Benedicto XVI Homilias 50409

SOLEMNE MISA CRISMAL

Basílica de San Pedro, Jueves Santo 9 de abril de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

En el Cenáculo, la tarde antes de su pasión, el Señor oró por sus discípulos reunidos en torno a Él, pero con la vista puesta al mismo tiempo en la comunidad de los discípulos de todos los siglos, «los que crean en mí por la palabra de ellos» (
Jn 17,20). En la plegaria por los discípulos de todos los tiempos, Él nos ha visto también a nosotros y ha rezado por nosotros. Escuchemos lo que pide para los Doce y para los que estamos aquí reunidos: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn 17,17 ss). El Señor pide nuestra santificación, nuestra consagración en la verdad. Y nos envía para continuar su misma misión. Pero hay en esta súplica una palabra que nos llama la atención, que nos parece poco comprensible. Dice Jesús: «Por ellos me consagro yo». ¿Qué quiere decir? ¿Acaso Jesús no es de por sí «el Santo de Dios», como confesó Pedro en la hora decisiva en Cafarnaún (cf. Jn 6,69)? ¿Cómo puede ahora consagrarse, es decir, santificarse a sí mismo?

Para entender esto, hemos de aclarar antes de nada lo que quieren decir en la Biblia las palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con el término «santo» se describe en primer lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que corresponde sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo en el sentido originario. Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la Luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha. Por tanto, consagrar algo o alguno significa dar en propiedad a Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a Dios. Consagración es, pues, un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o la persona ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa en Dios. Un privarse así de algo para entregarlo a Dios, lo llamamos también sacrificio: ya no será propiedad mía, sino suya. En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su «santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal y, de este modo, se define también en qué consiste el sacerdocio: es un paso de propiedad, un ser sacado del mundo y entregado a Dios. Con ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman parte del proceso de la santificación/consagración. Es un salir del contexto de la vida mundana, un «ser puestos a parte» para Dios. Pero precisamente por eso no es una segregación. Ser entregados a Dios significa más bien ser puestos para representar a los otros. El sacerdote es sustraído a los lazos mundanos y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, debe quedar disponible para los otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», Él se hace a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann tiene razón traduciendo la afirmación «Yo me consagro» por «Yo me sacrifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede cuando Jesús dice: «Por ellos me consagro yo»? Éste es el acto sacerdotal en el que Jesús —el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios— se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite asomarnos a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el misterio de nuestra redención. Y ella contiene también el origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio.

Sólo ahora podemos comprender a fondo la súplica que el Señor ha presentado al Padre por los discípulos, por nosotros. «Conságralos en la verdad»: ésta es la inserción de los apóstoles en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de todos los tiempos. «Conságralos en la verdad»: ésta es la verdadera oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios mismo los atraiga hacia sí, al seno de su santidad. Pide que los sustraiga de sí mismos y los tome como propiedad suya, para que, desde Él, puedan desarrollar el servicio sacerdotal para el mundo. Esta oración de Jesús aparece dos veces en forma ligeramente modificada. En ambos casos debemos escuchar con mucha atención para empezar a entender, al menos vagamente, la sublime realidad que se está operando aquí. «Conságralos en la verdad». Y Jesús añade: «Tu palabra es verdad». Por tanto, los discípulos son sumidos en lo íntimo de Dios mediante su inmersión en la palabra de Dios. La palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo están las cosas en nuestra vida? ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros pasos? ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de hoy? ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la palabra de Dios? Nietzsche se ha burlado de la humildad y la obediencia como virtudes serviles, por las cuales se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha puesto el orgullo y la libertad absoluta del hombre. Ahora bien, hay caricaturas de una humildad equivocada y una falsa sumisión que no queremos imitar. Pero existe también la soberbia destructiva y la presunción, que disgregan toda comunidad y acaban en la violencia. ¿Sabemos aprender de Cristo la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios? «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la incorporación en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la palabra de Dios.

En la interpretación de esta frase podemos dar un paso más todavía. ¿Acaso no ha dicho Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cf. Jn 14,6)? ¿Y acaso no es Él mismo la Palabra viva de Dios, a la que se refieren todas las otras palabras? Conságralos en la verdad, quiere decir, pues, en lo más hondo: hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo mismo. Por tanto, el sacerdocio de los discípulos sólo puede ser participación en el sacerdocio de Jesús. Así, pues, nuestro ser sacerdotes no es más que un nuevo y radical modo de unión con Cristo. Ésta se nos ha dado sustancialmente para siempre en el Sacramento. Pero este nuevo sello del ser puede convertirse para nosotros en un juicio de condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del Sacramento. A este propósito, las promesas que hoy renovamos dicen que nuestra voluntad ha de ser orientada así: «Domino Iesu arctius coniungi et conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». Unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él, donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. San Pablo decía a este respecto: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos, a la «autorrealización». Pero hace falta cumplir día tras día este gran «sí» en los muchos pequeños «sí» y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos, que en su conjunto constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin amargura y autocompasión si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una verdadera familiaridad con Él. En efecto, entonces experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos los pequeños, y a veces también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien se pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos lo verdadera que es su palabra.

Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte de la oración en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y también aprendemos a conocerlo: en su modo de ser, pensar, actuar. Orar es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y alegrías: es un sencillo presentarnos a nosotros mismos delante de Él. Pero para que eso no se convierta en una autocontemplación, es importante aprender continuamente a orar rezando con la Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente la Eucaristía cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro ser en las palabras que la Iglesia nos propone. En ellas está presente la oración de todas las generaciones, que nos llevan consigo por el camino hacia el Señor. Y, como sacerdotes, en la celebración eucarística somos aquellos que, con su oración, abren paso a la plegaria de los fieles de hoy. Si estamos unidos interiormente a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, también los fieles tienen al alcance esas palabras. Y, entonces, todos nos hacemos realmente «un cuerpo solo y una sola alma» con Cristo.

Estar inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios, también significa para nosotros aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto en las cosas grandes como en las pequeñas a la mentira que hay en el mundo en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad, para que su alegría más profunda esté presente en nosotros. Cuando hablamos del ser consagrados en la verdad, tampoco hemos de olvidar que, en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa. Estar inmersos en Él significa afondar en su bondad, en el amor verdadero. El amor verdadero no cuesta poco, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para llevar el verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno con Cristo, aprendemos a reconocerlo precisamente en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en ellos encuentran a Él mismo.

«Conságralos en la verdad». Ésta es la primera parte de aquel dicho de Jesús. Pero luego añade: «Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn 17,19), es decir, verdaderamente. Pienso que esta segunda parte tiene un propio significado específico. En las religiones del mundo hay múltiples modos rituales de «santificación», de consagración de una persona humana. Pero todos estos ritos pueden quedarse en simples formalidades. Cristo pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; que no se quede en una forma ritual, sino que sea un verdadero convertirse en propiedad del mismo Dios. También podríamos decir: Cristo ha pedido para nosotros el Sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser. Pero también ha rogado para que esta transformación en nosotros, día tras día, se haga vida; para que en lo ordinario, en lo concreto de cada día, estemos verdaderamente inundados de la luz de Dios.

La víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura porque todavía quería recibir una palabra del Señor para aquel día y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se detuvieron en este pasaje: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad». Entonces me dí cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana. No somos consagrados en último término por ritos, aunque haya necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge el Señor es Él mismo, la Verdad en persona. La Ordenación sacerdotal significa ser injertados en Él, en la Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él y, por tanto, a los otros, «para que venga su Reino». Queridos amigos, en esta hora de la renovación de las promesas queremos pedir al Señor que nos haga hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga cada vez más dentro de sí, para que nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén.


MISA «IN CENA DOMINI»

Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo 9 de abril de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Qui, pridie quam pro nostra omniumque salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así diremos hoy en el Canon de la Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra «hoy» en el texto de la plegaria, subrayando con ello la dignidad particular de este día. Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este «hoy» es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con el Canon entramos en este «hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace esto ahora. Con la palabra «hoy», la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que prestemos gran atención interior al misterio de este día, a las palabras con que se expresa. Tratemos, pues, de escuchar de modo nuevo el relato de la institución, tal y como la Iglesia lo ha formulado basándose en la Escritura y contemplando al Señor mismo.

Lo primero que nos sorprende es que el relato de la institución no es una frase suelta, sino que empieza con un pronombre relativo: qui pridie.Este «qui» enlaza todo el relato con la palabra precedente de la oración, «…de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor». De este modo, el relato está unido a la oración anterior, a todo el Canon, y se hace él mismo oración. En efecto, en modo alguno se trata de un relato sencillamente insertado aquí; tampoco se trata de palabras aisladas de autoridad, que quizás interrumpirían la oración. Es oración. Y solamente en la oración se cumple el acto sacerdotal de la consagración que se convierte en transformación, transustanciación de nuestros dones de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Rezando en este momento central, la Iglesia concuerda totalmente con el acontecimiento del Cenáculo, ya que el actuar de Jesús se describe con las palabras: «gratias agens benedixit», «te dio gracias con la plegaria de bendición». Con esta expresión, la Liturgia romana ha dividido en dos palabras, lo que en hebreo es una sola, berakha, que en griego, en cambio, aparece en los dos términos de eucharistía y eulogía. El Señor agradece. Al agradecer, reconocemos que una cosa determinada es un don de otro. El Señor agradece, y de este modo restituye a Dios el pan, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», para poder recibirlo nuevamente de Él. Agradecer se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él bendecido y transformado. Por tanto, la Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar en este momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice esta ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistia.

Hay otra particularidad en el relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar en esta hora. La Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular, encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos. «Tomó pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos con las que Él ha curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a los niños; en las manos que ha impuesto sobre los hombres; en las manos clavadas en la Cruz y que llevarán siempre los estigmas como signos de su amor dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas, para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor ahora que nuestras manos sirvan cada vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su bondad.

De la introducción a la Oración sacerdotal de Jesús (cf.
Jn 17,1), el Canon usa luego las palabras: “elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso”. El Señor nos enseña a levantar los ojos y sobre todo el corazón. A levantar la mirada, apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia Dios en la oración y así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas pedimos al Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros entren las “vanitates”, las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia. Pidamos que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y ensuciando así nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos que vean todo lo que es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de ver la presencia de Dios en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con ojos de amor, con los ojos de Jesús, reconociendo así a los hermanos y las hermanas que nos necesitan, que están esperando nuestra palabra y nuestra acción.

Después de bendecir, el Señor parte el pan y lo da a los discípulos. Partir el pan es el gesto del padre de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped, y se le permite participar en la propia vida. Dividir, com-partir, es unir. A través del compartir se crea comunión. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo. El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte. Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6,51). El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. Esta transformación, sin embargo, quiere ser el comienzo de la transformación del mundo. Para que llegue a ser un mundo de resurrección, un mundo de Dios. Sí, se trata de transformación. Del hombre nuevo y del mundo nuevo que comienzan en el pan consagrado, transformado, transustanciado.

Hemos dicho que partir el pan es un gesto de comunión, de unir mediante el compartir. Así, en el gesto mismo se alude ya a la naturaleza íntima de la Eucaristía: ésta es agape, es amor hecho corpóreo. En la palabra «agape», se compenetran los significados de Eucaristía y amor. En el gesto de Jesús que parte el pan, el amor que se comparte ha alcanzado su extrema radicalidad: Jesús se deja partir como pan vivo. En el pan distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo vemos que la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el agape litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo.

Después del pan, Jesús toma el cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor da a los discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En él se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa rebosa» (v. Ps 23,5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del Salmo como una profecía que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos prepara la mesa en medio de las amenazas de este mundo, y nos da el cáliz glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta verdadera que todos anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa la boda: ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte. En las palabras de la última Cena de Jesús y en el Canon de la Iglesia, el misterio solemne de la boda se esconde bajo la expresión «novum Testamentum». Este cáliz es el nuevo Testamento, «la nueva Alianza sellada con mi sangre», según la palabra de Jesús sobre el cáliz, que Pablo transmite en la segunda lectura de hoy (cf. 1Co 11,25). El Canon Romano añade: «de la alianza nueva y eterna», para expresar la indisolubilidad del vínculo nupcial de Dios con la humanidad. El motivo por el cual las traducciones antiguas de la Biblia no hablan de Alianza, sino de Testamento, es que no se trata de dos contrayentes iguales quienes la establecen, sino que entra en juego la infinita distancia entre Dios y el hombre. Lo que nosotros llamamos nueva y antigua Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino un mero don de Dios, que nos deja como herencia su amor, a sí mismo. Y ciertamente, a través de este don de su amor Él, superando cualquier distancia, nos convierte verdaderamente en partner y se realiza el misterio nupcial del amor.

Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario. Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz (cf. ThWNT II 105-137). ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más aún, Él crea una “consanguinidad” entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús, por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos de su paz y, así, también en comunión unos con otros.

Sin embargo, ahora surge aún otra pregunta. En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede hacerlo? Todavía está físicamente presente entre ellos, está ante ellos. La respuesta es que, en aquella hora, Jesús cumple lo que previamente había anunciado en el discurso sobre el Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (cf. Jn 10,18). Nadie puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión y la resurrección. Lo que, por decirlo así, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir para siempre.

Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén.



CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL

Basílica de San Pedro, Sábado Santo 11 de abril de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

San Marcos nos relata en su Evangelio que los discípulos, bajando del monte de la Transfiguración, discutían entre ellos sobre lo quería decir «resucitar de entre los muertos» (cf.
Mc 9,10). Antes, el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección a los tres días. Pedro había protestado ante el anuncio de la muerte. Pero ahora se preguntaban qué podía entenderse con el término «resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros? La Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida hasta cierto punto comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar la noche de Belén, la alegría de María, de san José y de los pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué es? No entra en el ámbito de nuestra experiencia y, así, el mensaje muchas veces nos parece en cierto modo incomprensible, como una cosa del pasado. La Iglesia trata de hacérnoslo comprender traduciendo este acontecimiento misterioso al lenguaje de los símbolos, en los que podemos contemplar de alguna manera este acontecimiento sobrecogedor. En la Vigilia Pascual nos indica el sentido de este día especialmente mediante tres símbolos: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya.

Primero la luz. La creación de Dios —lo acabamos de escuchar en el relato bíblico— comienza con la expresión: «Que exista la luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida, el caos puede transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen más inmediata de Dios: Él es todo Luminosidad, Vida, Verdad, Luz. En la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación como profecía. En la resurrección se realiza del modo más sublime lo que este texto describe como el principio de todas las cosas. Dios dice de nuevo: «Que exista la luz». La resurrección de Jesús es un estallido de luz. Se supera la muerte, el sepulcro se abre de par en par. El Resucitado mismo es Luz, la luz del mundo. Con la resurrección, el día de Dios entra en la noche de la historia. A partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.

Tratemos de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz? En el Antiguo Testamento, se consideraba a la Torah como la luz que procede de Dios para el mundo y la humanidad. Separa en la creación la luz de las tinieblas, es decir, el bien del mal. Indica al hombre la vía justa para vivir verdaderamente. Le indica el bien, le muestra la verdad y lo lleva hacia el amor, que es su contenido más profundo. Ella es «lámpara para mis pasos» y «luz en el sendero» (cf. Ps 119,105). Además, los cristianos sabían que en Cristo está presente la Torah, que la Palabra de Dios está presente en Él como Persona. La Palabra de Dios es la verdadera Luz que el hombre necesita. Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19 compara la Torah con el sol que, al surgir, manifiesta visiblemente la gloria de Dios en todo el mundo. Los cristianos entienden: sí, en la resurrección, el Hijo de Dios ha surgido como Luz del mundo. Cristo es la gran Luz de la que proviene toda vida. Él nos hace reconocer la gloria de Dios de un confín al otro de la tierra. Él nos indica la senda. Él es el día de Dios que ahora, avanzando, se difunde por toda la tierra. Ahora, viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz.

En la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de luz de Cristo con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez luz y calor. El simbolismo de la luz se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: verdad y amor van unidos. El cirio pascual arde y, al arder, se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al mundo. Todos nosotros encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las de los recién bautizados, a los que, en este Sacramento, se les pone la luz de Cristo en lo más profundo de su corazón. La Iglesia antigua ha calificado el Bautismo como fotismos, como Sacramento de la iluminación, como una comunicación de luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de Cristo. En el Bautismo, Dios dice al bautizando: «Recibe la luz». El bautizando es introducido en la luz de Cristo. Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos a entender. Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir. Cuánta compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir? ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos? ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan o exigirles algo que quizás no se les debe imponer? Él es la Luz. El cirio bautismal es el símbolo de la iluminación que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora, también san Pablo nos habla muy directamente. En la Carta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como lumbreras del mundo (cf. Ph 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo.

El segundo símbolo de la Vigilia Pascual — la noche del Bautismo — es el agua. Aparece en la Sagrada Escritura y, por tanto, también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo en dos sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza constante, pero al que Dios ha puesto un límite. Por eso, el Apocalipsis dice que en el mundo nuevo de Dios ya no habrá mar (cf. Ap 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso se convierte en la representación simbólica de la muerte en cruz de Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte, como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la vida. Esto significa que el Bautismo no es sólo un lavacro, sino un nuevo nacimiento: con Cristo es como si descendiéramos en el mar de la muerte, para resurgir como criaturas nuevas.

El otro modo en que aparece el agua es como un manantial fresco, que da la vida, o también como el gran río del que proviene la vida. Según el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía administrar el Bautismo con agua fresca de manantial. Sin agua no hay vida. Impresiona la importancia que tienen los pozos en la Sagrada Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al pozo de Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua de la vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el definitivo, que abre a la humanidad el pozo que ella espera: ese agua que da la vida y que nunca se agota (cf. Jn 4,5 Jn 4,15). San Juan nos dice que un soldado golpeó con una lanza el costado de Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34). La Iglesia antigua ha visto aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido Él mismo en el manantial. El profeta Ezequiel percibió en una visión el Templo nuevo del que brota un manantial que se transforma en un gran río que da la vida (cf. Ez 47,1-12): en una Tierra que siempre sufría la sequía y la falta de agua, ésta era una gran visión de esperanza. El cristianismo de los comienzos entendió que esta visión se ha cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es la fuente de agua viva. De Él brota el gran río que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo, el gran río de agua viva, su Evangelio que fecunda la tierra. Pero Jesús ha profetizado en un discurso durante la Fiesta de las Tiendas algo más grande aún. Dice: «El que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). En el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz, sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto modo sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de un manantial. No hemos de pensar sólo en los grandes personajes, como Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Madre Teresa de Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la historia realmente ríos de agua viva. Gracias a Dios, las encontramos continuamente también en nuestra vida cotidiana: personas que son una fuente. Ciertamente, conocemos también lo opuesto: gente de la que promana un vaho como el de un charco de agua putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos al Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su verdad y de su amor.

El tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular, y concierne al hombre mismo. Es el cantar el canto nuevo, el aleluya. Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla. Pero, ¿qué sucede cuando el hombre se ve alcanzado por la luz de la resurrección y, de este modo, entra en contacto con la Vida misma, con la Verdad y con el Amor? Simplemente, que no basta hablar de ello. Hablar no es suficiente. Tiene que cantar. En la Biblia, la primera mención de este cantar se encuentra después de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud. Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción del pueblo a este gran acontecimiento de salvación con la expresión: «El pueblo creyó en el Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex 14,31). Sigue a continuación la segunda reacción, que se desprende de la primera como una especie de necesidad interior: «Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron un cántico al Señor». En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos después de la tercera lectura este canto, lo entonamos como nuestro cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido rescatados del agua y liberados para la vida verdadera.

La historia del canto de Moisés tras la liberación de Israel de Egipto y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente en el Apocalipsis de san Juan. Antes del comienzo de las últimas siete plagas a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece «una especie de mar de vidrio veteado de fuego; en la orilla estaban de pie los que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número que es cifra de su nombre: tenían en sus manos las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2 s). Con esta imagen se describe la situación de los discípulos de Jesucristo en todos los tiempos, la situación de la Iglesia en la historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación contradictoria en sí misma. Por un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del Mar Rojo. En un mar que, paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe quizás la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través del fuego y del frío? Considerándolo humanamente, debería hundirse. Pero mientras aún camina por este Mar Rojo, canta, entona el canto de alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a fin de cuentas debería hundirse, la Iglesia entona el canto de acción de gracias de los salvados. Está sobre las aguas de muerte de la historia y, no obstante, ya ha resucitado. Cantando, se agarra a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas. Y sabe que, con eso, está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de gravedad de la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro modo, no podría escapar—, sostenida y atraída por la nueva fuerza de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el momento, la Iglesia y todos nosotros nos encontramos entre los dos campos de gravitación. Pero desde que Cristo ha resucitado, la gravitación del amor es más fuerte que la del odio; la fuerza de gravedad de la vida es más fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es ésta realmente la situación de la Iglesia de todos los tiempos, nuestra propia situación? Siempre se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada. San Pablo ha descrito así esta situación: «Somos... los moribundos que están bien vivos» (2Co 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya ahora el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados: ¡aleluya! Amén.




Benedicto XVI Homilias 50409