Benedicto XVI Homilias 28067

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Basílica Vaticana, Viernes 29 de junio de 2007

29067


El Papa saludó a la asamblea e introdujo la celebración con estas palabras:

Hermanos y hermanas amados por el Señor y amados en Cristo también por mí, Siervo de los siervos de Dios, hoy nos alegramos porque celebramos el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que edificaron la Iglesia de Roma, nuestra Iglesia: Pedro fue la roca puesta como fundamento de la Iglesia; Pablo, la voz dada al Evangelio en su carrera entre los gentiles. Están aquí con nosotros, como signo de amor fraterno y de espera de la comunión visible, los enviados por el amado Patriarca de Constantinopla: renovemos una vez más nuestra voluntad de predisponer todo para que se pueda cumplir la oración de Jesús por la unidad de los creyentes en él. Nos alegramos de acoger aquí, en la Sede de Pedro, a los arzobispos metropolitanos que recibirán el palio, signo del suave yugo de Cristo, que ha querido que sean pastores de su grey, y signo del vínculo de comunión con esta Sede apostólica. Todos juntos, con fe y amor, celebramos nuestra comunión con los santos del cielo y con los creyentes en la tierra, y renovamos nuestra voluntad de conversión al único Señor



Queridos hermanos y hermanas:

Ayer por la tarde fui a la basílica de San Pablo extramuros, donde celebré las primeras Vísperas de esta solemnidad de San Pedro y San Pablo. Junto al sepulcro del Apóstol de los gentiles rendí homenaje a su memoria y anuncié el Año paulino que, con ocasión del bimilenario de su nacimiento, se celebrará del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009.

Esta mañana, según la tradición, nos encontramos, en cambio, ante el sepulcro de san Pedro. Están presentes, para recibir el palio, los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, a los que dirijo mi saludo especial. Está presente también, enviada por el Patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I, una eminente delegación, a la que acojo con cordial gratitud, pensando en el 30 de noviembre del año pasado, cuando me encontraba en Estambul-Constantinopla para la fiesta de San Andrés. Saludo al metropolita greco-ortodoxo de Francia, Emmanuel; al metropolita de Sassima, Gennadios; y al diácono Andreas. Sed bienvenidos, queridos hermanos. Cada año la visita que nos hacemos recíprocamente es signo de que la búsqueda de la comunión plena está siempre presente en la voluntad del Patriarca ecuménico y del Obispo de Roma.

La fiesta de hoy me brinda la oportunidad de volver a meditar una vez más en la confesión de san Pedro, momento decisivo del camino de los discípulos con Jesús. Los evangelios sinópticos la sitúan en las cercanías de Cesarea de Filipo (cf.
Mt 16,13-20 Mc 8,27-30 Lc 9,18-22). San Juan, por su parte, nos conserva otra significativa confesión de san Pedro, después del milagro de los panes y del discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6,66-70). San Mateo, en el texto que se acaba de proclamar, recuerda que Jesús atribuyó a Simón el sobrenombre de Cefas, "Piedra". Jesús afirma que quiere edificar "sobre esta piedra" su Iglesia y, desde esta perspectiva, confiere a san Pedro el poder de las llaves (cf. Mt 16,17-19). De estos relatos se deduce claramente que la confesión de san Pedro es inseparable del encargo pastoral que se le encomendó con respecto al rebaño de Cristo.

Según todos los evangelistas, la confesión de Simón sucedió en un momento decisivo de la vida de Jesús, cuando, después de la predicación en Galilea, se dirige decididamente a Jerusalén para cumplir, con la muerte en la cruz y la resurrección, su misión salvífica. Los discípulos se ven implicados en esta decisión: Jesús los invita a hacer una opción que los llevará a distinguirse de la multitud, para convertirse en la comunidad de los creyentes en él, en su "familia", el inicio de la Iglesia.

Hay dos modos de "ver" y de "conocer" a Jesús: uno, el de la multitud, más superficial; el otro, el de los discípulos, más penetrante y auténtico. Con la doble pregunta: "¿Qué dice la gente?", "¿qué decís vosotros de mí?, Jesús invita a los discípulos a tomar conciencia de esta perspectiva diversa. La gente piensa que Jesús es un profeta. Esto no es falso, pero no basta; es inadecuado. En efecto, hay que ir hasta el fondo; es preciso reconocer la singularidad de la persona de Jesús de Nazaret, su novedad.

También hoy sucede lo mismo: muchos se acercan a Jesús, por decirlo así, desde fuera. Grandes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral y su influjo en la historia de la humanidad, comparándolo a Buda, Confucio, Sócrates y a otros sabios y grandes personajes de la historia. Pero no llegan a reconocerlo en su unicidad. Viene a la memoria lo que Jesús dijo a Felipe durante la última Cena: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? (Jn 14,9).

A menudo Jesús es considerado también como uno de los grandes fundadores de religiones, de los que cada uno puede tomar algo para formarse una convicción propia. Por tanto, como entonces, también hoy la "gente" tiene opiniones diversas sobre Jesús. Y como entonces, también a nosotros, discípulos de hoy, Jesús nos repite su pregunta: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?". Queremos hacer nuestra la respuesta de san Pedro. Según el evangelio de san Marcos, dijo: "Tú eres el Cristo" (Mc 8,29); en san Lucas, la afirmación es: "El Cristo de Dios" (Lc 9,20); en san Mateo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16); por último, en san Juan: "Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,69). Todas esas respuestas son exactas y valen también para nosotros.

Consideremos, en particular, el texto de san Mateo, recogido en la liturgia de hoy. Según algunos estudiosos, la fórmula que aparece en él presupone el contexto post-pascual e incluso estaría vinculada a una aparición personal de Jesús resucitado a san Pedro; una aparición análoga a la que tuvo san Pablo en el camino de Damasco.

En realidad, el encargo conferido por el Señor a san Pedro está arraigado en la relación personal que el Jesús histórico tuvo con el pescador Simón, desde el primer encuentro con él, cuando le dijo: "Tú eres Simón, (...) te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)" (Jn 1,42). Lo subraya el evangelista san Juan, también él pescador y socio, con su hermano Santiago, de los dos hermanos Simón y Andrés. El Jesús que después de la resurrección llamó a Saulo es el mismo que —aún inmerso en la historia— se acercó, después del bautismo en el Jordán, a los cuatro hermanos pescadores, entonces discípulos del Bautista (cf. Jn 1,35-42). Fue a buscarlos a la orilla del lago de Galilea y los invitó a seguirlo para ser "pescadores de hombres" (cf. Mc 1,16-20).

Además, a Pedro le encomendó una tarea particular, reconociendo así en él un don especial de fe concedido por el Padre celestial. Evidentemente, todo esto fue iluminado después por la experiencia pascual, pero permaneció siempre firmemente anclado en los acontecimientos históricos precedentes a la Pascua. El paralelismo entre san Pedro y san Pablo no puede disminuir el alcance del camino histórico de Simón con su Maestro y Señor, que desde el inicio le atribuyó la característica de "roca" sobre la que edificaría su nueva comunidad, la Iglesia.

En los evangelios sinópticos, a la confesión de san Pedro sigue siempre el anuncio por parte de Jesús de su próxima pasión. Un anuncio ante el cual Pedro reacciona, porque aún no logra comprender. Sin embargo, se trata de un elemento fundamental; por eso Jesús insiste con fuerza. En efecto, los títulos que le atribuye san Pedro —tú eres "el Cristo", "el Cristo de Dios", "el Hijo de Dios vivo"— sólo se comprenden auténticamente a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y es verdad también lo contrario: el acontecimiento de la cruz sólo revela su sentido pleno si "este hombre", que sufrió y murió en la cruz, "era verdaderamente Hijo de Dios", por usar las palabras pronunciadas por el centurión ante el Crucificado (cf. Mc 15,39).

Estos textos dicen claramente que la integridad de la fe cristiana se da en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su "camino" hacia la gloria, es decir, sobre su modo absolutamente singular de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Un "camino" estrecho, un "modo" escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente se inclinan a pensar según los hombres y no según Dios (cf. Mt 16,23). También hoy, como en tiempos de Jesús, no basta poseer la correcta confesión de fe: es necesario aprender siempre de nuevo del Señor el modo propio como él es el Salvador y el camino por el que debemos seguirlo.

En efecto, debemos reconocer que, también para el creyente, la cruz es siempre difícil de aceptar. El instinto impulsa a evitarla, y el tentador induce a pensar que es más sabio tratar de salvarse a sí mismos, más bien que perder la propia vida por fidelidad al amor, por fidelidad al Hijo de Dios que se hizo hombre.

¿Qué era difícil de aceptar para la gente a la que Jesús hablaba? ¿Qué sigue siéndolo también para mucha gente hoy en día? Es difícil de aceptar el hecho de que pretende ser no sólo uno de los profetas, sino el Hijo de Dios, y reivindica la autoridad misma de Dios. Escuchándolo predicar, viéndolo sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños y a los pobres, y reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron poco a poco a comprender que era el Mesías en el sentido más alto del término, es decir, no sólo un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre.

Claramente, todo esto era más grande que ellos, superaba su capacidad de comprender. Podían expresar su fe con los títulos de la tradición judía: "Cristo", "Hijo de Dios", "Señor". Pero para aceptar verdaderamente la realidad, en cierto modo debían redescubrir esos títulos en su verdad más profunda: Jesús mismo con su vida nos reveló su sentido pleno, siempre sorprendente, incluso paradójico con respecto a las concepciones corrientes. Y la fe de los discípulos debió adecuarse progresivamente. Esta fe se nos presenta como una peregrinación que tiene su origen en la experiencia del Jesús histórico y encuentra su fundamento en el misterio pascual, pero después debe seguir avanzando gracias a la acción del Espíritu Santo. Esta ha sido también la fe de la Iglesia a lo largo de la historia; y esta es también nuestra fe, la fe de los cristianos de hoy. Sólidamente fundada en la "roca" de Pedro, es una peregrinación hacia la plenitud de la verdad que el pescador de Galilea profesó con convicción apasionada: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

En la profesión de fe de Pedro, queridos hermanos y hermanas, podemos sentir que todos somos uno, a pesar de las divisiones que a lo largo de los siglos han lacerado la unidad de la Iglesia, con consecuencias que perduran todavía. En nombre de san Pedro y san Pablo renovemos hoy, junto con nuestros hermanos venidos de Constantinopla —a los que agradezco una vez más su presencia en nuestra celebración—, el compromiso de acoger a fondo el deseo de Cristo, que quiere que estemos plenamente unidos.

Con los arzobispos concelebrantes acojamos el don y la responsabilidad de la comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias metropolitanas encomendadas a su solicitud pastoral.

Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima Madre de Dios: su fe indefectible, que sostuvo la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, siga sosteniendo la de las generaciones cristianas, nuestra misma fe: Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.




SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolf, Miércoles 15 de agosto de 2007

15087
Queridos hermanos y hermanas:

En su gran obra "La ciudad de Dios", san Agustín dice una vez que toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.

Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón personificaba el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar, político y propagandístico del Imperio romano era tan grande que ante él la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer inerme; no venció el egoísmo ni el odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.

Las palabras de la sagrada Escritura trascienden siempre el momento histórico. Así, este dragón no sólo indica el poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino también las dictaduras materialistas anticristianas de todos los tiempos. Vemos de nuevo que este poder, esta fuerza del dragón rojo, se personifica en las grandes dictaduras del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían todo el poder, penetraban en todos los lugares, hasta los últimos rincones. Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante ese dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, a la Iglesia. Pero en realidad, también en este caso, al final el amor fue más fuerte que el odio.

También hoy el dragón existe con formas nuevas, diversas. Existe en la forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado. Lo único que importa es vivir la vida para sí mismo, tomar en este breve momento de la vida todo lo que nos es posible tomar. Sólo importa el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así debemos vivir. Y, de nuevo, parece absurdo, parece imposible oponerse a esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Parece imposible aún hoy pensar en un Dios que ha creado al hombre, que se ha hecho niño y que sería el verdadero dominador del mundo.

También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que triunfa el amor y no el egoísmo. Habiendo considerado así las diversas representaciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, coronada por doce estrellas. También esta imagen presenta varios aspectos. Sin duda, un primer significado es que se trata de la Virgen María vestida totalmente de sol, es decir, de Dios; es María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, por toda la comunión de los santos, y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la mortalidad. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida, elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios; así, en la gloria, habiendo superado la muerte, nos dice: "¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida dije: "¡He aquí la esclava del Señor!". En mi vida me entregué a Dios y al prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las amenazas del dragón".

Este es el primer significado de la mujer, es decir, María. La "mujer vestida de sol" es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran dolor, con gran sufrimiento. Perseguida en todos los tiempos, vive casi en el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia, el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y —como dice el Evangelio— se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo, vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.

Ciertamente, vemos cómo también hoy el dragón quiere devorar al Dios que se hizo niño. No temáis por este Dios aparentemente débil. La lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo que ella misma dijo: "¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a disposición del Señor". Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra vida y no tomar la vida. Precisamente así estamos en el camino del amor, que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.

Contemplemos a María elevada al cielo. Renovemos nuestra fe y celebremos la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil, es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y digamos con Isabel: "Bendita tú eres entre todas las mujeres". Te invocamos con toda la Iglesia: Santa María, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


VISITA PASTORAL A LORETO

CON OCASIÓN DEL ÁGORA DE LOS JÓVENES ITALIANOS


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Explanada de Montorso, Domingo 2 de septiembre de 2007

20907
Queridos hermanos y hermanas;
queridos jóvenes amigos:

Después de la vigilia de esta noche, nuestro encuentro en Loreto se concluye ahora en torno al altar con la solemne celebración eucarística. Una vez más os saludo cordialmente a todos. Saludo en especial a los obispos y doy las gracias al arzobispo Angelo Bagnasco, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. Saludo al arzobispo de Loreto, que nos ha acogido con afecto y solicitud. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los que han preparado con esmero esta importante manifestación de fe. Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares presentes, y de modo particular al vicepresidente del Gobierno, hon. Franceso Rutelli.

Este es realmente un día de gracia. Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender cuán maravillosa es la obra que ha realizado el Señor al reunirnos aquí, en Loreto, en tan gran número y en un clima jubiloso de oración y de fiesta. Con nuestro encuentro en el santuario de la Virgen se hacen realidad, en cierto sentido, las palabras de la carta a los Hebreos: "Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo" (
He 12,22).

Al celebrar la Eucaristía a la sombra de la Santa Casa, también nosotros nos hemos acercado a la "reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (He 12,23). Así podemos experimentar la alegría de encontrarnos ante "Dios, juez universal, y los espíritus de los justos llegados ya a su consumación" (He 12,23). Con María, Madre del Redentor y Madre nuestra, vamos sobre todo al encuentro del "mediador de la nueva Alianza" (He 12,24).

El Padre celestial, que muchas veces y de muchos modos habló a los hombres (cf. He 1,1), ofreciendo su alianza y encontrando a menudo resistencias y rechazos, en la plenitud de los tiempos quiso establecer con los hombres un pacto nuevo, definitivo e irrevocable, sellándolo con la sangre de su Hijo unigénito, muerto y resucitado para la salvación de la humanidad entera.

Jesucristo, Dios hecho hombre, asumió en María nuestra misma carne, tomó parte en nuestra vida y quiso compartir nuestra historia. Para realizar su alianza, Dios buscó un corazón joven y lo encontró en María, "una joven".

También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con él caminos nuevos.

Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el diálogo con el joven rico (cf. Mt 19,16-22 Mc 10,17-22); respeta su libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el ejemplo de su Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos jóvenes, os mira con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los momentos de alegría y de fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío; os sostiene con los dones de la gracia sacramental y os acompaña en el discernimiento de vuestra vocación.

Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis.

Pero, ¿qué es lo que hace realmente "jóvenes" en sentido evangélico? Este encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos invita a contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo revela ella misma en el cántico del Magníficat: Dios "ha puesto los ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1,48).

Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura.

De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. "Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado", nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3,18-20); y Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye: "Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado" (Lc 14,11).

Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, "actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Ph 2,8).

Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser.

Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los caminos "alternativos" indicados por el amor verdadero: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien común.

No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo.

Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado. Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le permitiremos hacer en nosotros grandes cosas.

En María y en los santos el Señor obró grandes prodigios. Pienso, por ejemplo, en san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena, patronos de Italia. Pienso también en jóvenes espléndidos, como santa Gema Galgani, san Gabriel de la Dolorosa, san Luis Gonzaga, santo Domingo Savio, santa María Goretti, que nació cerca de aquí, y los beatos Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli. Y pienso también en numerosos muchachos y muchachas que pertenecen a la legión de santos "anónimos", pero que no son anónimos para Dios. Para él cada persona es única, con su nombre y su rostro. Como sabéis bien, todos estamos llamados a ser santos.

Como veis, queridos jóvenes, la humildad que el Señor nos ha enseñado y que los santos han testimoniado, cada uno según la originalidad de su vocación, no es ni mucho menos un modo de vivir abandonista. Contemplemos sobre todo a María: en su escuela, también nosotros podemos experimentar, como ella, el "sí" de Dios a la humanidad del que brotan todos los "sí" de nuestra vida.

En verdad, son numerosos y grandes los desafíos que debéis afrontar. Pero el primero sigue siendo siempre seguir a Cristo a fondo, sin reservas ni componendas. Y seguir a Cristo significa sentirse parte viva de su cuerpo, que es la Iglesia. No podemos llamarnos discípulos de Jesús si no amamos y no seguimos a su Iglesia. La Iglesia es nuestra familia, en la que el amor al Señor y a los hermanos, sobre todo en la participación en la Eucaristía, nos hace experimentar la alegría de poder gustar ya desde ahora la vida futura, que estará totalmente iluminada por el Amor.

Nuestro compromiso diario debe consistir en vivir aquí abajo como si estuviéramos allá arriba. Por tanto, sentirse Iglesia es para todos una vocación a la santidad; es compromiso diario de construir la comunión y la unidad venciendo toda resistencia y superando toda incomprensión. En la Iglesia aprendemos a amar educándonos en la acogida gratuita del prójimo, en la atención solícita a quienes atraviesan dificultades, a los pobres y a los últimos.

La motivación fundamental de todos los creyentes en Cristo no es el éxito, sino el bien, un bien que es tanto más auténtico cuanto más se comparte, y que no consiste principalmente en el tener o en el poder, sino en el ser. Así se edifica la ciudad de Dios con los hombres, una ciudad que crece desde la tierra y a la vez desciende del cielo, porque se desarrolla con el encuentro y la colaboración entre los hombres y Dios (cf. Ap 21,2-3).

Seguir a Cristo, queridos jóvenes, implica además un esfuerzo constante por contribuir a la edificación de una sociedad más justa y solidaria, donde todos puedan gozar de los bienes de la tierra. Sé que muchos de vosotros os dedicáis con generosidad a testimoniar vuestra fe en varios ámbitos sociales, colaborando en el voluntariado, trabajando por la promoción del bien común, de la paz y de la justicia en cada comunidad. Uno de los campos en los que parece urgente actuar es, sin duda, el de la conservación de la creación.

A las nuevas generaciones está encomendado el futuro del planeta, en el que son evidentes los signos de un desarrollo que no siempre ha sabido tutelar los delicados equilibrios de la naturaleza. Antes de que sea demasiado tarde, es preciso tomar medidas valientes, que puedan restablecer una fuerte alianza entre el hombre y la tierra. Es necesario un "sí" decisivo a la tutela de la creación y un compromiso fuerte para invertir las tendencias que pueden llevar a situaciones de degradación irreversible.

Por eso, he apreciado la iniciativa de la Iglesia italiana de promover la sensibilidad frente a los problemas de la conservación de la creación estableciendo una Jornada nacional, que se celebra precisamente el 1 de septiembre. Este año la atención se centra sobre todo en el agua, un bien preciosísimo que, si no se comparte de modo equitativo y pacífico, se convertirá por desgracia en motivo de duras tensiones y ásperos conflictos.

Queridos jóvenes amigos, después de escuchar vuestras reflexiones de ayer por la tarde y de esta noche, dejándome guiar por la palabra de Dios, he querido comunicaros ahora estas consideraciones, que pretenden ser un estímulo paterno a seguir a Cristo para ser testigos de su esperanza y de su amor. Por mi parte, seguiré acompañándoos con mi oración y con mi afecto, para que prosigáis con entusiasmo el camino del Ágora, este singular itinerario trienal de escucha, diálogo y misión. Al concluir hoy el primer año con este estupendo encuentro, no puedo por menos de invitaros a mirar ya a la gran cita de la Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en julio del año próximo en Sydney.

Os invito a prepararos para esa gran manifestación de fe juvenil meditando en mi Mensaje, que profundiza el tema del Espíritu Santo, para vivir juntos una nueva primavera del Espíritu. Os espero, por tanto, en gran número también en Australia, al concluir vuestro segundo año del Ágora.

Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la obra del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más santos, discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos jóvenes, para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio entre sus coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.
* * *


El Papa pronunció las siguientes palabras antes de impartir la bendición apostólica:

Queridos hermanos y hermanas, estamos para despedirnos de este lugar en el que hemos celebrado los santos misterios, lugar donde se hace memoria de la encarnación del Verbo. El santuario lauretano nos recuerda también hoy que para acoger plenamente la Palabra de vida no basta conservar el don recibido: también hay que ir, con solicitud, por otros caminos y a otras ciudades, a comunicarlo con gozo y agradecimiento, como la joven María de Nazaret. Queridos jóvenes, conservad en el corazón el recuerdo de este lugar y, como los setenta y dos discípulos designados por Jesús, id con determinación y libertad de espíritu: comunicad la paz, sostened al débil, preparad los corazones a la novedad de Cristo. Anunciad que el reino de Dios está cerca.


VIAJE APOSTÓLICO A AUSTRIA

CON OCASIÓN DEL 850 ANIVERSARIO

DE LA FUNDACIÓN DEL SANTUARIO DE MARIAZELL



DURANTE LA MISA CELEBRADA DELANTE EL SANTUARIO DE MARIAZELL

Sábado 8 de septiembre de 2007

8097
Benedicto XVI Homilias 28067