Benedicto XVI Homilias 25029

25029

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, miércoles de Ceniza, puerta litúrgica que introduce en la Cuaresma, los textos establecidos para la celebración trazan, de forma sumaria, toda la fisonomía del tiempo cuaresmal. La Iglesia se preocupa de mostrarnos cuál debe ser la orientación de nuestro espíritu, y nos proporciona los subsidios divinos para recorrer con decisión y valentía, iluminados ya por el esplendor del Misterio pascual, el singular itinerario espiritual que estamos comenzando.

"Convertíos a mí de todo corazón". El llamamiento a la conversión aflora como tema dominante en todos los componentes de la liturgia de hoy. Ya en la antífona de entrada se dice que el Señor olvida y perdona los pecados de quienes se convierten; y en la oración colecta se invita al pueblo cristiano a orar par que cada uno emprenda "un camino de verdadera conversión".

En la primera lectura, el profeta Joel exhorta a volver al Padre "de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto (...), porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas" (
Jl 2,12-13). La promesa de Dios es clara: si el pueblo escucha la invitación a convertirse, Dios mostrará su misericordia y colmará a sus amigos de innumerables favores. Con el salmo responsorial la asamblea litúrgica hace suyas las invocaciones del Salmo 50, pidiendo al Señor que cree en nosotros "un corazón puro", que nos renueve por dentro "con espíritu firme".

Luego, en el pasaje evangélico, Jesús, poniéndonos en guardia contra la carcoma de la vanidad que lleva a la ostentación y a la hipocresía, a la superficialidad y a la auto-complacencia, reafirma la necesidad de alimentar la rectitud del corazón. Al mismo tiempo, muestra el medio para crecer en esta pureza de intención: cultivar la intimidad con el Padre celestial.

En este Año jubilar, para conmemorar el bimilenario del nacimiento de san Pablo, resultan especialmente significativas las palabras de la segunda carta a los Corintios: "En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios" (2Co 5,20). Esta invitación del Apóstol resuena como un estímulo más a tomar en serio la exhortación cuaresmal a la conversión. San Pablo experimentó de modo extraordinario el poder de la gracia de Dios, la gracia del Misterio pascual, de la que vive la Cuaresma misma. Se nos presenta como "embajador" del Señor. Así pues, ¿quién mejor que él puede ayudarnos a recorrer de modo fructuoso este itinerario interior de conversión?

En la primera carta a Timoteo escribe: "Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo"; y añade: "Por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que habían de creer en él para obtener la vida eterna" (1Tm 1,15-16). Por tanto, el Apóstol es consciente de haber sido elegido como ejemplo, y esta ejemplaridad se refiere precisamente a la conversión, a la transformación de su vida que se produjo gracias al amor misericordioso de Dios. "Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento —reconoce—, pero Dios tuvo compasión de mí (...). Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí" (1Tm 1,13-14).

Toda su predicación y, antes aún, toda su existencia misionera estuvieron sostenidas por un impulso interior que se podría explicar como la experiencia fundamental de la "gracia". "Por la gracia de Dios soy lo que soy —escribe a los Corintios— (...). He trabajado más que todos ellos (los apóstoles). Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1Co 15,10). Se trata de una conciencia que aflora en todos sus escritos y que fue como una "palanca" interior con la que Dios pudo actuar para impulsarlo hacia adelante, siempre hacia nuevos confines, no sólo geográficos, sino también espirituales.

San Pablo reconoce que todo en él es obra de la gracia divina, pero no olvida que es necesario aceptar libremente el don de la vida nueva recibida en el Bautismo. En el texto del capítulo 6 de la carta a los Romanos, que se proclamará durante la Vigilia pascual, escribe: "Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado como instrumentos del mal; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos del bien" (Rm 6,12-13). En estas palabras se contiene todo el programa de la Cuaresma según su perspectiva bautismal intrínseca.

Por una parte, se afirma la victoria de Cristo sobre el pecado, obtenida una vez para siempre con su muerte y su resurrección; por otra, se nos exhorta a no poner nuestros miembros al servicio del pecado, o sea, por decirlo así, a no conceder espacio de revancha al pecado. El discípulo de Cristo debe hacer suya la victoria de Cristo y esto se realiza ante todo con el Bautismo, mediante el cual, unidos a Jesús, "de la muerte volvemos a la vida". Ahora bien, el bautizado, para que Cristo pueda reinar plenamente en él, debe seguir fielmente sus enseñanzas; nunca debe bajar la guardia, para no permitir que el adversario de algún modo recupere terreno.

Pero, ¿cómo realizar la vocación bautismal?, ¿cómo vencer en la lucha entre la carne y el espíritu, entre el bien y el mal, una lucha que marca nuestra existencia? En el pasaje evangélico de hoy, el Señor nos indica tres medios útiles: la oración, la limosna y el ayuno. Al respecto, en la experiencia y en los escritos de san Pablo encontramos también referencias útiles.

Con respecto a la oración, exhorta a "perseverar" y a "velar en ella, dando gracias" (Rm 12,12 Col 4,2), a "orar sin interrupción" (1Th 5,17). Jesús está en el fondo de nuestro corazón. La relación con Dios está presente, permanece presente aunque estemos hablando, aunque estemos realizando nuestros deberes profesionales. Por eso, en la oración, está presente en nuestro corazón la relación con Dios, que se convierte siempre también en oración explícita.

Por lo que atañe a la limosna, ciertamente son importantes las páginas dedicadas a la gran colecta en favor de los hermanos pobres (cf. 2Co 8-9), pero conviene subrayar que para él la caridad es la cumbre de la vida del creyente, el "vínculo de la perfección": "Por encima de todo esto —escribe a los Colosenses— revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3,14).

Del ayuno no habla expresamente, pero a menudo exhorta a la sobriedad, como característica de quienes están llamados a vivir en espera vigilante del Señor (cf. 1Th 5,6-8 Tt 2,12). También es interesante su alusión a la "carrera" espiritual, que requiere templanza: "Los atletas se privan de todo —escribe a los Corintios—; y eso por una corona corruptible; nosotros, en cambio, por una incorruptible" (1Co 9,25). El cristiano debe ser disciplinado para encontrar el camino y llegar realmente al Señor.

Así pues, esta es la vocación de los cristianos: resucitados con Cristo, han pasado por la muerte, y su vida ya está escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,1-2). Para vivir esta "nueva" existencia en Dios es indispensable alimentarse de la Palabra de Dios. Para estar realmente unidos a Dios, debemos vivir en su presencia, estar en diálogo con él. Jesús lo dice claramente cuando responde a la primera de las tres tentaciones en el desierto, citando el Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4 cf. Dt 8,3).

San Pablo recomienda: "La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestro corazón con salmos, himnos y cánticos inspirados" (Col 3,16). También en esto el Apóstol es, ante todo, testigo: sus cartas son la prueba elocuente de que vivía en diálogo permanente con la Palabra de Dios: pensamiento, acción, oración, teología, predicación, exhortación, todo en él era fruto de la Palabra, recibida desde su juventud en la fe judía, plenamente revelada a sus ojos por el encuentro con Cristo muerto y resucitado, predicada el resto de su vida durante su "carrera" misionera".

A él le fue revelado que Dios pronunció en Jesucristo su Palabra definitiva, él mismo, Palabra de salvación que coincide con el misterio pascual, el don de sí en la cruz que luego se transforma en resurrección, porque el amor es más fuerte que la muerte. Así san Pablo pudo concluir: "En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!" (Ga 6,14). En san Pablo la Palabra se hizo vida, y su único motivo de gloria era Cristo crucificado y resucitado.

Queridos hermanos y hermanas, mientras nos disponemos a recibir la ceniza en nuestra cabeza como signo de conversión y penitencia, abramos nuestro corazón a la acción vivificadora de la Palabra de Dios. La Cuaresma, que se caracteriza por una escucha más frecuente de esta Palabra, por una oración más intensa, por un estilo de vida austero y penitencial, ha de ser estímulo a la conversión y al amor sincero a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados. Que nos acompañe el apóstol san Pablo y nos guíe María, atenta Virgen de la escucha y humilde esclava del Señor. Así renovados en el espíritu, podremos llegar a celebrar con alegría la Pascua. Amén.


VIAJE APOSTÓLICO

A CAMERÚN Y ANGOLA

(17-23 DE MARZO DE 2009)


CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON OCASIÓN DE LA PUBLICACIÓN DEL INSTRUMENTUM LABORIS

Estadio Amadou Ahidjo de Yaundé, Jueves 19 de marzo de 2009

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Queridos Hermanos en el Episcopado,
Queridos hermanos y hermanas:

Alabado sea Jesucristo que nos reúne hoy en este estadio, para que ahondemos más profundamente en su vida.

Jesucristo nos reúne en el día en que la Iglesia, aquí en Camerún, como en toda la tierra, celebra la fiesta de San José, esposo de la Virgen María. Empiezo deseando feliz fiesta a todos los que, como yo, han recibido la gracia de llevar este hermoso nombre, y pido a san José que les conceda una protección especial, guiándoles todos los días de su vida hacia Jesucristo Nuestro Señor. Saludo también a las parroquias, escuelas y colegios, a las instituciones que llevan el nombre de san José. Agradezco a Mons. Tonyé Bakot, Arzobispo de Yaundé, por sus amables palabras y dirijo un cordial saludo a los representantes de las Conferencias Episcopales de África, venidos a Yaundé con ocasión de la publicación del Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de Obispos.

¿Cómo podemos adentrarnos en la gracia específica de este día? Dentro de poco, al final de la misa, la liturgia nos mostrará el punto culminante de nuestra meditación, cuando diremos: «Señor, protege sin cesar a esta familia tuya, que ha celebrado con gozo la festividad de san José participando en la eucaristía; y conserva en ella los dones que con tanta bondad le concedes». Como veis, pedimos al Señor que proteja sin cesar a la Iglesia –y lo hace– exactamente como José protegió a su familia y veló durante los primeros años sobre el Niño Jesús.

Nos lo acaba de recordar el Evangelio. El Ángel le había dicho: «No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer» (
Mt 1,20); y es exactamente lo que hizo: «hizo lo que le había mandado el Ángel del Señor» (Mt 1,24). ¿Por qué motivo señala San Mateo la fidelidad a las palabras recibidas del mensajero de Dios, sino es para invitarnos a imitar esa fidelidad llena de amor?

La primera lectura que acabamos de escuchar no habla explícitamente de san José, pero nos enseña muchas cosas de él. El profeta Natán se acerca a David, por orden del Señor mismo, para decirle: «Estableceré después de ti a un descendiente tuyo» (2S 7,12). David tiene que aceptar morir sin ver la realización de la promesa que se cumplirá «cuando haya llegado al término de su vida» y descanse «con sus padres». Así, vemos cómo uno de los deseos más queridos del hombre, el de ser testigo de la fecundidad de su actuación, no siempre es escuchado por Dios. Pienso en aquellos de vosotros que son padres y madres de familia: tienen muy legítimamente el deseo de dar lo mejor de sí mismos a sus hijos y quieren verles triunfar verdaderamente. Sin embargo, no hay que equivocarse en ese triunfo: lo que Dios pide a David, es que confíe en Él. David no verá a su sucesor, «cuyo trono durará por siempre» (2S 7,16), porque este sucesor anunciado veladamente en la profecía es Jesús. David confía en Dios. Igualmente, José confía en Dios cuando escucha al mensajero, al Ángel, que le dice: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). En la historia, José es el hombre que ha dado a Dios la mayor prueba de confianza, incluso ante un anuncio tan sorprendente.

Y vosotros, queridos padres y queridas madres de familia que me escucháis, ¿confiáis en que Dios os hace padres y madres de sus hijos de adopción? ¿Aceptáis que Él cuente con vosotros para transmitir a vuestros hijos los valores humanos y espirituales que habéis recibido y que les harán vivir en el amor y el respeto de su santo nombre? Hoy, cuando tantas personas sin escrúpulos tratan de imponer el reino del dinero, despreciando a los más necesitados, debéis estar muy atentos. África en general, y Camerún en particular, corren peligro si no reconocen al verdadero Autor de la Vida. Hermanos y hermanas de Camerún y de África, que habéis recibido de Dios tantas cualidades humanas, tened cuidado de vuestras almas. No os dejéis fascinar por falsas glorias y falsos ideales. Creed, sí, seguid creyendo que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es el único que os ama como esperáis, que es el único que puede llenaros, que puede dar la estabilidad a vuestras vidas. Cristo es el único camino de Vida.

Sólo Dios podía dar a José la fuerza para confiar en el Ángel. Sólo Dios os dará, queridos hermanos y hermanas que estáis casados, la fuerza para educar a vuestra familia como Él quiere. Pedídselo. A Dios le gusta que se le pida lo que quiere dar. Pedidle la gracia de un amor verdadero y cada vez más fiel, a imagen de su propio amor. Como dice maravillosamente el salmo: «Tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad» (Ps 88,3).

Igual que en otros continentes, la familia pasa efectivamente, en vuestro país y en el resto de África, un período difícil, que superará gracias a su fidelidad a Dios. Algunos valores de la vida tradicional se han trastocado. Las relaciones entre generaciones han evolucionado de tal manera que ya no favorecen como antes la transmisión de los conocimientos antiguos y de la sabiduría heredada de los antepasados. Con demasiada frecuencia, se asiste a un éxodo rural comparable al de otros muchos períodos humanos. La calidad de los vínculos familiares queda profundamente afectada. Desarraigados y frágiles, y frecuentemente, por desgracia, sin un verdadero trabajo, los miembros de las jóvenes generaciones buscan remedios a su malvivir refugiándose en paraísos efímeros y artificiales importados, que sabemos no consiguen nunca asegurar al hombre una felicidad profunda y duradera. A veces, también el hombre africano se ve obligado a huir de sí mismo y a abandonar todo lo que era su riqueza interior. Enfrentado al fenómeno de una urbanización galopante, deja su tierra, física y moralmente, no como Abrahán para responder a la llamada del Señor, sino por una especie de exilio interior que le aparta de su mismo ser, de sus hermanos y hermanas de sangre y de Dios mismo.

¿Se trata de un fatalismo, de una evolución inevitable? Ciertamente no. Más que nunca hemos de «esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18). Quiero felicitar aquí con admiración y agradecimiento el importante trabajo llevado a cabo por innumerables asociaciones que alientan la vida de fe y la práctica de la caridad. Merecen un cordial agradecimiento. Que encuentren en la Palabra de Dios nueva fuerza para llevar a cabo sus proyectos al servicio de un desarrollo integral de la persona humana en África, y sobre todo en Camerún.

La principal prioridad será volver a dar sentido a la acogida de la vida como don de Dios. Para la Sagrada Escritura, así como para la mejor sabiduría de vuestro continente, la llegada de un niño es una gracia, una bendición de Dios. La humanidad está hoy invitada a modificar su mirada: en efecto, todo ser humano, por pequeño y pobre que sea, es creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,27). Tiene que vivir. La muerte no ha de prevalecer sobre la vida. Nunca la muerte tendrá la última palabra.

Hijas e hijos de África, no tengáis miedo de creer, de esperar y de amar, no tengáis miedo de decir a Jesús que es el Camino, la Verdad y la Vida, y que sólo por Él podemos ser salvados. San Pablo es el autor inspirado que el Espíritu Santo ha dado a la Iglesia para ser el «maestro de todas las naciones» (1Tm 2,7), cuando nos dice que Abrahán «esperando contra toda esperanza creyó que sería padre de muchos pueblos, según le había sido prometido: Así será tu descendencia» (Rm 4,18).

«Esperando contra toda esperanza» ¿no es una magnífica definición del cristiano? África está llamada a la esperanza a través de vosotros y en vosotros. Con Jesucristo, que ha pisado la tierra africana, África puede llegar a ser el continente de la esperanza. Todos nosotros somos miembros de los pueblos que Dios ha dado como descendencia a Abrahán. Cada una y cada uno de nosotros ha sido pensado, querido y amado por Dios. Todos y cada uno de nosotros tiene su papel en el plan de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si os asalta el desánimo, pensad en la fe de José; si os invade la inquietud, pensad en la esperanza de José, descendiente de Abrahán, que esperaba contra toda esperanza; si la desgana o el odio os embarga, pensad en el amor de José, que fue el primer hombre que descubrió el rostro humano de Dios en la persona del Niño, concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María. Bendigamos a Cristo por haberse hecho tan cercano a nosotros y démosle gracias por habernos dado a José como ejemplo y modelo de amor a Él.

Queridos hermanos y hermanas, de nuevo os digo de corazón: como José, no tengáis reparo en llevaros a María con vosotros, es decir no tengáis reparo en amar a la Iglesia. María, madre de la Iglesia, os enseñará a seguir a sus pastores, a amar a vuestros obispos, a vuestros sacerdotes, a vuestros diáconos y vuestros catequistas, a cumplir lo que os enseñan y a rezar por sus intenciones. Los que estáis casados, mirad el amor de José a María y a Jesús; los que os preparáis al matrimonio, respetad a vuestro futuro cónyuge como hizo José; los que os habéis consagrado a Dios en el celibato, pensad en la enseñanza de la Iglesia nuestra Madre: «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo» (Redemptoris custos, 20).

Quisiera dirigir una exhortación particular a los padres de familia, puesto que san José es su modelo. San José revela el misterio de la paternidad de Dios sobre Cristo y sobre cada uno de nosotros. Él puede enseñarles el secreto de su propia paternidad, él, que custodió al Hijo del Hombre. También cada padre recibe de Dios a sus hijos, creados a imagen y a semejanza de Él. San José fue el esposo de María. A cada padre de familia se le confía igualmente, mediante su propia esposa, el misterio de la mujer. Como San José, queridos padres de familia, respetad y amad a vuestra esposa, y guiad a vuestros hijos hacia Dios, hacia donde deben ir (cf. Lc 2,49), con amor y con vuestra presencia responsable.

Finalmente, a todos los jóvenes que estáis aquí, os dirijo palabras de amistad y de ánimo: ante las dificultades de la vida, sed valientes. Vuestra vida tiene un valor infinito a los ojos de Dios. Dejaos cautivar por Cristo, entregadle gustosamente vuestro amor y, ¿por qué no?, ofrecedle vuestra propia vida en el sacerdocio o la vida consagrada. Es el servicio más grande. A los hijos huérfanos de padre o que viven abandonados en la miseria de la calle, a los que han sido separados violentamente de sus padres, maltratados y sometidos a abusos, y reclutados por la fuerza en ciertos grupos militares que asolan algunos países, quisiera decirles: Dios os ama, no os olvida y san José os protege. Invocadle con confianza.

Que Dios os bendiga y os guarde a todos. Que os conceda la gracia de ir hacia Él con fidelidad. Que dé a vuestras vidas la estabilidad, para alcanzar el fruto que Él espera de vosotros. Que os haga testigos de su amor, aquí, en Camerún, y hasta los confines de la tierra. Le pido fervientemente que os haga gustar la alegría de pertenecerle, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.



CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS, MOVIMIENTOS ECLESIALES Y CATEQUISTAS DE ANGOLA Y SANTO TOMÉ

Iglesia de San Pablo, Luanda, Sábado 21 de marzo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas,
Queridos trabajadores de la viña del Señor

Como hemos escuchado, los hijos de Israel se decían unos a otros: «Esforcémonos por conocer al Señor». Con estas palabras se animaban mientras se veían llenos de tribulaciones. Según el profeta, éstas caían sobre ellos porque vivían en la ignorancia de Dios; su corazón tenía poco amor. Y el único médico capaz de curarlo era el Señor. Es más, como buen médico, él mismo había abierto la herida para que así se curase la llaga. Y el pueblo se decide: «Volvamos al Señor: él nos desgarró, él nos curará» (
Os 6,1). De este modo, se han encontrado la miseria humana y la Misericordia divina, que no desea sino acoger a los desventurados.

Lo podemos ver en el pasaje del Evangelio que se ha proclamado: «Dos hombres subieron al templo a orar»; de allí, uno «bajó a su casa justificado» y el otro no (Lc 18,10 Lc 18,14). Este último presentó todos sus méritos ante Dios, casi como convirtiéndolo en un deudor suyo. En el fondo, no sentía la necesidad de Dios, aunque le daba gracias por haberlo hecho tan perfecto y no «como ese publicano». Y, sin embargo, es precisamente el publicano quien bajará a su casa justificado. Consciente de sus pecados, que le hacen agachar la cabeza, aunque, en realidad, está totalmente dirigido hacia el Cielo, él espera todo del Señor: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13). Llama a la puerta de la Misericordia, que se abre y lo justifica, «porque – concluye Jesús – todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14).

San Pablo, patrón de la ciudad de Luanda y de esta estupenda Iglesia, construida hace casi cincuenta años, nos habla por experiencia propia de este Dios rico en Misericordia. Con el Jubileo paulino que se está celebrando, he querido resaltar el bimilenario del nacimiento de San Pablo, con el objetivo de aprender de él a conocer mejor a Jesucristo. Éste es el testimonio que nos ha dejado: «Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna» (1Tm 1,15-16). Con el pasar de los siglos, el número de los que han recibido la gracia no ha dejado de aumentar. Tú y yo somos uno de ellos. Demos gracias a Dios porque nos ha llamado a entrar en esta muchedumbre de todos los tiempos para hacerla avanzar hacia el futuro. Imitando a los que han ido en pos de Jesús, seguimos al mismo Cristo y así entramos en la Luz.

Queridos hermanos y hermanas, siento una gran alegría de encontrarme hoy entre vosotros, mis compañeros de jornada en la viña del Señor; de ella os ocupáis cada día preparando el vino de la Misericordia divina y derramándolo sobre las heridas de vuestro pueblo tan atribulado. Mons. Gabriel Mbilingi, con las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido, se ha hecho intérprete de vuestras esperanzas y preocupaciones. Con el alma llena de gratitud y esperanza, os saludo a todos, hombres y mujeres dedicados a la causa de Jesucristo, a los que estáis aquí y a los que representáis: Obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, seminaristas, catequistas, líderes de los diversos Movimientos y Asociaciones de esta querida Iglesia de Dios. Deseo recordar también a las religiosas contemplativas, presencia invisible pero sumamente fecunda para nuestros pasos. Permitidme por último un saludo particular a los salesianos y a los fieles de esta parroquia de San Pablo que nos acogen en su Iglesia, cediéndonos sin hesitar el puesto que habitualmente les corresponde a ellos en la asamblea litúrgica. Sé que se encuentran reunidos en el campo adyacente y espero verlos y bendecirlos al final de esta Eucaristía, pero ya desde ahora les digo: «Muchísimas gracias. Que Dios suscite entre vosotros y por medio vuestro muchos apóstoles que sigan los pasos de vuestro Patrono».

En la vida de Pablo, su encuentro con Jesús cuando iba de camino hacia Damasco ha sido fundamental: Cristo se le aparece como luz deslumbrante, le habla, lo conquista. El apóstol vio a Jesús resucitado, es decir, al hombre en su estado perfecto. Así, pues, se produce en él un cambio de perspectiva, pasando a verlo todo partiendo de este estado final del hombre en Jesús: lo que antes le parecía esencial y fundamental, ahora es para él como «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora lo único que cuenta es la vida en Cristo (cf. Ph 3,7-8). No se trata de un simple madurar del «yo» de Pablo, sino de un morir a sí mismo y de resucitar en Cristo: ha muerto en él una forma de existencia, y una forma nueva nace en él con Jesús resucitado.

Hermanos y amigos, «esforcémonos por conocer al Señor» resucitado. Como sabéis, Jesús, hombre perfecto, es también nuestro Dios verdadero. En Él Dios se hizo visible para hacernos partícipes de su vida divina. De esta manera, se inaugura con Él una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también la materia está integrada, y mediante la cual surge un nuevo mundo. Pero este salto cualitativo de la historia universal que Jesús ha realizado por nosotros y para nosotros, ¿cómo llega concretamente al ser humano, impregnando su vida y arrebatándola hacia lo alto? Llega a cada uno de nosotros a través de la fe y el bautismo. En efecto, este sacramento es muerte y resurrección, transformación en una nueva vida, de tal manera que la persona bautizada puede decir con Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Vivo, pero no soy yo. En cierta manera, se me quita mi yo, para quedar integrado en un Yo más grande; conservo todavía mi yo, pero transformado y abierto a los otros mediante mi inserción en el Otro: en Cristo alcanzo mi nuevo espacio de vida. ¿Qué es lo que ha sucedido en nosotros? Responde Pablo: que todos habéis sido hechos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3,28).

La gestación del Cuerpo de Cristo en la historia se va completando paulatinamente mediante este nuestro ser cristificados por obra y gracia del Espíritu de Dios. En este momento, me es grato volver con el pensamiento quinientos años atrás, o sea a los años 1506 y siguientes, cuando en estas tierras, a las que entonces venían los portugueses, se estableció el primer reino cristiano subsahariano, gracias a la fe y a la determinación del rey Dom Alfonso I Mbemba-a-Nzinga, que reinó desde el mencionado año 1506 hasta el 1543, año en que murió; el reino permaneció oficialmente católico desde el siglo XVI hasta el XVIII, con un embajador en Roma. Mirad cómo dos etnias tan diferentes –banta y lusitana– pudieron encontrar en la religión cristiana una plataforma de entendimiento, esforzándose para que ese entendimiento perdurase y las divergencias –que las hubo, y graves– no separaran los dos reinos. De hecho, el bautismo hace que todos los creyentes sean uno en Cristo.

Hoy os toca a vosotros, hermanos y hermanas, siguiendo la estela de aquellos heroicos y santos mensajeros de Dios, llevar a Cristo resucitado a vuestros compatriotas. Muchos de ellos viven temerosos de los espíritus, de los poderes nefastos de los que creen estar amenazados; desorientados, llegan a condenar a niños de la calle y también a los más ancianos, porque, según dicen, son brujos. ¿Quién puede ir a anunciarles que Cristo ha vencido a la muerte y a todos esos poderes oscuros? (cf. Ep 1,19-23 Ep 6,10-12). Algunos objetan: «¿Porqué no los dejamos en paz? Ellos tienen su verdad; nosotros, la nuestra. Intentemos convivir pacíficamente, dejando a cada uno como es, para que realice del mejor modo su autenticidad». Pero, si nosotros estamos convencidos y tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, le falta una realidad, que es la realidad fundamental, debemos también estar convencidos de que no hacemos ninguna injusticia a nadie si les mostramos a Cristo y le ofrecemos la posibilidad de encontrar también, de este modo, su verdadera autenticidad, la alegría de haber encontrado la vida. Es más, debemos hacerlo, es nuestra obligación ofrecer a todos esta posibilidad de alcanzar la vida eterna.

Muy queridos hermanos y hermanas, digámosles como el pueblo israelita: «Volvamos al Señor: él nos desgarró, él nos curará». Ayudemos a que la miseria humana se encuentre con la Misericordia divina. El Señor nos hace sus amigos, se nos entrega, nos entrega su Cuerpo en la Eucaristía, nos confía su Iglesia. Hemos de ser, pues, verdaderamente sus amigos, tener un mismo sentir con Él, querer lo que Él quiere y no querer lo que Él no quiere. Jesús mismo dijo: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Que éste sea nuestro propósito común: cumplir todos juntos su voluntad: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Como hizo san Pablo, abracemos su voluntad: «No tengo más remedio que predicar el Evangelio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (cf. 1Co 9,16).



CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS OBISPOS DE LA IMBISA (ASAMBLEA INTERREGIONAL DE OBISPOS DE ÁFRICA DEL SUR)

Explanada de Cimangola, Luanda - Domingo 22 de marzo de 2009

22039

Señores Cardenales,
Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (
Jn 3,16). Estas palabras nos colman de gozo y esperanza, pues anhelamos el cumplimiento de las promesas de Dios. Para mí es hoy un motivo de alegría celebrar como Sucesor del Apóstol Pedro esta Misa con vosotros, mis hermanos y hermanas en Cristo, que venís de diversas regiones de Angola, Santo Tomé y Príncipe y de muchos otros Países. Saludo con gran afecto en el Señor a las comunidades católicas de Luanda, Bengo, Cabinda, Benguela, Huambo, Huíla, Kuando Kubango, Kunene, Kwanza Norte, Kwanza Sul, Lunda Norte, Lunda Sul, Malanje, Namibe, Moxico, Uíje y Zaire.

Saludo especialmente a mis Hermanos Obispos, los miembros de la Asociación Interregional de los Obispos del África Austral, reunidos alrededor de este altar del sacrificio del Señor. Agradezco al Presidente de la C.E.A.S.T., Arzobispo Damião Franklin, por sus amables palabras de bienvenida y, en la persona de sus Pastores, saludo a todos los fieles de las naciones de Botswana, Lesotho, Mozambique, Namibia, Sudáfrica, Suazilandia y Zimbabue.

La primera lectura de hoy tiene una resonancia particular para el Pueblo de Dios en Angola. Es un mensaje de esperanza para el Pueblo elegido en la lejanía de su destierro, una invitación a volver a Jerusalén para reconstruir el Templo del Señor. La descripción vibrante de la destrucción y la ruina causada por la guerra refleja la experiencia personal de muchos en este País durante las terribles devastaciones de la guerra civil. Qué verdad es el que la guerra puede destruir «todo lo que tiene valor» (cf. 2Ch 36,19): familias, comunidades enteras, el fruto de la fatiga de los hombres, las esperanzas que guían y alientan sus vidas y su trabajo. Esta experiencia es demasiado familiar en el conjunto de África: el poder destructivo de la guerra civil, el caer en el torbellino del odio y la venganza, el despilfarro de los esfuerzos de generaciones de gente de bien. Cuando se descuida la Palabra del Señor –una Palabra que tiende a la edificación de las personas, de las comunidades y de toda la familia humana–, y la Ley de Dios es objeto de «burla, desprecio y escarnio» (cf. ibíd., v. 2Ch 36,16), el resultado sólo puede ser destrucción e injusticia, deshonra de nuestra común humanidad y traición de nuestra vocación a ser hijos e hijas del Padre misericordioso, hermanos y hermanas de su Hijo predilecto.

Nos confortan, pues, las palabras consoladoras que hemos escuchado en la primera lectura. La llamada a volver y a reconstruir el Templo de Dios tiene un significado particular para todos nosotros. San Pablo, de cuyo nacimiento celebramos este año el bimilenario, nos dice que «somos santuario del Dios vivo» (2Co 6,16). Como sabemos, Dios habita en el corazón de los que ponen su confianza en Cristo, han renacido en el Bautismo y se han convertido en templo del Espíritu Santo. También ahora, en la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, Dios nos llama a reconocer en nosotros la fuerza de su presencia, a acoger de nuevo el don de su amor y su perdón, y a convertirnos en mensajeros de este amor misericordioso en nuestras familias y comunidades, en la escuela, el trabajo y en cada sector de la vida social y política.

Aquí en Angola, este domingo ha sido declarado como día de oración y sacrificio por la reconciliación nacional. El Evangelio nos enseña que la reconciliación –una verdadera reconciliación– sólo puede ser fruto de una conversión, de una transformación del corazón, de un nuevo modo de pensar. Nos enseña que sólo la fuerza del amor de Dios puede cambiar nuestros corazones y hacernos triunfar sobre el poder del pecado y la división. Cuando estábamos «muertos por nuestros pecados» (cf. Ep 2,5), su amor y su misericordia nos han ofrecido la reconciliación y la vida nueva en Cristo. Éste es el núcleo de la enseñanza del apóstol Pablo, y es importante para nosotros volver a traer a la memoria que sólo la gracia de Dios puede crear en nosotros un corazón nuevo. Sólo su amor puede cambiar nuestro «corazón de piedra» (Ez 11,19) y hacernos capaces de construir, en lugar de demoler. Sólo Dios puede hacer nuevas todas las cosas.

He venido a África precisamente para predicar este mensaje de perdón, de esperanza y de una vida nueva en Cristo. Hace tres días, en Yaundé, he tenido la alegría de hacer público el Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada al tema: La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz. Hoy os pido que recéis, junto con nuestros hermanos y hermanas de toda África, por esta intención: que todo cristiano en este gran Continente sienta el toque saludable del amor misericordioso de Dios, y que la Iglesia en África sea «gracias al testimonio ofrecido por sus hijos e hijas, lugar de auténtica reconciliación» (Ecclesia in Africa, ).

Queridos amigos, éste es el mensaje que el Papa os dirige a vosotros y a vuestros hijos. Habéis recibido del Espíritu Santo la fuerza de ser los constructores de un porvenir mejor para vuestro querido País. En el Bautismo se os ha dado el Espíritu para ser heraldos del Reino de Dios, reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz (cf. Misal Romano, Jesucristo, Rey del universo, Prefacio). El día de vuestro Bautismo habéis recibido la luz de Cristo. Sed fieles a este don, con la certeza de que el Evangelio puede confirmar, purificar y ennoblecer los profundos valores humanos que hay en vuestra cultura nativa y en vuestras tradiciones: familias unidas, profundo sentido religioso, alegre celebración del don de la vida, estima por la sabiduría de los ancianos y por las aspiraciones de los jóvenes. Y agradeced también la luz de Cristo. Mostrad vuestro reconocimiento a quienes os la han traído: generaciones y generaciones de misioneros que tanto han contribuido y siguen contribuyendo al desarrollo humano y espiritual de este País. Agradeced el testimonio de tantos padres y maestros cristianos, catequistas, sacerdotes, religiosas y religiosos, que han sacrificado su propia vida para transmitiros este precioso tesoro. Asumid el reto que representa este gran patrimonio. Tened presente que la Iglesia en Angola y en toda África, tiene la tarea de ser ante el mundo un signo de esa unidad a la que, a través de la fe en Cristo redentor, está llamada toda la familia humana.

En el Evangelio de hoy hay palabras de Jesús que suscitan una cierta impresión: Él nos dice que ya se ha dictado la sentencia de Dios sobre el mundo (cf. Jn 3,19 ss). La luz ha venido al mundo. Pero los hombres han preferido las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Cuántas tinieblas hay en tantas partes del mundo. Las nubes del mal han oscurecido trágicamente también África, incluida esta amada Nación de Angola. Pensemos en el drama de la guerra, en las feroces consecuencias del tribalismo y las rivalidades étnicas, en la codicia que corrompe el corazón del hombre, esclaviza a los pobres y priva a las generaciones futuras de los recursos que necesitan para crear una sociedad más solidaria y más justa, una sociedad real y auténticamente africana en su genio y en sus valores. Y ¿qué decir de ese insidioso espíritu de egoísmo que encierra a las personas en sí mismas, divide las familias y, suplantando los grandes ideales de generosidad y abnegación, lleva inevitablemente al hedonismo, a la evasión en falsas utopías mediante el uso de la droga, a la irresponsabilidad sexual, al debilitamiento de la unión matrimonial, a la destrucción de las familias y la eliminación de vidas humanas inocentes por el aborto?

Sin embargo, la palabra de Dios es una palabra de esperanza sin límites. En efecto, «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único... para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Dios nunca nos considera desahuciados. Él sigue invitándonos a levantar los ojos hacia un futuro de esperanza y nos promete la fuerza para conseguirlo. Como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy, Dios nos ha creado en Cristo Jesús para vivir una vida justa, una vida en que hagamos buenas obras según su voluntad (cf. Ep 2,10). Nos ha dado sus mandamientos, no como una rémora, sino como un manantial de libertad: libertad para ser hombres y mujeres llenos de sabiduría, maestros de justicia y paz, gente que tiene confianza en los otros y busca su auténtico bien. Dios nos ha creado para vivir en la luz y para ser luz del mundo que nos rodea. Esto es lo que Jesús nos dice en el Evangelio de hoy: «El que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,21).

«Vivid, pues, conforme a la verdad». Irradiad la luz de la fe, la esperanza y el amor en vuestras familias y comunidades. Sed testigos de la santa verdad que hace libres a los hombres y las mujeres. Sabéis por una amarga experiencia que, tras la repentina furia destructora del mal, el trabajo de reconstrucción es penosamente lento y duro. Requiere tiempo, esfuerzo y perseverancia: debe comenzar en nuestros corazones, en los pequeños sacrificios cotidianos necesarios para ser fieles a la ley de Dios, en los pequeños gestos mediante los cuales demostramos amar a nuestros prójimos –todos ellos, sin distinción de raza, etnia o lengua– con la disponibilidad de colaborar con ellos para construir juntos sobre fundamentos duraderos. Haced que vuestras parroquias se conviertan en comunidades donde la luz de la verdad de Dios y el poder del amor reconciliador de Cristo no solamente se celebren, sino que también se manifiesten en obras concretas de caridad. No tengáis miedo. Aunque esto signifique ser un «signo de contradicción» (Lc 2,34) frente a actitudes duras y una mentalidad que considera a los otros como instrumentos para usar, en vez de como hermanos y hermanas a los que amar, respetar y ayudar a lo largo del camino de la libertad, la vida y la esperanza.

Permitidme concluir con una palabra dirigida particularmente a los jóvenes de Angola y a todos los jóvenes de África. Queridos jóvenes amigos, vosotros sois la esperanza del futuro de vuestro País, la promesa de un mañana mejor. Comenzad a crecer desde hoy en vuestra amistad con Jesús, que es «el camino, y la verdad, y la vida» (Jn 14,6): una amistad alimentada y profundizada por la oración humilde y perseverante. Buscad su voluntad sobre vosotros, escuchando cotidianamente su palabra y dejando que su ley modele vuestra vida y vuestras relaciones. De este modo os convertiréis en profetas sabios y generosos del amor salvador de Dios; llegaréis a ser evangelizadores de vuestros propios compañeros, llevándolos con vuestro ejemplo personal a que aprecien la belleza y la verdad del Evangelio, y a encaminarse por la esperanza de un futuro plasmado por los valores del Reino de Dios. La Iglesia necesita vuestro testimonio. No tengáis miedo de responder generosamente a la llamada de Dios para servirlo, bien como sacerdotes, religiosas o religiosos, bien como padres cristianos o en tantas otras formas de servicio que la Iglesia os propone.

Queridos hermanos y hermanas, al final de la primera lectura de hoy, Ciro, rey de Persia, inspirado por Dios, ordena al Pueblo elegido que vuelva a su querida Patria y reconstruya el Templo del Señor. Que estas palabras del Señor sean una llamada para todo el Pueblo de Dios en Angola y en toda África del Sur: Levantaos, poneos en camino (cf. 2Ch 36,23). Mirad al futuro con esperanza, confiad en las promesas de Dios y vivid en su verdad. De este modo construiréis algo destinado a permanecer, y dejaréis a las generaciones futuras una herencia duradera de reconciliación, de justicia y de paz. Amén.



Benedicto XVI Homilias 25029