Benedicto XVI Homilias 15047


VISITA PASTORAL A VIGÉVANO Y PAVÍA


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Plaza Ducal de Vigévano, Sábado 21 de abril de 2007


Queridos hermanos y hermanas:

"Echad la red... y encontraréis" (Jn 21,6).

Hemos escuchado estas palabras de Jesús en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar. Se encuentran dentro del relato de la tercera aparición del Resucitado a los discípulos junto a las orillas del mar de Tiberíades, que narra la pesca milagrosa. Después del "escándalo" de la cruz habían regresado a su tierra y a su trabajo de pescadores, es decir, a las actividades que realizaban antes de encontrarse con Jesús. Habían vuelto a la vida anterior y esto da a entender el clima de dispersión y de extravío que reinaba en su comunidad (cf. Mc 14,27 Mt 26,31). Para los discípulos era difícil comprender lo que había acontecido. Pero, cuando todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida; los encuentra al amanecer, después de un esfuerzo estéril que había durado toda la noche. Su red estaba vacía. En cierto modo, eso parece el balance de su experiencia con Jesús: lo habían conocido, habían estado con él y él les había prometido muchas cosas. Y, sin embargo, ahora se volvían a encontrar con la red vacía de peces.

Y he aquí que, al alba, Jesús les sale al encuentro, pero ellos no lo reconocen inmediatamente (cf. Jn 21,4). El "alba" en la Biblia indica con frecuencia el momento de intervenciones extraordinarias de Dios. Por ejemplo, en el libro del Éxodo, "llegada la vigilia matutina", el Señor interviene "desde la columna de fuego y humo" para salvar a su pueblo que huía de Egipto (cf. Ex 14,24). También al alba María Magdalena y las demás mujeres que habían corrido al sepulcro encuentran al Señor resucitado.

Del mismo modo, en el pasaje evangélico que estamos meditando, ya ha pasado la noche y el Señor dice a los discípulos, cansados de bregar y decepcionados por no haber pescado nada: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis" (Jn 21,6). Normalmente los peces caen en la red durante la noche, cuando está oscuro, y no por la mañana, cuando el agua ya es transparente. Con todo, los discípulos se fiaron de Jesús y el resultado fue una pesca milagrosamente abundante, hasta el punto de que ya no lograban sacar la red por la gran cantidad de peces recogidos (cf. Jn 21,6).

En ese momento, Juan, iluminado por el amor, se dirige a Pedro y le dice: "Es el Señor" (Jn 21,7). La mirada perspicaz del discípulo a quien Jesús amaba —icono del creyente— reconoce al Maestro presente en la orilla del lago. "Es el Señor": esta espontánea profesión de fe es, también para nosotros, una invitación a proclamar que Cristo resucitado es el Señor de nuestra vida.

Queridos hermanos y hermanas, ojalá que esta tarde la Iglesia que está en Vigévano repita con el entusiasmo de Juan: Jesucristo "es el Señor". Ojalá que vuestra comunidad diocesana escuche al Señor que, por medio de mis labios, os repite: "Echa la red, Iglesia de Vigévano, y encontrarás". En efecto, he venido a vosotros sobre todo para animaros a ser testigos valientes de Cristo.

La confiada adhesión a su palabra es lo que hará fecundos vuestros esfuerzos pastorales. Cuando el trabajo en la viña del Señor parece estéril, como el esfuerzo nocturno de los Apóstoles, no conviene olvidar que Jesús es capaz de cambiar la situación en un instante. La página evangélica que acabamos de escuchar, por una parte, nos recuerda que debemos comprometernos en las actividades pastorales como si el resultado dependiera totalmente de nuestros esfuerzos. Pero, por otra, nos hace comprender que el auténtico éxito de nuestra misión es totalmente don de la gracia.

En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los tiempos, incluido el nuestro, el Espíritu del Señor puede hacer eficaz la misión de la Iglesia en el mundo.

Queridos hermanos y hermanas, con gran alegría me encuentro entre vosotros: os doy las gracias y os saludo a todos cordialmente. Os saludo como representantes del pueblo de Dios reunido en esta Iglesia particular, que tiene su centro espiritual en la catedral, en cuyo atrio estamos celebrando la Eucaristía.

Saludo con afecto a vuestro obispo, mons. Claudio Baggini, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración. Saludo asimismo al arzobispo metropolitano, cardenal Dionigi Tettamanzi, a los obispo lombardos y a los demás prelados.

Dirijo un cordial saludo en especial a los sacerdotes, felicitándolos por la generosidad con que desempeñan su servicio eclesial, sin escatimar esfuerzos ni trabajos. Extiendo mi saludo a las personas consagradas, a los agentes pastorales y a todos los fieles laicos, cuya valiosa colaboración es indispensable para la vida de las diversas comunidades. Y no puede faltar un afectuoso saludo a los seminaristas, que son la esperanza de la diócesis.

Saludo, asimismo, a las autoridades civiles, a las que agradezco el significativo mensaje de cortesía que manifiesta su presencia.

Por último, mi saludo va a los fieles que se hallan reunidos en las diferentes parroquias para seguir este encuentro mediante la televisión y a todos los que participan en esta asamblea eucarística en las plazas y en las calles adyacentes a esta sugestiva plaza Ducal, al fondo de la cual destaca la artística fachada de la catedral, proyectada por el ilustre obispo de Vigévano, mons. Juan Caramuel, científico de fama europea, de cuyo nacimiento habéis celebrado el 4° centenario en los meses pasados. Esta fachada, con una arquitectura singular, une de forma armoniosa el templo a la plaza y al castillo con su torre, simbolizando así la síntesis admirable de una tradición en que se mezclan las dos dimensiones de vuestra ciudad: la civil y la religiosa.

"Echad la red... y encontraréis" (Jn 21,6). Querida comunidad eclesial de Vigévano, ¿qué significa en concreto la invitación de Cristo a "echar la red"? Significa, en primer lugar, como para los discípulos, creer en él y fiarse de su palabra. También a vosotros, como a ellos, Jesús os pide que lo sigáis con fe sincera y firme. Por tanto, poneos a la escucha de su palabra y meditadla cada día. Para vosotros esta dócil escucha encuentra una actuación concreta en las decisiones de vuestro último Sínodo diocesano, que se concluyó en 1999.

Al final de ese camino sinodal, el amado Juan Pablo II, que se encontró con vosotros el 17 de abril de 1999 en una audiencia especial, os exhortó a "bogar mar adentro y a no tener miedo de haceros a la mar" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de abril de 1999, p. 4). Que nunca se apague en vuestro corazón el entusiasmo misionero suscitado en vuestra comunidad diocesana por ese providencial Sínodo, inspirado y querido por el recordado obispo mons. Giovanni Locatelli, que deseaba ardientemente una visita del Papa a Vigévano. Siguiendo las orientaciones fundamentales de ese Sínodo y las directrices de vuestro pastor actual, permaneced unidos entre vosotros y abríos a los amplios horizontes de la evangelización.

Que os sirvan de guía constante estas palabras del Señor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35). Llevar las cargas los unos de los otros, compartir, colaborar, sentirse corresponsables, es el espíritu que debe animar constantemente a vuestra comunidad. Este estilo de comunión exige la contribución de todos: del obispo y de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los fieles laicos, de las asociaciones y de los diversos grupos comprometidos en el apostolado. Las parroquias, como teselas de un mosaico, en plena sintonía entre sí, formarán una Iglesia particular viva, orgánicamente insertada en todo el pueblo de Dios.

Las asociaciones, las comunidades y los grupos laicales pueden dar una contribución indispensable a la evangelización, tanto en la formación como en la animación espiritual, caritativa, social y cultural, actuando siempre en armonía con la pastoral diocesana y según las indicaciones del obispo. Os animo también a seguir prestando atención a los jóvenes, tanto a los "cercanos" como a los "alejados". Desde esta perspectiva, promoved siempre, de modo orgánico y capilar, una pastoral vocacional que ayude a los jóvenes a encontrar el verdadero sentido de su vida.

Y ¿qué decir, por último, de la familia? Es el elemento fundamental de la vida social y, por eso, sólo trabajando en favor de las familias se puede renovar el entramado de la comunidad eclesial —veo que estamos de acuerdo— e incluso de la sociedad civil.

Vuestra tierra es rica en tradiciones religiosas, en fermentos espirituales y en una activa vida cristiana. A lo largo de los siglos la fe ha forjado su pensamiento, su arte y su cultura, promoviendo solidaridad y respeto a la dignidad humana. Expresiones muy elocuentes de este rico patrimonio vuestro son las ejemplares figuras de sacerdotes y laicos que, con una propuesta de vida arraigada en el Evangelio y en la enseñanza de la Iglesia, han testimoniado, especialmente en el ámbito social de fines del siglo XIX y de los primeros decenios del siglo XX, los auténticos valores evangélicos, como base sólida de una convivencia libre y justa, atenta especialmente a los más necesitados.

Esta luminosa herencia espiritual, redescubierta y alimentada, no puede por menos de representar un punto de referencia seguro para un servicio eficaz al hombre de nuestro tiempo y para un camino de civilización y de auténtico progreso.

"Echad la red... y encontraréis". Este mandato de Jesús fue dócilmente acogido por los santos, y su existencia experimentó el milagro de una pesca espiritual abundante. Pienso de modo especial en vuestros patronos celestiales: san Ambrosio, san Carlos Borromeo y el beato Mateo Carreri. Pienso también en dos ilustres hijos de esta tierra, cuya causa de beatificación está en curso: el venerable Francesco Pianzola, sacerdote animado por un ardiente espíritu evangélico, que supo salir al encuentro de las pobrezas espirituales de su tiempo con un valiente estilo misionero, atento a los más alejados y en particular a los jóvenes, y el siervo de Dios Teresio Olivelli, laico de la Acción católica, que murió a los 29 años en el campo de concentración de Hersbruck, víctima sacrificial de una violencia brutal, a la que él opuso tenazmente el ardor de la caridad.

Estas dos figuras excepcionales de discípulos fieles de Cristo constituyen un signo elocuente de las maravillas realizadas por el Señor en la Iglesia de Vigévano. Reflejaos en estos modelos, que ponen de manifiesto la acción de la gracia y son para el pueblo de Dios un estímulo a seguir a Cristo por la senda exigente de la santidad.

Queridos hermanos y hermanas de la diócesis de Vigévano, mi pensamiento va, por último, a la Madre de Dios, a la que veneráis con el título de Virgen de la Bozzola. A ella le encomiendo todas vuestras comunidades, para que obtenga una renovada efusión del Espíritu Santo sobre esta querida diócesis.

La fatigosa pero estéril pesca nocturna de los discípulos es una advertencia perenne para la Iglesia de todos los tiempos: nosotros solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En el compromiso apostólico no bastan nuestras fuerzas: sin la gracia divina nuestro trabajo, aunque esté bien organizado, resulta ineficaz.

Oremos juntos para que vuestra comunidad diocesana acoja con alegría el mandato de Cristo y con renovada generosidad esté dispuesta a "echar" las redes. Entonces experimentará ciertamente una pesca milagrosa, signo del poder dinámico de la palabra y de la presencia del Señor, que incesantemente confiere a su pueblo una "renovada juventud del Espíritu" (cf. oración colecta).


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Pavía, domingo 22 de abril de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

Ayer por la tarde me encontré con la comunidad diocesana de Vigévano, y el centro de mi visita pastoral fue la concelebración eucarística en la plaza Ducal; hoy tengo la alegría de visitar vuestra diócesis, y también aquí el momento culminante de nuestro encuentro es la santa misa. Saludo con afecto a los hermanos en el episcopado que concelebran conmigo: el cardenal Dionigi Tettamanzi, arzobispo de Milán; el pastor de vuestra diócesis, monseñor Giovanni Giudici; el obispo emérito, monseñor Giovanni Volta; y los demás prelados de Lombardía.

Agradezco la presencia de los representantes del Gobierno y de las administraciones locales. Dirijo mi saludo cordial a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, a los responsables de las asociaciones laicales, a los jóvenes, a los enfermos y a todos los fieles, y extiendo mi saludo a toda la población de esta antigua y noble ciudad y de la diócesis.

En el tiempo pascual la Iglesia nos presenta, domingo tras domingo, algún pasaje de la predicación con que los Apóstoles, en particular san Pedro, después de la Pascua invitaban a Israel a la fe en Jesucristo, el Resucitado, fundando así la Iglesia. En la lectura de hoy, los Apóstoles están ante el Sanedrín, ante la institución que, habiendo declarado a Jesús reo de muerte, no podía tolerar que ese Jesús, mediante la predicación de los Apóstoles, comenzara ahora a actuar nuevamente; no podía tolerar que su fuerza sanadora se manifestara de nuevo y, en torno a este nombre, se reunieran personas que creían en él como el Redentor prometido.

La acusación que se imputa a los Apóstoles es: "Queréis hacer que caiga sobre nosotros la sangre de ese hombre". San Pedro responde a esa acusación con una breve catequesis sobre la esencia de la fe cristiana: "No, no queremos hacer que su sangre caiga sobre vosotros. El efecto de la muerte y resurrección de Jesús es totalmente diverso. Dios lo hizo "jefe y salvador" de todos, también de vosotros, de su pueblo Israel". ¿Y a dónde conduce este "jefe"?, ¿qué trae este "salvador"? Él, dice san Pedro, conduce a la conversión, crea el espacio y la posibilidad de recapacitar, de arrepentirse, de recomenzar. Y da el perdón de los pecados, nos introduce en una correcta relación con Dios y, de este modo, en una correcta relación de cada uno consigo mismo y con los demás.

Esta breve catequesis de Pedro no valía sólo para el Sanedrín. Nos habla a todos, puesto que Jesús, el Resucitado, vive también hoy. Y para todas las generaciones, para todos los hombres, es el "jefe" que precede en el camino, el que muestra el camino, y el "salvador" que justifica nuestra vida. Las dos palabras "conversión" y "perdón de los pecados", correspondientes a los dos títulos de Cristo "jefe" y "salvador", son las palabras clave de la catequesis de san Pedro, palabras que en esta hora quieren llegar también a nuestro corazón. Y ¿qué quieren decir?

El camino que debemos seguir, el camino que Jesús nos indica, se llama "conversión". Pero ¿qué es? ¿Qué es necesario hacer? En toda vida la conversión tiene su forma propia, porque todo hombre es algo nuevo y nadie es una copia de otro. Pero a lo largo de la historia del cristianismo el Señor nos ha mandado modelos de conversión que, si los contemplamos, nos pueden orientar. Por eso podríamos contemplar al mismo san Pedro, a quien el Señor en el Cenáculo le dijo: "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (
Lc 22,32). Podríamos contemplar a san Pablo como a un gran convertido.

La ciudad de Pavía habla de uno de los más grandes convertidos de la historia de la Iglesia: san Aurelio Agustín. Murió el 28 de agosto del año 430 en la ciudad portuaria de Hipona, en África, entonces rodeada y asediada por los vándalos. Tras gran confusión de una historia agitada, el rey de los longobardos consiguió sus restos mortales para la ciudad de Pavía, de forma que ahora él pertenece de modo particular a esta ciudad, y en ella y desde ella nos habla a todos, a la humanidad entera, pero de manera especial a todos nosotros.

En su libro Las Confesiones, san Agustín ilustró de modo conmovedor el camino de su conversión, que alcanzó su meta con el bautismo que le administró el obispo san Ambrosio en la catedral de Milán. Quien lee Las Confesiones puede compartir el camino que Agustín, en una larga lucha interior, debió recorrer para recibir finalmente, en la noche de Pascua del año 387, en la pila bautismal, el sacramento que marcó el gran cambio de su vida.

Siguiendo atentamente el desarrollo de la vida de san Agustín se puede ver que su conversión no fue un acontecimiento sucedido en un momento determinado, sino un camino. Y se puede ver que este camino no había terminado en la pila bautismal. Como antes del bautismo, también después de él la vida de Agustín siguió siendo, aunque de modo diverso, un camino de conversión, hasta en su última enfermedad, cuando hizo colgar en la pared los salmos penitenciales para tenerlos siempre delante de los ojos; cuando no quiso recibir la Eucaristía, para recorrer una vez más la senda de la penitencia y recibir la salvación de las manos de Cristo como don de la misericordia de Dios. Así, podemos hablar con razón de las "conversiones" de Agustín que, de hecho, fueron una única gran conversión, primero buscando el rostro de Cristo y después caminando con él.

Quisiera hablar brevemente de tres grandes etapas en este camino de conversión, de tres "conversiones". La primera conversión fundamental fue el camino interior hacia el cristianismo, hacia el "sí" de la fe y del bautismo. ¿Cuál fue el aspecto esencial de este camino? Agustín, por una parte, era hijo de su tiempo, condicionado profundamente por las costumbres y las pasiones dominantes en él, así como por todos los interrogantes y problemas de un joven. Vivía como todos los demás y, sin embargo, había en él algo diferente: fue siempre una persona que estaba en búsqueda. No se contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre. Quería encontrar la verdad. Quería saber qué es el hombre; de dónde proviene el mundo; de dónde venimos nosotros mismos, a dónde vamos y cómo podemos encontrar la vida verdadera. Quería encontrar la vida correcta, y no simplemente vivir a ciegas, sin sentido y sin meta. La pasión por la verdad es la verdadera palabra clave de su vida. Realmente, lo guiaba la pasión por la verdad.

Y hay, además, una peculiaridad. No le bastaba lo que no llevaba el nombre de Cristo. Como él mismo nos dice, el amor a este nombre lo había bebido con la leche materna (cf. Las Confesiones III, 4, 8). Y siempre había creído —unas veces vagamente, otras con más claridad— que Dios existe y se interesa por nosotros (cf. Las Confesiones VI, 5, 8). Pero la gran lucha interior de sus años juveniles fue conocer verdaderamente a este Dios y familiarizarse realmente con Jesucristo y llegar a decirle "sí" con todas sus consecuencias.

Nos cuenta que, a través de la filosofía platónica, había aprendido y reconocido que "en el principio estaba el Verbo", el Logos, la razón creadora. Pero la filosofía, que le mostraba que el principio de todo es la razón creadora, no le indicaba ningún camino para alcanzarlo; este Logos permanecía lejano e intangible. Sólo en la fe de la Iglesia encontró después la segunda verdad esencial: el Verbo, el Logos, se hizo carne. Y así nos toca y nosotros lo tocamos. A la humildad de la encarnación de Dios debe corresponder —este es el gran paso— la humildad de nuestra fe, que abandona la soberbia pedante y se inclina, entrando a formar parte de la comunidad del cuerpo de Cristo; que vive con la Iglesia y sólo así entra en comunión concreta, más aún, corpórea, con el Dios vivo. No creo necesario decir cuánto nos atañe todo esto: ser personas que buscan, sin contentarse con lo que todos dicen y hacen. No apartar la mirada del Dios eterno y de Jesucristo. Aprender la humildad de la fe en la Iglesia corpórea de Jesucristo, del Logos encarnado.

La segunda conversión de Agustín nos la describe al final del segundo libro de Las Confesiones con las palabras: "Aterrado por mis pecados, y por la carga de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad; pero tú me detuviste, y me animaste diciendo que Cristo murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió (2Co 5,15)" (Las Confesiones X, 43, 70).

¿Qué había sucedido? Después de su bautismo, Agustín había decidido volver a África, donde había fundado, junto con sus amigos, un pequeño monasterio. Ahora su vida debía dedicarse totalmente a hablar con Dios y a la reflexión y contemplación de la belleza y de la verdad de su Palabra. Así, pasó tres años felices, durante los cuales creía haber llegado a la meta de su vida; en ese período nació una serie de valiosas obras filosófico-teológicas.

En 391, cuatro años después de su bautismo, fue a la ciudad portuaria de Hipona para encontrarse con un amigo, a quien quería conquistar para su monasterio. Pero en la liturgia dominical, en la que participó en la catedral, lo reconocieron. El obispo de la ciudad, un hombre proveniente de Grecia, que no hablaba bien el latín y tenía dificultad para predicar, dijo en su homilía que tenía la intención de elegir a un sacerdote para encomendarle también la tarea de predicación. Inmediatamente la gente aferró a Agustín y a la fuerza lo llevó delante, para que fuera consagrado sacerdote al servicio de la ciudad.

Inmediatamente después de su consagración forzada, Agustín escribió al obispo Valerio: "Me sentí como uno que no sabe manejar el remo y a quien, sin embargo, le asignan el segundo lugar al timón... De ahí surgieron las lágrimas que algunos hermanos me vieron derramar en la ciudad durante mi ordenación" (Epist. 21, 1 s).

El hermoso sueño de vida contemplativa se había esfumado; la vida de Agustín había cambiado fundamentalmente. Ahora ya no podía dedicarse sólo a la meditación en la soledad. Debía vivir con Cristo para todos. Debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes en el pensamiento y en el lenguaje de la gente sencilla de su ciudad. No pudo escribir la gran obra filosófica de toda una vida, con la que había soñado. En su lugar, nos dejó algo más valioso: el Evangelio traducido al lenguaje de la vida diaria y de sus sufrimientos.

Así describe lo que desde entonces constituía su vida diaria: "Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, confutar a los opositores..., estimular a los negligentes, frenar a los pendencieros, ayudar a los necesitados, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y amar a todos" (cf. Serm. 340, 3). "Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una carga enorme, un gran peso, un trabajo inmenso" (Serm. 339, 4).

Esta fue la segunda conversión que este hombre, luchando y sufriendo, debió realizar continuamente: estar allí siempre a disposición de todos, no buscando su propia perfección; siempre, junto con Cristo, dar su vida para que los demás pudieran encontrarlo a él, la verdadera vida.

Hay una tercera etapa decisiva en el camino de conversión de san Agustín. Después de su ordenación sacerdotal, había pedido un período de vacaciones para poder estudiar más a fondo las sagradas Escrituras. Su primer ciclo de homilías, después de esta pausa de reflexión, versó sobre el Sermón de la montaña; en él explicaba el camino de la vida recta, "de la vida perfecta" indicada de modo nuevo por Cristo; la presentaba como una peregrinación al monte santo de la palabra de Dios. En esas homilías se puede percibir aún todo el entusiasmo de la fe recién encontrada y vivida: la firme convicción de que el bautizado, viviendo totalmente según el mensaje de Cristo, puede ser, precisamente, "perfecto", según el Sermón de la montaña.

Unos veinte años después, Agustín escribió un libro titulado Las Retractaciones, en el que analiza de modo crítico las obras que había publicado hasta ese momento, realizando correcciones donde, mientras tanto, había aprendido cosas nuevas. Con respecto al ideal de la perfección, en sus homilías sobre el Sermón de la montaña anota: "Mientras tanto, he comprendido que sólo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos orar cada día: "Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"" (cf. Retract. I, 19, 1-3).

San Agustín había aprendido un último grado de humildad, no sólo la humildad de insertar su gran pensamiento en la fe humilde de la Iglesia, no sólo la humildad de traducir sus grandes conocimientos en la sencillez del anuncio, sino también la humildad de reconocer que él mismo y toda la Iglesia peregrinante necesitaba y necesita continuamente la bondad misericordiosa de un Dios que perdona; y nosotros —añadía— nos asemejamos a Cristo, el único Perfecto, en la medida más grande posible cuando somos como él personas misericordiosas.
En esta hora demos gracias a Dios por la gran luz que irradia la sabiduría y la humildad de san

Agustín, y pidamos al Señor que nos conceda a todos, día a día, la conversión necesaria, y así nos conduzca a la verdadera vida. Amén.


CELEBRACIÓN DE VÍSPERAS

Pavía, domingo 22 de abril de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

En su momento conclusivo, mi visita a Pavía toma la forma de una peregrinación. Es la forma en que yo la había concebido al inicio, pues deseaba venir a venerar los restos mortales de san Agustín, para rendir el homenaje de toda la Iglesia católica a uno de sus "padres" más destacados, así como para manifestar mi devoción y mi gratitud personal hacia quien ha desempeñado un papel tan importante en mi vida de teólogo y pastor, pero antes aún de hombre y sacerdote.

Con afecto renuevo mi saludo al obispo Giovanni Giudici y lo extiendo en particular al prior general de los agustinos, padre Robert Francis Prevost, al padre provincial y a toda la comunidad agustina. Con alegría os saludo a todos vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y seminaristas.

La Providencia ha querido que mi viaje asumiera el carácter de una auténtica visita pastoral; por eso, en esta etapa de oración quisiera recoger aquí, junto al sepulcro del Doctor gratiae, un mensaje significativo para el camino de la Iglesia. Este mensaje nos viene del encuentro entre la palabra de Dios y la experiencia personal del gran obispo de Hipona.

Hemos escuchado la breve lectura bíblica de las segundas Vísperas del tercer domingo de Pascua (
He 10,12-14): la carta a los Hebreos nos ha presentado a Cristo, sumo y eterno sacerdote, exaltado a la gloria del Padre después de haberse ofrecido a sí mismo como único y perfecto sacrificio de la nueva alianza, con el que se llevó a cabo la obra de la Redención. San Agustín fijó su mirada en este misterio y en él encontró la Verdad que tanto buscaba: Jesucristo, el Verbo encarnado, el Cordero inmolado y resucitado, es la revelación del rostro de Dios Amor a todo ser humano en camino por las sendas del tiempo hacia la eternidad.

En un pasaje que se puede considerar paralelo al que se acaba de proclamar de la carta a los Hebreos, el apóstol san Juan escribe: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10). Aquí radica el corazón del Evangelio, el núcleo central del cristianismo. La luz de este amor abrió los ojos de san Agustín, le hizo encontrar la "belleza antigua y siempre nueva" (Las Confesiones, X, 27), en la cual únicamente encuentra paz el corazón del hombre.

Queridos hermanos y hermanas, aquí, ante la tumba de san Agustín, quisiera volver a entregar idealmente a la Iglesia y al mundo mi primera encíclica, que contiene precisamente este mensaje central del Evangelio: Deus caritas est, "Dios es amor" (1Jn 4,8 1Jn 4,16). Esta encíclica, y sobre todo su primera parte, debe mucho al pensamiento de san Agustín, que fue un enamorado del amor de Dios, y lo cantó, meditó, predicó en todos sus escritos, y sobre todo lo testimonió en su ministerio pastoral.

Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II y de mis venerados predecesores Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, estoy convencido de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje esencial, encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de esto y todo debe llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado teológico. Como dice san Pablo: "Si no tengo caridad, nada me aprovecha" (cf. 1Co 13,3). Todos los carismas carecen de sentido y de valor sin el amor; en cambio, gracias al amor todos ellos contribuyen a edificar el Cuerpo místico de Cristo.

El mensaje que repite también hoy san Agustín a toda la Iglesia, y en particular a esta comunidad diocesana que con tanta veneración conserva sus reliquias, es el siguiente: el Amor es el alma de la vida de la Iglesia y de su actividad pastoral. Lo hemos escuchado esta mañana en el diálogo entre Jesús y Simón Pedro: "¿Me amas?... Apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21,15-17). Sólo quien vive en la experiencia personal del amor del Señor es capaz de cumplir la tarea de guiar y acompañar a los demás en el camino del seguimiento de Cristo. Al igual que san Agustín, os repito esta verdad a vosotros como Obispo de Roma, mientras con alegría siempre nueva la acojo juntamente con vosotros como cristiano.

Servir a Cristo es ante todo una cuestión de amor. Queridos hermanos y hermanas, vuestra pertenencia a la Iglesia y vuestro apostolado deben brillar siempre por la ausencia de cualquier interés individual y por la adhesión sin reservas al amor de Cristo. Los jóvenes, en especial, necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus corazones inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su interior. Sólo en él, Palabra pronunciada por el Padre para nosotros, se encuentra la unión entre la verdad y el amor, en la que se encuentra el sentido pleno de la vida. San Agustín vivió personalmente y analizó a fondo los interrogantes que el hombre alberga en su corazón y sondeó la capacidad que tiene de abrirse al infinito de Dios.

Siguiendo las huellas de san Agustín, también vosotros debéis ser una Iglesia que anuncie con valentía la "buena nueva" de Cristo, su propuesta de vida, su mensaje de reconciliación y perdón. He visto que vuestro primer objetivo pastoral consiste en llevar a las personas a la madurez cristiana. Aprecio esta prioridad que otorgáis a la formación personal, porque la Iglesia no es una simple organización de manifestaciones colectivas, ni lo opuesto, la suma de individuos que viven una religiosidad privada. La Iglesia es una comunidad de personas que creen en el Dios de Jesucristo y se comprometen a vivir en el mundo el mandamiento de la caridad que él nos dejó. Por tanto, es una comunidad en la que se nos educa en el amor, y esta educación se lleva a cabo no a pesar de los acontecimientos de la vida, sino a través de ellos. Así fue para san Pedro, para san Agustín y para todos los santos. Y así es también para nosotros.

La maduración personal, animada por la caridad eclesial, permite también crecer en el discernimiento comunitario, es decir, en la capacidad de leer e interpretar el tiempo presente a la luz del Evangelio, para responder a la llamada del Señor. Os exhorto a progresar en el testimonio personal y comunitario del amor con obras. El servicio de la caridad, que con razón concebís siempre unido al anuncio de la Palabra y a la celebración de los sacramentos, os llama y a la vez os estimula a estar atentos a las necesidades materiales y espirituales de los hermanos.

Os aliento a tratar de alcanzar el "alto grado" de la vida cristiana, que encuentra en la caridad el vínculo de la perfección y que debe traducirse también en un estilo de vida moral inspirado en el Evangelio, inevitablemente contra corriente con respecto a los criterios del mundo, pero que es preciso testimoniar siempre de modo humilde, respetuoso y cordial.

Queridos hermanos y hermanas, para mí ha sido un don, realmente un don, compartir con vosotros esta visita a la tumba de san Agustín; vuestra presencia ha dado a mi peregrinación un sentido eclesial más concreto. Recomencemos desde aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser discípulos del Amor.

Que nos acompañe siempre la Virgen María, a cuya maternal protección os encomiendo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, a la vez que con gran afecto os imparto la bendición apostólica.
* * *


Al salir de la Basílica de San Pedro in Ciel d’Oro, el Santo Padre recibió el saludo afectuoso de muchos fieles, en particular de los niños de las escuelas católicas, a los cuales dijo:

Queridos niños al despedirme de esta maravillosa ciudad de Pavía, es para mí una grandísima alegría poder ver a los niños, a los muchachos y a las muchachas, a los jóvenes Vosotros estáis muy cerda del Señor, que os ama especialmente. Rogad por mí, yo ruego por vosotros. Adiós


Benedicto XVI Homilias 15047