Benedicto XVI Homilias 13038

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Plaza de San Pedro, XXIII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo 16 de marzo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Año tras año el pasaje evangélico del domingo de Ramos nos relata la entrada de Jesús en Jerusalén. Junto con sus discípulos y con una multitud creciente de peregrinos, había subido desde la llanura de Galilea hacia la ciudad santa. Como peldaños de esta subida, los evangelistas nos han transmitido tres anuncios de Jesús relativos a su Pasión, aludiendo así, al mismo tiempo, a la subida interior que se estaba realizando en esa peregrinación. Jesús está en camino hacia el templo, hacia el lugar donde Dios, como dice el Deuteronomio, había querido «fijar la morada» de su nombre (cf.
Dt 12,11 Dt 14,23).

El Dios que creó el cielo y la tierra se dio un nombre, se hizo invocable; más aún, se hizo casi palpable por los hombres. Ningún lugar puede contenerlo y, sin embargo, o precisamente por eso, él mismo se da un lugar y un nombre, para que él personalmente, el verdadero Dios, pueda ser venerado allí como Dios en medio de nosotros.

Por el relato sobre Jesús a la edad de doce años sabemos que amaba el templo como la casa de su Padre, como su casa paterna. Ahora, va de nuevo a ese templo, pero su recorrido va más allá: la última meta de su subida es la cruz. Es la subida que la carta a los Hebreos describe como la subida hacia una tienda no fabricada por mano de hombre, hasta la presencia de Dios. La subida hasta la presencia de Dios pasa por la cruz. Es la subida hacia «el amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios, el lugar definitivo del contacto entre Dios y el hombre.

Durante la entrada en Jerusalén, la gente rinde homenaje a Jesús como Hijo de David con las palabras del Salmo 118 de los peregrinos: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21,9). Después, llega al templo. Pero en el espacio donde debía realizarse el encuentro entre Dios y el hombre halla a vendedores de palomas y cambistas que ocupan con sus negocios el lugar de oración.

Ciertamente, los animales que se vendían allí estaban destinados a los sacrificios para inmolar en el templo. Y puesto que en el templo no se podían usar las monedas en las que estaban representados los emperadores romanos, que estaban en contraste con el Dios verdadero, era necesario cambiarlas por monedas que no tuvieran imágenes idolátricas. Pero todo esto se podía hacer en otro lugar: el espacio donde se hacía entonces debía ser, de acuerdo con su destino, el atrio de los paganos.

En efecto, el Dios de Israel era precisamente el único Dios de todos los pueblos. Y aunque los paganos no entraban, por decirlo así, en el interior de la Revelación, sin embargo en el atrio de la fe podían asociarse a la oración al único Dios. El Dios de Israel, el Dios de todos los hombres, siempre esperaba también su oración, su búsqueda, su invocación.

En cambio, entonces predominaban allí los negocios, legalizados por la autoridad competente que, a su vez, participaba en las ganancias de los mercaderes. Los vendedores actuaban correctamente según el ordenamiento vigente, pero el ordenamiento mismo estaba corrompido. «La codicia es idolatría», dice la carta a los Colosenses (cf. Col 3,5). Esta es la idolatría que Jesús encuentra y ante la cual cita a Isaías: «Mi casa será llamada casa de oración» (Mt 21,13 cf. Is 56,7), y a Jeremías: «Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de ladrones» (Mt 21,13 cf. Jr 7,11). Contra el orden mal interpretado Jesús, con su gesto profético, defiende el orden verdadero que se encuentra en la Ley y en los Profetas.

Todo esto también nos debe hacer pensar a los cristianos de hoy: ¿nuestra fe es lo suficientemente pura y abierta como para que, gracias a ella también los "paganos", las personas que hoy están en búsqueda y tienen sus interrogantes, puedan vislumbrar la luz del único Dios, se asocien en los atrios de la fe a nuestra oración y con sus interrogantes también ellas quizá se conviertan en adoradores? La convicción de que la codicia es idolatría, ¿llega también a nuestro corazón y a nuestro estilo de vida? ¿No dejamos entrar, de diversos modos, a los ídolos también en el mundo de nuestra fe? ¿Estamos dispuestos a dejarnos purificar continuamente por el Señor, permitiéndole arrojar de nosotros y de la Iglesia todo lo que es contrario a él?

Sin embargo, en la purificación del templo se trata de algo más que de la lucha contra los abusos. Se anuncia una nueva hora de la historia. Ahora está comenzando lo que Jesús había anunciado a la samaritana a propósito de su pregunta sobre la verdadera adoración: «Llega la hora —ya estamos en ella— en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4,23). Ha terminado el tiempo en el que a Dios se inmolaban animales. Desde siempre los sacrificios de animales habían sido sólo una sustitución, un gesto de nostalgia del verdadero modo de adorar a Dios.

Sobre la vida y la obra de Jesús, la carta a los Hebreos puso como lema una frase del salmo 40: «No quisiste sacrificio ni oblación; pero me has formado un cuerpo» (He 10,5). En lugar de los sacrificios cruentos y de las ofrendas de alimentos se pone el cuerpo de Cristo, se pone él mismo. Sólo «el amor hasta el extremo», sólo el amor que por los hombres se entrega totalmente a Dios, es el verdadero culto, el verdadero sacrificio. Adorar en espíritu y en verdad significa adorar en comunión con Aquel que es la verdad; adorar en comunión con su Cuerpo, en el que el Espíritu Santo nos reúne.

Los evangelistas nos relatan que, en el proceso contra Jesús, se presentaron falsos testigos y afirmaron que Jesús había dicho: «Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo» (Mt 26,61). Ante Cristo colgado de la cruz, algunos de los que se burlaban de él aluden a esas palabras, gritando: «Tú que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo» (Mt 27,40).

La versión exacta de las palabras, tal como salieron de labios de Jesús mismo, nos la transmitió san Juan en su relato de la purificación del templo. Ante la petición de un signo con el que Jesús debía legitimar esa acción, el Señor respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,18 s). San Juan añade que, recordando ese acontecimiento después de la Resurrección, los discípulos comprendieron que Jesús había hablado del templo de su cuerpo (cf. Jn 2,21 s).

No es Jesús quien destruye el templo; el templo es abandonado a su destrucción por la actitud de aquellos que, de lugar de encuentro de todos los pueblos con Dios, lo transformaron en «cueva de ladrones», en lugar de negocios. Pero, como siempre desde la caída de Adán, el fracaso de los hombres se convierte en ocasión para un esfuerzo aún mayor del amor de Dios en favor de nosotros.

La hora del templo de piedra, la hora de los sacrificios de animales, había quedado superada: si el Señor ahora expulsa a los mercaderes no sólo para impedir un abuso, sino también para indicar el nuevo modo de actuar de Dios. Se forma el nuevo templo: Jesucristo mismo, en el que el amor de Dios se derrama sobre los hombres. Él, en su vida, es el templo nuevo y vivo. Él, que pasó por la cruz y resucitó, es el espacio vivo de espíritu y vida, en el que se realiza la adoración correcta. Así, la purificación del templo, como culmen de la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, es al mismo tiempo el signo de la ruina inminente del edificio y de la promesa del nuevo templo; promesa del reino de la reconciliación y del amor que, en la comunión con Cristo, se instaura más allá de toda frontera.

Al final del relato del domingo de Ramos, tras la purificación del templo, san Mateo, cuyo evangelio escuchamos este año, refiere también dos pequeños hechos que tienen asimismo un carácter profético y nos aclaran una vez más la auténtica voluntad de Jesús. Inmediatamente después de las palabras de Jesús sobre la casa de oración de todos los pueblos, el evangelista continúa así: «En el templo se acercaron a él algunos ciegos y cojos, y los curó». Además, san Mateo nos dice que algunos niños repetían en el templo la aclamación que los peregrinos habían hecho a su entrada de la ciudad: «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mt 21,14 s).

Al comercio de animales y a los negocios con dinero Jesús contrapone su bondad sanadora. Es la verdadera purificación del templo. Él no viene para destruir; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes, a causa de su enfermedad, son impulsados a los extremos de su vida y al margen de la sociedad. Jesús muestra a Dios como el que ama, y su poder como el poder del amor. Así nos dice qué es lo que formará parte para siempre del verdadero culto a Dios: curar, servir, la bondad que sana.

Y están, además, los niños que rinden homenaje a Jesús como Hijo de David y exclaman «¡Hosanna!». Jesús había dicho a sus discípulos que, para entrar en el reino de Dios, deberían hacerse como niños. Él mismo, que abraza al mundo entero, se hizo niño para salir a nuestro encuentro, para llevarnos hacia Dios. Para reconocer a Dios debemos abandonar la soberbia que nos ciega, que quiere impulsarnos lejos de Dios, como si Dios fuera nuestro competidor. Para encontrar a Dios es necesario ser capaces de ver con el corazón. Debemos aprender a ver con un corazón de niño, con un corazón joven, al que los prejuicios no obstaculizan y los intereses no deslumbran. Así, en los niños que con ese corazón libre y abierto lo reconocen a él la Iglesia ha visto la imagen de los creyentes de todos los tiempos, su propia imagen.

Queridos amigos, ahora nos asociamos a la procesión de los jóvenes de entonces, una procesión que atraviesa toda la historia. Juntamente con los jóvenes de todo el mundo, vamos al encuentro de Jesús. Dejémonos guiar por él hacia Dios, para aprender de Dios mismo el modo correcto de ser hombres. Con él demos gracias a Dios porque con Jesús, el Hijo de David, nos ha dado un espacio de paz y de reconciliación que, con la sagrada Eucaristía, abraza al mundo. Invoquémoslo para que también nosotros lleguemos a ser con él, y a partir de él, mensajeros de su paz, adoradores en espíritu y en verdad, a fin de que en nosotros y a nuestro alrededor crezca su reino. Amén.




MISA EN SUFRAGIO DE MONS. PAULOS FARAJ RAHHO, ARZOBISPO DE MOSUL DE LOS CALDEOS

Capilla Redemptoris Mater, Lunes 17 de marzo de 2008

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Venerados y queridos hermanos:

Hemos entrado en la Semana santa llevando en el corazón el gran dolor de la trágica muerte del querido monseñor Paulos Faraj Rahho, arzobispo de Mosul de los caldeos. He querido ofrecer esta santa misa en sufragio por él, y os agradezco que hayáis acogido mi invitación a orar juntos por él.

Siento que en este momento están cercanos a nosotros el patriarca de Babilonia de los caldeos, cardenal Emmanuel III Delly, y los obispos de la amada Iglesia que sufre, cree y ora en Irak. A estos venerados hermanos en el episcopado, a sus sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles envío unas palabras especiales de saludo y de aliento, esperando que sepan encontrar en la fe la fuerza para no desalentarse en la difícil situación que están viviendo.

El contexto litúrgico en que nos encontramos es el más elocuente posible: son los días en que reviviremos los últimos momentos de la vida terrena de Jesús: horas dramáticas, impregnadas de amor y de temor, especialmente en el alma de los discípulos. Horas en las que se evidenció claramente el contraste entre la verdad y la mentira, entre la mansedumbre y la rectitud de Cristo y la violencia y el engaño de sus enemigos. Jesús sintió cómo se aproximaba la muerte violenta, notó cómo se estrechaba en torno a sí la trama de sus perseguidores. Experimentó la angustia y el temor, hasta la hora crucial de Getsemaní. Pero vivió todo esto inmerso en la comunión con el Padre y confortado por la "unción" del Espíritu Santo.

El pasaje evangélico de hoy nos recuerda la cena de Betania, que con la mirada llena de fe del discípulo Juan revela significados profundos. El gesto de María, de ungir los pies de Jesús con el ungüento precioso, se convierte en un acto extremo de amor agradecido con vistas a la sepultura del Maestro; y el perfume, que se difunde por toda la casa, es el símbolo de su caridad inmensa, de la belleza y bondad de su sacrificio, que llena la Iglesia.

Pienso en el santo crisma que ungió la frente de monseñor Rahho en el momento de su bautismo y de su confirmación; que ungió sus manos el día de la ordenación sacerdotal, y después también la cabeza y las manos cuando fue consagrado obispo. Pero pienso también en las muchas "unciones" de afecto filial, de amistad espiritual, de devoción que sus fieles reservaban a su persona, y que lo acompañaron en las terribles horas del secuestro y de la dolorosa prisión —a la que tal vez llegó ya herido—, hasta la agonía y la muerte. Hasta aquella sepultura indigna, donde se encontraron después sus restos mortales. Pero esas unciones, sacramentales y espirituales, eran prenda de resurrección, prenda de la vida verdadera y plena que el Señor Jesús vino a darnos.

La lectura del profeta Isaías nos ha presentado la figura del Siervo del Señor, en el primero de los cuatro "Cantos", en los que resaltan la mansedumbre y la fortaleza de este misterioso enviado de Dios, que se ha realizado plenamente en Jesucristo. El Siervo es presentado como aquel que "traerá el derecho", "proclamará el derecho", "establecerá el derecho", con una insistencia en este término que no puede pasar inadvertida. El Señor lo llamó "para la justicia" y él llevará a cabo esta misión universal con la fuerza no violenta de la verdad. En la pasión de Cristo vemos el cumplimiento de esta misión, cuando él, ante una condena injusta, da testimonio de la verdad, permaneciendo fiel a la ley del amor.

Por este mismo camino, monseñor Rahho tomó su cruz y siguió al Señor Jesús; así contribuyó a llevar el derecho a su martirizado país y al mundo entero, dando testimonio de la verdad. Fue un hombre de paz y de diálogo. Sé que tenía predilección especial por los pobres y los discapacitados, para cuya asistencia física y psíquica había fundado una asociación especial denominada "Farah wa Mahabba" ("Alegría y Caridad"), a la que había encomendado la tarea de valorar a estas personas y sostener a sus familias, muchas de las cuales habían aprendido de él a no ocultar a esos parientes y a ver en ellos a Cristo. Que su ejemplo sostenga a todos los iraquíes de buena voluntad, cristianos y musulmanes, para construir una convivencia pacífica, basada en la fraternidad humana y en el respeto recíproco.

Durante estos días, en profunda unidad con la comunidad caldea que está en Irak y en el extranjero, hemos llorado su muerte, y la forma inhumana en la que tuvo que concluir su vida terrena. Pero hoy, en esta eucaristía que ofrecemos por su alma consagrada, queremos dar gracias a Dios por todo el bien que hizo en él y a través de él. Y al mismo tiempo esperamos que, desde el cielo, interceda ante el Señor para obtener a los fieles de esa tierra tan probada el valor para seguir trabajando por un futuro mejor.

Quiera Dios que, del mismo modo que el amado arzobispo Paulos se entregó sin reservas al servicio de su pueblo, sus cristianos perseveren en el compromiso de la construcción de una sociedad pacífica y solidaria en el camino del progreso y de la paz. Confiamos estos deseos a la intercesión de la Virgen santísima, Madre del Verbo encarnado por la salvación de los hombres y, por ello, para todos Madre de la esperanza.




SOLEMNE MISA CRISMAL

Basílica de San Pedro, Jueves Santo 20 de marzo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Cada año la misa Crismal nos exhorta a volver a dar un «sí» a la llamada de Dios que pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal. «Adsum», «Heme aquí», dijimos, como respondió Isaías cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: «¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?» (
Is 6,8). Luego el Señor mismo, mediante las manos del obispo, nos impuso sus manos y nos consagramos a su misión. Sucesivamente hemos recorrido caminos diversos en el ámbito de su llamada. ¿Podemos afirmar siempre lo que escribió san Pablo a los Corintios después de años de arduo servicio al Evangelio marcado por sufrimientos de todo tipo: «No disminuye nuestro celo en el ministerio que, por misericordia de Dios, nos ha sido encomendado»? (cf. 2Co 4,1). «No disminuye nuestro celo». Pidamos hoy que se mantenga siempre encendido, que se alimente continuamente con la llama viva del Evangelio.

Al mismo tiempo, el Jueves santo nos brinda la ocasión de preguntarnos de nuevo: ¿A qué hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote de Jesucristo»? El Canon II de nuestro Misal, que probablemente fue redactado en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del ministerio sacerdotal con las palabras que usa el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18,5 Dt 18,7) para describir la esencia del sacerdocio del Antiguo Testamento: astare coram te et tibi ministrare.

Por tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: en primer lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro del Deuteronomio esa afirmación se debe entender en el contexto de la disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían ningún lote de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida diaria. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él.

La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la presencia de Dios y también un ministerio en representación de los demás. Del mismo modo que los demás cultivaban la tierra, de la que vivía también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía vivir con la mirada dirigida a él.

Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa inmediatamente después de la consagración de los dones, tras la entrada del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como centro de la vida sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión va más allá.

En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma introduce el Oficio de lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes rezaban durante la hora de la vigilia nocturna ante Dios y por los hombres—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el imperativo «arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más intenso». En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían como «los que están de pie». Estar de pie equivalía a vigilancia.

Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón podemos verlo también como expresión de la misión sacerdotal y como interpretación correcta de las palabras del Deuteronomio: el sacerdote tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De pie en el compromiso por el bien.

Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más profundo, hacerse cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se hace cargo de todos nosotros ante el Padre. Y debe ser hacerse cargo de él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe estar de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como refieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Ac 5,41).

Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II toma del texto del Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El sacerdote debe ser una persona recta, vigilante; una persona que está de pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del Antiguo Testamento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdotes correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por la Ley. Pero realizar las acciones del rito se consideraba como servicio, como un encargo de servicio. Así se explica con qué espíritu se debían llevar a cabo esas acciones.

Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta ese significado litúrgico del término, de acuerdo con la novedad del culto cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio.

Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada con participación interior. Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada liturgia en toda su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que llegue a ser el alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así, celebraremos del modo debido y será una realidad el ars celebrandi, el arte de celebrar.

En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una tarea central del sacerdote, eso significa también que la oración debe ser una realidad prioritaria que es preciso aprender sin cesar continuamente y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todos los tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es siempre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios, amarla y vivirla. Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a conocer a todas aquellas personas que él nos encomienda.

Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros.

Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa también obediencia. El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Con esas palabras, Jesús, en el huerto de los Olivos, resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído.

El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su voluntad y no la de Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de querer ser totalmente autónoma, de seguir sólo su propia voluntad y de considerar que sólo así seremos libres, que sólo gracias a esa libertad sin límites el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así nos ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos compartir nuestra libertad con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con ellos. Esta libertad compartida sólo puede ser libertad verdadera si con ella entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos en la voluntad de Dios.

Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser que no vive por sí mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él y su palabra, que no podemos idear por nuestra cuenta. Sólo anunciamos correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su Cuerpo. Nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con ella. También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a donde tú no quieras» (Jn 21,18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados, que puede ir contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza del amor de Dios.

«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo Sacerdote del mundo, confirió a estas palabras una profundidad antes inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, quiso convertirse en el Siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había previsto. Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso representar el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el gesto del amor hasta el extremo, lava nuestros pies sucios; con la humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia. Así nos permite convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera elevación del hombre se realiza ahora en nuestro subir con él y hacia él. Su elevación es la cruz. Es el abajamiento más profundo y, como amor llevado hasta el extremo, es a la vez el culmen de la elevación, la verdadera «elevación» del hombre.

«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de Siervo de Dios. Así, la Eucaristía como presencia del abajamiento y de la elevación de Cristo remite siempre, más allá de sí misma, a los múltiples modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor, en este día, el don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada: «Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6,8). Amén.


MISA «IN CENA DOMINI»

Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo 20 de marzo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (
Jn 13,1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.

San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres.

Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19,30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios.

En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia.

En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una especie de acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita.

En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. «Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado», dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15,3). Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día nos cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.

Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también sangre (cf. Jn 19,34 1Jn 5,6 1Jn 5,8).

Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6,51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.

Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.

Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con él.

Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del lavatorio de los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da.

Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus dones como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica del «amar juntos», quiere ser en nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros, al final del relato del lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El «mandamiento nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.

Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así no le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para el mandamiento nuevo.

En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer momento, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor. Esta inversión del orden, es decir, que el maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13,8), dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia. Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad, de grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza; que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.

Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas palabras misteriosas: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13,10). Jesús alude a un baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.

Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden? No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación, su abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.

Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.

Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión con Jesús en el banquete, necesitamos el «lavatorio de los pies». ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9).

Necesitamos el «lavatorio de los pies», necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso, necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el sacramento de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con él.

Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha el sacramentum convirtiéndolo en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.

La deuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las deudas que los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18,21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.

El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.



Benedicto XVI Homilias 13038