Benedicto XVI Homilias 30607

DURANTE LA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Basílica de San Juan de Letrán, Jueves 7 de junio de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

Hace poco hemos cantado en la Secuencia: "Dogma datur christianis, quod in carnem transit panis, et vinum in sanguinem", "Es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre". Hoy reafirmamos con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.

En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que el Misterio eucarístico "es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre" (
n. 1 ). Por tanto, la fiesta del Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto histórico y cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente las gracias al Señor, que "en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos "hasta el extremo", hasta el don de su cuerpo y de su sangre" (ib., 1).

La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del Jueves santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús de "proclamar desde los terrados" lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10,27).

El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse con "Jesús que pasa", como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la fuerza de su amor.

Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Papa Pablo VI, pueda ejercer "su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal" (Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).

En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote después de la consagración: "Este es el misterio de la fe", afirmé: "Proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana" (n. 6 ).

Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera. Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre (cf. Jn 6,26-58).

Ese lenguaje pareció "duro" y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces, la Eucaristía sigue siendo "signo de contradicción" y no puede menos de serlo, porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y proclamamos nosotros: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente en la Eucaristía. Sí, "es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre".

La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum", "He aquí el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos". La Eucaristía es el alimento reservado a los que en el bautismo han sido liberados de la esclavitud y han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios nosotros somos hijos; es el alimento que los sostiene en el largo camino del éxodo a través del desierto de la existencia humana.

Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación cristiana la Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no promueven la vida, sino que más bien la mortifican; un mundo donde domina la lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un mundo donde no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es "el pan de vida" (Jn 6,35 Jn 6,48). Nos lo ha repetido en las palabras del Aleluya: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn 6,51).

En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas, narrándonos el milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces con los que Jesús sació a la muchedumbre "en un lugar desierto", concluye diciendo: "Comieron todos hasta saciarse (cf. Lc 9,11-17).

En primer lugar, quiero subrayar la palabra "todos". En efecto, el Señor desea que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía es para todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve la estrecha relación que existe entre la última Cena y el misterio de la muerte de Jesús en la cruz, hoy, fiesta del Corpus Christi, con la procesión y la adoración común de la Eucaristía se llama la atención hacia el hecho de que Cristo se inmoló por la humanidad entera. Su paso por las casas y las calles de nuestra ciudad será para sus habitantes un ofrecimiento de alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.

En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el milagro realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero necesaria, que él transforma en don de amor para todos. "Cristo —escribí en la citada exhortación postsinodal— sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona" (n. 88 ). Por consiguiente, la Eucaristía es una llamada a la santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues "la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo" (ib.).

Nuestro Redentor dirige esta invitación en particular a nosotros, queridos hermanos y hermanas de Roma, reunidos en torno a la Eucaristía en esta histórica plaza: os saludo a todos con afecto. Mi saludo va ante todo al cardenal vicario y a los obispos auxiliares, a los demás venerados hermanos cardenales y obispos, así como a los numerosos presbíteros y diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los fieles laicos.

Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como para llevar idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de Roma. Por decirlo así, lo sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida, para que camine donde nosotros caminamos, para que viva donde vivimos. En efecto, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios, sabemos que en toda Eucaristía, también en la de esta tarde, "anunciamos la muerte del Señor hasta que venga" (cf. 1Co 11,26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo que lo tenemos a él a nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver un día cara a cara en el encuentro definitivo.

Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos en el libro del Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20).

La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la dureza de nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para siempre. Lo acogemos con alegría elevando a él la invocación coral de la liturgia: "Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros (...). Tú que todo lo sabes y lo puedes, que nos alimentas en la tierra, lleva a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.


VISITA PASTORAL

CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO

DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Plaza inferior de la Basílica de San Francisco Domingo 17 de junio de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

¿Qué nos dice hoy el Señor, mientras celebramos la Eucaristía en el sugestivo escenario de esta plaza, en la que convergen ocho siglos de santidad, de devoción, de arte y de cultura, vinculados al nombre de san Francisco de Asís? Hoy aquí todo habla de conversión, como nos ha recordado mons. Domenico Sorrentino, a quien agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido.

Saludo también a toda la Iglesia de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, así como a los pastores de las Iglesias de Umbría. Saludo y expreso mi agradecimiento al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las dos basílicas papales de esta ciudad. Dirijo un saludo afectuoso a los hijos de san Francisco, aquí presentes con sus ministros generales de las diversas Órdenes. Saludo asimismo al presidente del Gobierno y a todas las autoridades civiles que han querido honrarnos con su presencia.

Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje cristiano y a la vez en las raíces de la existencia humana. La palabra de Dios que se acaba de proclamar nos ilumina, poniéndonos ante los ojos tres figuras de convertidos.

La primera es la de David. El pasaje que se refiere a él, tomado del segundo libro de Samuel, nos presenta uno de los diálogos más dramáticos del Antiguo Testamento. En el centro de este diálogo está un veredicto tajante, con el que la palabra de Dios, proferida por el profeta Natán, pone al descubierto a un rey que había alcanzado la cumbre de su éxito político, pero que había caído también en lo más bajo de su vida moral.

Para captar la tensión dramática de este diálogo, es preciso tener presente el horizonte histórico y teológico en el que se sitúa. Se trata de un horizonte marcado por la historia de amor con la que Dios elige a Israel como su pueblo, entablando con él una alianza y preocupándose de asegurarle tierra y libertad. David es un eslabón de esta historia de solicitud constante de Dios por su pueblo. Es elegido en un momento difícil y es puesto al lado del rey Saúl, para convertirse en su sucesor. El plan de Dios atañe también a su descendencia, vinculada al proyecto mesiánico, que tendrá en Cristo, "hijo de David", su plena realización.

De este modo, la figura de David es imagen de grandeza histórica y a la vez religiosa. Por eso, con esa grandeza contrasta mucho más la bajeza en la que cae cuando, cegado de pasión por Bersabé, se la arrebata a su esposo, uno de sus más fieles guerreros, y ordena fríamente que sea asesinado. Es un acto estremecedor: ¿cómo puede un elegido de Dios caer tan bajo? Realmente, el hombre es grandeza y miseria. Es grandeza, porque lleva en sí la imagen de Dios y es objeto de su amor; y es miseria, porque puede hacer mal uso de la libertad, su gran privilegio, acabando por volverse contra su Creador.

El veredicto de Dios sobre David, pronunciado por Natán, ilumina las fibras íntimas de la conciencia, donde no cuentan los ejércitos, el poder, la opinión pública, sino donde estamos a solas con Dios. "Tú eres ese hombre". Estas palabras desvelan a David su culpabilidad. Profundamente afectado por estas palabras, el rey siente un arrepentimiento sincero y se abre al ofrecimiento de la misericordia. Es el camino de la conversión.

Hoy es san Francisco quien nos invita a seguir este camino, como David. Por lo que narran sus biógrafos, en sus años juveniles nada permite pensar en caídas tan graves como la del antiguo rey de Israel. Pero el mismo Francisco, en el Testamento redactado en los últimos meses de su vida, considera sus primeros veinticinco años como un tiempo en que "vivía en los pecados" (cf. 2 Test 1: FF 110). Más allá de las expresiones concretas, consideraba pecado concebir su vida y organizarla totalmente centrada en él mismo, siguiendo vanos sueños de gloria terrena. Cuando era el "rey de las fiestas" entre los jóvenes de Asís (cf. 2 Cel I, 3, 7: FF 588), no le faltaba una natural generosidad de espíritu. Pero esa generosidad estaba muy lejos del amor cristiano que se entrega sin reservas a los demás.

Como él mismo recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a hermanos que era preciso amar. La conversión lo llevó a practicar la misericordia y a la vez le alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no sólo fue un gesto de filantropía, una conversión —por decirlo así— "social", sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios: "El Señor —dice— me llevó hasta ellos" (2 Test 2: FF 110). Fue entonces cuando la amargura se transformó en "dulzura de alma y de cuerpo" (2 Test 3: FF 110).

Sí, mis queridos hermanos y hermanas, convertirnos al amor es pasar de la amargura a la "dulzura", de la tristeza a la alegría verdadera. El hombre es realmente él mismo, y se realiza plenamente, en la medida en que vive con Dios y de Dios, reconociéndolo y amándolo en sus hermanos.
En el pasaje de la carta a los Gálatas destaca otro aspecto del camino de conversión. Nos lo explica otro gran convertido, el apóstol san Pablo. El contexto de sus palabras es el debate que surgió en la comunidad primitiva: en ella muchos cristianos procedentes del judaísmo tendían a unir la salvación a la realización de las obras de la antigua Ley, desvirtuando así la novedad de Cristo y la universalidad de su mensaje.

San Pablo se sitúa como testigo y pregonero de la gracia. En el camino de Damasco, el rostro resplandeciente y la voz fuerte de Cristo lo habían arrancado de su celo violento de perseguidor y habían encendido en él un nuevo celo por el Crucificado, que reconcilia en su cruz a los que están cerca y a los que están lejos (cf.
Ep 2,11-22). San Pablo había comprendido que en Cristo toda la ley está cumplida y que quien sigue a Cristo se une a él y cumple la ley. Llevar a Cristo, y con Cristo al único Dios, a todas las naciones se había convertido en su misión. En efecto, Cristo "es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba..." (Ep 2,14)

Su personalísima confesión de amor expresa al mismo tiempo la esencia común de la vida cristiana: "La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20). Y ¿cómo se puede responder a este amor sino abrazando a Cristo crucificado, hasta vivir de su misma vida? "Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,19-20).

Al decir que está crucificado con Cristo, san Pablo no sólo alude a su nuevo nacimiento en el bautismo, sino a toda su vida al servicio de Cristo. Este nexo con su vida apostólica se pone claramente de manifiesto en las palabras conclusivas de su defensa de la libertad cristiana al final de la carta a los Gálatas: "En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo los estigmas de Jesús" (Ga 6,17).

Es la primera vez, en la historia del cristianismo, que aparecen las palabras "estigmas de Jesús". En la disputa sobre el modo correcto de ver y de vivir el Evangelio, al final, no deciden los argumentos de nuestro pensamiento; lo que decide es la realidad de la vida, la comunión vivida y sufrida con Jesús, no sólo en las ideas o en las palabras, sino hasta en lo más profundo de la existencia, implicando también el cuerpo, la carne.

Los cardenales recibidos en una larga historia de pasión son el testimonio de la presencia de la cruz de Jesús en el cuerpo de san Pablo, son sus estigmas. Así puede decir que no es la circuncisión la que lo salva: los estigmas son la consecuencia de su bautismo, la expresión de su morir con Jesús día a día, la señal segura de ser una nueva criatura (cf. Ga 6,15).

Por lo demás, al utilizar la palabra "estigmas", san Pablo alude a la costumbre antigua de grabar en la piel del esclavo el sello de su propietario. Así el esclavo era "estigmatizado" como propiedad de su amo y quedaba bajo su protección. La señal de la cruz, grabada en largas pasiones en la piel de san Pablo, es su orgullo: lo legitima como verdadero esclavo de Jesús, protegido por el amor del Señor.

Queridos amigos, san Francisco de Asís nos repite hoy todas estas palabras de san Pablo con la fuerza de su testimonio. Desde que el rostro de los leprosos, amados por amor a Dios, le hizo intuir de algún modo el misterio de la "kénosis" (cf. Ph 2,7), el abajamiento de Dios en la carne del Hijo del hombre, y desde que la voz del Crucifijo de San Damián le puso en su corazón el programa de su vida: "Ve, Francisco, y repara mi casa" (2 Cel I, 6, 10: FF 593), su camino no fue más que el esfuerzo diario de configurarse con Cristo. Se enamoró de Cristo. Las llagas del Crucificado hirieron su corazón, antes de marcar su cuerpo en la Verna. Por eso pudo decir con san Pablo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20).

Llegamos ahora al corazón evangélico de la palabra de Dios de hoy. Jesús mismo, en el pasaje del evangelio de san Lucas que se acaba de leer, nos explica el dinamismo de la auténtica conversión, señalándonos como modelo a la mujer pecadora rescatada por el amor. Se debe reconocer que esta mujer actuó con gran osadía. Su modo de comportarse ante Jesús, bañando con lágrimas sus pies y secándolos con sus cabellos, besándolos y ungiéndolos con perfume, tenía que escandalizar a quienes contemplaban a personas de su condición con la mirada despiadada de un juez.

Impresiona, por el contrario, la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor.

Para evitar equívocos, conviene notar que la misericordia de Jesús no se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado, pero lo quema en un fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué fue la vida de Francisco convertido sino un gran acto de amor? Lo manifiestan sus fervientes oraciones, llenas de contemplación y de alabanza, su tierno abrazo al Niño divino en Greccio, su contemplación de la pasión en la Verna, su "vivir según la forma del santo Evangelio" (2 Test 14: FF 116), su elección de la pobreza y su búsqueda de Cristo en el rostro de los pobres.

Esta es su conversión a Cristo, hasta el deseo de "transformarse" en él, llegando a ser su imagen acabada, que explica su manera típica de vivir, en virtud de la cual se nos presenta tan actual, incluso respecto de los grandes temas de nuestro tiempo, como la búsqueda de la paz, la salvaguardia de la naturaleza y la promoción del diálogo entre todos los hombres. San Francisco es un auténtico maestro en estas cosas. Pero lo es a partir de Cristo, pues Cristo es "nuestra paz" (cf. Ep 2,14). Cristo es el principio mismo del cosmos, porque en él todo ha sido hecho (cf. Jn 1,3). Cristo es la verdad divina, el "Logos" eterno, en el que todo "dia-logos" en el tiempo tiene su último fundamento. San Francisco encarna profundamente esta verdad "cristológica" que está en la raíz de la existencia humana, del cosmos y de la historia.

No puedo olvidar, en este contexto, la iniciativa de mi predecesor, de santa memoria, Juan Pablo II, el cual quiso reunir aquí, en 1986, a los representantes de las confesiones cristianas y de las diversas religiones del mundo, para un encuentro de oración por la paz. Fue una intuición profética y un momento de gracia, como reafirmé hace algunos meses en mi carta al obispo de esta ciudad con ocasión del vigésimo aniversario de ese acontecimiento.

La decisión de celebrar ese encuentro en Asís estaba sugerida precisamente por el testimonio de san Francisco como hombre de paz, al que tantos miran con simpatía incluso desde otras posiciones culturales y religiosas. Al mismo tiempo, la luz del Poverello sobre esa iniciativa era una garantía de autenticidad cristiana, ya que su vida y su mensaje se apoyan tan visiblemente en la opción de Cristo, que rechazan a priori cualquier tentación de indiferentismo religioso, que no tiene nada que ver con el auténtico diálogo interreligioso.

El "espíritu de Asís", que desde ese acontecimiento se sigue difundiendo por el mundo, se opone al espíritu de violencia, al abuso de la religión como pretexto para la violencia. Asís nos dice que la fidelidad a la propia convicción religiosa, sobre todo la fidelidad a Cristo crucificado y resucitado, no se manifiesta con violencia e intolerancia, sino con un sincero respeto a los demás, con el diálogo, con un anuncio que apela a la libertad y a la razón, con el compromiso por la paz y la reconciliación.

No podría ser actitud evangélica ni franciscana no lograr conjugar la acogida, el diálogo y el respeto a todos con la certeza de fe que todo cristiano, al igual que el santo de Asís, debe cultivar, anunciando a Cristo como camino, verdad y vida del hombre (cf. Jn 14,6), único Salvador del mundo.

Que san Francisco de Asís obtenga a esta Iglesia particular, a las Iglesias que están en Umbría, a toda la Iglesia que está en Italia, de la que él, juntamente con santa Catalina de Siena, es patrono, y a todos los que en el mundo se remiten a él, la gracia de una auténtica y plena conversión al amor de Cristo.



EN LA MISA DE EXEQUIAS DEL CARDENAL ANGELO FELICI

Martes 19 de junio de 2007

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En el evangelio acabamos de escuchar estas palabras de Cristo: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (
Jn 6,54). Estas palabras iluminan nuestra fe y sostienen nuestra esperanza en el momento triste y solemne que estamos viviendo, mientras, reunidos en torno al altar, nos disponemos a despedir con sentimientos de afecto y viva gratitud a nuestro venerado hermano el cardenal Angelo Felici.

Con él y por él queremos confesar, con particular intensidad, nuestra convicción de que en la Eucaristía participamos misteriosamente en la muerte y resurrección del Señor, creyendo firmemente que Dios ha preparado para sus siervos buenos y fieles el premio de la vida que no tendrá fin.

Esta es la fe que guió la larga y fecunda existencia sacerdotal del cardenal Felici. Con esta fe celebró el divino sacrificio, buscando en la Eucaristía la referencia constante de su itinerario espiritual; con esta fe encontró en la Eucaristía la fuerza para desempeñar su celoso trabajo en la viña del Señor.

Esperamos que ahora el Padre lo haya acogido en su casa para participar en el banquete del cielo. Congregados en torno al altar, oremos para que este hermano nuestro en el sacerdocio vea cara a cara a Jesucristo, su Señor (cf. 1Co 13,12), a quien en la tierra se esforzó por servir con amor.

En este momento resuena en nuestra alma con singular eco la exhortación del apóstol san Juan: "En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1Jn 3,16). Podríamos decir que estas palabras sintetizan de modo eficaz la razón profunda que orientó la vida y el ministerio eclesial del cardenal Felici.

Originario de la antigua y noble ciudad de Segni, el adolescente Angelo Felici respondió con prontitud a la llamada del Señor y fue acogido en el Pontificio Colegio Leoniano de Anagni, donde realizó los estudios de filosofía y teología. Inmediatamente después de recibir el subdiaconado, fue orientado a la Pontificia Academia Eclesiástica y el 4 de abril de 1942, antes de cumplir veintitrés años, recibió la ordenación sacerdotal.

Su formación intelectual prosiguió entonces en el campo jurídico: frecuentó los cursos utriusque iuris del Ateneo Lateranense y luego pasó a la Universidad Gregoriana, donde consiguió el doctorado en derecho canónico.

En la práctica, su sacerdocio se dedicó completamente al servicio de la Sede apostólica, colaborando estrechamente con el Sucesor de Pedro. El 1 de julio de 1945 entró en la Secretaría de Estado; logró una notable experiencia en lo que atañe a las relaciones de la Santa Sede con los Estados, trabajando primero con el cardenal Tardini y luego con el cardenal Cicognani. Por esta competencia y por su demostrada fidelidad, el siervo de Dios Pablo VI lo nombró subsecretario de la que se llamaba entonces Congregación para los Asuntos eclesiásticos extraordinarios.

Durante ese mismo período, además del servicio a la Santa Sede, enseñó estilo diplomático a los alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica hasta que, en julio de 1967, fue nombrado arzobispo y enviado como pro-nuncio apostólico a los Países Bajos, donde estuvo nueve años. En el año 1976 fue nombrado representante pontificio en Portugal. Después de tres años pasó a París, donde acogió tres veces al amado Papa Juan Pablo II con ocasión de sus peregrinaciones apostólicas a Francia.

Llamado a Roma, en 1988, fue creado cardenal, del título de los santos Blas y Carlos en los Catinari, y fue nombrado prefecto de la Congregación para las causas de los santos, servicio que el querido y venerado cardenal Felici llevó a cabo hasta 1995, ocupando seguidamente el cargo de presidente de la Pontificia Comisión "Ecclesia Dei" hasta el año 2000.

Me complace recordar aquí que el siervo de Dios Juan Pablo II le escribió con ocasión de su 50° aniversario de sacerdocio y 25° de episcopado, poniendo de relieve el escrupuloso sentido del deber que lo distinguía y su solícita ejecución de las directrices al afrontar los problemas y los asuntos públicos de la Iglesia universal.

Todo su ministerio episcopal —afirmaba el Papa— estuvo dedicado al bien de los fieles, a la misión benéfica de los Romanos Pontífices y de la Sede apostólica. Ahora queremos dar gracias al Señor por la abundante cosecha de frutos apostólicos que, con la ayuda de la gracia divina, pudo recoger en los diversos ámbitos de su iluminada y valiosa actividad pastoral y diplomática. Pedimos al buen Pastor que, reconociendo la caridad con que el cardenal Felici actuó durante su larga vida terrena, lo admita a contemplar la luz radiante de su Rostro glorioso.

Así pues, mientras nos disponemos a despedir a este venerado hermano nuestro, las palabras del libro de la Sabiduría que se acaban de proclamar deben reavivar en nuestro corazón la luz de la confianza en el Dios de la vida: "Las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sg 3,1). Sí, las almas de los amigos de Dios descansan en la paz de su corazón. Esta certeza, que hemos de alimentar siempre, nos debe servir de aviso constante para permanecer vigilantes en la oración y para perseverar con humildad y fidelidad en el trabajo al servicio de la Iglesia. Sólo en Dios encuentra descanso el alma del justo; sólo quien confía en él no quedará confundido para siempre. "In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum".

Seguramente el cardenal Angelo Felici esperó la muerte y se preparó para ella con este espíritu y con esta conciencia. Entre sus objetos personales se encontró un conmovedor testimonio. Una imagencita, que representa a la Mater Salvatoris, venerada en la capilla del Pontificio Colegio Leoniano —donde estudió en su juventud—, tiene en la parte posterior esta invocación: "En ti, Señor, espero, y en tu santísima Madre; que no quede confundido para siempre".

¡Cuántas veces habrá repetido las palabras de esta oración, escrita de su puño y letra en previsión de su muerte! Podemos considerarlas como el testamento espiritual que nos deja: palabras que, mejor que cualquier otra consideración, nos ayudan hoy a reflexionar y a orar.

El cardenal Angelo Felici consagró su vida y su muerte a la Madre del Salvador y precisamente a ella queremos entregar su alma. Que María, a quien este hermano nuestro amó e invocó como Madre tierna y solícita, lo reciba ahora entre sus brazos como hijo amadísimo y lo acompañe al encuentro con Cristo, que "con su victoria nos redime de la muerte y nos llama consigo a una vida nueva" (cf. V Prefacio de difuntos). Amén.


CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Basílica papal de San Pablo extramuros, Jueves 28 de junio de 2007

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En estas primeras Vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo recordamos con gratitud a estos dos Apóstoles, cuya sangre, junto con la de tantos otros testigos del Evangelio, ha fecundado la Iglesia de Roma. En su recuerdo, me alegra saludaros a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas: al señor cardenal arcipreste y a los demás cardenales y obispos presentes, al padre abad y a la comunidad benedictina a la que está encomendada esta basílica, a los eclesiásticos, a las religiosas, a los religiosos y a los fieles laicos aquí reunidos.

Dirijo un saludo particular a la delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, que devuelve la visita de la delegación de la Santa Sede a Estambul, con ocasión de la fiesta de San Andrés. Como dije hace unos días, estos encuentros e iniciativas no constituyen sólo un intercambio de cortesía entre Iglesias, sino que quieren expresar el compromiso común de hacer todo lo posible para apresurar el tiempo de la plena comunión entre el Oriente y el Occidente cristianos.

Con estos sentimientos, saludo con deferencia a los metropolitas Emmanuel y Gennadios, enviados por el querido hermano Bartolomé I, al que dirijo un saludo agradecido y cordial. Esta basílica, donde han tenido lugar acontecimientos de profundo significado ecuménico, nos recuerda cuán importante es orar juntos para implorar el don de la unidad, la unidad por la que san Pedro y san Pablo entregaron su vida hasta el supremo sacrificio de su sangre.

Una antiquísima tradición, que se remonta a los tiempos apostólicos, narra que precisamente a poca distancia de este lugar tuvo lugar su último encuentro antes del martirio: los dos se habrían abrazado, bendiciéndose recíprocamente. Y en el portal mayor de esta basílica están representados juntos, con las escenas del martirio de ambos. Por tanto, desde el inicio, la tradición cristiana ha considerado a san Pedro y san Pablo inseparables uno del otro, aunque cada uno tuvo una misión diversa que cumplir: san Pedro fue el primero en confesar la fe en Cristo; san Pablo obtuvo el don de poder profundizar su riqueza. San Pedro fundó la primera comunidad de cristianos provenientes del pueblo elegido; san Pablo se convirtió en el apóstol de los gentiles. Con carismas diversos trabajaron por una única causa: la construcción de la Iglesia de Cristo.

En el Oficio divino, la liturgia ofrece a nuestra meditación este conocido texto de san Agustín: "En un solo día se celebra la fiesta de dos apóstoles. Pero también ellos eran uno. Aunque fueron martirizados en días diversos, eran uno. San Pedro fue el primero; lo siguió san Pablo. (...) Por eso, celebramos este día de fiesta, consagrado para nosotros por la sangre de los Apóstoles" (Disc. 295, 7. 8). Y san León Magno comenta: "Con respecto a sus méritos y sus virtudes, mayores de lo que se pueda decir, nada debemos pensar que los oponga, nada que los divida, porque la elección los hizo similares, la prueba semejantes y la muerte iguales" (In natali apostol., 69, 6-7).

En Roma, desde los primeros siglos, el vínculo que une a san Pedro y san Pablo en la misión asumió un significado muy específico. Como la mítica pareja de hermanos Rómulo y Remo, a los que se remontaba el nacimiento de Roma, así san Pedro y san Pablo fueron considerados los fundadores de la Iglesia de Roma. A este propósito, dirigiéndose a la ciudad, san León Magno dice: "Estos son tus santos padres, tus verdaderos pastores, que para hacerte digna del reino de los cielos, edificaron mucho mejor y más felizmente que los que pusieron los primeros cimientos de tus murallas" (Homilías 82, 7).

Por tanto, aunque humanamente eran diversos, y aunque la relación entre ellos no estuviera exenta de tensiones, san Pedro y san Pablo aparecen como los iniciadores de una nueva ciudad, como concreción de un modo nuevo y auténtico de ser hermanos, hecho posible por el Evangelio de Jesucristo. Por eso, se podría decir que hoy la Iglesia de Roma celebra el día de su nacimiento, ya que los dos Apóstoles pusieron sus cimientos. Y, además, Roma comprende hoy con mayor claridad cuál es su misión y su grandeza. San Juan Crisóstomo escribe: "El cielo no es tan espléndido cuando el sol difunde sus rayos como la ciudad de Roma, que irradia el esplendor de aquellas antorchas ardientes (san Pedro y san Pablo) por todo el mundo... Este es el motivo por el que amamos a esta ciudad... por estas dos columnas de la Iglesia" (Comm. a Rom 32).

Al apóstol san Pedro lo recordaremos particularmente mañana, celebrando el divino sacrificio en la basílica vaticana, edificada en el lugar donde sufrió el martirio. Esta tarde nuestra mirada se dirige a san Pablo, cuyas reliquias se custodian con gran veneración en esta basílica. Al inicio de la carta a los Romanos, como acabamos de escuchar, saluda a la comunidad de Roma presentándose como "siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación" (
Rm 1,1). Utiliza el término siervo, en griego doulos, que indica una relación de pertenencia total e incondicional a Jesús, el Señor, y que traduce el hebreo 'ebed, aludiendo así a los grandes siervos que Dios eligió y llamó para una misión importante y específica.

San Pablo tiene conciencia de que es "apóstol por vocación", es decir, no por auto-candidatura ni por encargo humano, sino solamente por llamada y elección divina. En su epistolario, el Apóstol de los gentiles repite muchas veces que todo en su vida es fruto de la iniciativa gratuita y misericordiosa de Dios (cf. 1Co 15,9-10 2Co 4,1 Ga 1,15). Fue escogido "para anunciar el Evangelio de Dios" (Rm 1,1), para propagar el anuncio de la gracia divina que reconcilia en Cristo al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás.

Por sus cartas sabemos que san Pablo no sabía hablar muy bien; más aún, compartía con Moisés y Jeremías la falta de talento oratorio. "Su presencia física es pobre y su palabra despreciable" (2Co 10,10), decían de él sus adversarios. Por tanto, los extraordinarios resultados apostólicos que pudo conseguir no se deben atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no temía peligros, dificultades ni persecuciones: "Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos— ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,38-39).

De aquí podemos sacar una lección muy importante para todos los cristianos. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende.

Queridos hermanos y hermanas, como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo: un tiempo perseguidor violento de los cristianos, cuando en el camino de Damasco cayó en tierra, cegado por la luz divina, se pasó sin vacilaciones al Crucificado y lo siguió sin volverse atrás. Vivió y trabajó por Cristo; por él sufrió y murió. ¡Qué actual es su ejemplo!

Precisamente por eso, me alegra anunciar oficialmente que al apóstol san Pablo dedicaremos un año jubilar especial, del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009, con ocasión del bimilenario de su nacimiento, que los historiadores sitúan entre los años 7 y 10 d.C. Este "Año paulino" podrá celebrarse de modo privilegiado en Roma, donde desde hace veinte siglos se conserva bajo el altar papal de esta basílica el sarcófago que, según el parecer concorde de los expertos y según una incontrovertible tradición, conserva los restos del apóstol san Pablo.

Por consiguiente, en la basílica papal y en la homónima abadía benedictina contigua podrán tener lugar una serie de acontecimientos litúrgicos, culturales y ecuménicos, así como varias iniciativas pastorales y sociales, todas inspiradas en la espiritualidad paulina. Además, se podrá dedicar atención especial a las peregrinaciones que, desde varias partes, quieran acudir de forma penitencial a la tumba del Apóstol para encontrar beneficio espiritual.

Asimismo, se promoverán congresos de estudio y publicaciones especiales sobre textos paulinos, para dar a conocer cada vez mejor la inmensa riqueza de la enseñanza contenida en ellos, verdadero patrimonio de la humanidad redimida por Cristo. Además, en todas las partes del mundo se podrán realizar iniciativas análogas en las diócesis, en los santuarios y en los lugares de culto, por obra de instituciones religiosas, de estudio o de ayuda que llevan el nombre de san Pablo o que se inspiran en su figura y en su enseñanza.

Por último, durante la celebración de los diversos momentos del bimilenario paulino, se deberá cuidar con singular atención otro aspecto particular: me refiero a la dimensión ecuménica. El Apóstol de los gentiles, que se dedicó particularmente a llevar la buena nueva a todos los pueblos, se comprometió con todas sus fuerzas por la unidad y la concordia de todos los cristianos. Que él nos guíe y nos proteja en esta celebración bimilenaria, ayudándonos a progresar en la búsqueda humilde y sincera de la plena unidad de todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. Amén.



Benedicto XVI Homilias 30607