Benedicto XVI Homilias 12049

Domingo de Pascua, 12 de abril de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

«Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua» (
1Co 5,7). Resuena en este día la exclamación de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un texto que se remonta a veinte años apenas después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis impresionante —como es típico de algunas expresiones paulinas— la plena conciencia de la novedad cristiana. El símbolo central de la historia de la salvación — el cordero pascual — se identifica aquí con Jesús, llamado precisamente «nuestra Pascua». La Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica. En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios «inmolado» en la cruz para quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente en la hora en que se acostumbraba a inmolar los corderos en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo, lo había anticipado Él mismo durante la Última Cena, poniéndose en el lugar —bajo las especies del pan y el vino— de los elementos rituales de la cena de la Pascua. Así, podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la tradición de la antigua Pascua y la ha transformado en su Pascua.

A partir de este nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende también la interpretación de san Pablo sobre los «ázimos». El Apóstol se refiere a una antigua costumbre judía, según la cual en la Pascua había que limpiar la casa hasta de las migajas de pan fermentado. Eso formaba parte del recuerdo de lo que había pasado con los antepasados en el momento de su huída de Egipto: teniendo que salir a toda prisa del país, llevaron consigo solamente panes sin levadura. Pero, al mismo tiempo, «los ázimos» eran un símbolo de purificación: eliminar lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ahora, como explica san Pablo, también esta antigua tradición adquiere un nuevo sentido, precisamente a partir del nuevo «éxodo» que es el paso de Jesús de la muerte a la vida eterna. Y puesto que Cristo, como el verdadero Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por nosotros, también nosotros, sus discípulos —gracias a Él y por medio de Él— podemos y debemos ser «masa nueva», «ázimos», liberados de todo residuo del viejo fermento del pecado: ya no más malicia y perversidad en nuestro corazón.

«Así, pues, celebremos la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad». Esta exhortación de san Pablo con que termina la breve lectura que se ha proclamado hace poco, resuena aún más intensamente en el contexto del Año Paulino. Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación del Apóstol; abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna. En la secuencia pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol, hemos cantado: «Scimus Christum surrexisse / a mortuis vere» —sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda. Sí, éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién podrá privarnos de su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte? Que el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya.Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida «ázimo», simple, humilde, y fecundo de buenas obras. «Surrexit Christus spes mea: / precedet vos in Galileam» — ¡Resucitó de veras mi esperanza! Venid a Galilea, el Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del mundo. Él es nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.




SANTA MISA PARA LA COMISIÓN CENTRAL ORGANIZADORA DEL VI ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

Capilla Redemptoris Mater. Jueves 23 de abril de 2009

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Queridos amigos:

Hace poco, hemos dicho en el Salmo responsorial: «Bendigo al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca» (Salmo 33). Lo alabamos hoy por el VI Encuentro Mundial de las Familias, celebrado felizmente en la Ciudad de México el pasado mes de enero, y a cuya organización y desarrollo ustedes han participado de diversos modos. Se lo agradezco de corazón. Saludo también cordialmente a los señores cardenales Ennio Antonelli, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, y al Arzobispo Primado de México, Norberto Rivera Carrera, que preside esta peregrinación a Roma.

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles hemos escuchado de labios de san Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (
Ac 5,29). Esto concuerda plenamente con lo que nos dice el Evangelio de Juan: «El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo, no verá la vida» (Jn 3,36). Así, pues, la Palabra de Dios nos habla de una obediencia que no es simple sujeción, ni un simple cumplimiento de mandatos, sino que nace de una íntima comunión con Dios y consiste en una mirada interior que sabe discernir aquello que «viene de lo alto» y «está por encima de todo». Es fruto del Espíritu Santo que Dios concede «sin medida».

Queridos amigos, nuestros contemporáneos necesitan descubrir esta obediencia, que no es teórica sino vital; que es un optar por unas conductas concretas, basadas en la obediencia al querer de Dios, que nos hacen ser plenamente libres. Las familias cristianas con su vida doméstica, sencilla y alegre, compartiendo día a día las alegrías, esperanzas y preocupaciones, vividas a la luz de la fe, son escuelas de obediencia y ámbito de verdadera libertad. Lo saben bien los que han vivido su matrimonio según los planes de Dios durante largos años, como alguno de los presentes, comprobando la bondad del Señor que nos ayuda y alienta.

En la Eucaristía Cristo está realmente presente; es el pan que baja de lo alto para reparar nuestras fuerzas y afrontar el esfuerzo y la fatiga del camino. Él está a nuestro lado. Que Él sea el mejor amigo también de quien hoy recibe la primera comunión, trasformando su interior para que sea testigo entusiasta de Él ante los demás.

Prosigamos ahora nuestra celebración eucarística invocando la amorosa intercesión de nuestra Madre del cielo, Nuestra Señora de Guadalupe, para que recibamos a Jesús y tengamos vida y, fortalecidos con el pan Eucarístico, seamos servidores de la verdadera alegría para el mundo. Amén.



MISA DE CANONIZACIÓN - Arcángel Tadini (1846-1912) Bernardo Tolomei (1272-1348)

Nuno de Santa María Álvares Pereira (1360-1431) Gertrudis Comensoli (1847-1903) Catalina Volpicelli (1839-1894)

Plaza de San Pedro, Domingo 26 de abril de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

En este tercer domingo del tiempo pascual, la liturgia pone una vez más en el centro de nuestra atención el misterio de Cristo resucitado. Victorioso sobre el mal y sobre la muerte, el Autor de la vida, que se inmoló como víctima de expiación por nuestros pecados, "no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre" (Prefacio pascual,III). Dejemos que nos inunde interiormente el resplandor pascual que irradia este gran misterio y, con el salmo responsorial, imploremos: "Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro".

La luz del rostro de Cristo resucitado resplandece hoy sobre nosotros particularmente a través de los rasgos evangélicos de los cincos beatos que en esta celebración son inscritos en el catálogo de los santos: Arcángel Tadini, Bernardo Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira, Gertrudis Comensoli y Catalina Volpicelli. De buen grado me uno al homenaje que les rinden los peregrinos de varias naciones aquí reunidos, a los que dirijo un cordial saludo. Las diversas vicisitudes humanas y espirituales de estos nuevos santos nos muestran la renovación profunda que realiza en el corazón del hombre el misterio de la resurrección de Cristo; misterio fundamental que orienta y guía toda la historia de la salvación. Por tanto, con razón, la Iglesia nos invita siempre, y de modo especial en este tiempo pascual, a dirigir nuestra mirada a Cristo resucitado, realmente presente en el sacramento de la Eucaristía.

En la página evangélica, san Lucas refiere una de las apariciones de Jesús resucitado (cf.
Lc 24,35-48). Precisamente al inicio del pasaje, el evangelista comenta que los dos discípulos de Emaús, habiendo vuelto de prisa a Jerusalén, contaron a los Once cómo lo habían reconocido "al partir el pan" (Lc 24,35). Y, mientras estaban contando la extraordinaria experiencia de su encuentro con el Señor, él "se presentó en medio de ellos" (v. Lc 24,36). A causa de esta repentina aparición, los Apóstoles se atemorizaron y asustaron hasta tal punto que Jesús, para tranquilizarlos y vencer cualquier titubeo y duda, les pidió que lo tocaran —no era una fantasma, sino un hombre de carne y hueso—, y después les pidió algo para comer.

Una vez más, como había sucedido con los dos discípulos de Emaús, Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos en la mesa, mientras come con los suyos, ayudándoles a comprender las Escrituras y a releer los acontecimientos de la salvación a la luz de la Pascua. Les dice: "Es necesario que se cumpla todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí" (v. Lc 24,44). Y los invita a mirar al futuro: "En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos" (v. Lc 24,47).

Toda comunidad revive esta misma experiencia en la celebración eucarística, especialmente en la dominical. La Eucaristía, lugar privilegiado en el que la Iglesia reconoce "al autor de la vida" (cf. Ac 3,15), es "la fracción del pan", como se llama en los Hechos de los Apóstoles. En ella, mediante la fe, entramos en comunión con Cristo, que es "sacerdote, víctima y altar" (cf. Prefacio pascual v) y está en medio de nosotros. En torno a él nos reunimos para recordar sus palabras y los acontecimientos contenidos en la Escritura; revivimos su pasión, muerte y resurrección. Al celebrar la Eucaristía, comulgamos a Cristo, víctima de expiación, y de él recibimos perdón y vida.

¿Qué sería de nuestra vida de cristianos sin la Eucaristía? La Eucaristía es la herencia perpetua y viva que nos dejó el Señor en el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, en el que debemos reflexionar y profundizar constantemente para que, como afirmó el venerado Papa Pablo VI, pueda "imprimir su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal" (Insegnamenti, V, 1967, p. 779). Los santos a los que hoy veneramos, alimentados con el Pan eucarístico, cumplieron su misión de amor evangélico en los diversos campos en los que actuaron con sus carismas peculiares.
Pasaba largas horas en oración ante la Eucaristía san Arcángel Tadini, quien, teniendo siempre en cuenta en su ministerio pastoral a la persona humana en su totalidad, ayudaba a sus parroquianos a crecer humana y espiritualmente. Este santo sacerdote, este santo párroco, hombre totalmente de Dios, dispuesto en toda circunstancia a dejarse guiar por el Espíritu Santo, al mismo tiempo estaba atento a descubrir las necesidades del momento y a encontrarles remedio. Con este fin puso en marcha muchas iniciativas concretas y valientes, como la organización de la "Sociedad obrera católica de socorro mutuo", la construcción de la hilandería y de la casa de acogida para las obreras, y la fundación, en 1900, de la "congregación de las Religiosas Obreras de la Santa Casa de Nazaret", con la finalidad de evangelizar el mundo del trabajo compartiendo la fatiga, siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret.

¡Qué profética fue la intuición carismática de don Tadini y qué actual sigue siendo su ejemplo también hoy, en una época de grave crisis económica! Él nos recuerda que sólo cultivando una constante y profunda relación con el Señor, especialmente en el sacramento de la Eucaristía, podemos ser capaces de llevar después el fermento del Evangelio a las diversas actividades laborales y a todos los ámbitos de nuestra sociedad.

También en san Bernardo Tolomei, iniciador de un singular movimiento monástico benedictino, destaca el amor a la oración y al trabajo manual. Vivió una existencia eucarística, dedicada totalmente a la contemplación, que se traducía en servicio humilde al prójimo. Por su singular espíritu de humildad y de acogida fraterna, los monjes lo reeligieron abad durante veintisiete años consecutivos, hasta su muerte. Además, para garantizar el futuro de su obra, obtuvo de Clemente VI, el 21 de enero de 1344, la aprobación pontificia de la nueva congregación benedictina, llamada de "Santa María de Monte Oliveto".

Con ocasión de la gran epidemia de peste de 1348, dejó la soledad de Monte Oliveto para ir al monasterio de San Benito en Porta Tufi, en Siena, a fin de asistir a sus monjes contagiados por la enfermedad, y él mismo murió víctima del contagio, como auténtico mártir de la caridad. El ejemplo de este santo nos invita a traducir nuestra fe en una vida dedicada a Dios en la oración y entregada al servicio del prójimo con el impulso de una caridad dispuesta incluso al sacrificio supremo.

"Sabedlo: el Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor me escuchará cuando lo invoque" (Ps 4,4). Estas palabras del Salmo responsorial expresan el secreto de la vida del bienaventurado Nuno de Santa María, héroe y santo de Portugal. Los setenta años de su vida se enmarcan en la segunda mitad del siglo XIV y la primera del siglo XV, cuando esa nación consolidó su independencia de Castilla y se extendió después a los océanos —no sin un designio particular de Dios—, abriendo nuevas rutas para favorecer la llegada del Evangelio de Cristo hasta los confines de la tierra.

San Nuno se sintió instrumento de este designio superior y se enroló en la militia Christi, o sea, en el servicio de testimonio que todo cristiano está llamado a dar en el mundo. Sus características fueron una intensa vida de oración y una confianza absoluta en el auxilio divino. Aunque era un óptimo militar y un gran jefe, nunca permitió que sus dotes personales se sobrepusieran a la acción suprema que venía de Dios.

San Nuno se esforzaba por no poner obstáculos a la acción de Dios en su vida, imitando a la Virgen, de la que era muy devoto y a la que atribuía públicamente sus victorias. En el ocaso de su vida, se retiró al convento del Carmen, que él mismo había mandado construir. Me siento feliz de señalar a toda la Iglesia esta figura ejemplar, especialmente por una vida de fe y de oración en contextos aparentemente poco favorables a ella, lo cual prueba que en cualquier situación, incluso de carácter militar y bélico, es posible actuar y realizar los valores y los principios de la vida cristiana, sobre todo si esta se pone al servicio del bien común y de la gloria de Dios.

Santa Gertrudis Comensoli sintió desde la niñez una atracción particular por Jesús presente en la Eucaristía. Adorar a Cristo Eucaristía se convirtió en el fin principal de su vida; casi podríamos decir que fue la condición habitual de su existencia. Ante la Eucaristía santa Gertrudis comprendió su vocación y su misión en la Iglesia: dedicarse sin reservas a la acción apostólica y misionera, especialmente en favor de la juventud. Así, nació, por obediencia al Papa León XIII, su instituto, para traducir la "caridad contemplada" en Cristo Eucaristía en "caridad vivida" dedicándose al prójimo necesitado.

En una sociedad desorientada y a menudo herida, como la nuestra, a una juventud como la de nuestros tiempos, que busca valores y un sentido para su existencia, santa Gertrudis indica como punto firme de referencia al Dios que en la Eucaristía se ha hecho nuestro compañero de viaje. Nos recuerda que "la adoración debe prevalecer sobre todas las obras de caridad", porque del amor a Cristo muerto y resucitado, realmente presente en el sacramento de la Eucaristía, brota la caridad evangélica que nos impulsa a considerar hermanos a todos los hombres.

También fue testigo del amor divino Catalina Volpicelli, que se esforzó por "ser de Cristo, para llevar a Cristo" a cuantos encontró en Nápoles a fines del siglo xix, en un tiempo de crisis espiritual y social. También para ella el secreto fue la Eucaristía. A sus primeras colaboradoras les recomendaba cultivar una intensa vida espiritual en la oración y, sobre todo, el contacto vital con Jesús Eucaristía. Esta es también hoy la condición para proseguir la obra y la misión que inició y dejó como legado a las "Esclavas del Sagrado Corazón".

Para ser auténticas educadoras en la fe, deseosas de transmitir a las nuevas generaciones los valores de la cultura cristiana —solía repetir—, es indispensable liberar a Dios de las prisiones en las que lo han confinado los hombres. Sólo en el Corazón de Cristo la humanidad puede encontrar su "morada estable". Santa Catalina muestra a sus hijas espirituales, y a todos nosotros, el camino exigente de una conversión que cambie radicalmente el corazón y se traduzca en acciones coherentes con el Evangelio. Así es posible poner las bases para construir una sociedad abierta a la justicia y a la solidaridad, superando el desequilibrio económico y cultural que sigue existiendo en gran parte de nuestro planeta.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza en Arcángel Tadini, Bernardo Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira, Gertrudis Comensoli y Catalina Volpicelli. Dejémonos atraer por sus ejemplos, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que también nuestra existencia se convierta en un canto de alabanza a Dios, a ejemplo de Jesús, adorado con fe en el misterio eucarístico y servido con generosidad en nuestro prójimo. Que nos obtenga cumplir esta misión evangélica la intercesión materna de María, Reina de los santos, y de estos nuevos cinco luminosos ejemplos de santidad, que hoy veneramos con alegría. Amén.





JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

EN LA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL DE DIECINUEVE DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Basílica de San Pedro, IV Domingo de Pascua, 3 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Según una hermosa tradición, el domingo "del Buen Pastor" el Obispo de Roma se reúne con su presbiterio para la ordenación de nuevos sacerdotes de la diócesis. Cada vez es un gran don de Dios; es su gracia. Por tanto, despertemos en nosotros un profundo sentimiento de fe y agradecimiento al vivir esta celebración. En este clima me complace saludar al cardenal vicario Agostino Vallini, a los obispos auxiliares, a los demás hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y, con especial afecto, a vosotros, queridos diáconos candidatos al presbiterado, juntamente con vuestros familiares y amigos.

La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece abundantes sugerencias para la meditación: consideraré algunas, para que pueda proyectar una luz indeleble sobre el camino de vuestra vida y sobre vuestro ministerio.

"Jesús es la piedra; (...) no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (
Ac 4,11-12). En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles —la primera lectura—, impresiona y hace reflexionar esta singular "homonimia" entre Pedro y Jesús: Pedro, que recibió su nuevo nombre de Jesús mismo, afirma que él, Jesús, es "la piedra". En efecto, la única roca verdadera es Jesús. El único nombre que salva es el suyo. El apóstol, y por tanto el sacerdote, recibe su propio "nombre", es decir, su propia identidad, de Cristo. Todo lo que hace, lo hace en su nombre. Su "yo" es totalmente relativo al "yo" de Jesús. En nombre de Cristo, y desde luego no en su propio nombre, el apóstol puede realizar gestos de curación de los hermanos, puede ayudar a los "enfermos" a levantarse y volver a caminar (cf. Ac 4,10).

En el caso de Pedro, el milagro que acaba de realizar manifiesta esto de modo evidente. Y también la referencia a lo que dice el Salmo es esencial: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Ps 117,22). Jesús fue "desechado", pero el Padre lo prefirió y lo puso como cimiento del templo de la Nueva Alianza. Así, el apóstol, como el sacerdote, experimenta a su vez la cruz, y sólo a través de ella llega a ser verdaderamente útil para la construcción de la Iglesia. Dios quiere construir su Iglesia con personas que, siguiendo a Jesús, ponen toda su confianza en Dios, como dice el mismo Salmo: "Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes" (Ps 117,8-9).

Al discípulo le toca la misma suerte del Maestro, que, en última instancia, es la suerte inscrita en la voluntad misma de Dios Padre. Jesús lo confesó al final de su vida, en la gran oración llamada "sacerdotal": "Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido" (Jn 17,25). También lo había afirmado antes: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11,27). Jesús experimentó sobre sí el rechazo de Dios por parte del mundo, la incomprensión, la indiferencia, la desfiguración del rostro de Dios. Y Jesús pasó el "testigo" a los discípulos: "Yo —dice también en su oración al Padre— les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26).

Por eso el discípulo, y especialmente el apóstol, experimenta la misma alegría de Jesús al conocer el nombre y el rostro del Padre; y comparte también su mismo dolor al ver que Dios no es conocido, que su amor no es correspondido. Por una parte exclamamos con alegría, como san Juan en su primera carta: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!"; y, por otra, constatamos con amargura: "El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él" (1Jn 3,1). Es verdad, y nosotros, los sacerdotes, lo experimentamos: el "mundo" —en la acepción que tiene este término en san Juan— no comprende al cristiano, no comprende a los ministros del Evangelio. En parte porque de hecho no conoce a Dios, y en parte porque no quiere conocerlo. El mundo no quiere conocer a Dios, para que no lo perturbe su voluntad, y por eso no quiere escuchar a sus ministros; eso podría ponerlo en crisis.

Aquí es necesario prestar atención a una realidad de hecho: este "mundo", interpretado en sentido evangélico, asecha también a la Iglesia, contagiando a sus miembros e incluso a los ministros ordenados. Bajo la palabra "mundo" san Juan indica y quiere aclarar una mentalidad, una manera de pensar y de vivir que puede contaminar incluso a la Iglesia, y de hecho la contamina; por eso requiere vigilancia y purificación constantes. Hasta que Dios no se manifieste plenamente, sus hijos no serán plenamente "semejantes a él" (1Jn 3,2). Estamos "en" el mundo y corremos el riesgo de ser también "del" mundo, mundo en el sentido de esta mentalidad. Y, de hecho, a veces lo somos.
Por eso Jesús, al final, no rogó por el mundo —también aquí en ese sentido—, sino por sus discípulos, para que el Padre los protegiera del maligno y fueran libres y diferentes del mundo, aun viviendo en el mundo (cf. Jn 17,9 Jn 17,15). En aquel momento, al final de la última Cena, Jesús elevó al Padre la oración de consagración por los Apóstoles y por todos los sacerdotes de todos los tiempos, cuando dijo: "Conságralos en la verdad" (Jn 17,17). Y añadió: "Por ellos me consagro yo, para que ellos también sean consagrados en la verdad" (Jn 17,19).

Ya comenté estas palabras de Jesús en la homilía de la Misa Crismal, el pasado Jueves santo. Hoy me remito a esa reflexión, haciendo referencia al evangelio del buen pastor, donde Jesús declara: "Yo doy mi vida por las ovejas" (Jn 10,15 Jn 10,17 Jn 10,18).

Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en esta entrega de Cristo, mediante el sacramento del Orden, y entrar con todo su ser. Jesús dio la vida por todos, pero de modo particular se consagró por aquellos que el Padre le había dado, para que fueran consagrados en la verdad, es decir, en él, y pudieran hablar y actuar en su nombre, representarlo, prolongar sus gestos salvíficos: partir el Pan de la vida y perdonar los pecados. Así, el buen Pastor dio su vida por todas las ovejas, pero la dio y la da de modo especial a aquellas que él mismo, "con afecto de predilección", ha llamado y llama a seguirlo por el camino del servicio pastoral.

Además, Jesús rogó de manera singular por Simón Pedro, y se sacrificó por él, porque un día, a orillas del lago Tiberíades, debía decirle: "Apacienta mis ovejas" (Jn 21,16-17). De modo análogo, todo sacerdote es destinatario de una oración personal de Cristo, y de su mismo sacrificio, y sólo en cuanto tal está habilitado para colaborar con él en el apacentamiento de la grey, que compete de modo total y exclusivo al Señor.

Aquí quiero tocar un punto que me interesa de manera particular: la oración y su relación con el servicio. Hemos visto que ser ordenado sacerdote significa entrar de modo sacramental y existencial en la oración de Cristo por los "suyos". De ahí deriva para nosotros, los presbíteros, una vocación particular a la oración, en sentido fuertemente cristocéntrico: estamos llamados a "permanecer" en Cristo —como suele repetir el evangelista san Juan (cf. Jn 1,35-39 Jn 15,4-10)—, y este permanecer en Cristo se realiza de modo especial en la oración. Nuestro ministerio está totalmente vinculado a este "permanecer" que equivale a orar, y de él deriva su eficacia.

Desde esta perspectiva debemos pensar en las diversas formas de oración de un sacerdote, ante todo en la santa misa diaria. La celebración eucarística es el acto de oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que reciben su "savia" también las otras formas: la liturgia de las Horas, la adoración eucarística, la lectio divina, el santo rosario y la meditación. Todas estas formas de oración, que tienen su centro en la Eucaristía, hacen que en la jornada del sacerdote, y en toda su vida, se realicen las palabras de Jesús: "Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas" (Jn 10,14-15).

En efecto, este "conocer" y "ser conocido" en Cristo, y mediante él en la santísima Trinidad, es la realidad más verdadera y más profunda de la oración. El sacerdote que ora mucho, y que ora bien, se va desprendiendo progresivamente de sí mismo y se une cada vez más a Jesús, buen Pastor y Servidor de los hermanos. Al igual que él, también el sacerdote "da su vida" por las ovejas que le han sido encomendadas. Nadie se la quita: él mismo la da, en unión con Cristo Señor, que tiene el poder de dar su vida y el poder de recuperarla no sólo para sí, sino también para sus amigos, unidos a él por el sacramento del Orden. Así, la misma vida de Cristo, Cordero y Pastor, se comunica a toda la grey mediante los ministros consagrados.

Queridos diáconos, que el Espíritu Santo grabe esta divina Palabra, que he comentado brevemente, en vuestro corazón, para que dé frutos abundantes y duraderos. Lo pedimos por intercesión de los apóstoles san Pedro y san Pablo, así como de san Juan María Vianney, el cura de Ars, bajo cuyo patrocinio he puesto el próximo Año sacerdotal. Os lo obtenga la Madre del buen Pastor, María santísima. En todas las circunstancias de vuestra vida contempladla a ella, estrella de vuestro sacerdocio. Como a los sirvientes en las bodas de Caná, también a vosotros María os repite: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Siguiendo el ejemplo de la Virgen, sed siempre hombres de oración y de servicio, para llegar a ser, en el ejercicio fiel de vuestro ministerio, sacerdotes santos según el corazón de Dios.


PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA

(8-15 DE MAYO DE 2009)


CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS, SEMINARISTAS Y MOVIMIENTOS ECLESIALES

Catedral greco-melquita de San Jorge - Ammán, Sábado 9 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Para mí es una gran alegría celebrar las Vísperas con vosotros esta tarde en la catedral greco-melquita de San Jorge. Saludo cordialmente a Su Beatitud Gregorios III Laham, patriarca greco-melquita, que se ha unido a nosotros desde Damasco; al arzobispo emérito Georges El-Murr; y a su excelencia Yaser Ayyach, arzobispo de Petra y Filadelfia, a quien agradezco sus amables palabras de bienvenida, a las que con gusto correspondo con sentimientos de respeto.

Saludo también a los jefes de las demás Iglesias católicas presentes en Oriente: maronita, siria, armenia, caldea y latina. A todos vosotros, así como a los sacerdotes, a las religiosas y a los religiosos, a los seminaristas y a los fieles laicos aquí reunidos esta tarde les expreso mi sincero agradecimiento por haberme brindado esta oportunidad de rezar con vosotros y de experimentar algo de la riqueza de nuestras tradiciones litúrgicas.

La Iglesia misma es un pueblo peregrino y como tal, a través de los siglos, ha estado marcado por acontecimientos históricos determinantes y por vicisitudes culturales decisivas. Por desgracia, algunas de ellas han incluido períodos de disputas teológicas o de represión. Sin embargo, ha habido momentos de reconciliación, que han fortificado admirablemente la comunión de la Iglesia, y tiempos de fecundo renacimiento cultural, al que han contribuido en gran medida los cristianos orientales. Las Iglesias particulares dentro de la Iglesia universal testimonian el dinamismo de su camino terreno y manifiestan a todos los fieles el tesoro de tradiciones espirituales, litúrgicas y eclesiásticas que indican la bondad universal de Dios y su voluntad, manifestada a lo largo de la historia, de atraer a todos hacia su vida divina.

El tesoro vivo de las antiguas tradiciones de las Iglesias orientales enriquece a la Iglesia universal y nunca se han de entender simplemente como objetos que hay que conservar pasivamente. Todos los cristianos están llamados a responder activamente al mandato del Señor —como lo hizo dramáticamente san Jorge, según la narración popular— de llevar a los demás a conocerlo y amarlo. En realidad, las vicisitudes de la historia han fortalecido a los miembros de las Iglesias particulares para afrontar esta tarea con energía y comprometerse decididamente en las realidades pastorales actuales.

La mayor parte de vosotros tiene vínculos antiguos con el Patriarcado de Antioquía, y de este modo vuestras comunidades están arraigadas aquí, en Oriente Próximo. Y, así como hace dos mil años en Antioquía los discípulos fueron llamados por primera vez cristianos, del mismo modo también hoy, como pequeñas minorías en comunidades esparcidas por estas tierras, también vosotros sois reconocidos como seguidores del Señor. Ciertamente, la manifestación pública de vuestra fe cristiana no se reduce a la solicitud espiritual que tenéis los unos por los otros y por vuestra gente, por más esencial que sea. Por el contrario, vuestras numerosas obras de caridad universal se extienden a todos los jordanos —musulmanes y de otras religiones— y también al gran número de refugiados que este reino acoge tan generosamente.

Queridos hermanos y hermanas, el primer Salmo (
Ps 103) que hemos rezado esta tarde nos presenta imágenes gloriosas de Dios, Creador generoso, activamente presente en su creación, que sostiene la vida con gran bondad y orden sabio, siempre dispuesto a renovar la faz de la tierra. Sin embargo, el pasaje de la epístola que acabamos de escuchar presenta un panorama diferente. Nos recuerda, no de manera amenazadora sino realista, la necesidad de vigilar, conscientes de las fuerzas del mal que actúan para crear oscuridad en nuestro mundo (cf. Ep 6,10-20). Algunos quizá sentirán la tentación de pensar que se da una contradicción; pero, reflexionando sobre nuestra experiencia humana ordinaria, reconocemos la lucha espiritual, advertimos la necesidad diaria de entrar en la luz de Cristo, de escoger la vida, de buscar la verdad.

De hecho, este ritmo —alejarnos del mal y ceñirnos con la fuerza del Señor— es lo que celebramos en cada bautismo: la entrada en la vida cristiana, el primer paso en la senda de los discípulos del Señor. Al recordar el bautismo que Cristo recibió de Juan en las aguas del Jordán, la comunidad reza para que quien va a ser bautizado sea rescatado del reino de la oscuridad y llevado al esplendor del reino de luz de Dios, y de este modo reciba el don de una vida nueva.

Este movimiento dinámico de la muerte a una vida nueva, de las tinieblas a la luz, de la desesperación a la esperanza, que experimentamos de manera tan dramática durante el Triduo sacro, y que se celebra con gran alegría en el tiempo de Pascua, nos asegura que la Iglesia misma sigue siendo joven. Está viva porque Cristo está vivo, porque de verdad ha resucitado. Vivificada por la presencia del Espíritu, avanza cada día llevando a los hombres y las mujeres al Señor de la vida.

Queridos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, queridos fieles laicos, nuestros respectivos papeles de servicio y misión dentro de la Iglesia son la respuesta incansable de un pueblo peregrino. Vuestras liturgias, vuestra disciplina eclesiástica y vuestro patrimonio espiritual son un testimonio vivo de vuestra tradición que se desarrolla. Amplificáis el eco de la primera proclamación del Evangelio, reaviváis los antiguos recuerdos de las obras de Dios, hacéis presentes sus gracias de salvación y difundís de nuevo los primeros resplandores de la luz pascual y las llamas crepitantes de Pentecostés.

De este modo, imitando a Cristo y a los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento, partimos para conducir al pueblo desde el desierto hacia el lugar de la vida, hacia el Señor que nos da la vida en abundancia. Esto caracteriza a todas vuestras obras apostólicas, cuya variedad y calidad son muy apreciadas. Desde los jardines de infancia hasta los centros de educación superior, desde los orfanatos hasta las casas de ancianos, desde el trabajo con los refugiados hasta la academia de música, las clínicas y los hospitales, el diálogo interreligioso y las iniciativas culturales, vuestra presencia en esta sociedad es un signo maravilloso de la esperanza que nos califica como cristianos.

Esta esperanza rebasa ampliamente los confines de nuestras comunidades cristianas. Con frecuencia descubrís que las familias de otras religiones, con las que trabajáis y a las que prestáis vuestro servicio de caridad universal, tienen preocupaciones y dificultades que superan los confines culturales y religiosos. Esto se nota especialmente en lo que se refiere a las esperanzas y aspiraciones de los padres para sus niños. ¿Qué padre o persona de buena voluntad no se sentiría turbado ante los influjos negativos tan penetrantes de nuestro mundo globalizado, incluidos los elementos destructivos de la industria de la diversión que con tanta insensibilidad explotan la inocencia y la fragilidad de las personas vulnerables y de los jóvenes? Sin embargo, con vuestros ojos fijos firmemente en Cristo, la luz que disipa todo mal, devuelve la inocencia perdida, y humilla el orgullo terreno, ofreceréis una magnífica visión de esperanza a todos los que encontréis y sirváis.

Deseo concluir con una palabra especial de aliento a los presentes que se están formando para el sacerdocio y la vida religiosa. Guiados por la luz del Señor resucitado, inflamados con su esperanza y revestidos de su verdad y amor, vuestro testimonio traerá abundantes bendiciones a quienes encontréis en vuestro camino. Esto mismo se aplica a todos los jóvenes cristianos jordanos: no tengáis miedo de dar vuestra contribución sabia, mesurada y respetuosa a la vida pública del reino. La auténtica voz de la fe siempre traerá integridad, justicia, compasión y paz.

Queridos amigos, con sentimientos de gran respeto por todos vosotros aquí reunidos conmigo en esta tarde en oración, os doy de nuevo las gracias por vuestras oraciones por mi ministerio de Sucesor de Pedro y os aseguro a vosotros y a cuantos están encomendados a vuestra solicitud pastoral un recuerdo en mi oración diaria.

Muchas gracias.




Benedicto XVI Homilias 12049