Benedicto XVI Homilias 14059

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS,

MOVIMIENTOS ECLESIALES Y AGENTES DE PASTORAL DE GALILEA

Basílica superior de la Anunciación - Nazaret, Jueves 14 de mayo de 2009

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Hermanos obispos;
padre custodio;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Para mí es fuente de profunda conmoción estar presente con vosotros hoy en el lugar donde la Palabra de Dios se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. ¡Qué oportuno es encontrarnos aquí reunidos para cantar la oración de las Vísperas de la Iglesia, alabando y dando gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros! Agradezco al arzobispo Sayah sus palabras de bienvenida, y a través de él, saludo a todos los miembros de la comunidad maronita que vive aquí en Tierra Santa. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a los miembros de los movimientos eclesiales y a los agentes de pastoral que han venido de toda Galilea.

Una vez más alabo la solicitud demostrada por los frailes de la Custodia, en el curso de los siglos, para mantener los lugares santos como este. Saludo al patriarca latino emérito, Su Beatitud Michel Sabbah, que durante más de veinte años veló por su rebaño en estas tierras. Saludo a los fieles del Patriarcado latino y al actual patriarca, Su Beatitud Fouad Twal, así como a los miembros de la comunidad greco-melquita, representada aquí por el arzobispo Elias Chacour. Y en este lugar, donde Jesús creció hasta la madurez y aprendió la lengua hebrea, saludo a los cristianos de habla hebrea, que son para nosotros un recuerdo de las raíces judías de nuestra fe.

Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una poderosa intervención en la historia, a través de la cual un niño fue concebido para traer la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor a nosotros, de su deseo de estar unido a nosotros. Aquí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, sus hermanos y hermanas, compartir su filiación divina. Ese movimiento de abajamiento de un amor que se vació a sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación, en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la misma vida de Dios (cf.
Ph 2,6-11).

El Espíritu que "vino sobre María" (cf. Lc 1,35) es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en los albores de la creación (cf. Gn 1,2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria cortesía de Dios (cf. Madre Juliana de Norwich, Revelaciones 77-79). Él no impone su voluntad, no predetermina sencillamente el papel que María desempeñará en su plan para nuestra salvación: él busca primero su consentimiento. Obviamente, en la creación original Dios no podía pedir el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva creación lo pide. María representa a toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del ángel.

San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento gracias a la cual se consumó la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se redobló en ese momento, en el que tuvo lugar un diálogo que daría inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia del mundo. María dijo: "Hágase en mí según tu palabra". Y la Palabra de Dios se hizo carne.

Reflexionar sobre este misterio gozoso nos da esperanza, la esperanza segura de que Dios continuará penetrando en nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos impulsa a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos renueva, que nos hace uno con él y nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita cortesía, a consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestro corazón, capacitándonos para responderle con amor y para amarnos los unos a los otros.

En el Estado de Israel y en los Territorios palestinos los cristianos son una minoría de la población. Quizá a veces os parezca que vuestra voz cuenta poco. Muchos de vuestros hermanos cristianos han emigrado, con la esperanza de encontrar en otros lugares mayor seguridad y mejores perspectivas. Vuestra situación nos recuerda la de la joven virgen María, que llevó una vida oculta en Nazaret, con poca riqueza e influencia mundana. Para citar las palabras de María en su gran himno de alabanza, el Magníficat, Dios miró la humillación de su esclava, y a los hambrientos los colmó de bienes.

Saquemos fuerza del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión con la Iglesia de todo el mundo. Tened el valor de ser fieles a Cristo y permaneced aquí en la tierra que él santificó con su presencia. Como María, tenéis un papel que desempeñar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo al mundo, dando testimonio de él y difundiendo su mensaje de paz y unidad. Por eso, es esencial que estéis unidos entre vosotros, de modo que a la Iglesia en Tierra Santa se la pueda reconocer claramente como "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium LG 1). Vuestra unidad en la fe, en la esperanza y en el amor es un fruto del Espíritu Santo que habita en vosotros y os capacita para ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándoos a construir una genuina reconciliación entre los diversos pueblos que reconocen a Abraham como su padre en la fe. Porque, como María proclamó gozosamente en su Magníficat, Dios siempre "se acuerda de su misericordia —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1,54-55).

Queridos amigos en Cristo, podéis estar seguros de que os recuerdo constantemente en mi oración, y os pido que hagáis lo mismo por mí. Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en este lugar miró la humildad de su esclava, y cantemos sus alabanzas en unión con la santísima Virgen María, con todos los coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia en el mundo entero.




VISITA PASTORAL A CASSINO Y MONTECASSINO


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Solemnidad de la Ascensión del Señor, Cassino, Plaza Miranda, Domingo 24 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (
Ac 1,8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que "fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos" (Ac 1,9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús "fue elevado"? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo "elevar" tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.

Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús "fue elevado" (Ac 1,9), y luego se añade que "ha sido llevado" (Ac 1,11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que "lo ocultó a sus ojos" (Ac 1,9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de "sentarse a la derecha de Dios".

En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El "cielo", la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.

Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "con gran gozo" (Lc 24,52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.

Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon "con gran gozo". Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los "dos hombres vestidos de blanco", no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: "Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

Queridos hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor "desaparecido", sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús "ausente", sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su "presencia gloriosa" de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras "prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva" (Lumen gentium LG 8).

Hermanos y hermanas de esta querida comunidad diocesana, la solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien "dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (...) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo" (Ep 4,11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar "a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios" (Ep 4,13), teniendo todos la vocación común a formar "un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que estamos llamados" (Ep 4,4). En este marco se coloca mi visita que, como ha recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a "construir, fundar y reedificar" constantemente vuestra comunidad diocesana en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a Cristo: "Christo nihil omnino praeponere" (LXII, 11).

Por tanto, doy gracias a Dios por el bien que está realizando vuestra comunidad bajo la guía de su pastor, el padre abad dom Pietro Vittorelli, a quien saludo con afecto y agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo, además, a la comunidad monástica, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas presentes. Saludo a las autoridades civiles y militares; en primer lugar, al alcalde, al que agradezco el saludo de bienvenida con el que me ha acogido a mi llegada a esta plaza Miranda, que desde hoy llevará mi nombre, aunque no lo merezco. Saludo a los catequistas, a los agentes de pastoral, a los jóvenes y a cuantos de diferentes modos se ocupan de la difusión del Evangelio en esta tierra llena de historia, que durante la segunda guerra mundial experimentó momentos de grandísimo sufrimiento. Silenciosos testigos de ello son los numerosos cementerios que rodean vuestra ciudad renacida, entre los cuales recuerdo en particular el polaco, el alemán y el de la Comunidad británica de naciones. Por último, mi saludo se extiende a todos los habitantes de Cassino y de los centros vecinos: a cada uno de vosotros, especialmente a los enfermos y a los que sufren, vaya la seguridad de mi afecto y de mi oración.

Queridos hermanos y hermanas, en esta celebración resuena el eco de la exhortación de san Benito a mantener el corazón fijo en Cristo, a no anteponer nada a él. Esto no nos distrae; al contrario, nos impulsa aún más a comprometernos en la construcción de una sociedad donde la solidaridad se exprese mediante signos concretos. Pero ¿cómo? La espiritualidad benedictina, que conocéis bien, propone un programa evangélico sintetizado en el lema: ora et labora et lege, la oración, el trabajo y la cultura.

Ante todo, la oración, que es el legado más hermoso de san Benito a los monjes, pero también a vuestra Iglesia particular: a vuestro clero, formado en gran parte en el seminario diocesano, alojado durante siglos en la misma abadía de Montecassino; a los seminaristas; a las numerosas personas educadas en las escuelas, en los centros recreativos benedictinos y en vuestras parroquias; y a todos vosotros, que vivís en esta tierra. Elevando la mirada desde cada pueblo y aldea de la diócesis, podéis admirar esa referencia constante al cielo que es el monasterio de Montecassino, al que subís todos los años en procesión la víspera de Pentecostés.

La oración, a la que cada mañana la campana de san Benito invita a los monjes con sus toques graves es el sendero silencioso que nos conduce directamente al corazón de Dios; es la respiración del alma, que nos devuelve la paz en medio de las tormentas de la vida. Además, en la escuela de san Benito, los monjes han cultivado siempre un amor especial a la Palabra de Dios en la lectio divina, que hoy es patrimonio común de muchos. Sé que vuestra Iglesia diocesana, haciendo suyas las indicaciones de la Conferencia episcopal italiana, dedica gran atención a la profundización bíblica; más aún, ha inaugurado un itinerario de estudio de las Sagradas Escrituras, consagrado este año al evangelista san Marcos, y que proseguirá en el próximo cuatrienio, para concluir, si Dios quiere, con una peregrinación diocesana a Tierra Santa. Que la escucha atenta de la Palabra divina alimente vuestra oración y os convierta en profetas de verdad y de amor, a través de un compromiso común de evangelización y promoción humana.

Otro eje de la espiritualidad benedictina es el trabajo. Humanizar el mundo laboral es típico del alma del monaquismo, y este es también el esfuerzo de vuestra comunidad, que procura estar al lado de los numerosos trabajadores de la gran industria presente en Cassino y de las empresas vinculadas a ella. Sé cuán crítica es la situación de gran número de obreros. Expreso mi solidaridad a cuantos viven en una situación de precariedad preocupante, a los trabajadores con seguro de desempleo o incluso despedidos. La herida del desempleo, que aflige a este territorio, debe inducir a los responsables de la administración pública, a los empresarios y a cuantos tienen posibilidad de hacerlo, a buscar, con la contribución de todos, soluciones válidas para la crisis del empleo, creando nuevos puestos de trabajo para salvaguardar a las familias.

A este propósito, ¿cómo no recordar que la familia tiene hoy urgente necesidad de que se la proteja mejor, puesto que está fuertemente amenazada en las raíces mismas de su institución? Pienso también en los jóvenes que difícilmente logran encontrar una actividad laboral digna que les permita formar una familia. A ellos quiero decirles: No os desaniméis, queridos amigos; la Iglesia no os abandona. Sé que veinticinco jóvenes de vuestra diócesis participaron en la pasada Jornada mundial de la juventud en Sydney: atesorando esa extraordinaria experiencia espiritual, sed levadura evangélica entre vuestros amigos y coetáneos; con la fuerza del Espíritu Santo, sed los nuevos misioneros en esta tierra de san Benito.

Por último, también forma parte de vuestra tradición la atención al mundo de la cultura y de la educación. El célebre archivo y la biblioteca de Montecassino recogen innumerables testimonios del compromiso de hombres y mujeres que han meditado y buscado cómo mejorar la vida espiritual y material del hombre. En vuestra abadía se palpa el "quaerere Deum", es decir, el hecho de que la cultura europea ha sido la búsqueda de Dios y la disponibilidad a escucharlo. Y esto vale también en nuestro tiempo. Sé que estáis trabajando con este mismo espíritu en la Universidad y en las escuelas, para que se conviertan en laboratorios de conocimiento, de investigación y de celo por el futuro de las nuevas generaciones. Sé también que, al preparar mi visita, habéis celebrado un congreso sobre el tema de la educación, para suscitar en todos la firme determinación a transmitir a los jóvenes los valores irrenunciables de nuestro patrimonio humano y cristiano.

En el actual esfuerzo cultural orientado a crear un nuevo humanismo, vosotros, fieles a la tradición benedictina, con razón también queréis subrayar la atención al hombre frágil, débil, a las personas discapacitadas y a los inmigrantes. Os agradezco que me brindéis la posibilidad de inaugurar hoy la "Casa de la Caridad", donde se construye con hechos concretos una cultura atenta a la vida.

Queridos hermanos y hermanas, no es difícil percibir que vuestra comunidad, esta porción de Iglesia que vive en torno a Montecassino, es heredera y depositaria de la misión, impregnada del espíritu de san Benito, de proclamar que en nuestra vida nadie ni nada debe quitar a Jesús el primer lugar; la misión de construir, en nombre de Cristo, una nueva humanidad caracterizada por la acogida y la ayuda a los más débiles.

Que os ayude y acompañe vuestro santo patriarca, con santa Escolástica, su hermana; y que os protejan vuestros santos patronos y, sobre todo, María, Madre de la Iglesia y Estrella de nuestra esperanza. Amén.



CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS CON LOS ABADES, ABADESAS Y COMUNIDADES BENEDICTINAS

Solemnidad de la Ascensión del Señor, Basílica de Montecassino, Domingo 24 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas de la gran familia benedictina:

Al concluir mi visita, con mucho gusto me detengo en este lugar sagrado, en esta abadía, cuatro veces destruida y reconstruida, la última vez tras los bombardeos de la segunda guerra mundial, hace 65 años. "Succisa virescit": las palabras de su nuevo escudo indican bien su historia. Montecassino, como encina secular plantada por san Benito, fue "escamondada" por la violencia de la guerra, pero resurgió con mayor vitalidad. En varias ocasiones yo también he disfrutado de la hospitalidad de los monjes, y en esta abadía he vivido momentos inolvidables de descanso y oración.

Esta tarde hemos entrado cantando las Laudes regiae para celebrar juntos las Vísperas de la solemnidad de la Ascensión de Jesús. A cada uno de vosotros expreso la alegría de compartir este momento de oración, saludándoos a todos con afecto y agradeciendo la acogida que me habéis dispensado a mí y a quienes me acompañan en esta peregrinación apostólica. En particular, saludo al abad, dom Pietro Vittorelli, que ha interpretado vuestros sentimientos comunes. Extiendo mi saludo a los abades, a las abadesas y a las comunidades benedictinas aquí presentes.

Hoy la liturgia nos invita a contemplar el misterio de la Ascensión del Señor. La lectura breve, tomada de la primera carta de san Pedro, nos ha exhortado a fijar la mirada en nuestro Redentor, que murió "una sola vez para siempre por los pecados" para llevarnos nuevamente a Dios, a cuya diestra se encuentra, "tras haber ascendido al cielo y haber recibido la soberanía sobre los ángeles, los principados y las potestades" (cf.
1P 3,18 1P 3,22). Jesús, "elevado al cielo" e invisible a los ojos de los discípulos, no los abandonó, pues, "muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu" (1P 3,18), ahora está presente de una manera nueva, interior, en los creyentes, y en él la salvación se ofrece a todo ser humano, sin distinción de pueblo, lengua y cultura.

La primera carta de san Pedro contiene referencias precisas a los acontecimientos cristológicos fundamentales de la fe cristiana. El Apóstol quiere poner de relieve el alcance universal de la salvación en Cristo. Lo mismo pretende san Pablo, de cuyo nacimiento estamos celebrando el bimilenario, el cual escribe a la comunidad de Corinto: Cristo "murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Co 5,15).

Ya no vivir para sí mismos, sino para Cristo: esto es lo que da pleno sentido a la vida de quien se deja conquistar por él. Lo manifiesta claramente la historia humana y espiritual de san Benito que, tras abandonarlo todo, siguió fielmente a Jesucristo. Encarnando en su propia existencia el Evangelio, se convirtió en el iniciador de un amplio movimiento de renacimiento espiritual y cultural en Occidente. Quiero mencionar aquí un acontecimiento extraordinario de su vida, referido por su biógrafo san Gregorio Magno, que vosotros conocéis muy bien.

Se podría decir que también el santo patriarca fue "elevado al cielo" en una indescriptible experiencia mística. La noche del 29 de octubre del año 540 —se lee en la biografía—, mientras estaba asomado a la ventana, "con los ojos fijos en las estrellas para penetrar en la divina contemplación, el santo sentía que el corazón le ardía... Para él el firmamento cuajado de estrellas era como la cortina bordada que desvelaba al Santo de los Santos. En un momento determinado, su alma se sintió transportada a la otra parte del velo para contemplar sin estorbos el rostro de Aquel que habita en una luz inaccesible" (cf. A.I. Schuster, Storia di san Benedetto e dei suoi tempi, ed. Abadía de Viboldone, Milán 1965, p. 11 y ss). Desde luego, como le sucedió a san Pablo tras ser arrebatado al cielo, también san Benito, después de esa experiencia espiritual extraordinaria, tuvo que comenzar una nueva vida. Aunque la visión fue pasajera, los efectos permanecieron; su fisonomía misma —refieren los biógrafos— cambió, su aspecto fue siempre sereno y su porte angélico; y, aun viviendo en la tierra, se comprendía que con el corazón ya estaba en el paraíso.

San Benito no recibió este don divino para satisfacer su curiosidad intelectual, sino más bien para que el carisma que Dios le había dado tuviera la capacidad de reproducir en el monasterio la misma vida del cielo y restablecer en él la armonía de la creación a través de la contemplación y el trabajo. Por eso, con razón, la Iglesia lo venera como "eminente maestro de vida monástica" y "doctor de sabiduría espiritual en el amor a la oración y al trabajo"; "guía resplandeciente de pueblos a la luz del Evangelio" que, "elevado al cielo por una senda luminosa", enseña a los hombres de todos los tiempos a buscar a Dios y las riquezas eternas por él preparadas (cf. Prefacio del santo en el suplemento monástico al Misal Romano, 1980).

Sí, san Benito fue ejemplo luminoso de santidad e indicó a los monjes como único gran ideal a Cristo; fue maestro de civilización que, proponiendo una equilibrada y adecuada visión de las exigencias divinas y de las finalidades últimas del hombre, tuvo siempre muy presentes también las necesidades y las razones del corazón, para enseñar y suscitar una fraternidad auténtica y constante, a fin de que en el conjunto de las relaciones sociales no se perdiera una unidad de espíritu capaz de construir y alimentar siempre la paz.

No es casualidad que la palabra Pax acoja a los peregrinos y los visitantes a las puertas de esta abadía, reconstruida después del enorme desastre de la segunda guerra mundial: se eleva como una silenciosa advertencia a rechazar cualquier forma de violencia para construir la paz: en las familias, en las comunidades, entre los pueblos y en toda la humanidad. San Benito invita a toda persona que sube a este monte a buscar la paz y a seguirla: "Inquire pacem et sequere eam (Ps 33,14-15)" (Regla, Prólogo, RB 17).

Siguiendo la escuela de san Benito, con el paso de los siglos, los monasterios se han convertido en centros fervientes de diálogo, de encuentro y de benéfica fusión entre personas diversas, unificadas por la cultura evangélica de la paz. Los monjes han sabido enseñar con la palabra y con el ejemplo el arte de la paz, sirviéndose de los tres "vínculos" que san Benito consideraba necesarios para conservar la unidad del Espíritu entre los hombres: la cruz, que es la ley misma de Cristo; el libro, es decir, la cultura; y el arado, que indica el trabajo, el señorío sobre la materia y sobre el tiempo.

Gracias a la actividad de los monasterios, articulada en el triple compromiso cotidiano de la oración, el estudio y el trabajo, pueblos enteros del continente europeo han experimentado un auténtico rescate y un beneficioso desarrollo moral, espiritual y cultural, educándose en el sentido de la continuidad con el pasado, en la acción concreta con vistas al bien común, en la apertura hacia Dios y la dimensión trascendente. Oremos para que Europa valore siempre este patrimonio de principios e ideales cristianos que constituye una inmensa riqueza cultural y espiritual.

Pero esto sólo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es decir, el "quaerere Deum", buscar a Dios, como compromiso fundamental del hombre. Sin Dios el ser humano no se realiza plenamente ni puede ser verdaderamente feliz. De manera especial, vosotros, queridos monjes, debéis ser ejemplos vivos de esta relación interior y profunda con él, actuando sin compromisos el programa que vuestro fundador sintetizó en el "nihil amori Christi praeponere", "no anteponer nada al amor de Cristo" (Regla RB 4 RB 21). En esto consiste la santidad, propuesta válida para todo cristiano, más que nunca en nuestra época, en la que se experimenta la necesidad de anclar la vida y la historia en firmes puntos de referencia espirituales. Por eso, queridos hermanos y hermanas, es muy actual vuestra vocación y es indispensable vuestra misión de monjes.

Desde este lugar, en el que descansan sus restos mortales, el santo patrono de Europa sigue invitando a todos a proseguir su obra de evangelización y promoción humana. Os alienta en primer lugar a vosotros, queridos monjes, a permanecer fieles al espíritu de los orígenes y a ser intérpretes auténticos de su programa de renacimiento espiritual y social.

Que os conceda este don el Señor, por intercesión de vuestro santo fundador, de su hermana santa Escolástica y de los santos y santas de la Orden. Y que la Madre celestial del Señor, a la que hoy invocamos como "Auxilio de los cristianos", vele sobre vosotros y proteja a esta abadía y a todos vuestros monasterios, así como a la comunidad diocesana que vive en torno a Montecassino. Amén.


SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Basílica de San Pedro, Domingo 31 de mayo de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana —el misterio pascual—, en las diversas solemnidades y fiestas asume "formas" específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia. Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (
Lc 12,49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Ac 2,3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del "don de Dios" obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.

Dios quiere seguir dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu "sopla donde quiere" (cf. Jn 3,8). Sin embargo, hay un "camino normal" que Dios mismo ha elegido para "arrojar el fuego sobre la tierra": este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. "Recibid el Espíritu Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre ellos (cf. Jn 20,22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.

Ahora, queridos hermanos y hermanas, en esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos "estaban todos reunidos en un mismo lugar". Este "lugar" es el Cenáculo, la "sala grande en el piso superior" (cf. Mc 14,15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la "sede" de la Iglesia naciente (cf. Ac 1,13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: "Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu" (Ac 1,14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.

Esto, queridos hermanos y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale para nosotros, que estamos aquí reunidos. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos "ajetreada" en actividades y más dedicada a la oración.

Nos lo enseña la Madre de la Iglesia, María santísima, Esposa del Espíritu Santo. Este año Pentecostés cae precisamente el último día de mayo, en el que de ordinario se celebra la fiesta de la Visitación. También la Visitación fue una especie de pequeño "pentecostés", que hizo brotar el gozo y la alabanza en el corazón de Isabel y en el de María, una estéril y la otra virgen, ambas convertidas en madres por una intervención divina extraordinaria (cf. Lc 1,41-45). También la música y el canto que acompañan nuestra liturgia nos ayudan a "perseverar en la oración con un mismo espíritu"; por eso, expreso mi viva gratitud al coro de la catedral y a la Kammerorchester de Colonia. Para esta liturgia, en el bicentenario de la muerte de Joseph Haydn, se eligió muy oportunamente su Harmoniemesse, la última de las "Misas" que compuso ese gran músico, una sinfonía sublime para gloria de Dios. A todos los que os habéis reunido aquí en esta circunstancia os dirijo mi más cordial saludo.

Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19,16-19) y el Deuteronomio (Dt 4,10-12 Dt 4,36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como "viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire —y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una prioridad—, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y el corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el desprecio del hombre y de la mujer. También esto es libertad, se dice, sin reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma, sobre todo de las nuevas generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.

La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego. Al inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de Prometeo, que recuerda un aspecto característico del hombre moderno. Al apoderarse de las energías del cosmos —el "fuego"—, parece que el ser humano hoy se afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo, excluyendo, dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya no quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. Evidentemente, esta actitud revela una relación no auténtica con Dios, consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo alejándose de la casa del padre. En las manos de un hombre que piensa así, el "fuego" y sus enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra la historia. Como advertencia perenne quedan las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica, utilizada con fines bélicos, acabó sembrando la muerte en proporciones inauditas.

En verdad, se podrían encontrar muchos ejemplos menos graves, pero igualmente sintomáticos, en la realidad de cada día. La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del "espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1,2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que "renueva la faz de la tierra" purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Ps 104,29-30). Este "fuego" puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.

Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más fuerte.

Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.

Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: "Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra".




Benedicto XVI Homilias 14059