduría y dulzura, haciendo crecer en ellos la capacidad de discernimiento. De este modo, con el testimonio constante del amor conyugal de los padres, vivido e impregnado de la fe, y con el acompañamiento entrañable de la comunidad cristiana, se favorecerá que los hijos hagan suyo el don mismo de la fe, descubran con ella el sentido profundo de la propia existencia y se sientan gozosos y agradecidos por ello.

La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos (cf. Familiaris consortio FC 60); cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre.

En la cultura actual se exalta muy a menudo la libertad del individuo concebido como sujeto autónomo, como si se hiciera él sólo y se bastara a sí mismo, al margen de su relación con los demás y ajeno a su responsabilidad ante ellos. Se intenta organizar la vida social sólo a partir de deseos subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una verdad objetiva previa como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y derechos inalienables a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social.

La Iglesia no cesa de recordar que la verdadera libertad del ser humano proviene de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, la educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad. "Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Ésta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos" (Homilía en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 6).

Jesucristo es el hombre perfecto, ejemplo de libertad filial, que nos enseña a comunicar a los demás su mismo amor: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). A este respecto enseña el concilio Vaticano II que "los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos, recibidos amorosamente de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un amor incansable y generoso, construyen la fraternidad de amor y son testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella" (Lumen gentium LG 41).

La alegría amorosa con la que nuestros padres nos acogieron y acompañaron en los primeros pasos en este mundo es como un signo y prolongación sacramental del amor benevolente de Dios del que procedemos. La experiencia de ser acogidos y amados por Dios y por nuestros padres es la base firme que favorece siempre el crecimiento y desarrollo auténtico del hombre, que tanto nos ayuda a madurar en el camino hacia la verdad y el amor, y a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y con Dios.

Para avanzar en ese camino de madurez humana, la Iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.

En este sentido, quiero destacar la importancia y el papel positivo que a favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por eso, "deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia" (Familiaris consortio FC 86), para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad actual.

Volvamos por un momento a la primera lectura de esta misa, tomada del libro de Ester. La Iglesia orante ha visto en esta humilde reina, que intercede con todo su ser por su pueblo que sufre, una prefiguración de María, que su Hijo nos ha dado a todos nosotros como Madre; una prefiguración de la Madre, que protege con su amor a la familia de Dios que peregrina en este mundo. María es la imagen ejemplar de todas las madres, de su gran misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de amar.

La familia cristiana —padre, madre e hijos— está llamada, pues, a cumplir los objetivos señalados no como algo impuesto desde fuera, sino como un don de la gracia del sacramento del matrimonio infundida en los esposos. Si estos permanecen abiertos al Espíritu y piden su ayuda, él no dejará de comunicarles el amor de Dios Padre manifestado y encarnado en Cristo. La presencia del Espíritu ayudará a los esposos a no perder de vista la fuente y medida de su amor y entrega, y a colaborar con él para reflejarlo y encarnarlo en todas las dimensiones de su vida. El Espíritu suscitará asimismo en ellos el anhelo del encuentro definitivo con Cristo en la casa de su Padre y Padre nuestro. Este es el mensaje de esperanza que desde Valencia quiero lanzar a todas las familias del mundo. Amén.



Benedicto XVI Homilias 30606