Benedicto XVI Homilias 10208

STATIO Y PROCESIÓN PENITENCIAL DESDE LA IGLESIA DE SAN ANSELMO A LA BASÍLICA DE SANTA SABINA EN EL AVENTINO

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

Basílica de Santa Sabina, Miércoles de Ceniza, 6 de febrero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Si el Adviento es, por excelencia, el tiempo que nos invita a esperar en el Dios que viene, la Cuaresma nos renueva en la esperanza en Aquel que nos hace pasar de la muerte a la vida. Ambos son tiempos de purificación —lo manifiesta también el color litúrgico que tienen en común—, pero de modo especial la Cuaresma, toda ella orientada al misterio de la Redención, se define como «camino de auténtica conversión» (Oración colecta).

Al inicio de este itinerario penitencial, quiero reflexionar brevemente sobre la oración y el sufrimiento como aspectos característicos del tiempo litúrgico cuaresmal. A la práctica de la limosna ya dediqué el Mensaje para la Cuaresma, publicado la semana pasada.

En la encíclica Spe salvi puse de relieve que la oración y el sufrimiento, juntamente con el obrar y el juicio, son «lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza». Por tanto, podríamos afirmar que el tiempo cuaresmal, precisamente porque invita a la oración, a la penitencia y al ayuno, constituye una ocasión providencial para hacer más viva y firme nuestra esperanza.

La oración alimenta la esperanza, porque nada expresa mejor la realidad de Dios en nuestra vida que orar con fe. Incluso en la soledad de la prueba más dura, nada ni nadie pueden impedir que nos dirijamos al Padre «en lo secreto» de nuestro corazón, donde sólo él «ve», como dice Jesús en el Evangelio (cf.
Mt 6,4 Mt 6,6 Mt 6,18).

Vienen a la mente dos momentos de la existencia terrena de Jesús, que se sitúan uno al inicio y otro casi al final de su vida pública: los cuarenta días en el desierto, sobre los cuales está calcado el tiempo cuaresmal, y la agonía en Getsemaní. Ambos son esencialmente momentos de oración. Oración en diálogo con el Padre, a solas, de tú a tú, en el desierto; oración llena de «angustia mortal» en el Huerto de los Olivos. Pero en ambas circunstancias, orando, Cristo desenmascara los engaños del tentador y lo derrota. Así, la oración se muestra como la primera y principal «arma» para «afrontar victoriosamente el combate contra las fuerzas del mal» (Oración colecta).

La oración de Cristo alcanza su culmen en la cruz, expresándose en las últimas palabras que recogieron los evangelistas. Cuando parece lanzar un grito de desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado» (Mt 27,46 Mc 15,34 cf. Ps 21,1), en realidad Cristo hace suya la invocación del que, asediado por sus enemigos, sin escapatoria, sólo tiene a Dios para dirigirse y, por encima de todas las posibilidades humanas, experimenta su gracia y su salvación.

Con esas palabras del Salmo, primero de un hombre abrumado por el sufrimiento y, después, del pueblo de Dios inmerso en sus sufrimientos por la aparente ausencia de Dios, Jesús hace suyo ese grito de la humanidad que sufre por la aparente ausencia de Dios y lleva este grito al corazón del Padre. Al orar así en esta última soledad, junto con toda la humanidad, nos abre el corazón de Dios.

Así pues, no hay contradicción entre esas palabras del Salmo 21 y las palabras llenas de confianza filial: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46 cf. Ps 30,6). También estas palabras están tomadas de un Salmo, el 30, imploración dramática de una persona que, abandonada por todos, se pone segura en manos de Dios.

La oración de súplica llena de esperanza es, por tanto, el leit motiv de la Cuaresma y nos hace experimentar a Dios como única ancla de salvación. Aun cuando sea colectiva, la oración del pueblo de Dios es voz de un solo corazón y de una sola alma; es diálogo «de tú a tú», como la conmovedora imploración de la reina Ester cuando su pueblo estaba a punto de ser exterminado: «Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti, y mi vida está en gran peligro» (Est 4,17 l). Ante un «gran peligro» hace falta una esperanza más grande, y esta esperanza es sólo la que puede contar con Dios.

La oración es un crisol en el que nuestras expectativas y aspiraciones son expuestas a la luz de la palabra de Dios, se sumergen en el diálogo con Aquel que es la verdad y salen purificadas de mentiras ocultas y componendas con diversas formas de egoísmo (cf. Spe salvi, ). Sin la dimensión de la oración, el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que debería ser eco de la voz de Dios, corre el peligro de reducirse a un espejo del yo, de forma que el coloquio interior se transforma en un monólogo, dando pie a mil auto-justificaciones.

Por eso, la oración es garantía de apertura a los demás. Quien se abre a Dios y a sus exigencias, al mismo tiempo se abre a los demás, a los hermanos que llaman a la puerta de su corazón y piden escucha, atención, perdón, a veces corrección, pero siempre con caridad fraterna. La verdadera oración nunca es egocéntrica; siempre está centrada en los demás. Como tal, lleva al que ora al «éxtasis» de la caridad, a la capacidad de salir de sí mismo para hacerse prójimo de los demás en el servicio humilde y desinteresado.

La verdadera oración es el motor del mundo, porque lo tiene abierto a Dios. Por eso, sin oración no hay esperanza, sino sólo espejismos. En efecto, no es la presencia de Dios lo que aliena al hombre, sino su ausencia: sin el verdadero Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, las esperanzas se transforman en espejismos, que llevan a evadirse de la realidad. En cambio, hablar con Dios, permanecer en su presencia, dejarse iluminar y purificar por su palabra, nos introduce en el corazón de la realidad, en el íntimo Motor del devenir cósmico; por decirlo así, nos introduce en el corazón palpitante del universo.

En conexión armónica con la oración, también el ayuno y la limosna pueden considerarse lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza cristiana. Los santos Padres y los escritores antiguos solían subrayar que estas tres dimensiones de la vida evangélica son inseparables, se fecundan recíprocamente y llevan tanto mayor fruto cuanto más se corroboran mutuamente. Gracias a la acción conjunta de la oración, el ayuno y la limosna, la Cuaresma forma a los cristianos para ser hombres y mujeres de esperanza, a ejemplo de los santos.

Ahora quiero reflexionar brevemente también sobre el sufrimiento, pues, como escribí en la encíclica Spe salvi, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad» (n. ). La Pascua, hacia la cual se orienta la Cuaresma, es el misterio que da sentido al sufrimiento humano, partiendo de la sobreabundancia de la com-pasión de Dios, realizada en Jesucristo.

Por consiguiente, el camino cuaresmal, al estar totalmente impregnado de la luz pascual, nos hace revivir lo que aconteció en el corazón divino-humano de Cristo mientras subía a Jerusalén por última vez, para ofrecerse a sí mismo en expiación (cf. Is 53,10). A medida que Jesús se acercaba a la cruz, el sufrimiento y la muerte bajaban como tinieblas, pero también se avivaba la llama del amor. En efecto, el sufrimiento de Cristo está totalmente iluminado por la luz del amor (cf. Spe salvi, ): el amor del Padre que permite al Hijo afrontar con confianza su último «bautismo», como él mismo define el culmen de su misión (cf. Lc 12,50).

Ese bautismo de dolor y de amor, Jesús lo recibió por nosotros, por toda la humanidad. Sufrió por la verdad y la justicia, trayendo a la historia de los hombres el evangelio del sufrimiento, que es la otra cara del evangelio del amor. Dios no puede padecer, pero puede y quiere com-padecer. Por la pasión de Cristo puede entrar en todo sufrimiento humano la con-solatio, «el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza» (Spe salvi, ).

Al igual que sucede con respecto a la oración, también por lo que atañe al sufrimiento la historia de la Iglesia está llena de testigos que se entregaron sin medida por los demás, a costa de duros sufrimientos. Cuanto mayor es la esperanza que nos anima, tanto mayor es también en nosotros la capacidad de sufrir por amor de la verdad y del bien, ofreciendo con alegría las pequeñas y grandes pruebas de cada día e insertándolas en el gran com-padecer de Cristo (cf. ib., ).

Que en este camino de perfección evangélica nos ayude María, cuyo corazón inmaculado, juntamente con el de su Hijo, fue traspasado por la espada del dolor. Precisamente en estos días, recordando el 150° aniversario de las apariciones de la Virgen en Lourdes, se nos invita a meditar en el misterio de la participación de María en los dolores de la humanidad. Al mismo tiempo se nos exhorta a encontrar consuelo en el «tesoro de compasión» (ib.) de la Iglesia, al que ella contribuyó más que cualquier otra criatura.

Iniciemos, por tanto, la Cuaresma en unión espiritual con María, que «avanzó en la peregrinación de la fe» siguiendo a su Hijo (cf. Lumen gentium LG 58) y siempre precede a los discípulos en el itinerario hacia la luz pascual. Amén.



VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA MARIA LIBERADORA, EN TESTACCIO

Domingo 24 de febrero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo el ejemplo de mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, que visitaron vuestra parroquia, respectivamente, el 20 de marzo de 1966 y el 14 de enero de 1979, también yo he venido hoy a vosotros para encontrarme con vuestra comunidad y presidir la celebración eucarística en esta hermosa iglesia dedicada a Santa María Liberadora.

He venido en una circunstancia muy singular: el centenario de la consagración de la actual iglesia y la transferencia del título de la parroquia de Santa María de la Providencia, que ya existía en vuestro barrio de Testaccio, a Santa María Liberadora. Fue san Pío X quien encomendó la parroquia a los hijos espirituales de don Bosco, y ellos, bajo la guía infatigable del primer discípulo de san Juan Bosco, el beato don Michele Rúa, construyeron la iglesia en la que nos encontramos ahora.

En verdad, los salesianos ya desarrollaban su actividad social y apostólica aquí, en Testaccio, barrio que ha conservado su específica identidad territorial y cultural. En efecto, aun encontrándonos en el corazón de la metrópoli romana, las personas mantienen relaciones muy familiares y, aunque durante los últimos veinte años la situación ha cambiado un poco, siguen siendo fuertes el arraigo de la gente en su territorio, la identidad del barrio y el apego a las tradiciones religiosas. Sé, por ejemplo, que con ocasión de vuestra fiesta patronal de Santa María Liberadora se reúnen todos los años numerosos ciudadanos y familias que, por varios motivos, se han trasladado a otros lugares.

Queridos amigos, he venido de buen grado a compartir vuestra alegría por el acontecimiento jubilar que estáis celebrando, y que he querido enriquecer con la posibilidad de lucrar la indulgencia plenaria durante todo el año centenario. Os saludo a todos con afecto. Ante todo, saludo al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector centro, monseñor Ernesto Mandara, y a vuestro párroco, don Manfredo Leone. Le agradezco de corazón a él y a sus hermanos salesianos el servicio pastoral que prestan a vuestra parroquia, y también le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

Saludo, además, a los huéspedes del estudiantado salesiano para sacerdotes, que tiene su sede en los edificios parroquiales, y a las diversas comunidades religiosas presentes en el territorio: las Hijas de María Auxiliadora, las Hijas de la Divina Providencia y las Religiosas del Buen Pastor. Saludo a los cooperadores, a las cooperadoras y a los ex alumnos salesianos, a las asociaciones parroquiales, a los diversos grupos comprometidos en la animación de la catequesis, de la liturgia, de la caridad y de la lectura y profundización de la palabra de Dios, a la cofradía de Santa María Liberadora, a los grupos que reúnen a jóvenes y a los que promueven el encuentro y la formación de las parejas de novios y de esposos y de las familias más maduras.

Dirijo un saludo afectuoso a los muchachos del catecismo y a cuantos frecuentan el oratorio de la parroquia y de las Hijas de María Auxiliadora. Extiendo mi saludo, además, a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos y a las personas que se encuentran solas y en dificultades. En esta santa misa los recuerdo a todos y a cada uno.

Queridos hermanos y hermanas, ahora me pregunto juntamente con vosotros. ¿qué nos dice el Señor en un aniversario tan importante para vuestra parroquia? En los textos bíblicos de este tercer domingo de Cuaresma hay sugerencias útiles para la meditación, muy adecuadas a esta significativa circunstancia. A través del símbolo del agua, que encontramos en la primera lectura y en el pasaje evangélico de la samaritana, la palabra de Dios nos transmite un mensaje siempre vivo y actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que encontremos en él la fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente corre el peligro de practicar una religiosidad no auténtica, de no buscar en Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del corazón, sino de utilizar más bien a Dios como si estuviera al servicio de nuestros deseos y proyectos.

En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto por falta de agua y, presa del desaliento como en otras circunstancias, se lamenta y reacciona de modo violento. Llega a rebelarse contra Moisés; llega casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (
Ex 17,7). El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y exigencias, más bien que abandonarse confiado en sus manos, y en la prueba pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede también en nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que conformarnos dócilmente a la voluntad divina, quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas! ¡En cuántas ocasiones nuestra fe se muestra frágil, nuestra confianza débil y nuestra religiosidad contaminada por elementos mágicos y meramente terrenos!

En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un itinerario de verdadera conversión, acojamos con humilde docilidad la recomendación del salmo responsorial: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras"» (Ps 94,7-9).

El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre página evangélica que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en Sicar, junto al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo entre el pozo construido por el gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su familia y la historia de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el agua que salta hasta la vida eterna. Si hay una sed física del agua indispensable para vivir en esta tierra, también hay en el hombre una sed espiritual que sólo Dios puede saciar. Esto se refleja claramente en el diálogo entre Jesús y la mujer que había ido a sacar agua del pozo de Jacob.

Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4,7). A primera vista parece una simple petición de un poco de agua, en un mediodía caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida por lo demás a una mujer samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen entendimiento—, Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino interior que hace surgir en ella el deseo de algo más profundo. San Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer» (In Io. ev. Tract. XV, 11: PL 35, 1514). En efecto, en un momento determinado es la mujer misma la que pide agua a Jesús (cf. Jn 4,15), manifestando así que en toda persona hay una necesidad innata de Dios y de la salvación que sólo él puede colmar. Una sed de infinito que solamente puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu. Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas palabras: Jesús, «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino».

Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la samaritana vemos delineado el itinerario espiritual que cada uno de nosotros, que cada comunidad cristiana está llamada a redescubrir y recorrer constantemente. Esa página evangélica, proclamada en este tiempo cuaresmal, asume un valor particularmente importante para los catecúmenos ya próximos al bautismo. En efecto, este tercer domingo de Cuaresma está relacionado con el así llamado «primer escrutinio», que es un rito sacramental de purificación y de gracia.

Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y convertido por la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra y la acción del Señor. También nosotros, ya bautizados, pero siempre tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús quiere llevarnos, como a la samaritana, a profesar con fuerza nuestra fe en él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros hermanos la alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en nuestra existencia. La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y acogido como Revelador definitivo y Salvador, en el cual se revela el rostro de Dios. Una vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana, su existencia se transforma, y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente (cf. Jn 4,29).

Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María Liberadora, la invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente propuesta evangélica resuena con fuerza esta mañana para cada miembro de vuestra comunidad parroquial. San Agustín decía que Dios tiene sed de nuestra sed de él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser humano de Dios, tanto más él lo sigue con su amor misericordioso.

Hoy la liturgia, teniendo en cuenta también el tiempo cuaresmal que estamos viviendo, nos estimula a examinar nuestra relación con Jesús, a buscar su rostro sin cansarnos. Y esto es indispensable para que vosotros, queridos amigos, podáis continuar, en el nuevo contexto cultural y social, la obra de evangelización y de educación humana y cristiana que desde hace más de un siglo realiza esta parroquia, que en la serie de sus párrocos cuenta también con el venerable Luigi Maria Olivares.

Abrid cada vez más el corazón a una acción pastoral misionera, que impulse a cada cristiano a encontrar a las personas —en particular a los jóvenes y a las familias— donde viven, trabajan y pasan el tiempo libre, para anunciarles el amor misericordioso de Dios. Sé que estáis dedicando análoga atención y solicitud al cuidado de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, proponiendo a los muchachos, a los jóvenes y a las familias el tema vocacional, que es de fundamental importancia para el futuro de la Iglesia. De igual modo, os animo a perseverar en el compromiso educativo, que constituye el carisma típico de toda parroquia salesiana.

Que el oratorio, la escuela y los momentos de catequesis y oración estén animados por auténticos educadores, es decir, por testigos cercanos con el corazón especialmente a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes. Santa María Liberadora, tan amada y venerada por vosotros, que juntamente con su esposo san José educó a Jesús niño y adolescente, proteja a las familias, a los religiosos y a las religiosas en su tarea de formadores y les dé la alegría, como deseaba don Bosco, de ver crecer en este barrio «buenos cristianos y ciudadanos honrados». Amén.



SANTA MISA EN EL XXV ANIVERSARIO DEL CENTRO INTERNACIONAL JUVENIL SAN LORENZO

Iglesia de San Lorenzo in Piscibus, Roma, V Domingo de Cuaresma 9 de marzo de 2008

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es una gran alegría poder conmemorar juntamente con vosotros, en esta hermosa iglesia románica, el 25° aniversario del Centro internacional juvenil San Lorenzo, que el amado Papa Juan Pablo II quiso instituir cerca de la basílica de San Pedro e inauguró el 13 de marzo de 1983. La santa misa que se celebra aquí todos los viernes por la tarde constituye para muchos jóvenes, que vienen de varias partes del mundo para estudiar en las universidades romanas, una importante cita espiritual y una significativa ocasión para tomar contacto con cardenales y obispos de la Curia romana, así como con obispos de los cinco continentes de paso por Roma para su visita ad limina.

Como habéis recordado, también yo vine aquí muchas veces a celebrar la Eucaristía cuando era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, y fue siempre una hermosa experiencia encontrarme con chicos y chicas de tantas regiones de la tierra para quienes este centro es un importante punto de acogida y de referencia.

Y precisamente a vosotros, queridos jóvenes, dirijo ante todo mi cordial saludo, agradeciéndoos la acogida entusiasta que me habéis dispensado. Saludo, asimismo, a todos los que habéis querido participar en esta celebración, a la vez solemne y familiar. Saludo en especial a los señores cardenales y a los prelados presentes. Permitidme que entre ellos cite en particular al cardenal Paul Josef Cordes, titular de esta iglesia de San Lorenzo in Piscibus, y al cardenal Stanislaw Rylko, presidente del Consejo pontificio para los laicos, a quien agradezco las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido al inicio de la santa misa, juntamente con los dos portavoces de los jóvenes.

Saludo a mons. Josef Clemens, secretario del Consejo pontificio, al equipo de jóvenes, sacerdotes y seminaristas que animan este centro bajo la guía de la sección de jóvenes de ese dicasterio, y a todos los que de diferentes maneras brindan su colaboración. Me refiero a las asociaciones, a los movimientos y a las comunidades aquí representadas, con una mención especial para la Comunidad del Emmanuel, que desde hace veinte años coordina con gran fidelidad las diversas iniciativas y ha creado una Escuela de misión en Roma, de la que provienen algunos de los jóvenes aquí presentes. Saludo también a los capellanes y a los voluntarios que han trabajado aquí en estos veinticinco años al servicio de la juventud. A todos y a cada uno va mi afectuoso saludo.

Pasemos ahora al evangelio de este día, dedicado a un tema importante y fundamental: ¿qué es la vida?, ¿qué es la muerte?, ¿cómo vivir?, ¿cómo morir? Con el fin de ayudarnos a comprender mejor este misterio de la vida y la respuesta de Jesús, san Juan usa para esta única realidad de la vida dos palabras diferentes, indicando las diversas dimensiones de la realidad llamada "vida": la palabra bíos y la palabra zoé. Bíos, como se comprende fácilmente, significa este gran biocosmos, esta biosfera, que va desde las células primitivas hasta los organismos más organizados, más desarrollados, este gran árbol de la vida, en el que se han desarrollado todas las posibilidades de la realidad bíos. A este árbol de la vida pertenece el hombre; forma parte de este cosmos de la vida que comienza con un milagro: en la materia inerte se desarrolla un centro vital; la realidad que llamamos organismo.

Pero el hombre, aun formando parte de este gran biocosmos, lo trasciende, porque también forma parte de la realidad que san Juan llama zoé. Es un nuevo nivel de la vida, en el que el ser se abre al conocimiento. Ciertamente, el hombre es siempre hombre con toda su dignidad, incluso en estado de coma o en la fase de embrión, pero si sólo vive biológicamente no se realizan ni desarrollan todas las potencialidades de su ser. El hombre está llamado a abrirse a nuevas dimensiones. Es un ser que conoce. Desde luego, también los animales conocen, pero sólo las cosas que les interesan para su vida biológica. El conocimiento del hombre va más allá; quiere conocerlo todo, toda la realidad, la realidad en su totalidad; quiere saber qué es su ser y qué es el mundo. Tiene sed de conocimiento del infinito; quiere llegar a la fuente de la vida; quiere beber de esta fuente, encontrar la vida misma.

Así hemos tocado una segunda dimensión: el hombre no es sólo un ser que conoce; también vive en relación de amistad, de amor. Además de la dimensión del conocimiento de la verdad y del ser, existe, inseparable de esta, la dimensión de la relación, del amor. Y aquí el hombre se acerca más a la fuente de la vida, de la que quiere beber para tener la vida en abundancia, para tener la vida misma.

Podríamos decir que toda la ciencia es una gran lucha por la vida; lo es, sobre todo, la medicina. En definitiva, la medicina es un esfuerzo por oponerse a la muerte, es búsqueda de inmortalidad. Pero, ¿podemos encontrar una medicina que nos asegure la inmortalidad? Esta es precisamente la cuestión del evangelio de hoy. Tratemos de imaginar que la medicina llegue a encontrar la receta contra la muerte, la receta de la inmortalidad. Incluso en ese caso, se trataría de una medicina que se situaría dentro de la biosfera, una medicina ciertamente útil también para nuestra vida espiritual y humana, pero de por sí una medicina confinada dentro de la biosfera.

Es fácil imaginar lo que sucedería si la vida biológica del hombre no tuviera fin, si fuera inmortal: nos encontraríamos en un mundo envejecido, en un mundo lleno de viejos, en un mundo que no dejaría espacio a los jóvenes, un mundo en el que no se renovaría la vida. Así comprendemos que este no puede ser el tipo de inmortalidad al que aspiramos; esta no es la posibilidad de beber en la fuente de la vida, que todos deseamos.

Precisamente en este punto, en el que, por una parte, comprendemos que no podemos esperar una prolongación infinita de la vida biológica y sin embargo, por otra, deseamos beber en la fuente de la vida para gozar de una vida sin fin, precisamente en este punto interviene el Señor y nos habla en el evangelio diciendo: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás" (
Jn 11,25-26). "Yo soy la resurrección": beber en la fuente de la vida es entrar en comunión con el amor infinito que es la fuente de la vida. Al encontrar a Cristo, entramos en contacto, más aún, en comunión con la vida misma y ya hemos cruzado el umbral de la muerte, porque estamos en contacto, más allá de la vida biológica, con la vida verdadera.

Los Padres de la Iglesia llamaron a la Eucaristía medicina de inmortalidad. Y lo es, porque en la Eucaristía entramos en contacto, más aún, en comunión con el cuerpo resucitado de Cristo, entramos en el espacio de la vida ya resucitada, de la vida eterna. Entramos en comunión con ese cuerpo que está animado por la vida inmortal y así estamos ya desde ahora y para siempre en el espacio de la vida misma. Así, este evangelio es también una profunda interpretación de lo que es la Eucaristía y nos invita a vivir realmente de la Eucaristía para poder ser transformados en la comunión del amor. Esta es la verdadera vida.

En el evangelio de san Juan el Señor dice: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Vida en abundancia no es, como algunos piensan, consumir todo, tener todo, poder hacer todo lo que se quiera. En ese caso viviríamos para las cosas muertas, viviríamos para la muerte. Vida en abundancia es estar en comunión con la verdadera vida, con el amor infinito. Así entramos realmente en la abundancia de la vida y nos convertimos en portadores de la vida también para los demás.

Los prisioneros de guerra que estuvieron en Rusia durante diez años o más, expuestos al frío y al hambre, después de volver dijeron: "Pude sobrevivir porque sabía que me esperaban. Sabía que había personas que me esperaban, sabía que yo era necesario y esperado". Este amor que los esperaba fue la medicina eficaz de la vida contra todos los males.

En realidad, hay alguien que nos espera a todos. El Señor nos espera; y no sólo nos espera: está presente y nos tiende la mano. Aceptemos la mano del Señor y pidámosle que nos conceda vivir realmente, vivir la abundancia de la vida, para poder así comunicar también a nuestros contemporáneos la verdadera vida, la vida en abundancia. Amén.


DURANTE LA CELEBRACIÓN PENITENCIAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Jueves 13 de marzo de 2008

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Queridos jóvenes de Roma:

También este año, en la proximidad del domingo de Ramos, nos reunimos para preparar la celebración de la XXIII Jornada mundial de la juventud que, como sabéis, culminará con el encuentro de los jóvenes de todo el mundo que se celebrará en Sydney del 15 al 20 del próximo mes de julio. Desde hace tiempo conocéis el tema de esta Jornada. Está tomado de las palabras que acabamos de escuchar en la primera lectura: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (
Ac 1,8). No es casualidad que este encuentro tenga forma de liturgia penitencial, con la celebración de las confesiones individuales.

¿Por qué "no es casualidad"? Podemos hallar la respuesta en lo que escribí en mi primera encíclica. En ella puse de relieve que se comienza a ser cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (cf. Deus caritas est ). Precisamente para favorecer este encuentro os disponéis a abrir vuestro corazón a Dios, confesando vuestros pecados y recibiendo, por la acción del Espíritu Santo y mediante el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Así se deja espacio para la presencia en nosotros del Espíritu Santo, la tercera Persona de la santísima Trinidad, que es el «alma» y la «respiración vital» de la vida cristiana: el Espíritu nos capacita para «ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa, y al mismo tiempo hacer una aplicación eficaz del Evangelio» (Mensaje para la XXIII Jornada mundial de la juventud, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de julio de 2007, p. 6).

Cuando era arzobispo de Munich-Freising, en una meditación sobre Pentecostés me inspiré en una película titulada Metempsicosis (Seelenwanderung)para explicar la acción del Espíritu Santo en un alma. Esa película narra la historia de dos pobres hombres que, por su bondad, no lograban triunfar en la vida. Un día, a uno de ellos se le ocurrió que, no teniendo otra cosa que vender, podía vender su alma. Se la compraron muy barata y la pusieron en una caja. Desde ese momento, con gran sorpresa suya, todo cambió en su vida. Logró un rápido ascenso, se hizo cada vez más rico, obtuvo grandes honores y, antes de su muerte, llegó a ser cónsul, con abundante dinero y bienes. Desde que se liberó de su alma ya no tuvo consideraciones ni humanidad. Actuó sin escrúpulos, preocupándose únicamente del lucro y del éxito. Para él el hombre ya no contaba nada. Él mismo ya no tenía alma. La película —concluí— demuestra de modo impresionante cómo detrás de la fachada del éxito se esconde a menudo una existencia vacía.

Aparentemente ese hombre no perdió nada, pero le faltaba el alma y así le faltaba todo. Es obvio —proseguí en esa meditación— que propiamente hablando el ser humano no puede desprenderse de su alma, dado que es ella la que lo convierte en persona. En cualquier caso, sigue siendo persona humana. Sin embargo, tiene la espantosa posibilidad de ser inhumano, de ser persona que vende y al mismo tiempo pierde su propia humanidad. La distancia entre una persona humana y un ser inhumano es inmensa, pero no se puede demostrar; es algo realmente esencial, pero aparentemente no tiene importancia (cf. Suchen, was droben ist. Meditationem das Jahr hindurch , LEV, 1985).

También el Espíritu Santo, que está en el origen de la creación y que gracias al misterio de la Pascua descendió abundantemente sobre María y los Apóstoles en el día de Pentecostés, no se manifiesta de forma evidente a los ojos externos. No se puede ver ni demostrar si penetra, o no penetra, en la persona; pero eso cambia y renueva toda la perspectiva de la existencia humana. El Espíritu Santo no cambia las situaciones exteriores de la vida, sino las interiores. En la tarde de Pascua, Jesús, al aparecerse a los discípulos, «sopló sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» (Jn 20,22).

De modo aún más evidente, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles el día de Pentecostés como ráfaga de viento impetuoso y en forma de lenguas de fuego. También esta tarde el Espíritu vendrá a nuestro corazón, para perdonarnos los pecados y renovarnos interiormente, revistiéndonos de una fuerza que también a nosotros, como a los Apóstoles, nos dará la audacia necesaria para anunciar que «Cristo murió y resucitó».

Así pues, queridos amigos, preparémonos con un sincero examen de conciencia para presentarnos a aquellos a quienes Cristo ha encomendado el ministerio de la reconciliación. Con corazón contrito confesemos nuestros pecados, proponiéndonos seriamente no volverlos a cometer y, sobre todo, seguir siempre el camino de la conversión. Así experimentaremos la auténtica alegría: la que deriva de la misericordia de Dios, se derrama en nuestro corazón y nos reconcilia con él.

Esta alegría es contagiosa. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» —reza el versículo bíblico elegido como tema de la XXIII Jornada mundial de la juventud— y seréis mis testigos" (Ac 1,8). Comunicad esta alegría que deriva de acoger los dones del Espíritu Santo, dando en vuestra vida testimonio de los frutos del Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (Ga 5,22-23). Así enumera san Pablo en la carta a los Gálatas estos frutos del Espíritu Santo.

Recordad siempre que sois «templo del Espíritu». Dejad que habite en vosotros y seguid dócilmente sus indicaciones, para contribuir a la edificación de la Iglesia (cf. 1Co 12,7) y descubrir cuál es la vocación a la que el Señor os llama. También hoy el mundo necesita sacerdotes, hombres y mujeres consagrados, parejas de esposos cristianos. Para responder a la vocación a través de uno de estos caminos, sed generosos; tratando de ser cristianos coherentes, buscad ayuda en el sacramento de la confesión y en la práctica de la dirección espiritual. De modo especial, abrid sinceramente vuestro corazón a Jesús, el Señor, para darle vuestro «sí» incondicional.

Queridos jóvenes, la ciudad de Roma está en vuestras manos. A vosotros corresponde embellecerla también espiritualmente con vuestro testimonio de vida vivida en gracia de Dios y lejos del pecado, realizando todo lo que el Espíritu Santo os llama a ser, en la Iglesia y en el mundo. Así haréis visible la gracia de la misericordia sobreabundante de Cristo, que brotó de su costado traspasado por nosotros en la cruz. El Señor Jesús nos lava de nuestros pecados, nos cura de nuestras culpas y nos fortalece para no sucumbir en la lucha contra el pecado y en el testimonio de su amor.

Hace veinticinco años, el siervo de Dios Juan Pablo II inauguró, no lejos de esta basílica, el Centro internacional juvenil San Lorenzo: una iniciativa espiritual que se sumaba a muchas otras ya activas en la diócesis de Roma, para favorecer la acogida a jóvenes, el intercambio de experiencias y de testimonios de fe, y sobre todo la oración que nos ayuda a descubrir el amor de Dios.

En esa ocasión, Juan Pablo II dijo: «El que se deje colmar de este amor —el amor de Dios— no puede seguir negando su culpa. La pérdida del sentido del pecado deriva en último análisis de otra pérdida más radical y secreta, la del sentido de Dios» (Homilía en la inauguración del Centro internacional juvenil San Lorenzo, 13 de marzo de 1983, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de abril de 1983, p. 9). Y añadió: «¿A dónde ir en este mundo, con el pecado y la culpa, sin la cruz? La cruz se carga con toda la miseria del mundo que nace del pecado. Y se manifiesta como signo de gracia. Acoge nuestra solidaridad y nos anima a sacrificarnos por los demás» (ib.).

Queridos jóvenes, que esta experiencia se renueve hoy para vosotros: en este momento mirad la cruz y acoged el amor de Dios, que se nos da en la cruz, por el Espíritu Santo, pues brota del costado traspasado del Señor. Como dijo el Papa Juan Pablo II, «transformaos también vosotros en redentores de los jóvenes del mundo» (ib.).

Divino Corazón de Jesús, del que brotaron sangre y agua como manantial de misericordia para nosotros, en ti confiamos. Amén.




Benedicto XVI Homilias 10208