Benedicto XVI Homilias 9059

SANTA MISA

Estadio internacional de Ammán, Domingo 10 de mayo de 2009

10059
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Me alegra poder celebrar esta Eucaristía junto con vosotros al inicio de mi peregrinación a Tierra Santa. Ayer, desde las alturas del monte Nebo, me detuve a contemplar esta gran tierra, la tierra de Moisés, Elías y Juan Bautista, la tierra en la que las antiguas promesas de Dios se cumplieron con la llegada del Mesías, Jesús nuestro Señor. Esta tierra es testigo de su predicación y sus milagros, de su muerte y resurrección, y de la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia, el sacramento de una humanidad reconciliada y renovada. Meditando en el misterio de la fidelidad de Dios, oré para que la Iglesia en estas tierras sea confirmada en la esperanza y fortalecida en su testimonio de Cristo Resucitado, el Salvador de la humanidad. Verdaderamente, como san Pedro nos dice hoy en la primera lectura, "no hay, bajo el cielo, otro nombre dado a los hombres, por el que nosotros debamos salvarnos" (
Ac 4,12).

La alegre celebración del sacrificio eucarístico de hoy expresa la rica diversidad de la Iglesia católica en Tierra Santa. Os saludo a todos con afecto en el Señor. Agradezco a Su Beatitud Fouad Twal, patriarca latino de Jerusalén, sus amables palabras de bienvenida. Mi saludo se dirige también a los numerosos jóvenes de las escuelas católicas que hoy traen su entusiasmo a esta celebración eucarística.

En el pasaje evangélico que acabamos de escuchar Jesús proclama: "Yo soy el buen pastor..., que da su vida por las ovejas" (Jn 10,11). Como Sucesor de san Pedro, al que el Señor confió el cuidado de su rebaño (cf. Jn 21,15-17), esperaba desde hace mucho tiempo esta oportunidad de estar ante vosotros como testigo del Salvador resucitado y animaros a perseverar en la fe, la esperanza y la caridad, en fidelidad a las antiguas tradiciones y a la singular historia de testimonio cristiano que os une con la época de los Apóstoles. La comunidad católica aquí está profundamente afectada por las dificultades e incertidumbres que viven todos los habitantes de Oriente Medio. No olvidéis nunca la gran dignidad que deriva de vuestra herencia cristiana; y no dejéis de sentir la amorosa solidaridad de todos vuestros hermanos y hermanas en la Iglesia en todo el mundo.

"Yo soy el buen Pastor", nos dice el Señor, "conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí" (Jn 10,14). Hoy en Jordania celebramos la Jornada mundial de oración por las vocaciones. Al meditar en el Evangelio del buen Pastor, pidamos al Señor que abra cada vez más nuestro corazón y nuestra mente para escuchar su llamada. En verdad, Jesús "nos conoce" más profundamente de lo que nos conocemos a nosotros mismos, y tiene un plan para cada uno de nosotros. También sabemos que donde él nos llama encontraremos felicidad y realización personal, pues nos encontraremos a nosotros mismos (cf. Mt 10,39). Hoy invito a los numerosos jóvenes aquí presentes a considerar cómo el Señor los está llamando a seguirlo para construir su Iglesia. Sea en el ministerio sacerdotal, en la vida consagrada o en el sacramento del matrimonio, Jesús tiene necesidad de vosotros para hacer que se escuche su voz y para trabajar por el crecimiento de su reino.

En la segunda lectura de hoy, san Juan nos invita a "pensar en el gran amor con el cual el Padre nos ha amado" (cf. 1Jn 3,1), haciéndonos sus hijos adoptivos en Cristo. Al escuchar estas palabras debemos agradecer la experiencia del amor del Padre que hemos tenido en nuestras familias, desde el amor de nuestros padres y madres, abuelos, hermanos y hermanas. Durante la celebración de este Año de la familia, la Iglesia en toda Tierra Santa ha reflexionado sobre la familia como misterio de amor que da la vida, misterio incluido en el plan de Dios con una vocación y misión propia: irradiar el Amor divino que es el manantial y el cumplimiento último de todos los demás amores de nuestra vida.

Que cada familia cristiana crezca en la fidelidad a esta noble vocación de ser una verdadera escuela de oración, en la que los niños aprendan el amor sincero de Dios, maduren en la autodisciplina y en la atención a las necesidades de los demás, y en la que, modelados por la sabiduría que proviene de la fe, contribuyan a construir una sociedad cada vez más justa y fraterna. Las sólidas familias cristianas de estas tierras son una gran herencia recibida de las generaciones precedentes. Que las familias de hoy sean fieles a esta gran herencia y que nunca falte el apoyo material y moral que necesitan para desempeñar su papel insustituible al servicio de la sociedad.

Un aspecto importante de vuestra reflexión en este Año de la familia ha sido la particular dignidad, vocación y misión de las mujeres en el plan de Dios. ¡Cuánto debe la Iglesia en estas tierras al paciente testimonio de fe y amor de innumerables madres cristianas, religiosas, maestras, doctoras y enfermeras! ¡Cuánto debe vuestra sociedad a todas las mujeres que de diferentes maneras, a veces valientes, han dedicado su vida a construir la paz y a promover el amor! Desde las primeras páginas de la Biblia, vemos cómo el hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, están llamados a complementarse mutuamente como administradores de los dones de Dios y colaboradores suyos en comunicar su don de la vida, tanto física como espiritual, a nuestro mundo. Por desgracia, esta dignidad y misión dadas por Dios a las mujeres no siempre han sido suficientemente comprendidas y estimadas.

La Iglesia y la sociedad entera han caído en la cuenta de la urgencia con la que necesitamos lo que mi predecesor el Papa Juan Pablo II llamaba "el carisma profético" de las mujeres (cf. Mulieris dignitatem MD 29) como portadoras de amor, maestras de misericordia y constructoras de paz, que comunican calor y humanidad a un mundo que con frecuencia juzga el valor de la persona con criterios fríos de explotación y provecho. Con su testimonio público de respeto por las mujeres, y su defensa de la dignidad innata de toda persona humana, la Iglesia en Tierra Santa puede dar una importante contribución al desarrollo de una cultura de verdadera humanidad y a la construcción de la civilización del amor.

Queridos amigos, volvamos a las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy. Creo que contienen un mensaje especial para vosotros, su rebaño fiel, en estas tierras donde vivió. "El buen Pastor", nos dice, "da la vida por sus ovejas". Al inicio de la misa hemos pedido al Padre que nos "dé la fuerza para tener el valor de Cristo nuestro Pastor", el cual permaneció siempre fiel a la voluntad del Padre (cf. Colecta de la misa del cuarto domingo de Pascua). Que el valor de Cristo, nuestro pastor, os impulse y sostenga diariamente en vuestros esfuerzos por dar testimonio de la fe cristiana y por mantener la presencia de la Iglesia al cambiar el entramado social de estas antiguas tierras.

La fidelidad a vuestras raíces cristianas, la fidelidad a la misión de la Iglesia en Tierra Santa, exigen a cada uno de vosotros una valentía particular: la valentía de la convicción que nace de una fe personal, y no simplemente de una convención social o de una tradición familiar; la valentía de comprometerse en el diálogo y trabajar juntamente con los demás cristianos al servicio del Evangelio y en solidaridad con los pobres, los desplazados y las víctimas de profundas tragedias humanas; la valentía de construir nuevos puentes para hacer posible un fructuoso encuentro de personas de diferentes religiones y culturas y así enriquecer el entramado de la sociedad. Esto significa también dar testimonio del amor que nos impulsa a "dar" nuestra vida al servicio de los demás y así contrastar maneras de pensar que justifican la "supresión" de vidas inocentes.

"Yo soy el buen pastor; conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí" (Jn 10,14). Alegraos porque el Señor os ha hecho miembros de su rebaño y os conoce a cada uno por vuestro nombre. Seguidlo con alegría y dejaos guiar por él en todos vuestros caminos. Jesús sabe cuántos desafíos debéis afrontar, cuáles pruebas debéis soportar, y conoce el bien que hacéis en su nombre. Confiad en él, en su amor constante a todos los miembros de su rebaño, y perseverad en vuestro testimonio del triunfo de su amor. Que san Juan Bautista, patrono de Jordania, y María, Virgen y Madre, os sostengan con su ejemplo y su oración, y os conduzcan a la plenitud de la alegría en los eternos pastos, donde gozaremos para siempre de la presencia del buen Pastor y conoceremos para siempre la profundidad de su amor. Amén.


SANTA MISA

Valle de Josafat - Jerusalén, Martes 12 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

"¡Cristo ha resucitado, aleluya!". Con estas palabras os saludo con gran afecto. Agradezco al patriarca Fouad Twal las palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre, y ante todo expreso mi alegría por poder celebrar esta Eucaristía con vosotros, Iglesia en Jerusalén. Nos hemos reunido aquí, bajo el monte de los Olivos, donde nuestro Señor oró y sufrió, donde lloró por amor a esta ciudad y por el deseo de que conociera "el camino de la paz" (cf.
Lc 19,42), y donde regresó al Padre, dando su última bendición en la tierra a sus discípulos y a nosotros. Acojamos hoy esta bendición. Os la imparte de manera especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que estáis vinculados, en una línea ininterrumpida, con los primeros discípulos que se encontraron con el Señor resucitado al partir el pan, con los que experimentaron la efusión del Espíritu Santo en el Cenáculo y con los que se convirtieron por la predicación de san Pedro y de los demás Apóstoles. Saludo también a todos los presentes y, en particular, a los fieles de Tierra Santa que por varias razones no han podido estar hoy aquí con nosotros.

Como Sucesor de san Pedro, he seguido sus huellas para proclamar al Señor resucitado entre vosotros, confirmaros en la fe de vuestros padres e invocar sobre vosotros el consuelo que es don del Paráclito. Al estar ante vosotros hoy, deseo reconocer las dificultades, la frustración, el dolor y el sufrimiento que tantos de vosotros han soportado como consecuencia de los conflictos que han afligido a estas tierras, así como las amargas experiencias de desplazamiento que muchas de vuestras familias han conocido y —Dios no lo permita— pueden conocer aún.

Espero que mi presencia aquí sea un signo de que no os olvidamos, de que vuestra perseverante presencia y testimonio son preciosos a los ojos de Dios y constituyen un elemento para el futuro de estas tierras. Precisamente a causa de vuestras profundas raíces en estos lugares, de vuestra antigua y fuerte cultura cristiana y de vuestra inquebrantable confianza en las promesas de Dios, vosotros, los cristianos de Tierra Santa, no sólo estáis llamados a ser un faro de fe para la Iglesia universal, sino también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa.

En la segunda lectura de hoy, el apóstol san Pablo dice a los Colosenses: "Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios" (Col 3,1). Estas palabras resuenan con particular fuerza aquí, bajo el huerto de Getsemaní, donde Jesús aceptó el cáliz del sufrimiento en total obediencia a la voluntad del Padre, y donde, según la tradición, ascendió a la derecha del Padre para interceder continuamente por nosotros, miembros de su Cuerpo. San Pablo, el gran heraldo de la esperanza cristiana, experimentó el precio de esta esperanza, su costo en sufrimiento y persecución por el Evangelio, y nunca vaciló en su convicción de que la resurrección de Cristo era el inicio de una nueva creación. Como él nos dice: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,4).

La exhortación de san Pablo de "buscar las cosas de arriba" debe resonar constantemente en nuestro corazón. Sus palabras nos indican el cumplimiento de la visión de fe en esa Jerusalén celeste donde, de acuerdo con las antiguas profecías, Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y preparará un banquete de salvación para todos los pueblos (cf. Is 25,6-8 Ap 21,2-4).

Esta es la esperanza, esta es la visión que nos lleva a todos los que amamos esta Jerusalén terrestre a verla como una profecía y una promesa de la reconciliación y la paz universal que Dios desea para toda la familia humana. Tristemente, el hecho de estar bajo los muros de esta ciudad nos lleva a considerar cuán lejos está nuestro mundo del pleno cumplimiento de aquella profecía y promesa. En esta ciudad santa, donde la vida venció a la muerte, donde el Espíritu se derramó como primer fruto de la nueva creación, la esperanza sigue luchando contra la desesperación, la frustración y el cinismo, mientras la paz, que es don y llamamiento de Dios, sigue amenazada por el egoísmo, el conflicto, la división y el peso de las ofensas del pasado.

Por esta razón, la comunidad cristiana en esta ciudad que fue testigo de la resurrección de Cristo y de la efusión del Espíritu debe hacer todo lo posible por conservar la esperanza donada por el Evangelio, teniendo en gran aprecio la prenda de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, testimoniando la fuerza del perdón y manifestando la naturaleza más profunda de la Iglesia como signo y sacramento de una humanidad reconciliada, renovada y unificada en Cristo, el nuevo Adán.

Reunidos bajo los muros de esta ciudad sagrada para los seguidores de tres grandes religiones, ¿cómo no dirigir nuestro pensamiento a la vocación universal de Jerusalén? Esta vocación, anunciada por los profetas, también aparece como un hecho indiscutible, una realidad irrevocable, fundada en la historia compleja de esta ciudad y de su pueblo. Judíos, musulmanes y cristianos consideran esta ciudad como su casa espiritual. ¡Cuánto hay que hacer todavía para convertirla verdaderamente en una "ciudad de paz" para todos los pueblos, donde todos puedan venir en peregrinación buscando a Dios y escuchar su voz, "una voz que habla de paz"! (cf. Ps 85,8).

De hecho, Jerusalén ha sido siempre una ciudad en cuyas calles se hablan diversos idiomas, cuyas piedras son pisadas por gente de toda raza y lengua, cuyos muros son símbolo del cuidado providente de Dios para toda la familia humana. Como un microcosmos de nuestro mundo globalizado, esta ciudad, para vivir su vocación universal, debe ser un lugar que enseñe universalidad, respeto a los demás, diálogo y compresión mutua; un lugar donde el prejuicio, la ignorancia y el miedo que los alimenta, sean superados por la honradez, la integridad y la búsqueda de la paz. Entre estos muros no debería haber lugar para la mezquindad, la discriminación, la violencia y la injusticia. Los creyentes en un Dios de misericordia —sea que se declaren judíos, cristianos o musulmanes— deben ser los primeros en promover esta cultura de reconciliación y paz, por más lento que sea el proceso y por más agobiante que sea el peso de los recuerdos del pasado.

Aquí quiero referirme directamente a la trágica realidad —que nunca puede dejar de ser fuente de preocupación para todos aquellos que aman esta ciudad y esta tierra— de la partida de numerosos miembros de la comunidad cristiana en los últimos años. Aunque hay razones comprensibles que llevan a muchos, especialmente jóvenes, a emigrar, esta decisión trae consigo como consecuencia un gran empobrecimiento cultural y espiritual de la ciudad. Deseo repetir hoy lo que he dicho en otras ocasiones: en Tierra Santa hay lugar para todos. Mientras exhorto a las autoridades a respetar, sostener y valorar la presencia cristiana aquí, al mismo tiempo quiero aseguraros la solidaridad, el amor y el apoyo de toda la Iglesia y de la Santa Sede.

Queridos amigos, el Evangelio que acabamos de escuchar nos dice que san Pedro y san Juan corrieron a la tumba vacía, y que san Juan "vio y creyó" (Jn 20,8). Aquí, en Tierra Santa, con los ojos de la fe, vosotros, junto con los peregrinos de todo el mundo que llenan sus iglesias y santuarios, gozáis de la bendición de "ver" los lugares santificados por la presencia de Cristo, por su ministerio terreno, por su pasión, muerte y resurrección, y por el don de su Espíritu Santo. Aquí, como el apóstol santo Tomás, tenéis la oportunidad de "tocar" las realidades históricas que se encuentran en el fundamento de nuestra confesión de fe en el Hijo de Dios. La intención de mi oración por vosotros hoy es que sigáis, día a día, "viendo y creyendo" en los signos de la providencia de Dios y en su infinita misericordia, "escuchando" con renovada fe y esperanza las consoladoras palabras de la predicación apostólica, "tocando" los manantiales de la gracia en los sacramentos, y encarnando para los demás la prenda de nuevos inicios, la libertad nacida del perdón, la luz interior y la paz que pueden traer salvación y esperanza incluso en las realidades humanas más oscuras.

En la iglesia del Santo Sepulcro, los peregrinos de todos los siglos han venerado la piedra que, según la tradición, estaba ante la entrada de la tumba en la mañana de la resurrección de Cristo. Volvamos frecuentemente a esa tumba vacía. Reafirmemos allí nuestra fe en la victoria de la vida, y oremos para que toda "piedra pesada", colocada en la puerta de nuestro corazón, bloqueando así nuestra completa sumisión al Señor en la fe, la esperanza y el amor, quede desplazada por la fuerza de la luz y de la vida que en aquella mañana de Pascua resplandeció desde Jerusalén para todo el mundo. ¡Cristo ha resucitado, aleluya! ¡Ha resucitado verdaderamente, aleluya!



SANTA MISA

Plaza del Pesebre - Belén, Miércoles 13 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Doy gracias a Dios omnipotente por haberme concedido la gracia de venir a Belén, no sólo para venerar el lugar donde nació Cristo, sino también para estar con vosotros, hermanos y hermanas en la fe, en estos Territorios palestinos. Agradezco al patriarca Fouad Twal los sentimientos que ha expresado en vuestro nombre, y saludo con afecto a los hermanos obispos y a todos los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que se esfuerzan cada día por confirmar a esta Iglesia local en la fe, en la esperanza y en el amor. Saludo con afecto en especial a los peregrinos provenientes de la martirizada Gaza: os pido que llevéis a vuestras familias y comunidades mi afectuoso abrazo, mis condolencias por las pérdidas, las adversidades y los sufrimientos que han tenido que soportar. Os aseguro mi solidaridad en la inmensa obra de reconstrucción que ahora tenéis que afrontar, y mis oraciones para que se levante pronto el embargo.

"No temáis, pues os anuncio una gran alegría. (...) Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador" (
Lc 2,10-11). El mensaje de la venida de Cristo, que llegó del cielo mediante el anuncio de los ángeles, sigue resonando en esta ciudad, así como en las familias, en los hogares y en las comunidades de todo el mundo. Es una "gran alegría", dijeron los ángeles, "para todo el pueblo". Este mensaje proclama que el Mesías, el Hijo de Dios e hijo de David nació "por vosotros": por ti y por mí, y por todos los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. En el plan de Dios, Belén, "el menor entre los clanes de Judá" (Mi 5,1) se convirtió en un lugar de gloria imperecedera: el lugar donde, en la plenitud de los tiempos, Dios eligió hacerse hombre, para acabar con el largo reinado del pecado y de la muerte, y para traer vida nueva y abundante a un mundo ya viejo, cansado y oprimido por la desesperación.

Para los hombres y mujeres de todo lugar, Belén está asociada a este alegre mensaje de renacimiento, renovación, luz y libertad. Y, sin embargo, aquí, en medio de nosotros, ¡qué lejos de hacerse realidad parece esa magnífica promesa! ¡Qué distante parece el Reino de amplio dominio y paz, de seguridad, justicia e integridad, que el profeta Isaías anunció, como hemos escuchado en la primera lectura (cf. Is 9,7) y que proclamamos como definitivamente establecido con la venida de Jesucristo, Mesías y Rey!

Desde el día de su nacimiento, Jesús fue "un signo de contradicción" (Lc 2,34) y lo sigue siendo también hoy. El Señor de los ejércitos, cuyos "orígenes son antiguos, desde tiempos remotos" (Mi 5,1), quiso inaugurar su Reino naciendo en esta pequeña ciudad, entrando a nuestro mundo en el silencio y la humildad de una cueva, y yaciendo en un pesebre, como un niño necesitado de todo. Aquí en Belén, en medio de todo tipo de contradicciones, las piedras siguen gritando esta "buena nueva", el mensaje de redención que esta ciudad, por encima de todas las demás, está llamada a proclamar al mundo. Porque aquí, de una manera que supera todas las esperanzas y expectativas humanas, Dios se mostró fiel a sus promesas. En el nacimiento de su Hijo, reveló la venida de un Reino de amor: un amor divino que se abaja para sanarnos y levantarnos; un amor que se revela en la humillación y la debilidad de la cruz, pero que triunfa en la gloriosa resurrección a una nueva vida.
Cristo trajo un Reino que no es de este mundo, pero que es capaz de cambiar este mundo, pues tiene el poder de cambiar los corazones, de iluminar las mentes y de fortalecer las voluntades. Al tomar nuestra carne, con todas sus debilidades, y al transfigurarla con el poder de su Espíritu, Jesús nos llamó a ser testigos de su victoria sobre el pecado y la muerte. El mensaje de Belén nos llama a ser testigos del triunfo del amor de Dios sobre el odio, el egoísmo, el miedo y el rencor que paralizan las relaciones humanas y crean divisiones donde los hermanos deberían convivir en unidad, destrucción donde los hombres deberían construir, desesperación donde la esperanza debería florecer.

"En la esperanza hemos sido salvados", dice el apóstol san Pablo (Rm 8,24). Sin embargo, afirma con gran realismo que la creación sigue gimiendo con dolores de parto, aunque nosotros, que hemos recibido las primicias del Espíritu, esperamos pacientemente el cumplimiento de nuestra redención (cf. Rm 8,22-24). En la segunda lectura de hoy, san Pablo saca una lección de la Encarnación que es particularmente aplicable a los sufrimientos que vosotros, a quienes Dios escogió para vivir en Belén, estáis experimentando: "Se ha manifestado la gracia de Dios", nos dice, "que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente", mientras aguardamos nuestra bendita esperanza, el Salvador Jesucristo (Tt 2,11-13).

¿No son estas las virtudes que se exigen a hombres y mujeres que viven en la esperanza? En primer lugar, la conversión constante a Cristo, que no sólo se refleja en nuestras acciones sino también en nuestro modo de razonar: la valentía para abandonar maneras de pensamiento, de acción y de reacción, infructuosas y estériles. Luego, el cultivo de una mentalidad de paz basada en la justicia, en el respeto de los derechos y los deberes de todos, y el compromiso de colaborar para el bien común. Y también la perseverancia, perseverancia en el bien y en el rechazo del mal. Aquí en Belén, a los discípulos de Cristo se les pide una perseverancia especial: perseverancia para testimoniar fielmente la gloria de Dios revelada aquí al nacer su Hijo, la buena nueva de su paz que descendió desde el cielo para morar en la tierra.

"No temáis". Este es el mensaje que el Sucesor de san Pedro quiere dejaros hoy, haciéndose eco del mensaje de los ángeles y de la consigna que el amado Papa Juan Pablo II os dejó el año del gran jubileo del nacimiento de Cristo. Contad con las oraciones y la solidaridad de vuestros hermanos y hermanas de la Iglesia universal, y trabajad con iniciativas concretas para consolidar vuestra presencia y ofrecer nuevas posibilidades a cuantos tienen la tentación de marcharse. Sed un puente de diálogo y colaboración constructiva en la edificación de una cultura de paz que supere la actual situación estancada de miedo, agresión y frustración. Edificad vuestras Iglesias locales haciendo de ellas laboratorios de diálogo, tolerancia y esperanza, así como de solidaridad y de caridad práctica.

Ante todo, sed testigos del poder de la vida, la vida nueva que nos ha dado Cristo resucitado, la vida que puede iluminar y transformar incluso las situaciones humanas más oscuras y desesperadas. Vuestra tierra no sólo necesita nuevas estructuras económicas y comunitarias; lo más importante, podríamos decir, es una nueva infraestructura "espiritual", capaz de galvanizar las energías de todos los hombres y mujeres de buena voluntad al servicio de la educación, del desarrollo y de la promoción del bien común. Vosotros tenéis los recursos humanos para construir la cultura de la paz y del respeto recíproco que garantizarán un futuro mejor para vuestros hijos. Esta es la noble empresa que os espera. ¡No tengáis miedo!

La antigua basílica de la Natividad, que ha experimentado los vientos de la historia y el peso de los siglos, se alza ante nosotros como testigo de la fe que permanece y triunfa sobre el mundo (cf. 1Jn 5,4). Ningún visitante de Belén puede dejar de notar que en el curso de los siglos la gran puerta que introduce en la casa de Dios se ha hecho cada vez más pequeña. Recemos hoy para que, por la gracia de Dios y nuestro compromiso, la puerta que introduce en el misterio del Dios que habita entre los hombres, el templo de nuestra comunión en su amor, y la anticipación de un mundo de paz y alegría perennes, se abra cada vez más ampliamente para acoger a todo corazón humano, renovarlo y transformarlo. De este modo, en Belén seguirá resonando el mensaje confiado a los pastores, a nosotros y a toda la humanidad: "¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!". Amén.




SANTA MISA

Monte del Precipicio - Nazaret, Jueves 14 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

"Que la paz de Cristo resucitado reine en vuestro corazón, pues a ella habéis sido llamados como miembros de un solo Cuerpo" (
Col 3,15). Con estas palabras del apóstol san Pablo os saludo a todos con afecto en el Señor. Me alegro de haber venido a Nazaret, lugar bendecido por el misterio de la Anunciación, el lugar que fue testigo de los años ocultos del crecimiento de Cristo en sabiduría, edad y gracia (cf. Lc 2,52). Agradezco al arzobispo Elias Chacour sus amables palabras de bienvenida, y abrazo con el signo de la paz a mis hermanos obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles de Galilea, que en la diversidad de sus ritos y tradiciones, expresan la universalidad de la Iglesia de Cristo. Deseo dar las gracias en especial a cuantos han hecho posible esta celebración, particularmente a quienes han participado en la planificación y construcción de este nuevo escenario con su espléndido panorama de la ciudad.

Aquí en la ciudad donde vivieron Jesús, María y José, nos hemos reunido para la conclusión del Año de la familia celebrado por la Iglesia en Tierra Santa. Como signo de esperanza para el futuro, bendeciré la primera piedra de un Centro internacional para la familia, que se construirá en Nazaret. Oremos para que este Centro promueva una sólida vida familiar en esta región, ofrezca apoyo y asistencia a las familias en cualquier lugar, y las anime en su insustituible misión en la sociedad.

Espero que esta etapa de mi peregrinación atraiga la atención de toda la Iglesia hacia esta ciudad de Nazaret. Como dijo aquí el Papa Pablo vi, todos necesitamos volver a Nazaret para contemplar de nuevo el silencio y el amor de la Sagrada Familia, modelo de toda vida familiar cristiana. Aquí, a ejemplo de María, José y Jesús, podemos apreciar aún más plenamente el carácter sagrado de la familia que, en el plan de Dios, se basa en la fidelidad de un hombre y una mujer, para toda la vida, consagrada por la alianza conyugal y abierta al don divino de nuevas vidas. ¡Cuánta necesidad tienen los hombres y mujeres de nuestro tiempo de volver a apropiarse de esta verdad fundamental, que constituye la base de la sociedad! y ¡cuán importante es el testimonio de los matrimonios para la formación de conciencias maduras y la construcción de la civilización del amor!

En la primera lectura de hoy, tomada del libro del Sirácida (Si 3,3-7 Si 3,14-17), la Palabra de Dios presenta a la familia como la primera escuela de sabiduría, una escuela que educa a sus miembros en la práctica de las virtudes que llevan a una felicidad auténtica y duradera. En el plan de Dios para la familia, el amor de los cónyuges produce el fruto de nuevas vidas, y se manifiesta cada día en los esfuerzos amorosos de los padres para impartir a sus hijos una formación integral, humana y espiritual. En la familia a cada persona —tanto al niño más pequeño como al familiar más anciano— se la valora por sí misma, y no se la ve meramente como un medio para otros fines. Aquí empezamos a vislumbrar algo del papel esencial de la familia como primera piedra de la construcción de una sociedad bien ordenada y acogedora. Además logramos apreciar, dentro de la sociedad en general, el deber del Estado de apoyar a las familias en su misión educadora, de proteger la institución de la familia y sus derechos naturales, y de asegurar que todas las familias puedan vivir y florecer en condiciones de dignidad.

El apóstol san Pablo, escribiendo a los Colosenses, habla instintivamente de la familia cuando quiere ilustrar las virtudes que edifican "el único cuerpo", que es la Iglesia. Como "elegidos de Dios, santos y amados", estamos llamados a vivir en armonía y en paz los unos con los otros, mostrando sobre todo magnanimidad y perdón, con el amor como el vínculo mayor de perfección (cf. Col 3,12-14). Como en la alianza conyugal el amor del hombre y de la mujer es elevado por la gracia hasta convertirse en participación y expresión del amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ep 5,32), así también la familia, fundada en el amor, está llamada a ser una "iglesia doméstica", un lugar de fe, de oración y de solicitud amorosa por el bien verdadero y duradero de cada uno de sus miembros.

Al reflexionar sobre estas realidades aquí, en la ciudad de la Anunciación, nuestro pensamiento se dirige naturalmente a María, "llena de gracia", la Madre de la Sagrada Familia y nuestra Madre. Nazaret nos recuerda el deber de reconocer y respetar la dignidad y la misión otorgadas por Dios a las mujeres, como también sus carismas y talentos particulares. Sea como madres de familia, como presencia vital en las fuerzas laborales y en las instituciones de la sociedad, o en la vocación especial a seguir al Señor mediante los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, las mujeres desempeñan un papel indispensable en la creación de la "ecología humana" (cf. Centesimus annus CA 39) de la que nuestro mundo y también esta tierra tienen necesidad urgente: un ambiente en el que los niños aprendan a amar y querer a los demás, a ser honrados y respetuosos con todos, a practicar las virtudes de la misericordia y el perdón.

Aquí pensamos también en san José, el hombre justo que Dios quiso poner al frente de su casa. Del ejemplo fuerte y paterno de san José Jesús aprendió las virtudes de la piedad varonil, la fidelidad a la palabra dada, la integridad y el trabajo duro. En el carpintero de Nazaret vio cómo la autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el poder que busca dominar. ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo del ejemplo, de la guía y de la fuerza serena de hombres como san José!

Por último, al contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret, dirigimos ahora la mirada al niño Jesús, que en el hogar de María y de José creció en sabiduría y conocimiento, hasta el día en que comenzó su ministerio público. Aquí quiero compartir un pensamiento particular con los jóvenes presentes. El concilio Vaticano ii enseña que los niños desempeñan un papel especial para hacer crecer a sus padres en la santidad (cf. Gaudium et spes GS 48). Os pido que reflexionéis en esto y dejéis que el ejemplo de Jesús os guíe, no sólo para respetar a vuestros padres, sino también para ayudarles a descubrir más plenamente el amor, que da a nuestra vida su sentido más profundo. En la Sagrada Familia de Nazaret Jesús enseñó a María y a José algo de la grandeza del amor de Dios, su Padre celestial, fuente última de todo amor, el Padre de quien toma su nombre toda familia en el cielo y en la tierra (cf. Ep 3,14-15).

Queridos amigos, en la oración Colecta de la misa de hoy hemos pedido al Padre que "nos ayude a vivir como la Sagrada Familia, unidos en el respeto y en el amor". Renovemos aquí nuestro compromiso de ser levadura de respeto y de amor en el mundo que nos rodea. Este Monte del Precipicio nos recuerda, como lo ha hecho a generaciones de peregrinos, que el mensaje del Señor fue en ocasiones fuente de contradicción y de conflicto con los mismos que lo escuchaban. Por desgracia, como sabe el mundo, Nazaret en los últimos años ha experimentado tensiones que han dañado las relaciones entre las comunidades cristiana y musulmana. Invito a las personas de buena voluntad de ambas comunidades a reparar el daño causado, y en fidelidad a nuestra fe común en un único Dios, Padre de la familia humana, a trabajar para construir puentes y encontrar formas de convivencia pacífica. Que cada uno rechace el poder destructor del odio y del prejuicio, que mata las almas antes que los cuerpos.

Permitidme concluir con unas palabras de gratitud y alabanza a cuantos se esfuerzan por llevar el amor de Dios a los niños de esta ciudad y por educar a las nuevas generaciones en los caminos de la paz. Pienso de manera especial en los esfuerzos de las Iglesias locales, particularmente en sus escuelas y sus instituciones caritativas, para derribar los muros y para ser terreno fértil de encuentro, diálogo, reconciliación y solidaridad. Aliento a los sacerdotes, a los religiosos, a los catequistas y a los profesores a que se comprometan, junto con los padres y cuantos se interesan por el bien de los niños, a perseverar dando testimonio del Evangelio, a tener confianza en el triunfo del bien y de la verdad, y a confiar en que Dios hará crecer toda iniciativa destinada a difundir su reino de santidad, solidaridad, justicia y paz. Al mismo tiempo reconozco con gratitud la solidaridad que muchos hermanos y hermanas nuestros en todo el mundo muestran a los fieles de Tierra Santa apoyando los loables programas y actividades de la Catholic Near East Welfar Association.

"Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Que la Virgen de la Anunciación, que con valentía abrió su corazón al plan misterioso de Dios, y se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos guíe y sostenga con sus oraciones. Que ella obtenga para nosotros y nuestras familias la gracia de abrir los oídos a la Palabra del Señor, que tiene el poder de construirnos (cf. Ac 20,32), que nos inspire decisiones valientes, y que guíe nuestros pasos por el camino de la paz.




Benedicto XVI Homilias 9059