Benedicto XVI Homilias 23097


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE SEIS PRESBÍTEROS

Basílica de San Pedro, Sábado 29 de septiembre de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

Nos encontramos reunidos en torno al altar del Señor para una circunstancia solemne y alegre al mismo tiempo: la ordenación episcopal de seis nuevos obispos, llamados a desempeñar diversas misiones al servicio de la única Iglesia de Cristo. Son mons. Mieczyslaw Mokrzycki, mons. Francesco Brugnaro, mons. Gianfranco Ravasi, mons. Tommaso Caputo, mons. Sergio Pagano y mons. Vincenzo Di Mauro. A todos dirijo mi cordial saludo, con un abrazo fraterno.

Saludo en particular a mons. Mokrzycki, que, juntamente con el actual cardenal Stanislaw Dziwisz, durante muchos años estuvo al servicio del Santo Padre Juan Pablo II como secretario y luego, después de mi elección como Sucesor de Pedro, también me ha ayudado a mí como secretario con gran humildad, competencia y dedicación.

Saludo, asimismo, al amigo del Papa Juan Pablo II, cardenal Marian Jaworski, con quien mons. Mokrzycki colaborará como coadjutor. Saludo también a los obispos latinos de Ucrania, que están aquí en Roma para su visita "ad limina Apostolorum". Mi pensamiento se dirige, además, a los obispos grecocatólicos, con algunos de los cuales me encontré el lunes pasado, y a la Iglesia ortodoxa de Ucrania. A todos les deseo las bendiciones del cielo para sus esfuerzos encaminados a mantener operante en su tierra y a transmitir a las futuras generaciones la fuerza sanadora y fortalecedora del Evangelio de Cristo.

Celebramos esta ordenación episcopal en la fiesta de los tres Arcángeles que la sagrada Escritura menciona por su propio nombre: Miguel, Gabriel y Rafael. Esto nos trae a la mente que en la Iglesia antigua, ya en el Apocalipsis, a los obispos se les llamaba "ángeles" de su Iglesia, expresando así una íntima correspondencia entre el ministerio del obispo y la misión del ángel.

A partir de la tarea del ángel se puede comprender el servicio del obispo. Pero, ¿qué es un ángel? La sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres de los Arcángeles acaban con la palabra "El", que significa "Dios". Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza.

Su verdadera naturaleza es estar en él y para él.

Precisamente así se explica también el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren el cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia de Dios, pueden estar también muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos.

Los ángeles hablan al hombre de lo que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha frecuencia está encubierto y sepultado. Lo invitan a volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido, también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros, ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.

Cuando la Iglesia antigua llama a los obispos "ángeles" de su Iglesia, quiere decir precisamente que los obispos mismos deben ser hombres de Dios, deben vivir orientados hacia Dios. "Multum orat pro populo", "Ora mucho por el pueblo", dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los obispos santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los hombres ante Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a las personas que le han sido encomendadas y puede convertirse para ellas en un ángel, un mensajero de Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera naturaleza, a encontrarse a sí mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de ellas.

Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la carta del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se ponen de manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la "serpiente antigua", como dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de él.

Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también "el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios" (
Ap 12,10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios brilla en cada persona.

El obispo, en cuanto hombre de Dios, tiene por misión hacer espacio a Dios en el mundo contra las negaciones y defender así la grandeza del hombre. Y ¿qué cosa más grande se podría decir y pensar sobre el hombre que el hecho de que Dios mismo se ha hecho hombre?

La otra función del arcángel Miguel, según la Escritura, es la de protector del pueblo de Dios (cf. Da 10,21 Da 12,1). Queridos amigos, sed de verdad "ángeles custodios" de las Iglesias que se os encomendarán. Ayudad al pueblo de Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a encontrar la alegría en la fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a acoger el bien y rechazar el mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en virtud de la esperanza de la fe, personas que aman en comunión con el Dios-Amor.

Al Arcángel Gabriel lo encontramos sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la encarnación de Dios a María, como nos lo refiere san Lucas (cf. Lc 1,26-38). Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios. Llama a la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su "sí" a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.

En repetidas ocasiones el Señor llama a las puertas del corazón humano. En el Apocalipsis dice al "ángel" de la Iglesia de Laodicea y, a través de él, a los hombres de todos los tiempos: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). El Señor está a la puerta, a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar: la encarnación de Dios, su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los tiempos.

Todos deben estar reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo dicen los grandes himnos sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la carta a los Colosenses. Cristo llama. También hoy necesita personas que, por decirlo así, le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida, contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación del universo.

Queridos amigos, vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis también asumir la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los hombres.

San Rafael se nos presenta, sobre todo en el libro de Tobías, como el ángel a quien está encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y curar a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin palabras en un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado de curación, somos todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.

El libro de Tobías refiere dos tareas emblemáticas de curación que realiza el Arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la capacidad de acogerse mutuamente para siempre. El relato de Tobías presenta esta curación con imágenes legendarias.

En el Nuevo Testamento, el orden del matrimonio, establecido en la creación y amenazado de muchas maneras por el pecado, es curado por el hecho de que Cristo lo acoge en su amor redentor. Cristo hace del matrimonio un sacramento: su amor, al subir por nosotros a la cruz, es la fuerza sanadora que, en todas las confusiones, capacita para la reconciliación, purifica el clima y cura las heridas.

Al sacerdote está confiada la misión de llevar a los hombres continuamente al encuentro de la fuerza reconciliadora del amor de Cristo. Debe ser el "ángel" sanador que les ayude a fundamentar su amor en el sacramento y a vivirlo con empeño siempre renovado a partir de él.

En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de la ceguera. Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios. Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a la luz de Dios.

Curar esta ceguera mediante el mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael, encomendado cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es un sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo de todas nuestras demás heridas, es el pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo.

"Permaneced en mi amor", nos dice hoy el Señor en el evangelio (Jn 15,9). En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo particular a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor. Permaneced en la amistad con él, llena del amor que él os regala de nuevo en este momento. Entonces vuestra vida dará fruto, un fruto que permanece (cf. Jn 15,16). Todos oramos en este momento por vosotros, queridos hermanos, para que Dios os conceda este regalo. Amén



VISITA PASTORAL A NÁPOLES


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Plaza del Plebiscito Domingo 21 de octubre de 2007

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Antes del rito penitencial el Santo Padre agradeció al cardenal Sepe su intervención:

Gracias, eminencia, por sus palabras estimulantes, por el espíritu de fe, por el espíritu de esperanza que brota de la fe, de la capacidad de amor, y que supera la violencia.

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
distinguidas autoridades; queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría he aceptado la invitación a visitar la comunidad cristiana que vive en esta histórica ciudad de Nápoles. A vuestro arzobispo, el cardenal Crescenzio Sepe, va ante todo mi abrazo fraterno y mi agradecimiento, en particular por las palabras que, también en vuestro nombre, me ha dirigido al inicio de esta solemne celebración eucarística. Lo he enviado a vuestra comunidad conociendo su celo apostólico, y me alegra constatar que lo apreciáis por sus dotes de mente y de corazón.

Saludo con afecto a los obispos auxiliares y al presbiterio diocesano, así como a los religiosos, a las religiosas y a las demás personas consagradas, a los catequistas y a los laicos, particularmente a los jóvenes comprometidos activamente en las diferentes iniciativas pastorales, apostólicas y sociales. Saludo a las distinguidas autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia, comenzando por el presidente del Gobierno italiano, el alcalde de Nápoles y los presidentes de la provincia y la región.

A todos los que habéis venido a esta plaza delante de la monumental basílica dedicada a san Francisco de Paula, de cuya muerte se conmemora este año el quinto centenario, os dirijo mi cordial saludo, que extiendo de buen grado a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, especialmente a las comunidades de clausura, a las personas ancianas, a quienes están en los hospitales, a los detenidos en las cárceles y a aquellos con quienes no podré encontrarme en mi breve estancia napolitana. En una palabra, saludo a toda la familia de los creyentes y a todos los ciudadanos de Nápoles: estoy entre vosotros, queridos amigos, para compartir con vosotros la Palabra y el Pan de vida, y el mal tiempo no nos desalienta, porque Nápoles siempre es hermosa.

Al meditar en las lecturas bíblicas de este domingo y al pensar en la realidad de Nápoles, me ha impresionado el hecho de que hoy la palabra de Dios tiene como tema principal la oración, más aún, "la necesidad de orar siempre sin desfallecer" (cf.
Lc 18,1), como dice el Evangelio. A primera vista, podría parecer un mensaje poco pertinente, poco realista, poco incisivo con respecto a una realidad social con tantos problemas como la vuestra. Pero, si se reflexiona bien, se comprende que esta Palabra contiene un mensaje que ciertamente va contra corriente, pero está destinado a iluminar en profundidad la conciencia de vuestra Iglesia y de vuestra ciudad.

Se puede resumir así: la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la oración se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza de transformación del mundo.

Ante realidades sociales difíciles y complejas, como seguramente es también la vuestra, es preciso reforzar la esperanza, que se funda en la fe y se expresa en una oración incansable. La oración es la que mantiene encendida la llama de la fe. Como hemos escuchado, al final del evangelio, Jesús pregunta: "Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lc 18,8). Es una pregunta que nos hace pensar. ¿Cuál será nuestra respuesta a este inquietante interrogante? Hoy queremos repetir juntos con humilde valentía: Señor, tu venida a nosotros en esta celebración dominical nos encuentra reunidos con la lámpara de la fe encendida. Creemos y confiamos en ti. Aumenta nuestra fe.

Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan algunos modelos en los que podemos inspirarnos para hacer nuestra profesión de fe, que es siempre también profesión de esperanza, porque la fe es esperanza, abre la tierra a la fuerza divina, a la fuerza del bien. Son las figuras de la viuda, que encontramos en la parábola evangélica, y la de Moisés, de la que habla el libro del Éxodo. La viuda del evangelio (cf. Lc 18,1-8) nos impulsa a pensar en los "pequeños", en los últimos, pero también en tantas personas sencillas y rectas que sufren por los atropellos, se sienten impotentes ante la persistencia del malestar social y tienen la tentación de desalentarse. A ellos Jesús les repite: observad con qué tenacidad esta pobre viuda insiste y al final logra que un juez injusto la escuche. ¿Cómo podríais pensar que vuestro Padre celestial, bueno, fiel y poderoso, que sólo desea el bien de sus hijos, no os haga justicia a su tiempo?

La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el momento oportuno, aunque la experiencia diaria parezca desmentir esta certeza. En efecto, ante ciertos hechos de crónica, o ante tantas dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera hablan, surge espontáneamente en el corazón la súplica del antiguo profeta: "¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú me escuches, clamaré a ti: "¡Violencia!" sin que tú me salves?" (Ha 1,2).

La respuesta a esta apremiante invocación es una sola: Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el "grito" del alma, que implora perdón y salvación. Por tanto, la oración cristiana no es expresión de fatalismo o de inercia; más bien, es lo opuesto a la evasión de la realidad, al intimismo consolador: es fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que es Amor y no nos abandona.

La oración que Jesús nos enseñó y que culminó en Getsemaní, tiene el carácter de "combatividad", es decir, de lucha, porque nos pone decididamente del lado del Señor para combatir la injusticia y vencer el mal con el bien; es el arma de los pequeños y de los pobres de espíritu, que repudian todo tipo de violencia. Más aún, responden a ella con la no violencia evangélica, testimoniando así que la verdad del Amor es más fuerte que el odio y la muerte.

Esto se puede ver también en la primera lectura, la célebre narración de la batalla entre los israelitas y los amalecitas (cf. Ex 17,8-13). Fue precisamente la oración elevada con fe al verdadero Dios lo que determinó el desenlace de aquella dura batalla. Mientras Josué y sus hombres afrontaban en el campo a sus adversarios, en la cima del monte Moisés tenía levantadas las manos, en la posición de la persona en oración. Las manos levantadas del gran caudillo garantizaron la victoria de Israel. Dios estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su intervención a que Moisés tuviera en alto las manos.

Parece increíble, pero es así: Dios necesita las manos levantadas de su siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la cruz: brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del mundo.

Me dirijo en particular a vosotros, queridos pastores de la Iglesia que está en Nápoles, haciendo mías las palabras que san Pablo dirige a Timoteo y hemos escuchado en la segunda lectura: permaneced firmes en lo que habéis aprendido y en lo que creéis. Proclamad la palabra, insistid en toda ocasión, a tiempo y a destiempo, reprended, reprochad, exhortad con toda paciencia y doctrina (cf. 2Tm 3,14 2Tm 3,16 2Tm 4,2). Y, como Moisés en el monte, perseverad en la oración por y con los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral, para que juntos podáis afrontar cada día el buen combate del Evangelio.

Y ahora, iluminados interiormente por la palabra de Dios, volvamos a mirar la realidad de vuestra ciudad, donde no faltan energías sanas, gente buena, culturalmente preparada y con un vivo sentido de la familia. Pero para muchos vivir no es sencillo: son numerosas las situaciones de pobreza, de carencia de viviendas, de desempleo o subempleo, de falta de perspectivas de futuro. Además, está el triste fenómeno de la violencia. No se trata sólo del deplorable número de delitos de la camorra, sino también de que, por desgracia, la violencia tiende a convertirse en una mentalidad generalizada, insinuándose en los entresijos de la vida social, en los barrios históricos del centro y en las periferias nuevas y anónimas, y corre el riesgo de atraer especialmente a la juventud, que crece en ambientes en los que prospera la ilegalidad, la economía sumergida y la cultura del "apañarse".

¡Cuán importante es, por tanto, intensificar los esfuerzos con vistas a una seria estrategia de prevención, que se oriente a la escuela, al trabajo y a ayudar a los jóvenes a aprovechar el tiempo libre. Es necesaria una intervención que implique a todos en la lucha contra cualquier forma de violencia, partiendo de la formación de las conciencias y transformando las mentalidades, las actitudes y los comportamientos de todos los días. Dirijo esta invitación a todo hombre y a toda mujer de buena voluntad, mientras se celebra aquí, en Nápoles, el encuentro de los líderes religiosos por la paz, que tiene como tema: "Por un mundo sin violencia: religiones y culturas en diálogo".

Queridos hermanos y hermanas, el amado Papa Juan Pablo II visitó Nápoles por primera vez en 1979: era, como hoy, el domingo 21 de octubre. La segunda vez vino en noviembre de 1990: una visita que promovió el renacimiento de la esperanza. La Iglesia tiene la misión de alimentar siempre la fe y la esperanza del pueblo cristiano. Eso es lo que está haciendo con celo apostólico también vuestro arzobispo, que escribió recientemente una carta pastoral con el significativo título: "La sangre y la esperanza". Sí, la verdadera esperanza nace sólo de la sangre de Cristo y de la sangre derramada por él. Hay sangre que es signo de muerte; pero hay sangre que expresa amor y vida: la sangre de Jesús y de los mártires, como la de vuestro amado patrono san Jenaro, es manantial de vida nueva.

Concluyo haciendo mía una expresión contenida en la carta pastoral de vuestro arzobispo, que reza así: "La semilla de la esperanza es quizá la más pequeña, pero de ella puede surgir un árbol lozano y producir muchos frutos". Esta semilla existe y actúa en Nápoles, a pesar de los problemas y las dificultades. Oremos al Señor para que haga crecer en la comunidad cristiana una fe auténtica y una esperanza firme, capaz de contrastar eficazmente el desaliento y la violencia.

Ciertamente, Nápoles necesita intervenciones políticas adecuadas, pero antes aún necesita una profunda renovación espiritual; necesita creyentes que pongan plenamente su confianza en Dios y que, con su ayuda, se comprometan a difundir en la sociedad los valores del Evangelio. Para ello pidamos la ayuda de María y de vuestros santos protectores, en particular de san Jenaro. Amén.



DURANTE LA MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS QUE HAN FALLECIDO A LO LARGO DEL ÚLTIMO AÑO

Lunes 5 de noviembre de 2007

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Venerados y queridos hermanos:

Después de conmemorar a todos los fieles difuntos en su celebración litúrgica anual, nos volvemos a encontrar, siguiendo la tradición, en esta basílica vaticana para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio de los cardenales y obispos que a lo largo del año, llamados por el Señor, han abandonado este mundo.

Con afecto fraterno recuerdo los nombres de los purpurados fallecidos: Salvatore Pappalardo, Frédéric Etsou-Nzabi Bamungwabi, Antonio María Javierre, Angelo Felici, Jean-Marie Lustiger, Edouard Gagnon, Adam Kozlowiecki y Rosalio José Castillo Lara. Pensando en la persona y en el ministerio de cada uno de ellos, a pesar de la tristeza de la separación, elevamos a Dios una sentida acción de gracias por el don que en ellos hizo a la Iglesia y por todo el bien que con su ayuda pudieron realizar. Asimismo, encomendamos al Padre eterno a los patriarcas, a los arzobispos y a los obispos difuntos, expresando también por ellos nuestro agradecimiento en nombre de toda la comunidad católica.

La oración de sufragio de la Iglesia se "apoya", por decirlo así, en la oración de Jesús mismo, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo" (
Jn 17,24). Jesús se refiere a sus discípulos, en particular a los Apóstoles, que están junto a él durante la última Cena. Pero la oración del Señor se extiende a todos los discípulos de todos los tiempos.

En efecto, poco antes había dicho: "No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí" (Jn 17,20). Y si allí pedía que fueran "uno... para que el mundo crea" (v. Jn 17,21), aquí podemos entender igualmente que pide al Padre tener consigo, en la morada de su gloria eterna, a todos los discípulos muertos con el signo de la fe.

"Los que tú me has dado": esta es una hermosa definición del cristiano como tal, pero obviamente se puede aplicar de modo particular a los que Dios Padre ha elegido entre los fieles para destinarlos a seguir más de cerca a su Hijo. A la luz de estas palabras del Señor, nuestro pensamiento va en este momento, de modo particular, a los venerados hermanos por los que ofrecemos esta Eucaristía. Son hombres que el Padre "dio" a Cristo. Los separó del mundo, del "mundo" que "no lo conoció a él" (Jn 17,25), y los llamó a ser amigos de Jesús. Esta fue la gracia más valiosa de toda su vida.

Ciertamente, fueron hombres con características diversas, tanto por sus vicisitudes personales como por el ministerio que desempeñaron, pero todos tuvieron en común lo más grande: la amistad con el Señor Jesús. La recibieron por gracia en la tierra, como sacerdotes, y ahora, más allá de la muerte, comparten en los cielos esta "herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1P 1,4). Durante su vida temporal, Jesús les dio a conocer el nombre de Dios, admitiéndolos a participar en el amor de la santísima Trinidad. El amor del Padre por el Hijo entró en ellos, y así la Persona misma del Hijo, en virtud del Espíritu Santo, habitó en cada uno de ellos (cf. Jn 17,26): una experiencia de comunión divina que por naturaleza tiende a ocupar toda la existencia, para transfigurarla y prepararla a la gloria de la vida eterna.

En la oración por los difuntos, es consolador y saludable meditar en la confianza de Jesús con su Padre y así dejarse envolver por la luz serena de este abandono total del Hijo a la voluntad de su "Abbá". Jesús sabe que el Padre está siempre con él (cf. Jn 8,29); que ambos son uno (cf. Jn 10,30). Sabe que su propia muerte debe ser un "bautismo", es decir, una "inmersión" en el amor de Dios (cf. Lc 12,50) y sale a su encuentro seguro de que el Padre realizará en él la antigua profecía que hemos escuchado hoy en la primera lectura bíblica: "Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y en su presencia viviremos" (Os 6,2). Este oráculo del profeta Oseas se refiere al pueblo de Israel y expresa la confianza en la ayuda del Señor: una confianza que a veces el pueblo, por desgracia, desmintió por inconstancia y superficialidad, llegando incluso a abusar de la benevolencia divina.

En cambio, en la Persona de Jesús, el amor a Dios Padre se hace plenamente sincero, auténtico y fiel. Él asume en sí la realidad del antiguo Israel y la lleva a su pleno cumplimiento. El "nosotros" del pueblo se concentra en el "yo" de Jesús, especialmente en sus repetidos anuncios de la pasión, muerte y resurrección, cuando revela abiertamente a los discípulos lo que le espera en Jerusalén: deberá ser rechazado por los jefes, arrestado, condenado a muerte y crucificado, y al tercer día resucitar (cf. Mt 16,21).

Esta singular confianza de Cristo pasó a nosotros mediante el don del Espíritu Santo a la Iglesia, del que hemos participado con el sacramento del bautismo. El "yo" de Jesús se convierte en un nuevo "nosotros", el "nosotros" de su Iglesia, cuando se comunica a los que son incorporados a él en el bautismo. Y esa identificación se refuerza en los que, por una especial llamada del Señor, han sido configurados a él en el Orden sagrado.

El salmo responsorial ha puesto en nuestros labios el anhelo apremiante de un levita que, lejos de Jerusalén y del templo, desea volver a él para estar de nuevo en la presencia del Señor (cf. Ps 41,1-3). "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?" (Ps 41,3). Esta sed contiene una verdad que no traiciona, una esperanza que no defrauda. Es una sed que, incluso en medio de la noche más oscura, ilumina el camino hacia el manantial de la vida, como cantó con frases admirables san Juan de la Cruz.

El salmista manifiesta las lamentaciones del alma, pero en el centro y al final de su admirable himno pone un estribillo lleno de confianza: "¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: "Salud de mi rostro, Dios mío"" (Ps 41,6).
A la luz de Cristo y de su misterio pascual, estas palabras revelan toda su maravillosa verdad: ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza del creyente, porque Cristo ha penetrado por nosotros en el santuario del cielo, y al cielo quiere llevarnos después de habernos preparado un lugar (cf. Jn 14,1-3).

Con esta fe y esta esperanza, nuestros queridos hermanos difuntos rezaron innumerables veces ese salmo. Como sacerdotes experimentaron toda su resonancia existencial, tomando también sobre sí las acusaciones y las burlas de quienes dicen a los creyentes durante la prueba: "¿Dónde está tu Dios?". Ahora, al final de su destierro terreno, han llegado a la patria. Siguiendo el camino que les abrió su Señor resucitado, no penetraron en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el cielo mismo (cf. He 9,24).

En nuestra oración pedimos que allí, juntamente con la santísima Virgen María y con todos los santos, puedan contemplar finalmente el rostro de Dios y cantar por toda la eternidad sus alabanzas. Amén.


CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDINALES

Basílica de San Pedro, Sábado 24 de noviembre de 2007

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En esta basílica vaticana, corazón del mundo cristiano, se renueva hoy un significativo y solemne acontecimiento eclesial: el consistorio ordinario público para la creación de veintitrés nuevos cardenales, con la imposición de la birreta y la asignación del título. Es un acontecimiento que suscita cada vez una emoción especial, y no sólo en los que con estos ritos son admitidos a formar parte del Colegio cardenalicio, sino en toda la Iglesia, gozosa por este elocuente signo de unidad católica.

La ceremonia misma, en su estructura, pone de relieve el valor de la tarea que los nuevos cardenales están llamados a realizar colaborando estrechamente con el Sucesor de Pedro, e invita al pueblo de Dios a orar para que en su servicio estos hermanos nuestros permanezcan siempre fieles a Cristo hasta el sacrificio de su vida, si fuera necesario, y se dejen guiar únicamente por su Evangelio. Así pues, nos unimos con fe a ellos y elevamos ante todo al Señor nuestra oración de acción de gracias.

En este clima de alegría y de intensa espiritualidad, os saludo con afecto a cada uno de vosotros, queridos hermanos, que desde hoy sois miembros del Colegio cardenalicio, elegidos para ser, según una antigua institución, los consejeros y colaboradores más cercanos del Sucesor de Pedro en la guía de la Iglesia.

Saludo y doy las gracias al arzobispo Leonardo Sandri, que en vuestro nombre me ha dirigido unas palabras amables y devotas, subrayando al mismo tiempo el significado y la importancia del momento eclesial que estamos viviendo. Además, siento el deber de recordar a monseñor Ignacy Jez, al que el Dios de toda gracia llamó a sí poco antes del nombramiento, para darle una corona muy diferente: la de la gloria eterna en Cristo.

Mi saludo cordial se dirige, asimismo, a los señores cardenales presentes y también a los que no han podido estar físicamente con nosotros, pero están unidos espiritualmente a nosotros. La celebración del consistorio siempre es una ocasión providencial para dar urbi et orbi, a la ciudad de Roma y al mundo entero, el testimonio de la singular unidad que congrega a los cardenales en torno al Papa, obispo de Roma.

En una circunstancia tan solemne dirijo también un saludo respetuoso y deferente a las delegaciones de los Gobiernos y a las personalidades que han venido de todas las partes del mundo, así como a los familiares, a los amigos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a los fieles de las diversas Iglesias locales de donde provienen los nuevos purpurados.

Saludo, por último, a todos los que se han dado cita aquí para acompañarlos y expresarles su estima y su afecto con una alegría festiva.

Con esta celebración, queridos hermanos, sois insertados con pleno título en la veneranda Iglesia de Roma, cuyo pastor es el Sucesor de Pedro. En el Colegio de los cardenales revive así el antiguo presbyterium del Obispo de Roma, cuyos componentes, mientras desempeñaban funciones pastorales y litúrgicas en las diversas iglesias, le prestaban su valiosa colaboración en lo relativo al cumplimiento de las tareas vinculadas a su ministerio apostólico universal.

Los tiempos han cambiado y la gran familia de los discípulos de Cristo se encuentra hoy esparcida por todos los continentes hasta los lugares más lejanos de la tierra, habla prácticamente todas las lenguas del mundo y pertenecen a ella pueblos de todas las culturas. La diversidad de los miembros del Colegio cardenalicio, tanto por su procedencia geográfica como cultural, pone de relieve este crecimiento providencial y al mismo tiempo destaca las nuevas exigencias pastorales a las que el Papa debe responder. Por tanto, la universalidad, la catolicidad de la Iglesia se refleja muy bien en la composición del Colegio de los cardenales: muchísimos son pastores de comunidades diocesanas; otros están al servicio directo de la Sede apostólica; y otros han prestado servicios beneméritos en sectores pastorales específicos.

Cada uno de vosotros, queridos y venerados hermanos neo-cardenales, representa, por consiguiente, una porción del articulado Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia extendida por doquier. Sé bien cuánto esfuerzo y sacrificio implica hoy la atención pastoral de las almas, pero conozco la generosidad que sostiene vuestra actividad apostólica diaria. Por eso, en la circunstancia que estamos viviendo, quiero confirmaros mi sincero aprecio por el servicio fielmente prestado durante tantos años de trabajo en los diversos ámbitos del ministerio eclesial, un servicio que ahora, con la elevación a la púrpura, estáis llamados a realizar con una responsabilidad aún mayor, en una comunión muy íntima con el Obispo de Roma.

Pienso ahora con afecto en las comunidades encomendadas a vuestra solicitud y, de modo especial, a las más probadas por el sufrimiento, por desafíos y dificultades de diverso tipo. Entre ellas, en este momento de alegría, no puedo menos de dirigir la mirada con preocupación y afecto a las queridas comunidades cristianas que se encuentran en Irak. Estos hermanos y hermanas nuestros en la fe experimentan en su propia carne las consecuencias dramáticas de un conflicto persistente y viven actualmente en una situación política muy frágil y delicada.

Al llamar a entrar en el Colegio de los cardenales al Patriarca de la Iglesia caldea, quise expresar de modo concreto mi cercanía espiritual y mi afecto a esas poblaciones. Queridos y venerados hermanos, juntos queremos reafirmar la solidaridad de la Iglesia entera con los cristianos de esa amada tierra e invitar a implorar de Dios misericordioso, para todos los pueblos implicados, la llegada de la anhelada reconciliación y de la paz.

Hemos escuchado hace poco la palabra de Dios que nos ayuda a comprender mejor el momento solemne que estamos viviendo. En el pasaje evangélico, Jesús nos acaba de recordar por tercera vez el destino que le espera en Jerusalén, pero la ambición de los discípulos prevalece sobre el miedo que se había apoderado de ellos durante unos instantes.

Después de la confesión de Pedro en Cesarea y de la discusión a lo largo del camino sobre quién de ellos era el mayor, la ambición impulsa a los hijos de Zebedeo a reivindicar para sí los mejores puestos en el reino mesiánico, al final de los tiempos. En la carrera hacia los privilegios, los dos saben bien lo que quieren, al igual que los otros diez, a pesar de su "virtuosa" indignación. Pero, en realidad, no saben lo que piden. Es Jesús quien se lo hace comprender, hablando en términos muy diversos del "ministerio" que les espera. Corrige la burda concepción que tienen del mérito, según la cual el hombre puede adquirir derechos con respecto a Dios.

El evangelista san Marcos nos recuerda, queridos y venerados hermanos, que todo verdadero discípulo de Cristo sólo puede aspirar a una cosa: a compartir su pasión, sin reivindicar recompensa alguna. El cristiano está llamado a asumir la condición de "siervo" siguiendo las huellas de Jesús, es decir, gastando su vida por los demás de modo gratuito y desinteresado. Lo que debe caracterizar todos nuestros gestos y nuestras palabras no es la búsqueda del poder y del éxito, sino la humilde entrega de sí mismo por el bien de la Iglesia.

En efecto, la verdadera grandeza cristiana no consiste en dominar, sino en servir. Jesús nos repite hoy a cada uno que él "no ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida como rescate por muchos" (
Mc 10,45). Este es el ideal que debe orientar vuestro servicio. Queridos hermanos, al entrar a formar parte del Colegio de los cardenales, el Señor os pide y os encomienda el servicio del amor: amor a Dios, amor a su Iglesia, amor a los hermanos con una entrega máxima e incondicional, usque ad sanguinis effusionem, como reza la fórmula de la imposición de la birreta y como lo muestra el color púrpura del vestido que lleváis.

Sed apóstoles de Dios, que es Amor, y testigos de la esperanza evangélica: esto es lo que espera de vosotros el pueblo cristiano. Esta ceremonia subraya la gran responsabilidad que tenéis cada uno de vosotros, venerados y queridos hermanos, y que encuentra confirmación en las palabras del apóstol san Pedro que acabamos de escuchar: "Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1P 3,15). Esa responsabilidad no libra de los peligros, pero, como recuerda también san Pedro, "más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal" (1P 3,17). Cristo os pide que confeséis ante los hombres su verdad, que abracéis y compartáis su causa, y que realicéis todo esto "con dulzura y respeto, con buena conciencia" (1P 3,15-16), es decir, con la humildad interior que es fruto de la cooperación con la gracia de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, mañana, en esta misma basílica, tendré la alegría de celebrar la Eucaristía, en la solemnidad de Cristo, Rey del universo, juntamente con los nuevos cardenales, y les entregaré el anillo. Será una ocasión muy importante y oportuna para reafirmar nuestra unidad en Cristo y para renovar la voluntad común de servirle con total generosidad. Acompañadlos con vuestra oración, para que respondan al don recibido con una entrega plena y constante.

A María, Reina de los Apóstoles, nos dirigimos ahora con confianza. Que su presencia espiritual hoy, en este cenáculo singular, sea para los nuevos cardenales y para todos nosotros prenda de la constante efusión del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a lo largo de su camino en la historia. Amén.




Benedicto XVI Homilias 23097