Benedicto XVI Homilias 8076


SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo, Martes 15 de agosto de 2006

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones". La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo "ajeno" a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.

Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: "Dichosa la que ha creído". Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: "Me felicitarán todas las generaciones". Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.

Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la "Santa" que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.

"Me felicitarán todas las generaciones". Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es "feliz", feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: "Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (cf.
Jn 14,2). María, al decir: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra", preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: "Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma". Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.

Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es "feliz" porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: "Dichosa la que ha creído". El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.

Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: "Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros", orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.

María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: "Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación". Con toda la Escritura, habla del "temor de Dios". Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el "temor de Dios" no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.

"Me felicitarán todas las generaciones": esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.

Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.

Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: "Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!". Amén.


VIAJE APOSTÓLICO A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)


Explanada de la Nueva Feria de Munich, Domingo 10 de septiembre de 2006

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Queridos hermanos y hermanas:

Ante todo quisiera saludaros una vez más a todos con afecto: como ya he dicho, me alegra poder encontrarme de nuevo entre vosotros y celebrar juntamente con vosotros la santa misa. Me alegra poder visitar una vez más los lugares que me son familiares y que han ejercido un influjo decisivo en mi vida, formando mi pensamiento y mis sentimientos, los lugares en los que aprendí a creer y a vivir. Es una ocasión para expresar mi gratitud a todas las personas —vivas y muertas— que me han guiado y acompañado. Doy gracias a Dios por esta hermosa patria y por las personas que me la han hecho patria.

Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que la liturgia de la Iglesia ha elegido para este domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que en el fondo es un único tema, acentuando un aspecto u otro según las circunstancias. Las tres lecturas hablan de Dios como centro de la realidad y centro de nuestra vida personal. "Mirad a vuestro Dios", dice el profeta Isaías en la primera lectura (
Is 35,4). La carta de Santiago y el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo.
Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el camino recto de la vida.

Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema social: nuestra responsabilidad recíproca, nuestra responsabilidad para que reine la justicia y el amor en el mundo. Esto se expresa de modo dramático en la segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un pariente cercano de Jesús. Se dirige a una comunidad en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque en ella se encuentran también personas acomodadas y distinguidas, mientras existe el peligro de que disminuya la preocupación por el derecho de los pobres.

Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a pesar de ser descendiente de David, es decir, de linaje real, se hizo un hombre como los demás; no se sentó en un trono, sino que al final murió en la pobreza extrema de la cruz. El amor al prójimo, que es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios. Santiago lo llama "ley regia" (Jc 2,8), dejando vislumbrar la palabra preferida de Jesús: la realeza de Dios, la soberanía de Dios.

Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más tarde o más temprano; significa que Dios debe llegar a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y nuestro obrar. Esto es lo que pedimos cuando oramos: "Venga a nosotros tu reino". No pedimos algo lejano, que en el fondo nosotros mismos ni siquiera deseamos experimentar. Por el contrario, pedimos que la voluntad de Dios determine ahora nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo; pedimos, por consiguiente, que la justicia y el amor se transformen en las fuerzas decisivas en el orden del mundo.

Esa oración, como es natural, se dirige en primer lugar a Dios, pero también toca nuestro corazón. En el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos orientando nuestra vida en esa dirección? A la "ley regia", la ley de la realeza de Dios, Santiago la llama también "ley de la libertad": si todos pensamos y vivimos según Dios, entonces somos todos iguales, somos libres, y así nace la verdadera fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al hablar de Dios —"Mirad a vuestro Dios"— habla al mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y Santiago, hablando del orden social como expresión irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también habla de Dios, del que somos hijos.

Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema. Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la fraternidad.

Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros: Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos.

No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.

El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: "Effetá", "Ábrete". El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy.

En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: "Effetá", "Ábrete", para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino.
Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (cf. Jn 1,18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.

El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo?

Antes de plantear más preguntas, quisiera referir algunas de mis experiencias en los encuentros con los obispos de todo el mundo. La Iglesia católica en Alemania es excelente en sus actividades sociales, en su disponibilidad a ayudar en todos los lugares donde existan necesidades. Durante sus visitas ad limina, los obispos, recientemente los de África, me hablan siempre con gratitud de la generosidad de los católicos alemanes y me piden que me haga intérprete de esta gratitud; y es lo que quisiera hacer ahora públicamente.

También los obispos de los países bálticos, que vinieron antes de las vacaciones, me explicaron que los católicos alemanes les han ayudado con gran generosidad para la reconstrucción de sus iglesias, muy deterioradas a causa de las décadas de dominio comunista. De vez en cuando, sin embargo, algún obispo africano me decía: "Si presento a Alemania proyectos sociales, encuentro inmediatamente las puertas abiertas. Pero si voy con un proyecto de evangelización, más bien encuentro reservas".

Como es obvio, algunos piensan que los proyectos sociales se han de promover con la máxima urgencia, mientras que las cosas que conciernen a Dios, o incluso la fe católica, son más bien particulares y menos prioritarias. Sin embargo, la experiencia de esos obispos es precisamente que la evangelización debe tener la precedencia; que es necesario hacer que se conozca, se ame y se crea en el Dios de Jesucristo; que hay que convertir los corazones, para que exista también progreso en el campo social, para que se inicie la reconciliación, para que se pueda combatir por ejemplo el sida afrontando de verdad sus causas profundas y curando a los enfermos con la debida atención y con amor.

La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. En ese caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la capacidad de destruir y matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al establecimiento del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo.

De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no son sólo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el camino recto.

Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de la visión del hombre, considerando que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana, sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación.

Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios, el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto sólo puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para nosotros y en nosotros.

Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro corazón que pronuncie de nuevo su "Effetá", que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial nos enseñó en el padrenuestro.

El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: "Llegará la venganza de Dios" (Is 35,4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su "venganza" es la cruz: el "no" a la violencia, el "amor hasta el extremo".

Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus testigos creíbles. Amén.


CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS

Catedral de Munich. Domingo 10 de septiembre de 2006

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Queridos niños de primera Comunión;
queridos padres y educadores;
queridos hermanos y hermanas:

La lectura que acabamos de escuchar es un pasaje del último libro de los escritos del Nuevo Testamento, el llamado Apocalipsis. Al vidente se le concede una mirada hacia lo alto, al cielo, y hacia adelante, al futuro. Pero precisamente así habla también de la tierra y del presente, de nuestra vida. En efecto, durante nuestra vida todos estamos en camino, avanzando hacia el futuro. Y queremos encontrar el camino recto: descubrir la vida verdadera, no acabar en un callejón sin salida o en el desierto. No queremos vernos obligados a decir al final: tomé un camino equivocado, mi vida ha sido un fracaso, me salió mal. Queremos gozar de la vida. Como dijo Jesús en cierta ocasión, queremos "tener vida en abundancia".

Pero escuchemos ahora al vidente del Apocalipsis. ¿Qué nos ha dicho en el pasaje que se acaba de leer? Habla de un mundo reconciliado, de un mundo en el que se encuentran reunidos con alegría hombres "de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas" (
Ap 7,9). Entonces nos preguntamos: "¿Cómo puede suceder esto? ¿Cuál es el camino que lleva a esto?".

Pues bien, lo primero, lo más importante, es: esas personas viven con Dios; como dice nuestra lectura, Dios ha extendido "su tienda sobre ellos" (Ap 7,15). Entonces nos preguntamos: "¿Cuál es esta "tienda de Dios"? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo podemos llegar a ella?". El vidente, tal vez, alude al primer capítulo del evangelio según san Juan, donde se lee: "Y el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros" (Jn 1,14).

Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar muy distante del universo, a donde nadie puede llegar. Él ha puesto su tienda entre nosotros: en Jesús se ha hecho uno de nosotros, con carne y sangre como nosotros. Esta es su tienda. Y en la Ascensión no se fue a algún lugar lejos de nosotros. Su tienda, él mismo con su cuerpo, permanece entre nosotros como uno de nosotros.
Podemos hablarle de tú y dialogar con él. Él nos escucha y, si estamos atentos, percibiremos también que nos responde.

Repito: en Jesús es Dios quien pone su tienda entre nosotros. Pero también pregunto de nuevo: ¿Dónde acontece eso? A esta pregunta nuestra lectura da dos respuestas. Dice que los hombres reconciliados "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7,14). Esto nos suena muy raro a nosotros. En el lenguaje cifrado del vidente eso constituye una alusión al bautismo. La referencia a "la sangre del Cordero" alude al amor de Jesús que él conservó hasta su muerte cruenta. Este amor divino y a la vez humano es el baño en el que nos sumerge en el bautismo, el baño con el que nos lava, dejándonos así tan limpios que somos aptos para Dios, que podemos vivir en su compañía.

Ahora bien, el acto del bautismo es sólo un inicio. Caminando con Jesús, en la fe y en la vida con él, su amor nos toca para purificarnos y hacernos luminosos. Hemos escuchado que en el baño del amor las vestiduras se han blanqueado. Según la idea del mundo antiguo, el blanco era el color de la luz. Las vestiduras blancas significan que en la fe nos transformamos en luz, abandonamos las tinieblas, la mentira, el engaño, el mal en general, y nos transformamos en personas luminosas, adecuadas para Dios. El vestido bautismal, como el de la primera Comunión que lleváis, nos lo recuerda, diciéndonos: mediante la convivencia con Jesús y con la comunidad de los creyentes, con la Iglesia, tú mismo transfórmate en una persona luminosa, en una persona de verdad y bondad, una persona en la que se refleje el esplendor del bien, de la bondad de Dios mismo.

El vidente nos da, también con lenguaje cifrado, una segunda respuesta a la pregunta "¿Dónde encontramos a Jesús?". Dice que el Cordero guía a la muchedumbre de personas de toda cultura y nación a las fuentes de agua viva. Sin agua no hay vida. Lo sabían bien esas personas cuya patria confinaba con el desierto. Así el agua de las fuentes se convertía para ellas en el símbolo por excelencia de la vida.

El Cordero, es decir, Jesús guía a los hombres a las fuentes de la vida. De estas fuentes forma parte la sagrada Escritura, en la que Dios nos habla y nos enseña cómo debemos vivir. Pero a estas fuentes pertenece mucho más: en verdad, la auténtica fuente es Jesús mismo, en el que Dios se nos da. Y esto lo hace sobre todo en la sagrada Comunión, en la que, por decirlo así, podemos beber directamente de la fuente de la vida: viene a nosotros y se une a cada uno de nosotros.

Como podemos constatar, mediante la Eucaristía, el sacramento de la Comunión, se forma una comunidad que rebasa todos los confines y abraza todas las lenguas —lo vemos aquí: están presentes obispos de todas las lenguas y de todas las partes del mundo—; mediante la comunión se forma la Iglesia universal, en la que Dios habla y vive con nosotros. De este modo debemos recibir la sagrada Comunión: como encuentro con Jesús, con Dios mismo, que nos guía a las fuentes de la verdadera vida.

Queridos padres, quisiera exhortaros encarecidamente a ayudar a vuestros hijos a creer, a acompañarlos en su camino hacia la primera Comunión, un camino que sigue también después, a acompañarlos en su camino hacia Jesús y con Jesús. Os pido que vayáis con vuestros hijos a la iglesia para participar en la celebración eucarística del domingo. Veréis que no es perder el tiempo; al contrario, es lo que mantiene verdaderamente unida a la familia, dándole su centro. Si participáis juntos en la liturgia dominical, el domingo resulta más hermoso, toda la semana resulta más hermosa.

Y, por favor, rezad juntos también en casa: a la mesa y antes de acostarse. La oración no sólo nos lleva hacia Dios; también nos lleva los unos a los otros. Es una fuerza de paz y de alegría. Si Dios está presente en ella y se experimenta su cercanía en la oración, la vida en la familia se hace más feliz y adquiere una dimensión mayor.

Queridos profesores de religión y queridos educadores, os pido de corazón que tengáis presente en la escuela la búsqueda de Dios, del Dios que en Jesucristo se nos hizo visible. Sé que en nuestro mundo pluralista es difícil afrontar en la escuela el discurso sobre la fe. Pero no basta que los niños y los jóvenes adquieran en la escuela únicamente conocimientos y habilidades técnicas, sin recibir los criterios que dan orientación y sentido a los conocimientos y a las habilidades. Estimulad a los alumnos a hacer preguntas no sólo sobre esto o aquello —aunque esto sea ciertamente bueno—, sino principalmente sobre "de dónde" viene y "a dónde" va nuestra vida. Ayudadles a darse cuenta de que todas las respuestas que no llegan a Dios son demasiado cortas.

Queridos pastores de almas y todos vosotros que colaboráis en la parroquia, os pido que hagáis todo lo posible para que la parroquia sea una patria interior para la gente, una gran familia, en la que experimenten a la vez esta familia aún más amplia que es la Iglesia universal, aprendiendo mediante la liturgia, mediante la catequesis y mediante todas las manifestaciones de la vida parroquial, a caminar juntos por la senda de la vida verdadera.

Los tres lugares de formación —la familia, la escuela y la parroquia— van juntos y nos ayudan a encontrar el camino hacia las fuentes de la vida y, queridos niños, queridos padres, queridos educadores, todos deseamos de verdad "la vida en abundancia". Amén.


Plaza del santuario mariano de Altötting, Lunes 11 de septiembre de 2006

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Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal;
queridos hermanos y hermanas:

En la primera lectura, en el salmo responsorial y en el pasaje evangélico de hoy, se nos presenta tres veces y en forma siempre diferente a María, la Madre del Señor, como una mujer que ora. En el libro de los Hechos de los Apóstoles la encontramos en medio de la comunidad de los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, invocando al Señor, que ascendió al Padre, para que cumpla su promesa: "Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días" (
Ac 1,5). María guía a la Iglesia naciente en la oración; es casi la Iglesia orante en persona. Y así, juntamente con la gran comunidad de los santos y como su centro, está también hoy ante Dios intercediendo por nosotros, pidiendo a su Hijo que envíe su Espíritu una vez más a la Iglesia y al mundo, y que renueve la faz de la tierra.

Hemos respondido a esta lectura cantando con María el gran himno de alabanza que ella entonó cuando Isabel la llamó bienaventurada a causa de su fe. Es una oración de acción de gracias, de alegría en Dios, de bendición por sus grandes hazañas. El tenor de este himno es claro desde sus primeras palabras: "Proclama mi alma la grandeza del Señor". Proclamar la grandeza del Señor significa darle espacio en el mundo, en nuestra vida, permitirle entrar en nuestro tiempo y en nuestro obrar: esta es la esencia más profunda de la verdadera oración. Donde se proclama la grandeza de Dios, el hombre no queda empequeñecido: allí también el hombre queda engrandecido y el mundo resulta luminoso.

Por último, en el pasaje evangélico, María pide a su Hijo un favor para unos amigos que pasan dificultades. A primera vista, esto puede parecer una conversación enteramente humana entre la Madre y su Hijo; y, en efecto, también es un diálogo lleno de profunda humanidad. Pero María no se dirige a Jesús simplemente como a un hombre, contando con su habilidad y disponibilidad a ayudar. Ella confía una necesidad humana a su poder, a un poder que supera la habilidad y la capacidad humanas.

En este diálogo con Jesús la vemos realmente como Madre que pide, que intercede. Conviene profundizar un poco en este pasaje del evangelio, para entender mejor a Jesús y a María, y también para aprender de María el modo correcto de orar. María propiamente no hace una petición a Jesús; simplemente le dice: "No tienen vino" (Jn 2,3). Las bodas en Tierra Santa se celebraban durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. Los esposos se encuentran en dificultades y María simplemente se lo dice a Jesús. No le pide nada en particular, y mucho menos, que Jesús utilice su poder, que realice un milagro produciendo vino. Simplemente informa a Jesús y le deja decidir lo que conviene hacer.

Así pues, en las sencillas palabras de la Madre de Jesús podemos apreciar dos cosas: por una parte, su afectuosa solicitud por los hombres, la atención maternal que la lleva a percibir los problemas de los demás. Vemos su cordial bondad y su disponibilidad a ayudar. Esta es la Madre a la que tantas personas, desde hace muchas generaciones, han venido aquí a Altötting en peregrinación. A ella confiamos nuestras preocupaciones, nuestras necesidades y nuestras dificultades. Aquí aparece, por primera vez en la sagrada Escritura, la bondad y disponibilidad a ayudar de la Madre, en la que confiamos. Pero además de este primer aspecto, que a todos nos resulta muy familiar, hay otro, que podría pasarnos fácilmente desapercibido: María lo deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Esta sigue siendo su actitud fundamental. Así nos enseña a rezar: no querer afirmar ante Dios nuestra voluntad y nuestros deseos, por muy importantes o razonables que nos parezcan, sino presentárselos a él y dejar que él decida lo que quiera hacer. De María aprendemos la bondad y la disposición a ayudar, pero también la humildad y la generosidad para aceptar la voluntad de Dios, confiando en él, convencidos de que su respuesta, sea cual sea, será lo mejor para nosotros.

Podemos comprender muy bien la actitud y las palabras de María, pero nos resulta difícil entender la respuesta de Jesús. Para comenzar, no nos gusta la palabra con que se dirige a ella: "Mujer".
¿Por qué no le dice "Madre"? En realidad, este título expresa el lugar que ocupa María en la historia de la salvación. Remite al futuro, a la hora de la crucifixión, cuando Jesús le dirá: "Mujer, ahí tienes a tu hijo", "Hijo, ahí tienes a tu madre" (cf. Jn 19,26-27). Por tanto, indica anticipadamente la hora en que él convertirá a la mujer, a su Madre, en Madre de todos sus discípulos. Por otra parte, ese título evoca el relato de la creación de Eva: Adán, en medio de la creación, con toda su magnificencia, como ser humano se siente solo. Entonces Dios crea a Eva, y en ella Adán encuentra la compañera que buscaba y le da el nombre de "mujer". Así, en el evangelio según san Juan, María representa la mujer nueva, la mujer definitiva, la compañera del Redentor, nuestra Madre: ese título, en apariencia poco afectuoso, expresa realmente la grandeza de su misión perenne.

Nos gusta menos aún lo que Jesús dice luego a María en Caná: "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora" (Jn 2,4). Quisiéramos objetar: ¡tienes mucho con ella! Fue ella quien te dio la carne y la sangre, tu cuerpo; y no sólo tu cuerpo: con su "sí", que pronunció desde lo más hondo de su corazón, ella te engendró en su vientre; con amor maternal te dio la vida y te introdujo en la comunidad del pueblo de Israel.

Si así le hablamos a Jesús, ya vamos por buen camino para entender su respuesta. Porque todo esto debe hacernos recordar que en el contexto de la encarnación de Jesús hay dos diálogos que van juntos y se funden, se hacen uno. Está ante todo el diálogo de María con el arcángel Gabriel, en el que ella dice: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Pero existe un texto paralelo a este, podríamos decir un diálogo dentro de Dios, que se encuentra recogido en la carta a los Hebreos, cuando dice que las palabras del salmo 40 son como un diálogo entre el Padre y el Hijo, un diálogo con el que se inicia la Encarnación. El Hijo eterno dice al Padre: "Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. (...) He aquí que vengo (...) para hacer, oh Dios, tu voluntad" (He 10,5-7 cf. Ps 40,6-8).

El "sí" del Hijo —"He aquí que vengo para hacer tu voluntad"— y el "sí" de María —"Hágase en mí según tu palabra"— se convierten en un único "sí". De esta manera el Verbo se hace carne en María. En este doble "sí" la obediencia del Hijo se hace cuerpo, María con su "sí" le da el cuerpo. "¿Qué tengo yo contigo, mujer?". La relación más profunda que tienen Jesús y María es este doble "sí", gracias a cuya coincidencia se realizó la encarnación. Con su respuesta nuestro Señor alude a este punto de su profundísima unidad. A él remite a su Madre. Ahí, en este común "sí" a la voluntad del Padre, se encuentra la solución. También nosotros debemos aprender a encaminarnos hacia este punto; ahí encontraremos la respuesta a nuestras preguntas.

Partiendo de ahí comprendemos ahora también la segunda frase de la respuesta de Jesús: "Todavía no ha llegado mi hora". Jesús nunca actúa solamente por sí mismo; nunca actúa para agradar a los otros. Actúa siempre partiendo del Padre, y esto es precisamente lo que lo une a María, porque ahí, en esa unidad de voluntad con el Padre, ha querido poner también ella su petición. Por eso, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar la petición, ella sorprendentemente puede decir a los servidores con sencillez: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

Jesús no hace un prodigio, no juega con su poder en un asunto que, en el fondo, es totalmente privado. No; él realiza un signo, con el que anuncia su hora, la hora de las bodas, la hora de la unión entre Dios y el hombre. Él no se limita a "producir" vino, sino que transforma las bodas humanas en una imagen de las bodas divinas, a las que el Padre invita mediante el Hijo y en las que da la plenitud del bien, representada por la abundancia del vino. Las bodas se convierten en imagen del momento en que Jesús lleva su amor hasta el extremo, permite que le desgarren el cuerpo, y así se entrega a nosotros para siempre, se hace uno con nosotros: bodas entre Dios y el hombre.

La hora de la cruz, la hora de la que brota el Sacramento, en el que él se nos da realmente en carne y sangre, pone su cuerpo en nuestras manos y en nuestro corazón; esta es la hora de las bodas.
Así, de un modo verdaderamente divino, se resuelve la necesidad del momento y se rebasa ampliamente la petición inicial. La hora de Jesús no ha llegado aún, pero en el signo de la conversión del agua en vino, en el signo del don festivo, anticipa su hora ya en este momento.

Su "hora" es la cruz; su hora definitiva será su vuelta al final de los tiempos. Él anticipa continuamente esta hora definitiva precisamente en la Eucaristía, en la cual ya ahora viene siempre. Y lo sigue haciendo siempre por intercesión de su Madre, por intercesión de la Iglesia, que lo invoca en las plegarias eucarísticas: "¡Ven, Señor Jesús!". En el canon, la Iglesia implora siempre nuevamente esta anticipación de la "hora", pide que venga ya ahora y se entregue a nosotros.

Así queremos dejarnos guiar por María, por la Madre de las gracias de Altötting, por la Madre de todos los fieles, hacia la "hora" de Jesús. Pidámosle a él el don de reconocerlo y comprenderlo cada vez más. Y no nos limitemos a recibirlo sólo en el momento de la Comunión. Él permanece presente en la Hostia santa y nos espera continuamente. En Altötting la adoración del Señor en la Eucaristía ha encontrado un lugar nuevo en la antigua capilla del tesoro. María y Jesús siempre van juntos. Mediante ella queremos permanecer en diálogo con el Señor, aprendiendo así a recibirlo mejor.

¡Santa Madre de Dios, ruega por nosotros, como rogaste en Caná por los esposos! Guíanos siempre hacia Jesús. Amén.



Benedicto XVI Homilias 8076