Benedicto XVI Homilias 10108

MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Basílica de San Pedro, Domingo 6 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy a Cristo, luz del mundo, y su manifestación a las naciones. En el día de Navidad el mensaje de la liturgia era: "Hodie descendit lux magna super terram", "Hoy desciende una gran luz a la tierra" (Misal romano). En Belén, esta "gran luz" se presentó a un pequeño grupo de personas, a un minúsculo "resto de Israel": a la Virgen María, a su esposo José, y a algunos pastores. Una luz humilde, según el estilo del verdadero Dios. Una llamita encendida en la noche: un frágil niño recién nacido, que da vagidos en el silencio del mundo... Pero en torno a ese nacimiento oculto y desconocido resonaba el himno de alabanza de los coros celestiales, que cantaban gloria y paz (cf.
Lc 2,13-14).

Así, aquella luz, aun siendo pequeña cuando apareció en la tierra, se proyectaba con fuerza en los cielos. El nacimiento del Rey de los judíos había sido anunciado por una estrella que se podía ver desde muy lejos. Este fue el testimonio de "algunos Magos" que llegaron desde Oriente a Jerusalén poco después del nacimiento de Jesús, en tiempos del rey Herodes (cf. Mt 2,1-2).

Una vez más, se comunican y se responden el cielo y la tierra, el cosmos y la historia. Las antiguas profecías se cumplen con el lenguaje de los astros. "De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel" (Nb 24,17), había anunciado el vidente pagano Balaam, llamado a maldecir al pueblo de Israel y que, al contrario, lo bendijo porque, como Dios le reveló, "ese pueblo es bendito" (Nb 22,12).

Cromacio de Aquileya, en su Comentario al evangelio de san Mateo, relacionando a Balaam con los Magos, escribe: "Aquel profetizó que Cristo vendría; estos lo vieron con los ojos de la fe". Y añade una observación importante: "Todos vieron la estrella, pero no todos comprendieron su sentido. Del mismo modo, nuestro Señor y Salvador nació para todos, pero no todos lo acogieron" (ib., 4, 1-2). Este es, en la perspectiva histórica, el significado del símbolo de la luz aplicado al nacimiento de Cristo: expresa la bendición especial de Dios en favor de la descendencia de Abraham, destinada a extenderse a todos los pueblos de la tierra.

De este modo, el acontecimiento evangélico que recordamos en la Epifanía, la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén, nos remite a los orígenes de la historia del pueblo de Dios, es decir, a la llamada de Abraham, que encontramos en el capítulo 12 del libro del Génesis. Los primeros once capítulos son como grandes cuadros que responden a algunas preguntas fundamentales de la humanidad: ¿Cuál es el origen del universo y del género humano? ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué hay diversas lenguas y civilizaciones?

Entre los relatos iniciales de la Biblia aparece una primera "alianza", establecida por Dios con Noé, después del diluvio. Se trata de una alianza universal, que atañe a toda la humanidad: el nuevo pacto con la familia de Noé es, a la vez, un pacto con "toda carne" (cf. Gn 9,15). Luego, antes de la llamada de Abraham, se encuentra otro gran cuadro, muy importante para comprender el sentido de la Epifanía: el de la torre de Babel. El texto sagrado afirma que en los orígenes "todo el mundo tenía un mismo lenguaje e idénticas palabras" (Gn 11,1). Después los hombres dijeron: "Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra" (Gn 11,4). La consecuencia de este pecado de orgullo, análogo al de Adán y Eva, fue la confusión de las lenguas y la dispersión de la humanidad por toda la tierra (cf. Gn 11,7-8). Esto es lo que significa "Babel"; fue una especie de maldición, semejante a la expulsión del paraíso terrenal.

En este punto se inicia la historia de la bendición, con la llamada de Abraham: comienza el gran plan de Dios para hacer de la humanidad una familia, mediante la alianza con un pueblo nuevo, elegido por él para que sea una bendición en medio de todas las naciones (cf. Gn 12,1-3). Este plan divino se sigue realizando todavía y tuvo su momento culminante en el misterio de Cristo. Desde entonces se iniciaron "los últimos tiempos", en el sentido de que el plan fue plenamente revelado y realizado en Cristo, pero debe ser acogido por la historia humana, que sigue siendo siempre historia de fidelidad por parte de Dios y, lamentablemente, también de infidelidad por parte de nosotros los hombres.

La Iglesia misma, depositaria de la bendición, es santa y a la vez está compuesta de pecadores; está marcada por la tensión entre el "ya" y el "todavía no". En la plenitud de los tiempos Jesucristo vino a establecer la alianza: él mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el Sacramento de la fidelidad de Dios a su plan de salvación para la humanidad entera, para todos nosotros.

La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la "Iglesia políglota" realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua.

El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de generación en generación. Este es el "misterio" del que habla san Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la carta a los Efesios que se acaba de proclamar. El Apóstol afirma que este misterio le "fue comunicado por una revelación" (Ep 3,3) y él se encargó de darlo a conocer.

Este "misterio" de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. En la historia, la Iglesia está al servicio de este "misterio" de bendición para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia sólo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el camino de la paz y del auténtico progreso.

En efecto, sigue siendo siempre válida la palabra de Dios revelada por medio del profeta Isaías: "La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece" (Is 60,2). Lo que el profeta anuncia a Jerusalén se cumple en la Iglesia de Cristo: "A tu luz caminarán las naciones, y los reyes al resplandor de tu aurora" (Is 60,3).

Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que decía el profeta: "Espesa nube cubre a los pueblos" y nuestra historia. En efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos, y de las materias primas, dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario.

Es necesaria una esperanza mayor, que permita preferir el bien común de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. "Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano" (Spe salvi, ), el Dios que se manifestó en el Niño de Belén y en el Crucificado Resucitado.

Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al mundo. La moderación no sólo es una regla ascética, sino también un camino de salvación para la humanidad.

Ya resulta evidente que sólo adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del serio compromiso por una distribución equitativa de las riquezas, será posible instaurar un orden de desarrollo justo y sostenible. Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y que supieron arrodillarse ante un Niño y ofrecerle sus dones preciosos. Todos necesitamos esta valentía, anclada en una firme esperanza.

Que nos la obtenga María, acompañándonos en nuestra peregrinación terrena con su protección materna. Amén.


SANTA MISA EN LA CAPILLA SIXTINA Y ADMINISTRACIÓN DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

Fiesta del Bautismo del Señor, Domingo 13 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de hoy es siempre para mí motivo de especial alegría. En efecto, administrar el sacramento del bautismo en el día de la fiesta del Bautismo del Señor es, en realidad, uno de los momentos más expresivos de nuestra fe, en la que podemos ver de algún modo, a través de los signos de la liturgia, el misterio de la vida. En primer lugar, la vida humana, representada aquí en particular por estos trece niños que son el fruto de vuestro amor, queridos padres, a los cuales dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo a los padrinos, a las madrinas y a los demás parientes y amigos presentes. Está, luego, el misterio de la vida divina, que hoy Dios dona a estos pequeños mediante el renacimiento por el agua y el Espíritu Santo. Dios es vida, como está representado estupendamente también en algunas pinturas que embellecen esta Capilla Sixtina.

Sin embargo, no debe parecernos fuera de lugar comparar inmediatamente la experiencia de la vida con la experiencia opuesta, es decir, con la realidad de la muerte. Todo lo que comienza en la tierra, antes o después termina, como la hierba del campo, que brota por la mañana y se marchita al atardecer. Pero en el bautismo el pequeño ser humano recibe una vida nueva, la vida de la gracia, que lo capacita para entrar en relación personal con el Creador, y esto para siempre, para toda la eternidad.

Por desgracia, el hombre es capaz de apagar esta nueva vida con su pecado, reduciéndose a una situación que la sagrada Escritura llama "segunda muerte". Mientras que en las demás criaturas, que no están llamadas a la eternidad, la muerte significa solamente el fin de la existencia en la tierra, en nosotros el pecado crea una vorágine que amenaza con tragarnos para siempre, si el Padre que está en los cielos no nos tiende su mano.

Este es, queridos hermanos, el misterio del bautismo: Dios ha querido salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte, con el fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde las tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado. Todos sentimos, todos percibimos interiormente que nuestra existencia es un deseo de vida que invoca una plenitud, una salvación. Esta plenitud de vida se nos da en el bautismo.

Acabamos de oír el relato del bautismo de Jesús en el Jordán. Fue un bautismo diverso del que estos niños van a recibir, pero tiene una profunda relación con él. En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: "bautismo", que en griego significa "inmersión". El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se "sumergió" en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el "bautismo de conversión", que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público, como acabamos de escuchar, fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre (cf.
Mt 3,13-15).

¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1,29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba "Hijo predilecto" (Mt 3,17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10,10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado.
El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6,3-4). Y por eso mismo los padres cristianos, como hoy vosotros, tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos.

Queridos padres, juntamente con vosotros doy gracias al Señor por el don de estos niños e invoco su asistencia para que os ayude a educarlos y a insertarlos en el Cuerpo espiritual de la Iglesia. A la vez que les ofrecéis lo que es necesario para el crecimiento y para la salud, vosotros, con la ayuda de los padrinos, os habéis comprometido a desarrollar en ellos la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes teologales que son propias de la vida nueva que han recibido con el sacramento del bautismo.

Aseguraréis esto con vuestra presencia, con vuestro afecto; y lo aseguraréis, ante todo y sobre todo, con la oración, presentándolos diariamente a Dios, encomendándolos a él en cada etapa de su existencia. Ciertamente, para crecer sanos y fuertes, estos niños y niñas necesitarán cuidados materiales y muchas atenciones; pero lo que les será más necesario, más aún indispensable, es conocer, amar y servir fielmente a Dios, para tener la vida eterna. Queridos padres, sed para ellos los primeros testigos de una fe auténtica en Dios.

En el rito del bautismo hay un signo elocuente, que expresa precisamente la transmisión de la fe: es la entrega, a cada uno de los bautizandos, de una vela encendida en la llama del cirio pascual: es la luz de Cristo resucitado que os comprometéis a transmitir a vuestros hijos. Así, de generación en generación, los cristianos nos transmitimos la luz de Cristo, de modo que, cuando vuelva, nos encuentre con esta llama ardiendo entre las manos.

Durante el rito, os diré: "A vosotros, padres y padrinos, se os confía este signo pascual, una llama que debéis alimentar siempre". Alimentad siempre, queridos hermanos y hermanas, la llama de la fe con la escucha y la meditación de la palabra de Dios y con la Comunión asidua de Jesús Eucaristía.

Que en esta misión estupenda, aunque difícil, os ayuden los santos protectores cuyos nombres recibirán estos trece niños. Que estos santos les ayuden sobre todo a ellos, los bautizandos, a corresponder a vuestra solicitud de padres cristianos. En particular, que la Virgen María los acompañe a ellos y a vosotros, queridos padres, ahora y siempre. Amén.


CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS EN LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

COMO CONCLUSIÓN DE LA SEMANA DE ORACIÓN PARA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Basílica de San Pablo extramuros, Viernes 25 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Conversión de San Pablo nos pone nuevamente en la presencia de este gran Apóstol, escogido por Dios para ser su "testigo ante todos los hombres" (
Ac 22,15). Para Saulo de Tarso el momento del encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco marcó el cambio decisivo de su vida. Se realizó entonces su completa transformación, una auténtica conversión espiritual. En un instante, por intervención divina, el encarnizado perseguidor de la Iglesia de Dios se encontró a sí mismo ciego, inmerso en la oscuridad, pero con el corazón invadido por una gran luz, que lo llevaría en poco tiempo a ser un ardiente apóstol del Evangelio.

San Pablo siempre tuvo la certeza de que sólo la gracia divina había podido realizar una conversión semejante. Cuando había dado ya lo mejor de sí, dedicándose incansablemente a la predicación del Evangelio, escribió con renovado fervor: "He trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1Co 15,10). Sin embargo, incansable como si la obra de la misión dependiera enteramente de sus esfuerzos, san Pablo estuvo siempre animado por la profunda convicción de que toda su fuerza procedía de la gracia de Dios que actuaba en él.

Esta tarde, las palabras del Apóstol sobre la relación entre esfuerzo humano y gracia divina resuenan llenas de un significado muy particular. Al concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, somos aún más conscientes de que la obra del restablecimiento de la unidad, que requiere nuestra energía y nuestro esfuerzo, es en cualquier caso infinitamente superior a nuestras posibilidades. La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas es un don que viene de lo alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona.

No está en nuestro poder decidir cuándo o cómo se realizará plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo. Como san Pablo, también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza "en la gracia de Dios que está con nosotros". Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que quiere implorar la oración que elevamos juntos al Señor, para que sea él quien nos ilumine y sostenga en nuestra búsqueda constante de la unidad.

Así, asume su valor más pleno la exhortación de san Pablo a los cristianos de Tesalónica: "Orad sin cesar" (1Th 5,17), que se ha escogido como tema de la Semana de oración de este año. El Apóstol conoce bien a esa comunidad, nacida de su actividad misionera, y alberga grandes esperanzas respecto de ella. Conoce tanto sus méritos como sus debilidades. En efecto, entre sus miembros no faltan comportamientos, actitudes y debates que pueden crear tensiones y conflictos, y san Pablo interviene para ayudar a la comunidad a caminar en la unidad y en la paz.

En la conclusión de la carta, con una bondad casi paterna, añade una serie de exhortaciones muy concretas, invitando a los cristianos a fomentar la participación de todos, a sostener a los débiles, a ser pacientes, a no devolver a nadie mal por mal, a buscar siempre el bien, a estar siempre alegres y a dar gracias a Dios en toda circunstancia (cf. 1Th 5,12-22). En el centro de estas exhortaciones pone el imperativo "orad sin cesar". En efecto, las demás recomendaciones perderían fuerza y coherencia si no estuvieran sostenidas por la oración. La unidad con Dios y con los demás se construye ante todo mediante una vida de oración, en la búsqueda constante de la "voluntad de Dios en Cristo Jesús con respecto a nosotros" (cf. 1Th 5,18).

La invitación de san Pablo a los Tesalonicenses sigue siendo siempre actual. Frente a las debilidades y los pecados que impiden aún la comunión plena de los cristianos, cada una de esas exhortaciones ha mantenido su pertinencia, pero eso es verdad de modo especial para el imperativo: "orad sin cesar". ¿Qué sería el movimiento ecuménico sin la oración personal o común, para que "todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti"? (Jn 17,21). ¿Dónde podremos encontrar el "impulso suplementario" de fe, caridad y esperanza que hoy necesita de modo particular nuestra búsqueda de la unidad?

Nuestro anhelo de unidad no debería limitarse a ocasiones esporádicas, sino que ha de formar parte integrante de toda nuestra vida de oración. Los artífices de la reconciliación y de la unidad en todas las épocas de la historia han sido hombres y mujeres formados en la palabra de Dios y en la oración. Ha sido la oración la que abrió el camino al movimiento ecuménico tal como lo conocemos hoy. De hecho, desde mediados del siglo XVIII, surgieron varios movimientos de renovación espiritual, deseosos de contribuir por medio de la oración a la promoción de la unidad de los cristianos. Desde el inicio, grupos de católicos, animados por destacadas personalidades religiosas, participaron activamente en esas iniciativas.

La oración por la unidad fue apoyada también por mis venerados predecesores, como el Papa León XIII, el cual, ya en el año 1895, recomendó la introducción de una novena de oración por la unidad de los cristianos. Estos esfuerzos, realizados según las posibilidades de la Iglesia de ese tiempo, pretendían hacer realidad la oración pronunciada por Jesús mismo en el Cenáculo: "Que todos sean uno" (Jn 17,21). Por tanto, no existe un ecumenismo auténtico que no hunda sus raíces en la oración.

Este año celebramos el centenario del "Octavario por la unidad de la Iglesia", que más tarde se convirtió en la "Semana de oración por la unidad de los cristianos". Hace cien años, el padre Paul Wattson, entonces aún ministro episcopaliano, ideó un octavario de oración por la unidad, que se celebró por primera vez en Graymoor (Nueva York) del 18 al 25 de enero de 1908. Esta tarde dirijo con gran alegría mi saludo al ministro general y a la delegación internacional de los Hermanos y las Hermanas franciscanos del Atonement, congregación fundada por el padre Paul Wattson y promotora de su herencia espiritual.

En la década de 1930, el octavario de oración experimentó importantes adaptaciones sobre todo por obra del abad Paul Couturier, de Lyon, también él gran promotor del ecumenismo espiritual. Su invitación a "orar por la unidad de la Iglesia tal como Cristo la quiere y con los medios que él quiere", permitió a cristianos de todas las tradiciones unirse en una sola plegaria por la unidad. Demos gracias a Dios por el gran movimiento de oración que, desde hace cien años, acompaña y sostiene a los creyentes en Cristo en su búsqueda de unidad. La barca del ecumenismo nunca habría zarpado del puerto si no hubiera sido movida por esta amplia corriente de oración e impulsada por el soplo del Espíritu Santo.

Conjuntamente con la Semana de oración, muchas comunidades religiosas y monásticas han invitado y ayudado a sus miembros a "orar sin cesar" por la unidad de los cristianos. En esta ocasión, aquí reunidos, recordamos en particular la vida y el testimonio de sor María Gabriela de la Unidad (1914-1936), religiosa trapense del monasterio de Grottaferrata (actualmente en Vitorchiano). Cuando su superiora, animada por el abad Paul Couturier, invitó a las hermanas a orar y a entregarse por la unidad de los cristianos, sor María Gabriela se sintió inmediatamente comprometida y no dudó en dedicar su joven existencia a esta gran causa.

Hoy mismo se cumple el vigésimo quinto aniversario de su beatificación, llevada a cabo por mi predecesor el Papa Juan Pablo II. Ese acontecimiento tuvo lugar en esta basílica precisamente el 25 de enero de 1983, durante la celebración de clausura de la Semana de oración por la unidad. En su homilía, el siervo de Dios subrayó los tres elementos sobre los cuales se construye la búsqueda de la unidad: la conversión, la cruz y la oración. Sobre estos tres elementos se apoyaron la vida y el testimonio de sor María Gabriela. Hoy como ayer, el ecumenismo tiene gran necesidad del inmenso "monasterio invisible" del que hablaba el abad Paul Couturier, es decir, de la amplia comunidad de cristianos de todas las tradiciones que, sin hacer ruido, oran y ofrecen su vida para que se realice la unidad.

Además, desde hace exactamente cuarenta años, las comunidades cristianas de todo el mundo reciben para la Semana meditaciones y plegarias preparadas conjuntamente por la comisión "Fe y constitución" del Consejo mundial de Iglesias y por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Esta feliz colaboración ha permitido ampliar el vasto círculo de oración y preparar sus contenidos de un modo más adecuado.

Esta tarde, saludo cordialmente al reverendo doctor Samuel Kobia, secretario general del Consejo mundial de Iglesias, que ha venido a Roma para unirse a nosotros en el centenario de la Semana de oración. Me alegra la presencia de los miembros del "grupo mixto de trabajo", a quienes saludo con afecto. El grupo mixto es el instrumento de cooperación entre la Iglesia católica y el Consejo mundial de Iglesias en la búsqueda común de unidad.

Y, como cada año, también dirijo mi saludo fraterno a los obispos, a los sacerdotes, a los pastores de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales que tienen aquí en Roma sus representantes. Vuestra participación en esta oración es manifestación palpable de los vínculos que nos unen en Cristo Jesús: "Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

En esta histórica basílica, el próximo día 28 de junio, se inaugurará el año consagrado al testimonio y a la enseñanza del apóstol san Pablo. Que su incansable celo por construir el Cuerpo de Cristo en la unidad nos ayude a orar sin cesar por la unidad plena de todos los cristianos. Amén.


VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

Viernes 1 de febrero de 2008

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Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos seminaristas y padres de familia;
queridos hermanos y hermanas:

Para el obispo siempre es una gran alegría encontrarse en su seminario, y esta tarde doy gracias al Señor porque me renueva esta alegría en la víspera de la fiesta de la Virgen de la Confianza, vuestra patrona celestial. Os saludo a todos cordialmente: al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, al rector y a los demás superiores, y, con afecto especial, a vosotros, queridos seminaristas. Me alegra saludar también a los padres de familia presentes y a los amigos de la comunidad del Seminario romano.

Estamos todos aquí reunidos para las primeras Vísperas solemnes de esta fiesta mariana tan querida por vosotros. Hemos escuchado algunos versículos de la carta de san Pablo a los Gálatas, en los que se recoge la expresión: «plenitud de los tiempos» (
Ga 4,4). Sólo Dios puede «llenar el tiempo» y hacernos experimentar el sentido pleno de nuestra existencia. Dios ha llenado de sí mismo el tiempo al enviar a su Hijo unigénito y en él nos ha hecho hijos adoptivos suyos: hijos en el Hijo. En Jesús y con Jesús, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6), podemos ahora encontrar las respuestas exhaustivas a las expectativas más profundas del corazón. Al desaparecer el miedo, crece en nosotros la confianza en el Dios a quien nos atrevemos a llamar incluso «Abbá-Padre» (cf. Ga 4,6).

Queridos seminaristas, precisamente porque el don de ser hijos adoptivos de Dios ha iluminado vuestra vida, habéis sentido el deseo de hacer partícipes de ese don también a los demás. Estáis aquí para eso, para desarrollar vuestra vocación filial y para prepararos a la futura misión de apóstoles de Cristo. Se trata de un único crecimiento, que, al permitiros gustar la alegría de la vida con Dios Padre, os hace percibir con fuerza la urgencia de convertiros en mensajeros del Evangelio de su Hijo Jesús. El Espíritu Santo es quien os hace estar atentos a esta realidad profunda y amarla.
Todo esto no puede por menos de suscitar una gran confianza, porque el don recibido es sorprendente, llena de asombro y colma de íntima alegría. Así podéis comprender el papel que desempeña también en vuestra vida María, invocada en vuestro seminario con el hermoso título de Virgen de la Confianza. Del mismo modo que «el Hijo nació de mujer» (cf. Ga 4,4), de María, Madre de Dios, así también en vuestro ser hijos de Dios ella es la Madre, la verdadera Madre.

Queridos padres de familia, probablemente vosotros sois los más sorprendidos de todos por lo que ha acontecido y está aconteciendo en vuestros hijos. Tal vez habíais imaginado para ellos una misión diversa de aquella para la cual se están preparando. ¡Quién sabe cuántas veces os ponéis a reflexionar sobre ellos! Recordáis cuando eran niños y luego muchachos; las ocasiones en que mostraron los primeros signos de la vocación; o, en algún caso, por el contrario, los años en que la vida de vuestro hijo parecía desarrollarse lejos de la Iglesia.

¿Qué sucedió? ¿Qué encuentros influyeron en sus decisiones? ¿Qué luces interiores orientaron su camino? ¿Cómo pudieron abandonar perspectivas de vida tal vez prometedoras, para escoger ingresar en el seminario? Contemplemos a María. El Evangelio nos ayuda a comprender que también ella se hacía numerosas preguntas sobre su Hijo Jesús y meditaba mucho sobre él (cf. Lc 2,19 Lc 2,51).

Es inevitable que, en cierto modo, la vocación de los hijos se convierta también en vocación de los padres. Tratando de comprenderlos y siguiéndolos en su itinerario, también vosotros, queridos padres y queridas madres, con mucha frecuencia os habéis visto implicados en un camino en el que vuestra fe ha ido fortaleciéndose y renovándose. Habéis participado en la aventura maravillosa de vuestros hijos.

En efecto, aunque pueda parecer que la vida del sacerdote no atrae el interés de la mayoría de la gente, en realidad se trata de la aventura más interesante y necesaria para el mundo, la aventura de mostrar y hacer presente la plenitud de vida a la que todos aspiran. Es una aventura muy exigente; y no podría ser de otra manera, porque el sacerdote está llamado a imitar a Jesús, «que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28).

Queridos seminaristas, estos años de formación constituyen un tiempo importante para prepararos a la entusiasmante misión a la que el Señor os llama. Permitidme que subraye dos aspectos que caracterizan vuestra experiencia actual. Ante todo, los años del seminario implican cierto alejamiento de la vida común, cierto «desierto», para que el Señor pueda hablar a vuestro corazón (cf. Os 2,16). En efecto, él no habla en voz alta, sino en voz baja; habla en el silencio (cf. 1R 19,12). Por tanto, para escuchar su voz hace falta un clima de silencio.

Por esta razón, el seminario ofrece espacios y tiempos de oración diaria, y cuida mucho la liturgia, la meditación de la palabra de Dios y la adoración eucarística. Al mismo tiempo, os pide que dediquéis muchas horas al estudio: orando y estudiando, podéis construir en vosotros el hombre de Dios que debéis ser y que la gente espera que sea el sacerdote.

Hay luego un segundo aspecto en vuestra vida: durante los años del seminario vivís juntos. Vuestra formación con vistas al sacerdocio implica también este aspecto comunitario, que es de gran importancia. Los Apóstoles se formaron juntos, siguiendo a Jesús. Vuestra comunión no se limita al presente; concierne también al futuro. En la actividad pastoral que os espera deberéis actuar unidos como en un cuerpo, en un ordo, el de los presbíteros, que con el obispo atienden pastoralmente a la comunidad cristiana. Amad esta «vida de familia», que para vosotros es anticipación de la «fraternidad sacramental» (Presbyterorum ordinis PO 8) que debe caracterizar a todo presbítero diocesano.

Todo esto recuerda que Dios os llama a ser santos, que la santidad es el secreto del auténtico éxito de vuestro ministerio sacerdotal. Ya desde ahora la santidad debe constituir el objetivo de vuestra opción y decisión. Encomendad este deseo y este compromiso diario a María, Madre de la Confianza. Este título tan tranquilizador corresponde a la repetida invitación evangélica: «No temas», que dirigió el ángel a la Virgen (cf. Lc 1,29) y luego muchas veces Jesús a los discípulos. «No temas, porque yo estoy contigo», dice el Señor. En el icono de la Virgen de la Confianza, donde el Niño señala a la Madre, parece que Jesús añade: «Mira a tu Madre, y no temas».

Queridos seminaristas, recorred el camino del seminario con el alma abierta a la verdad, a la transparencia, al diálogo con quienes os dirigen; esto os permitirá responder de modo sencillo y humilde a Aquel que os llama, liberándoos del peligro de realizar un proyecto sólo personal. Vosotros, queridos padres de familia y amigos, acompañad a los seminaristas con la oración y con vuestro constante apoyo material y espiritual. También yo os aseguro a todos un recuerdo en mi oración, a la vez que con alegría os imparto la bendición apostólica.



Benedicto XVI Homilias 10108