Benedicto XVI Homilias 20407


SANTA MISA CRISMAL

Basílica Vaticana, Jueves Santo 5 de abril de 2007

50407

Queridos hermanos y hermanas:

El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. "Para responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos". Con cierto recelo, pero impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace Dios".

En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte" (
Ph 2,6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.

San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícitamente la imagen del vestido: "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3,27). Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. "Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí": así describe san Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2,20) el acontecimiento de su bautismo.

Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: "Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis" (Ep 4,22-26).

Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautismo se produce un "intercambio de vestidos", un intercambio de destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así también en el sacerdocio se da un intercambio: en la administración de los sacramentos el sacerdote actúa y habla ya "in persona Christi".

En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro "Adsum" —"Presente"— durante la consagración sacerdotal: estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel "que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí" (2Co 5,15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su entrega "por todos": estando a su disposición podemos entregarnos de verdad "por todos".

In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los "vestidos nuevos" al revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se entregó a nosotros.
Este acontecimiento, el "revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de nuestra misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.

El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí "en la persona de Otro". Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamente lo que significa "revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona Christi.

En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él.

Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio.

Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7,14).

Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la luz. La respuesta es: la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos en "luz en el Señor". Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió también por mí; y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.

Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial, del que habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en la liturgia y en la vida de la Iglesia.

En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta: "pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?".

El Papa responde: "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. "¿En qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?". En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).

Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.

Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre.

San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es: "Dios quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" (Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).

A veces quisiéramos decir a Jesús: "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.

Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es llevar su yugo. Amén.




SANTA MISA «IN CENA DOMINI»

Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo, 5 de abril de 2007

51407

Queridos hermanos y hermanas:

En la lectura del libro del Éxodo, que acabamos de escuchar, se describe la celebración de la Pascua de Israel tal como la establecía la ley de Moisés. En su origen, puede haber sido una fiesta de primavera de los nómadas. Sin embargo, para Israel se había transformado en una fiesta de conmemoración, de acción de gracias y, al mismo tiempo, de esperanza.

En el centro de la cena pascual, ordenada según determinadas normas litúrgicas, estaba el cordero como símbolo de la liberación de la esclavitud en Egipto. Por este motivo, el haggadah pascual era parte integrante de la comida a base de cordero: el recuerdo narrativo de que había sido Dios mismo quien había liberado a Israel "con la mano alzada". Él, el Dios misterioso y escondido, había sido más fuerte que el faraón, con todo el poder de que disponía. Israel no debía olvidar que Dios había tomado personalmente en sus manos la historia de su pueblo y que esta historia se basaba continuamente en la comunión con Dios. Israel no debía olvidarse de Dios.

En el rito de la conmemoración abundaban las palabras de alabanza y acción de gracias tomadas de los Salmos. La acción de gracias y la bendición de Dios alcanzaban su momento culminante en la berakha, que en griego se dice eulogia o eucaristia: bendecir a Dios se convierte en bendición para quienes bendicen. La ofrenda hecha a Dios vuelve al hombre bendecida. Todo esto levantaba un puente desde el pasado hasta el presente y hacia el futuro: aún no se había realizado la liberación de Israel. La nación sufría todavía como pequeño pueblo en medio de las tensiones entre las grandes potencias. El recuerdo agradecido de la acción de Dios en el pasado se convertía al mismo tiempo en súplica y esperanza: Lleva a cabo lo que has comenzado. Danos la libertad definitiva.

Jesús celebró con los suyos esta cena de múltiples significados en la noche anterior a su pasión. Teniendo en cuenta este contexto, podemos comprender la nueva Pascua, que él nos dio en la santa Eucaristía. En las narraciones de los evangelistas hay una aparente contradicción entre el evangelio de san Juan, por una parte, y lo que por otra nos dicen san Mateo, san Marcos y san Lucas. Según san Juan, Jesús murió en la cruz precisamente en el momento en el que, en el templo, se inmolaban los corderos pascuales. Su muerte y el sacrificio de los corderos coincidieron. Pero esto significa que murió en la víspera de la Pascua y que, por tanto, no pudo celebrar personalmente la cena pascual. Al menos esto es lo que parece. Por el contrario, según los tres evangelios sinópticos, la última Cena de Jesús fue una cena pascual, en cuya forma tradicional él introdujo la novedad de la entrega de su cuerpo y de su sangre.

Hasta hace pocos años, esta contradicción parecía insoluble. La mayoría de los exegetas pensaba que san Juan no había querido comunicarnos la verdadera fecha histórica de la muerte de Jesús, sino que había optado por una fecha simbólica para hacer así evidente la verdad más profunda: Jesús es el nuevo y verdadero cordero que derramó su sangre por todos nosotros.

Mientras tanto, el descubrimiento de los escritos de Qumram nos ha llevado a una posible solución convincente que, si bien todavía no es aceptada por todos, se presenta como muy probable. Ahora podemos decir que lo que san Juan refirió es históricamente preciso. Jesús derramó realmente su sangre en la víspera de la Pascua, a la hora de la inmolación de los corderos. Sin embargo, celebró la Pascua con sus discípulos probablemente según el calendario de Qumram, es decir, al menos un día antes: la celebró sin cordero, como la comunidad de Qumram, que no reconocía el templo de Herodes y estaba a la espera del nuevo templo.

Por consiguiente, Jesús celebró la Pascua sin cordero; no, no sin cordero: en lugar del cordero se entregó a sí mismo, entregó su cuerpo y su sangre. Así anticipó su muerte como había anunciado: "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (
Jn 10,18). En el momento en que entregaba a sus discípulos su cuerpo y su sangre, cumplía realmente esa afirmación. Él mismo entregó su vida. Sólo de este modo la antigua Pascua alcanzaba su verdadero sentido.

San Juan Crisóstomo, en sus catequesis eucarísticas, escribió en cierta ocasión: ¿Qué dices, Moisés? ¿Que la sangre de un cordero purifica a los hombres? ¿Que los salva de la muerte? ¿Cómo puede purificar a los hombres la sangre de un animal? ¿Cómo puede salvar a los hombres, tener poder contra la muerte? De hecho —sigue diciendo—, el cordero sólo podía ser un símbolo y, por tanto, la expresión de la expectativa y de la esperanza en Alguien que sería capaz de realizar lo que no podía hacer el sacrificio de un animal.

Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio público de Jesús: "He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y Templo.

Así, en el centro de la nueva Pascua de Jesús se encontraba la cruz. De ella procedía el nuevo don traído por él. Y así la cruz permanece siempre en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don. "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente". Ahora él nos la ofrece a nosotros. El haggadah pascual, la conmemoración de la acción salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha convertido en nuestra celebración eucarística, en la que el Señor bendice nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.

Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida. Amén.


VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

Basílica Vaticana, Sábado Santo 7 de abril de 2007

7047
Queridos hermanos y hermanas:

Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy contigo; tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.

Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente un sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo, ¿qué le sucederá? “Si escalo el cielo, allá estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra…», ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (
Ps 139,8-12 [138],8-12).

En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por nosotros este viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos que Él había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo (cf. Ep 4,9 s). Así se ha hecho realidad la visión del Salmo. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos”. Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.

Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. El fragmento de la Carta a los Romanos, que hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir —es decir, ser ejecutado— y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. Ph 1,21 ss). A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, ... si morimos,... somos del Señor” (Rm 14,7 s).

Queridos catecúmenos que vais a ser bautizados, ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre. En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho el viaje cósmico hasta las profundidades de la muerte. Acompañados por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo. Él nos abraza y nos lleva, dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma.

Volvamos de nuevo a la noche del Sábado Santo. En el Credo decimos respecto al camino de Cristo: “Descendió a los infiernos”. ¿Qué ocurrió entonces? Ya que no conocemos el mundo de la muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la superación de la muerte a través de imágenes que siempre resultan poco apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia, ellas nos ayudan a entender algo del misterio. La liturgia aplica las palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor es más fuerte que la muerte. Los iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran como Cristo entra en el mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz. “La noche es clara como el día, las tinieblas son como luz” (cf. Ps 139,12 [138],12). Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus heridas, sus padecimientos se han convertido en fuerza, son amor que vence la muerte. Él encuentra a Adán y a todos los hombres que esperan en la noche de la muerte. A la vista de ellos parece como si se oyera la súplica de Jonás: “Desde el vientre del infierno pedí auxilio, y escuchó mi clamor” (Jon 2,3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una sola cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en el que realiza aquel acto extremo de amor descendiendo a la noche de la muerte, Él lleva a cabo el camino de la encarnación. A través de su muerte Él toma de la mano a Adán, a todos los hombres que esperan y los lleva a la luz.

Ahora, sin embargo, se puede preguntar: ¿Pero qué significa esta imagen? ¿Qué novedad ocurrió realmente allí por medio de Cristo? El alma del hombre, precisamente, es de por sí inmortal desde la creación, ¿qué novedad ha traído Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre está de modo singular en la memoria y en el amor de Dios, incluso después de su caída. Pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. No tenemos alas que podrían llevarnos hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si no el estar con Dios. Una eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: “Desde el vientre del infierno te pido auxilio...”. Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba, hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga verdaderamente la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. Nosotros vivimos agarrados a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo llegamos hasta el corazón de Dios. Y sólo así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es esperanza.

Éste es el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la resurrección de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal. El amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la que Él asciende. La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente así subimos también con Él. Pidamos, pues, en esta noche: Señor, demuestra también hoy que el amor es más fuerte que el odio. Que es más fuerte que la muerte. Baja también en las noches y a los infiernos de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al “sí” del amor, que nos hace bajar y precisamente así subir contigo! Amén.



EN EL DOMINGO DE LA MISERICORDIA DIVINA, VÍSPERA DE SU 80° CUMPLEAÑOS

Domingo 15 de abril de 2007

15047

Queridos hermanos y hermanas:

Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo "in Albis". En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.

El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra "misericordia" encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.

Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.

Precisamente en estos días particularmente iluminados por la luz de la misericordia divina se da una coincidencia significativa para mí: puedo volver la mirada atrás para repasar mis 80 años de vida. Saludo a todos los que han venido aquí para celebrar conmigo este aniversario. Saludo, ante todo, a los señores cardenales, expresando en especial mi gratitud al decano del Colegio cardenalicio, señor cardenal Angelo Sodano, que se ha hecho intérprete autorizado de los sentimientos comunes. Saludo a los arzobispos y obispos, en particular a los auxiliares de la diócesis de Roma, de mi diócesis; saludo a los prelados y a los demás miembros del clero, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles presentes. Dirijo, además, un saludo deferente y agradecido a las personalidades políticas y a los miembros del Cuerpo diplomático, que han querido honrarme con su presencia. Saludo, por último, con afecto fraterno al enviado personal del Patriarca ecuménico Bartolomé I, su eminencia Ioannis, metropolita de Pérgamo, expresando mi aprecio por este gesto de amabilidad y deseando que el diálogo teológico católico-ortodoxo prosiga con renovado empeño.

Estamos reunidos aquí para reflexionar sobre el transcurso de un largo período de mi existencia. Obviamente, la liturgia no debe servir para hablar del propio yo, de sí mismo; sin embargo, la vida propia puede servir para anunciar la misericordia de Dios. "Vosotros, los que teméis al Señor, venid a escuchar: os contaré lo que ha hecho conmigo", dice un salmo (
Ps 66,16). Siempre he considerado un gran don de la Misericordia divina el hecho de que se me haya concedido la gracia de que mi nacimiento y mi renacimiento tuvieran lugar —por decirlo así— juntos, en el mismo día, al inicio de la Pascua. Así, en un mismo día, nací como miembro de mi familia y de la gran familia de Dios.

Sí, doy gracias a Dios porque he podido experimentar lo que significa "familia"; he podido experimentar lo que quiere decir paternidad, pues he podido comprender desde dentro que Dios es Padre; sobre la base de la experiencia humana he tenido acceso al grande y benévolo Padre que está en el cielo. Ante él tenemos una responsabilidad, pero, al mismo tiempo, él deposita su confianza en nosotros, porque en su justicia se refleja siempre la misericordia y la bondad con que acepta también nuestra debilidad y nos sostiene, de modo que poco a poco podamos aprender a caminar con rectitud.

Doy gracias a Dios porque he podido experimentar en profundidad lo que significa la bondad materna, siempre abierta a quien busca refugio y precisamente así capaz de darme la libertad. Doy gracias a Dios por mi hermana y mi hermano, que han estado fielmente cerca de mí con su ayuda a lo largo del camino de la vida. Doy gracias a Dios por los compañeros que he encontrado en mi camino, por los consejeros y los amigos que me ha dado. Le doy gracias de modo particular porque, desde el primer día, he podido entrar y crecer en la gran comunidad de los creyentes, en la que está abierto de par en par el confín entre la vida y la muerte, entre el cielo y la tierra; le doy gracias por haber podido aprender tantas cosas, aprovechando la sabiduría de esta comunidad, que no sólo encierra las experiencias humanas desde los tiempos más remotos: la sabiduría de esta comunidad no es solamente sabiduría humana, sino que en ella nos alcanza la sabiduría misma de Dios, la Sabiduría eterna.

En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores de la Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que Pedro, al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una fuerza de curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba algo del poder de su bondad divina.

La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha cubierto mi vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una sombra de curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo mismo. Pedro era un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero sobre todo era un hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe y su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a los hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.

Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios: este es el gran don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento en el que nos apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida, después me salió al encuentro un don nuevo y exigente: la llamada al ministerio sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san Pablo de 1951, cuando mis compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos encontramos en la catedral de Freising postrados en el suelo se invocó a todos los santos en favor nuestro, me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia ante esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros la protección de los santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía que no estaría solo.

Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: "Ya no os llamo siervos, sino amigos". He experimentado profundamente que él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el Espíritu Santo: "A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados...". El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.

En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: "Señor mío y Dios mío"! Nosotros debemos dejarnos herir por él.

Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me ayudan a desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi debilidad, reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de Jesucristo. Por eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a todos vosotros.

Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la oración que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi consagración episcopal: "Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe, incremente el amor y aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para vuestra edificación, y me conceda prestar un servicio tal que, junto con el tiempo que se me conceda, crezca mi entrega. Amén".



Benedicto XVI Homilias 20407