Benedicto XVI Homilias 14127


VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA MARÍA DEL ROSARIO EN LOS MÁRTIRES PORTUENSES

III Domingo de Adviento, 16 de diciembre de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

«Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca» (
Ph 4,4-5).
Con esta invitación a la alegría comienza la antífona de entrada de la santa misa en este tercer domingo de Adviento, que precisamente por eso se llama domingo "Gaudete". En verdad, todo el Adviento es una invitación a alegrarse, porque "el Señor viene", porque viene a salvarnos.

Durante estas semanas, casi diariamente, nos consuelan las palabras del profeta Isaías, dirigidas al pueblo judío desterrado en Babilonia después de la destrucción del templo de Jerusalén, el cual había perdido la esperanza de volver a la ciudad santa en ruinas. "A los que esperan en el Señor él les renovará el vigor —asegura el profeta—, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse" (Is 40,31). Y también: "Regocijo y alegría los acompañarán. Pena y aflicción se alejarán" (Is 35,10).

La liturgia de Adviento nos repite constantemente que debemos despertar del sueño de la rutina y de la mediocridad; debemos abandonar la tristeza y el desaliento. Es preciso que se alegre nuestro corazón porque "el Señor está cerca".

Hoy tenemos un motivo ulterior para alegrarnos, queridos fieles de la parroquia de Santa María del Rosario en los Mártires Portuenses, y es la dedicación de vuestra nueva iglesia parroquial, que surge en el mismo lugar donde mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II celebró, el 8 de noviembre de 1998, la santa misa con ocasión de su visita pastoral a vuestra comunidad.

La solemne liturgia de la dedicación de este templo constituye una ocasión de intenso gozo espiritual para todo el pueblo de Dios que vive en esta zona. Y de buen grado me uno también yo a vuestra satisfacción por tener por fin una iglesia acogedora y funcional. El lugar en que está construida evoca un pasado de testimonios cristianos resplandecientes. En efecto, precisamente aquí, en las cercanías, se encuentran las catacumbas de Generosa, donde según la tradición fueron sepultados tres hermanos, Simplicio, Faustino y Beatriz, víctimas de la persecución desencadenada en el año 303, y cuyos restos mortales fueron conservados, en parte, en Roma en la iglesia de San Nicolás in Carcere y en Monte Savello, y, en parte, en Fulda, Alemania, ciudad que desde el siglo VIII, gracias a que san Bonifacio llevó allí las reliquias, honra a los mártires portuenses como sus copatronos.

A este respecto, saludo al representante del obispo de Fulda, y también a mons. Carlo Liberati, arzobispo-prelado de Pompeya, santuario mariano con el que vuestra parroquia mantiene un hermanamiento espiritual.

La dedicación de esta iglesia parroquial cobra un significado muy particular para vosotros que vivís en este barrio. Los jóvenes mártires que entonces murieron por dar testimonio de Cristo, ¿no son un fuerte estímulo para vosotros, cristianos de hoy, a perseverar en el seguimiento fiel de Jesucristo? Y la protección de la Virgen del Santo Rosario, ¿no os pide ser hombres y mujeres de fe profunda y de oración, como lo fue ella?

También hoy, aunque sea con formas diversas, el mensaje salvífico de Cristo encuentra oposición y los cristianos, de otras maneras y no menos que ayer, están llamados a dar razón de su esperanza, a testimoniar ante el mundo la verdad de Cristo, el único que salva y redime. Por consiguiente, esta nueva iglesia ha de ser un espacio privilegiado para crecer en el conocimiento y en el amor de Cristo, a quien dentro de pocos días acogeremos en la alegría de su nacimiento como Redentor del mundo y Salvador nuestro.

Aprovechando la dedicación de esta nueva y hermosa iglesia, quiero dar las gracias a todos los que han contribuido a construirla. Sé que la diócesis de Roma se está esforzando con empeño, desde hace muchos años, por lograr que en cada barrio de esta ciudad en crecimiento constante haya complejos parroquiales adecuados.

Saludo y expreso mi gratitud, en primer lugar, al cardenal vicario y al obispo auxiliar Ernesto Mandara, secretario de la Obra romana para la conservación de la fe y la provisión de nuevas iglesias en Roma. Os saludo y os manifiesto mi agradecimiento en particular a vosotros, queridos feligreses, que de diversas maneras os habéis comprometido en la realización de este centro parroquial, que se añade a los más de cincuenta que ya funcionan gracias al notable esfuerzo económico de la diócesis, de tantos fieles y ciudadanos de buena voluntad, y a la colaboración de las instituciones públicas. En este domingo, dedicado precisamente al apoyo de esa meritoria obra, pido a todos que prosigan ese compromiso con generosidad.

Asimismo, saludo con afecto a mons. Benedetto Tuzia, obispo auxiliar del sector oeste; a vuestro párroco, don Gerard Charles McCarthy, a quien agradezco de corazón las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de esta solemne celebración. Saludo a sus colaboradores sacerdotes, pertenecientes a la fraternidad sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo, aquí representada por el superior general, mons. Massimo Camisasca, a la que desde 1997 está encomendada la atención pastoral de esta parroquia.

Saludo a las religiosas Oblatas del Amor Divino y a las Misioneras de San Carlos, que con gran entrega realizan su apostolado en esta comunidad, y a todos los grupos de niños, de jóvenes, de familias y de ancianos que animan la vida de la parroquia. También saludo cordialmente a los diversos movimientos eclesiales presentes, entre los cuales están la Juventud ardiente mariana, Comunión y liberación, la Renovación carismática católica, la Fraternidad de Santa María de los ángeles, y el grupo de voluntariado Santa Teresita.

Además, quiero animar a todos los que, juntamente con la Cáritas parroquial, tratan de salir al encuentro de las muchas necesidades del barrio, especialmente respondiendo a las expectativas de los más pobres y necesitados. Por último, saludo a las autoridades presentes y a las personalidades que han querido participar en esta asamblea litúrgica.

Queridos amigos, vivimos hoy una jornada que corona los esfuerzos, las fatigas, los sacrificios realizados y el compromiso de la comunidad de formar una comunidad cristiana madura, deseosa de tener un espacio reservado definitivamente al culto de Dios. Esta celebración es muy rica en palabras y símbolos que nos ayudan a comprender el valor profundo de lo que estamos realizando. Por eso, recojamos brevemente la enseñanza que nos dan las lecturas que se acaban de proclamar.

La primera lectura está tomada del libro de Nehemías, un libro que nos narra el restablecimiento de la comunidad judía después del destierro, después de la dispersión y la destrucción de Jerusalén. Por tanto, es el libro de los nuevos orígenes de una comunidad, y está lleno de esperanza, aunque las dificultades eran aún grandísimas. En el centro del pasaje que nos acaban de leer se encuentran dos grandes figuras: un sacerdote, Esdras, y un laico, Nehemías, que son respectivamente la autoridad religiosa y la autoridad civil de aquel tiempo.

El texto describe el momento solemne en que se restablece oficialmente, después de la dispersión, la pequeña comunidad judía; es el momento de volver a proclamar públicamente la ley, que es el fundamento de la vida de esta comunidad, y todo se desarrolla en un clima de sencillez, de pobreza y de esperanza. La escucha de esta proclamación tiene lugar en un clima de gran intensidad espiritual. Algunos comienzan a llorar de alegría por poder escuchar nuevamente con libertad la palabra de Dios, después de la tragedia de la destrucción de Jerusalén, y recomenzar la historia de la salvación. Y Nehemías los exhorta diciendo que es un día de fiesta y que, para tener la fuerza del Señor, es preciso alegrarse, agradeciendo a Dios sus dones. La palabra de Dios es fuerza y alegría.

También en nosotros esta lectura del Antiguo Testamento suscita gran conmoción. En este momento ¡cuántos recuerdos se agolpan en vuestra mente! ¡Cuántos esfuerzos realizados para construir, año tras año, la comunidad! ¡Cuántos sueños, cuántos proyectos, cuántas dificultades! Sin embargo, ahora tenéis la posibilidad de proclamar y escuchar la palabra de Dios en una hermosa iglesia, que favorece el recogimiento y suscita alegría, la alegría de saber que no sólo está presente la palabra de Dios, sino también el Señor mismo; una iglesia que quiere ser una invitación constante a una fe firme y al compromiso de crecer como comunidad unida. Agradezcamos a Dios sus dones y manifestemos nuestra gratitud también a todos los que han sido artífices de la construcción de esta iglesia y de la comunidad viva que en ella se reúne.

En la segunda lectura, tomada del Apocalipsis, se nos narra una visión estupenda. El proyecto de Dios para su Iglesia y para la humanidad entera es una ciudad santa, Jerusalén, que desciende del cielo resplandeciente de gloria divina. El autor la describe como ciudad maravillosa, comparándola con las joyas más preciosas, y por último precisa que se apoya en la persona y en el mensaje de los Apóstoles. Al decir esto, el evangelista san Juan nos sugiere que la comunidad viva es la verdadera nueva Jerusalén, y que la comunidad viva es más sagrada que el templo material que consagramos.

Para construir este templo vivo, esta nueva ciudad de Dios en nuestras ciudades, para construir el templo que sois vosotros, hace falta mucha oración, hace falta aprovechar todas las oportunidades que nos brindan la liturgia, la catequesis y las múltiples actividades pastorales, caritativas, misioneras y culturales, que conservan "joven" vuestra prometedora parroquia. El cuidado que con razón brindamos al edificio material —rociándolo con el agua bendita, ungiéndolo con óleo y llenándolo de incienso— debe ser signo y estímulo de un cuidado más intenso para defender y promover el templo de las personas, formado por vosotros, queridos feligreses.

Por último, la página evangélica que acabamos de escuchar nos narra el diálogo entre Jesús y los suyos, en particular con Pedro. Es una conversación totalmente centrada en la persona del Maestro divino. La gente había intuido algo en él. Algunos pensaban que era Juan Bautista que había vuelto a la vida; otros que Elías había regresado a la tierra; otros, que era el profeta Jeremías. En cualquier caso, la gente pensaba que era una de las grandes personalidades religiosas.

Pedro, en cambio, en nombre de los discípulos que conocen a Jesús de cerca, declara que Jesús es más que un profeta, más que una gran personalidad religiosa de la historia: es el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y Cristo, el Señor, le dice respondiendo solemnemente: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18). Pedro, el pobre hombre con todas sus debilidades y con su fe, se convierte en la piedra, asociado precisamente por su fe a Jesús, es la roca sobre la que está fundada la Iglesia.

De ese modo, vemos una vez más cómo Jesucristo es la verdadera roca indefectible sobre la que se apoya nuestra fe, sobre la que se construye toda la Iglesia y, así, también esta parroquia. Y a Jesús lo encontramos en la escucha de la sagrada Escritura; está presente y se hace nuestro alimento en la Eucaristía; vive en la comunidad, en la fe de la comunidad parroquial.

Por consiguiente, en la iglesia edificio y en la Iglesia comunidad, todo habla de Jesús; todo gira en torno a él; todo hace referencia a él. Y Jesús, el Señor, nos reúne en la gran comunidad de la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares, en comunión con el Sucesor de Pedro como roca de la unidad. La acción de los obispos y de los presbíteros, el compromiso apostólico y misionero de todos los fieles consiste en proclamar y testimoniar con la palabra y con la vida que él, el Hijo de Dios hecho hombre, es nuestro único Salvador.

Pidamos a Jesús que guíe a vuestra comunidad y la haga crecer cada vez más en la fidelidad a su Evangelio; pidámosle que suscite muchas y santas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras; que suscite en todos los feligreses la disponibilidad a seguir el ejemplo de los santos mártires portuenses.

Pongamos esta oración en las manos maternales de María, Reina del Rosario. Que ella obtenga que se realicen en nosotros, en este día, las palabras finales de la primera lectura: "Que la alegría del Señor sea nuestra fuerza" (cf. Ne 8,10). Sólo la alegría del Señor y la fuerza de la fe en él pueden hacer fecundo el camino de vuestra parroquia. Así sea.


MISA DE NOCHEBUENA - SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

Basílica Vaticana, 25 de diciembre de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

«A María le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada» (cf.
Lc 2,6 s). Estas frases, nos llegan al corazón siempre de nuevo. Llegó el momento anunciado por el Ángel en Nazaret: «Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc 1,31). Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera de su ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo. Podemos imaginar con cuánta preparación interior, con cuánto amor, esperó María aquella hora. El breve inciso, «lo envolvió en pañales», nos permite vislumbrar algo de la santa alegría y del callado celo de aquella preparación. Los pañales estaban dispuestos, para que el niño se encontrara bien atendido. Pero en la posada no había sitio. En cierto modo, la humanidad espera a Dios, su cercanía. Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para Él. Está tan ocupada consigo misma de forma tan exigente, que necesita todo el espacio y todo el tiempo para sus cosas y ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para Dios. Y cuanto más se enriquecen los hombres, tanto más llenan todo de sí mismos y menos puede entrar el otro.

Juan, en su Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de san Lucas sobre la situación de Belén: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge.

En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquel que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo? ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar Él en nuestra vida? ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?

Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre María y la fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Mateo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navidad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera.

En algunas representaciones navideñas de la Baja Edad media y de comienzo de la Edad Moderna, el pesebre se representa como edificio más bien desvencijado. Se puede reconocer todavía su pasado esplendor, pero ahora está deteriorado, sus muros en ruinas; se ha convertido justamente en un establo. Aunque no tiene un fundamento histórico, esta interpretación metafórica expresa sin embargo algo de la verdad que se esconde en el misterio de la Navidad. El trono de David, al que se había prometido una duración eterna, está vacío. Son otros los que dominan en Tierra Santa. José, el descendiente de David, es un simple artesano; de hecho, el palacio se ha convertido en una choza. David mismo había comenzado como pastor. Cuando Samuel lo buscó para ungirlo, parecía imposible y contradictorio que un joven pastor pudiera convertirse en el portador de la promesa de Israel. En el establo de Belén, precisamente donde estuvo el punto de partida, vuelve a comenzar la realeza davídica de un modo nuevo: en aquel niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual este David atraerá hacia sí el mundo es la Cruz. El nuevo trono —la Cruz— corresponde al nuevo inicio en el establo. Pero justamente así se construye el verdadero palacio davídico, la verdadera realeza. Así, pues, este nuevo palacio no es como los hombres se imaginan un palacio y el poder real. Este nuevo palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. El poder que proviene de la Cruz, el poder de la bondad que se entrega, ésta es la verdadera realeza. El establo se transforma en palacio; precisamente a partir de este inicio, Jesús edifica la nueva gran comunidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el momento de su nacimiento: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama», hombres que ponen su voluntad en la suya, transformándose en hombres de Dios, hombres nuevos, mundo nuevo.

Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo? Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas» (PL 158, 955s). Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Padres, forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de alabanza. El canto litúrgico —siempre según los Padres— tiene una dignidad particular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles, creando así la verdadera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y este sentir juntos.

En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la alegría y nace el canto. Al final de nuestra meditación navideña quisiera citar una palabra extraordinaria de san Agustín. Interpretando la invocación de la oración del Señor: “Padre nuestro que estás en los cielos”, él se pregunta: ¿qué es esto del cielo? Y ¿dónde está el cielo? Sigue una respuesta sorprendente: Que estás en los cielos significa: en los santos y en los justos. «En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próximas a Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres elevados, o sea de aquellos que habitan en los montes, sino que fue escrito en el Salmo: “El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado” (Ps 34,19 [33], 19), y la tribulación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como el pecador fue llamado “tierra”, así, por el contrario, el justo puede llamarse “cielo”» (Serm. in monte II 5,17). El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pongámonos en camino, en esta Noche santa, hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo. Amén.


VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS, CON EL CANTO DEL "TE DEUM"

Basílica Vaticana, Lunes 31 de diciembre de 2007

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Queridos hermanos y hermanas:

También al final de este año nos hemos reunido en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María santísima, Madre de Dios. La liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año solar. A la contemplación del misterio de la maternidad divina se une, por tanto, el cántico de nuestra acción de gracias por el año 2007, que está a punto de concluir, y por el año 2008, que ya vislumbramos. El tiempo pasa y su devenir inexorable nos impulsa a dirigir la mirada con profunda gratitud al Dios eterno, al Señor del tiempo.

Juntos démosle gracias, queridos hermanos y hermanas, en nombre de toda la comunidad diocesana de Roma. A cada uno de vosotros dirijo mi saludo. En primer lugar, saludo al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, así como a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo mi saludo a toda la población de Roma y, de modo especial, a quienes atraviesan situaciones de dificultad y de prueba. A todos aseguro mi cercanía cordial, así como un recuerdo constante en mi oración.

En la breve lectura que hemos escuchado, tomada de la carta a los Gálatas, san Pablo, hablando de la liberación del hombre llevada a cabo por Dios con el misterio de la Encarnación, alude de manera muy discreta a la mujer por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo: "Al llegar la plenitud de los tiempos -escribe-, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (
Ga 4,4). En esa "mujer" la Iglesia contempla los rasgos de María de Nazaret, mujer singular por haber sido llamada a realizar una misión que la pone en una relación muy íntima con Cristo; más aún, en una relación absolutamente única, porque María es la Madre del Salvador.

Sin embargo, con la misma evidencia podemos y debemos afirmar que es madre nuestra, porque, viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compartió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres. Contemplándola, la Iglesia descubre en ella los rasgos de su propia fisonomía: María vive la fe y la caridad; María es una criatura, también ella salvada por el único Salvador; María colabora en la iniciativa de la salvación de la humanidad entera. Así María constituye para la Iglesia su imagen más verdadera: aquella en la que la comunidad eclesial debe descubrir continuamente el sentido auténtico de su vocación y de su misterio.

Este breve pero denso pasaje paulino prosigue luego mostrando cómo el hecho de que el Hijo haya asumido la naturaleza humana abre la perspectiva de un cambio radical de la misma condición del hombre. En él se dice que "envió Dios a su Hijo (...) para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). El Verbo encarnado transforma desde dentro la existencia humana, haciéndonos partícipes de su ser Hijo del Padre. Se hizo como nosotros para hacernos como él: hijos en el Hijo y, por tanto, hombres libres de la ley del pecado.

¿No es este un motivo fundamental para elevar a Dios nuestra acción de gracias? Y nuestra gratitud tiene un motivo ulterior al final de un año, si tenemos en cuenta los numerosos beneficios y su constante asistencia que hemos experimentado a lo largo de los doce meses transcurridos. Precisamente por eso todas las comunidades cristianas se reúnen esta tarde para cantar el Te Deum, himno tradicional de alabanza y acción de gracias a la santísima Trinidad. Es lo que haremos también nosotros, al final de este encuentro litúrgico, delante del Santísimo Sacramento.

Cantando rezaremos: "Te ergo, quaesumus tuis famulis subveni, quos pretioso sanguine redemisti", "Socorre, Señor, te rogamos, a tus hijos, a los que has redimido con tu sangre preciosa". Esta tarde rezaremos: Socorre, Señor, con tu misericordia a los habitantes de nuestra ciudad, en la que, como en otros lugares, graves carencias y pobrezas pesan sobre la vida de las personas y de las familias, impidiéndoles mirar al futuro con confianza. No pocos, sobre todo jóvenes, se sienten atraídos por una falsa exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y por la trivialización de la sexualidad.

¿Cómo enumerar, luego, los múltiples desafíos que, vinculados al consumismo y al laicismo, interpelan a los creyentes y a los hombres de buena voluntad? Para decirlo en pocas palabras, también en Roma se percibe el déficit de esperanza y de confianza en la vida que constituye el mal "oscuro" de la sociedad occidental moderna.

Sin embargo, aunque son evidentes las deficiencias, no faltan las luces y los motivos de esperanza sobre los cuales implorar la bendición especial de Dios. Precisamente desde esta perspectiva, al cantar el Te Deum, rezaremos: "Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae", "Salva a tu pueblo, Señor, mira y protege a tus hijos, que son tu heredad". Señor, mira y protege en particular a la comunidad diocesana comprometida, con creciente vigor, en el campo de la educación, para responder a la gran "emergencia educativa" de la que hablé el pasado 11 de junio durante el encuentro con los participantes en la Asamblea diocesana, es decir, la dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento (cf. Discurso en la inauguración de los trabajos de la Asamblea diocesana de Roma, 11 de junio de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 11).

Sin clamores, con paciente confianza, tratemos de afrontar esa emergencia, ante todo en el ámbito de la familia. Sin duda, es consolador constatar que el trabajo emprendido durante estos últimos años por las parroquias, por los movimientos y por las asociaciones en la pastoral familiar sigue desarrollándose y dando sus frutos.

Además, Señor, protege las iniciativas misioneras que implican al mundo juvenil: están aumentando y en ellas participa ya un número notable de jóvenes que asumen personalmente la responsabilidad y la alegría del anuncio y del testimonio del Evangelio. En este contexto, ¿cómo no dar gracias a Dios por el valioso servicio pastoral prestado en el mundo de las universidades romanas? Algo análogo conviene llevar a cabo, a pesar de las dificultades, también en las escuelas.

Bendice, Señor, a los numerosos jóvenes y adultos que en los últimos decenios se han consagrado en el sacerdocio para la diócesis de Roma: actualmente son 28 los diáconos que esperan la ordenación presbiteral, prevista para el próximo mes de abril. Así rejuvenece la edad media del clero y se pueden afrontar las crecientes necesidades pastorales; además, así también se puede prestar ayuda a otras diócesis.

Aumenta, especialmente en las periferias, la necesidad de nuevos complejos parroquiales. Actualmente son ocho los que están en construcción. Recientemente yo mismo tuve la alegría de consagrar el último de los que ya se han terminado: la parroquia de Santa María del Rosario en los Mártires Portuenses. Es hermoso palpar la alegría y la gratitud de los habitantes de un barrio que entran por primera vez a su nueva iglesia.

"In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum", "Señor, tú eres nuestra esperanza, no seremos confundidos para siempre". El majestuoso himno del Te Deum se concluye con esta exclamación de fe, de total confianza en Dios, con esta solemne proclamación de nuestra esperanza. Cristo es nuestra esperanza "segura". A este tema dediqué mi reciente encíclica, que lleva por título Spe salvi. Pero nuestra esperanza siempre es esencialmente también esperanza para los demás. Sólo así es verdaderamente esperanza también para cada uno de nosotros (cf. n. ).

Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia de Roma, pidamos al Señor que haga de cada uno de nosotros un auténtico fermento de esperanza en los diversos ambientes, a fin de que se pueda construir un futuro mejor para toda la ciudad. Este es mi deseo para todos en la víspera de un nuevo año, un deseo que encomiendo a la intercesión maternal de María, Madre de Dios y Estrella de la esperanza. Amén.


SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS - XLI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

Martes 1 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos un año nuevo y nos lleva de la mano la esperanza cristiana. Lo comenzamos invocando sobre él la bendición divina e implorando, por intercesión de María, Madre de Dios, el don de la paz para nuestras familias, para nuestras ciudades y para el mundo entero.

Con este deseo os saludo a todos vosotros, aquí presentes, comenzando por los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han venido para participar en esta celebración con ocasión de la Jornada mundial de la paz. Saludo al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por su compromiso de difundir el Mensaje para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema: "Familia humana, comunidad de paz".

La paz. En la primera lectura, tomada del libro de los Números, hemos escuchado la invocación: "El Señor te conceda la paz" (
Nb 6,26). El Señor conceda la paz a cada uno de vosotros, a vuestras familias y al mundo entero. Todos aspiramos a vivir en paz, pero la paz verdadera, la que anunciaron los ángeles en la noche de Navidad, no es conquista del hombre o fruto de acuerdos políticos; es ante todo don divino, que es preciso implorar constantemente y, al mismo tiempo, compromiso que es necesario realizar con paciencia, siempre dóciles a los mandatos del Señor.

Este año, en el Mensaje para esta Jornada mundial de la paz puse de relieve la íntima relación que existe entre la familia y la construcción de la paz en el mundo. La familia natural, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es "cuna de la vida y del amor" y "la primera e insustituible educadora de la paz". Precisamente por eso la familia es "la principal "agencia" de paz" y "la negación o restricción de los derechos de la familia, al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los fundamentos mismos de la paz" (cf. nn. 1-5). Dado que la humanidad es una "gran familia", si quiere vivir en paz, no puede por menos de inspirarse en esos valores, sobre los cuales se funda y se apoya la comunidad familiar.

La providencial coincidencia de varias celebraciones nos impulsa este año a un esfuerzo aún mayor para realizar la paz en el mundo. Hace sesenta años, en 1948, la Asamblea general de las Naciones Unidas hizo pública la "Declaración universal de derechos humanos". Hace cuarenta años, mi venerado predecesor Pablo VI celebró la primera Jornada mundial de la paz. Este año, además, recordaremos el 25° aniversario de la adopción por parte de la Santa Sede de la "Carta de los derechos de la familia". "A la luz de estas significativas efemérides —cito aquí lo que escribí precisamente al concluir el Mensaje—, invito a todos los hombres y mujeres a tomar una conciencia más clara de la pertenencia común a la única familia humana y a comprometerse para que la convivencia en la tierra refleje cada vez más esta convicción, de la cual depende la instauración de una paz verdadera y duradera" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).

Nuestro pensamiento se dirige ahora, naturalmente, a la Virgen María, a la que hoy invocamos como Madre de Dios. Fue el Papa Pablo VI quien trasladó al día 1 de enero la fiesta de la Maternidad divina de María, que antes caía el 11 de octubre. En efecto, antes de la reforma litúrgica realizada después del concilio Vaticano II, en el primer día del año se celebraba la memoria de la circuncisión de Jesús en el octavo día después de su nacimiento —como signo de sumisión a la ley, su inserción oficial en el pueblo elegido— y el domingo siguiente se celebraba la fiesta del nombre de Jesús.

De esas celebraciones encontramos algunas huellas en la página evangélica que acabamos de proclamar, en la que san Lucas refiere que, ocho días después de su nacimiento, el Niño fue circuncidado y le pusieron el nombre de Jesús, "el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre" (Lc 2,21). Por tanto, esta solemnidad, además de ser una fiesta mariana muy significativa, conserva también un fuerte contenido cristológico, porque, podríamos decir, antes que a la Madre, atañe precisamente al Hijo, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Al misterio de la maternidad divina de María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas. "Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley" (Ga 4,4). En pocas palabras se encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la maternidad divina de María: el gran privilegio de la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios.

Así pues, ocho días después de la Navidad, esta fiesta mariana encuentra su lugar más lógico y adecuado. En efecto, en la noche de Belén, cuando "dio a luz a su hijo primogénito" (Lc 2,7), se cumplieron las profecías relativas al Mesías. "Una virgen concebirá y dará a luz un hijo", había anunciado Isaías (Is 7,14). "Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo" (Lc 1,31), dijo a María el ángel Gabriel. Y también un ángel del Señor —narra el evangelista san Mateo—, apareciéndose en sueños a José, lo tranquilizó diciéndole: "No temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo" (Mt 1,20-21).

El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así: "Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac posterius", "Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen".

Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: "Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5).

El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. "María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc 2,19). El verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa "poner juntamente", y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco.

El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio —la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María— es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana.

Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: "Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne" (De sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando, "poniendo juntamente", los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.

Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la sabiduría de los santos. Oremos para que, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor "ilumine su rostro sobre nosotros" y nos "sea propicio" (cf. Nb 6,25) y nos bendiga.

Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si no cedemos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre anclados en él, experimentaremos la fuerza de su amor y de su misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.




Benedicto XVI Homilias 14127