Benedicto XVI Homilias 20138

CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL

Basílica de San Pedro, Sábado Santo 22 de marzo de 2008

22038

Queridos hermanos y hermanas:

En su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (
Jn 14,28). Morir es partir. Aunque el cuerpo del difunto aún permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo (cf. Jn 13,36). Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es algo definitivo; no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su muerte: «Me voy y vuelvo a vuestro lado». Precisamente al irse, regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca.

En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un lugar determinado y a un tiempo determinado. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, por el amor podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Sin embargo, queda la barrera infranqueable de que somos diversos.

En cambio, Jesús, que por el acto de amor ha sido transformado totalmente, está libre de esas barreras y límites. No sólo es capaz de atravesar las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20,19). También puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. Cuando, en el día de su entrada solemne en Jerusalén, un grupo de griegos pidió verlo, Jesús respondió con la parábola del grano de trigo que, para dar mucho fruto, tiene que morir. De ese modo predijo su propio destino: no quería limitarse a hablar unos minutos con algunos griegos. A través de su cruz, de su partida, de su muerte como el grano de trigo, llegaría realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo y tocarlo por la fe.

Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado ayer, hoy y siempre. Él viene también hoy y abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió a san Pablo, que describe el proceso de su conversión y su bautismo con las palabras: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Con la llegada del Resucitado, san Pablo obtuvo una identidad nueva. Su yo cerrado se abrió. Ahora vive en comunión con Jesucristo en el gran yo de los creyentes que se han convertido —como él afirma— en «uno en Cristo» (Ga 3,28).

Queridos amigos, así se pone de manifiesto que las palabras misteriosas que pronunció Jesús en el Cenáculo ahora —mediante el bautismo— se hacen de nuevo presentes para vosotros. En el bautismo el Señor entra en vuestra vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros no estamos ya uno junto a otro o uno contra otro. Él atraviesa todas estas puertas. Esta es la realidad del bautismo: él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad; sí, sois uno con él y de este modo sois uno entre vosotros.

En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar la verdad de estas palabras. En realidad, las personas bautizadas y creyentes nunca son extrañas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también distancias históricas. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestra vida es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo; la lejanía ha sido superada, pues estamos unidos en el Señor (cf. Ep 2,13).

Esta naturaleza íntima del bautismo, como don de una nueva identidad, es representada por la Iglesia en el sacramento a través de elementos sensibles. El elemento fundamental del bautismo es el agua. En segundo lugar viene la luz, que en la liturgia de la Vigilia pascual destaca con gran eficacia. Reflexionemos brevemente sobre estos dos elementos.

En el último capítulo de la carta a los Hebreos se encuentra una afirmación sobre Cristo en la que el agua no aparece directamente, pero que, por su relación con el Antiguo Testamento, deja traslucir el misterio del agua y su sentido simbólico. Allí se lee: «El Dios de la paz hizo volver de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre de la alianza eterna» (cf. He 13,20). Esta frase guarda relación con unas palabras del libro de Isaías, en las que Moisés es calificado como el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. Is 63,11). Jesús se presenta ahora como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte.

En este contexto podemos recordar que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo. Luego, por providencia divina, fue sacado de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y así —salvado él mismo de las aguas de la muerte— pudo conducir a los demás haciéndolos pasar a través del mar de la muerte. Jesús descendió por nosotros a las aguas oscuras de la muerte. Pero, como nos dice la carta a los Hebreos, en virtud de su sangre fue arrancado de la muerte: su amor se unió al del Padre y así, desde la profundidad de la muerte, pudo subir a la vida. Ahora nos eleva de las aguas de la muerte a la vida verdadera.

Sí, esto es lo que ocurre en el bautismo: él nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida verdadera. Nos conduce por el mar de la historia, a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones y peligros frecuentemente corremos el riesgo de hundirnos. En el bautismo nos toma de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en la vida verdadera y justa. Apretemos su mano. Pase lo que pase, no soltemos su mano. Caminemos, pues, por la senda que conduce a la vida.

En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. San Gregorio de Tours, en el siglo IV, narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en ciertas partes, de tomar el fuego nuevo para la celebración de la Vigilia pascual directamente del sol a través de un cristal: así se recibía la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Se trata de un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra: la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas con respecto al hombre; qué somos y para qué existimos.

Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua, al bautismo se le llamaba también el sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos protegerla frente a todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz.

En las promesas bautismales, por decirlo así, encendemos nuevamente año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente. Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección, se ha manifestado el Rostro de Dios; que en él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra de verdad e ilumina nuestro corazón. Creo que en la comunión de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Al mismo tiempo esta luz es también fuego, fuerza de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar nuestro corazón, para que seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este mundo.

En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.

Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum: siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.

En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos sacramentos nos indica el itinerario correcto y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, llenos del fuego de tu amor. Amén



MISA EN SUFRAGIO DE JUAN PABLO II EN EL TERCER ANIVERSARIO DE SU MUERTE

Plaza de San Pedro, Miércoles 2 de abril de 2008

20408


Queridos hermanos y hermanas:

La fecha del 2 de abril ha quedado grabada en la memoria de la Iglesia como el día de la partida de este mundo del siervo de Dios Papa Juan Pablo II. Revivimos con emoción las horas de aquel sábado por la noche, cuando la gran multitud en oración que llenaba la plaza de San Pedro recibió la noticia de su muerte. Durante varios días la basílica vaticana y esta plaza fueron realmente el corazón del mundo. Un río ininterrumpido de peregrinos rindió homenaje a los restos mortales del venerado Pontífice y su funeral constituyó un testimonio ulterior de la estima y del afecto que había conquistado en el corazón de numerosísimos creyentes y personas de todas las partes de la tierra.

Como hace tres años, también hoy no ha pasado mucho tiempo desde la Pascua. El corazón de la Iglesia está aún profundamente inmerso en el misterio de la resurrección del Señor. En verdad, podemos leer toda la vida de mi amado predecesor, especialmente su ministerio petrino, bajo el signo de Cristo resucitado. Albergaba una fe extraordinaria en él, y con él mantenía una conversación íntima, singular e ininterrumpida.

En efecto, entre sus numerosas cualidades humanas y sobrenaturales tenía también la de una excepcional sensibilidad espiritual y mística. Bastaba observarlo cuando oraba: se sumergía literalmente en Dios y parecía que en aquellos momentos todo lo demás le resultaba ajeno. En las celebraciones litúrgicas estaba atento al misterio que se realizaba, con una notable capacidad de captar la elocuencia de la palabra de Dios en el devenir de la historia, en el nivel profundo del plan de Dios. La santa misa, como repetía a menudo, era para él el centro de cada jornada y de toda su vida. La realidad "viva y santa" de la Eucaristía le daba la energía espiritual para guiar al pueblo de Dios por el camino de la historia.

Juan Pablo II murió en la vigilia del segundo domingo de Pascua, cuando se iniciaba el "día que hizo el Señor". Su agonía se desarrolló enteramente dentro de este "día", en este espacio-tiempo nuevo que es el "octavo día", querido por la santísima Trinidad mediante la obra del Verbo encarnado, muerto y resucitado.

El Papa Juan Pablo II mostró repetidamente que ya desde antes, durante su vida, y especialmente en el desempeño de su misión de Sumo Pontífice, se encontraba inmerso de algún modo en esta dimensión espiritual. En efecto, su pontificado, en su conjunto y en muchos momentos específicos, se presenta como un signo y un testimonio de la resurrección de Cristo. El dinamismo pascual que hizo de la existencia de Juan Pablo II una respuesta total a la llamada del Señor no podía expresarse sin participación en los sufrimientos y en la muerte del divino Maestro y Redentor.

"Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él" (
2Tm 2,11-12). Desde niño, Karol Wojtyla había experimentado la verdad de estas palabras, encontrando la cruz a lo largo de su camino, en su familia y en su pueblo. Pronto decidió cargarla juntamente con Jesús, siguiendo sus huellas. Quiso ser su fiel servidor hasta acoger la llamada al sacerdocio como don y compromiso de toda la vida. Con él vivió y con él quiso también morir. Y todo ello a través de la singular mediación de María santísima, Madre de la Iglesia, Madre del Redentor, asociada de forma íntima y efectiva a su misterio salvífico de muerte y resurrección.

En esta reflexión evocativa nos guían las lecturas bíblicas que se acaban de proclamar: "¡No tengáis miedo!" (Mt 28,5). Las palabras del ángel de la resurrección, que acabamos de escuchar, dirigidas a las mujeres junto al sepulcro vacío, se convirtieron en una especie de lema en labios del Papa Juan Pablo II, desde el inicio solemne de su ministerio petrino. Las repitió muchas veces a la Iglesia y a la humanidad en camino hacia el año 2000, luego durante aquella meta histórica, y también después, en el alba del tercer milenio. Siempre las pronunció con inflexible firmeza, primero blandiendo el báculo pastoral que culmina en la cruz y luego, cuando sus energías físicas estaban decayendo, casi agarrándose a él, hasta aquel último Viernes santo en el que participó en el vía crucis desde su capilla privada estrechando la cruz entre sus brazos.

No podemos olvidar ese último y silencioso testimonio de amor a Jesús. También esa elocuente escena de sufrimiento humano y de fe, en aquel último Viernes santo, indicaba a los creyentes y al mundo el secreto de toda la vida cristiana. Su "¡No tengáis miedo!" no se apoyaba en las fuerzas humanas, ni en los éxitos obtenidos, sino solamente en la palabra de Dios, en la cruz y en la resurrección de Cristo.

Este abandono en Cristo se puso de manifiesto de un modo cada vez más evidente a medida que era despojado de todo, al final incluso de la palabra misma. Como aconteció a Jesús, también a Juan Pablo II, al final, las palabras dejaron su lugar al sacrificio extremo, al don de sí mismo. Y la muerte fue el sello de una existencia totalmente entregada a Cristo, configurada a él incluso físicamente por los rasgos del sufrimiento y del abandono confiado en los brazos del Padre celestial. Como atestiguan los que estuvieron cerca de él, sus últimas palabras fueron: "Dejad que vaya al Padre"; así culminaba una vida totalmente orientada a conocer y contemplar el rostro del Señor.

Venerados y queridos hermanos, os doy a todos las gracias por haberos unido a mí en esta santa misa de sufragio por el amado Juan Pablo II. Saludo en particular a los participantes en el primer Congreso mundial sobre la Misericordia divina, que comienza precisamente hoy, en el que se quiere profundizar su rico magisterio sobre este tema. Como dijo él mismo, la misericordia de Dios es una clave de lectura privilegiada de su pontificado. Quería que el mensaje del amor misericordioso de Dios llegara a todos los hombres y exhortaba a los fieles a ser sus testigos (cf. Homilía durante la consagración del santuario de la Misericordia divina en Cracovia-Lagiewniki, 17 de agosto de 2002: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4). Por eso quiso elevar al honor de los altares a sor Faustina Kowalska, humilde religiosa que por misterioso designio de Dios se convirtió en mensajera profética de la Misericordia divina.

El siervo de Dios Juan Pablo II había conocido y vivido personalmente las enormes tragedias del siglo XX, y durante mucho tiempo se preguntó qué podía detener la marea del mal. La única respuesta posible era el amor de Dios. En efecto, sólo la Misericordia divina puede poner un límite al mal; sólo el amor todopoderoso de Dios puede derrotar la prepotencia de los malvados y el poder destructor del egoísmo y del odio. Por eso, durante la última visita a Polonia, al volver a su tierra natal, dijo: "Fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (ib.).

Demos gracias al Señor por haber hecho a la Iglesia el don de este fiel y valiente servidor suyo. Alabemos y bendigamos a la santísima Virgen María por haber velado sin cesar sobre su persona y su ministerio, en beneficio del pueblo cristiano y de la humanidad entera. Y, a la vez que ofrecemos por su alma elegida el sacrificio redentor, le pedimos que continúe intercediendo desde el cielo por cada uno de nosotros, a los que la Providencia ha llamado a recoger su inestimable herencia espiritual, y por mí de modo especial.

Quiera Dios que la Iglesia, siguiendo sus enseñanzas y sus ejemplos, prosiga fielmente y sin componendas su misión evangelizadora, difundiendo incansablemente el amor misericordioso de Cristo, fuente de verdadera paz para el mundo entero. Amén.

Saludos


(En castellano)
Saludo con afecto a los fieles de lengua española aquí presentes, y les invito a seguir el ejemplo de fidelidad y amor a Cristo y a la Iglesia, que nos dejó como preciosa herencia el recordado Papa Juan Pablo II. Que Dios os bendiga"



MEMORIA DE LOS TESTIGOS DE LA FE DE LOS SIGLOS XX Y XXI - LITURGIA DE LA PALABRA

Basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina, Lunes 7 de abril de 2008

7048


Queridos hermanos y hermanas:

Este encuentro en la antigua basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina podemos considerarlo como una peregrinación a la memoria de los mártires del siglo XX, innumerables hombres y mujeres, conocidos y desconocidos, que, en el arco del siglo XX derramaron su sangre por el Señor. Una peregrinación guiada por la palabra de Dios, que como lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero (cf.
Ps 119,105), alumbra con su luz la vida de todos los creyentes.

Mi amado predecesor Juan Pablo II destinó este templo precisamente para ser lugar de la memoria de los mártires del siglo XX y lo encomendó a la Comunidad de San Egidio, que este año da gracias al Señor por el cuadragésimo aniversario de su fundación.

Saludo con afecto a los señores cardenales y a los obispos que han querido participar en esta liturgia. Saludo al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo al profesor Marco Impagliazzo, presidente de la Comunidad; al consiliario, mons. Matteo Zuppi, así como a mons. Vincenzo Paglia, obispo de Terni-Narni-Amelia.

En este lugar lleno de memorias nos preguntamos: ¿por qué nuestros hermanos mártires no buscaron salvar a toda costa el bien insustituible de la vida? ¿Por qué siguieron sirviendo a la Iglesia, a pesar de graves amenazas e intimidaciones? En esta basílica, donde se conservan las reliquias del apóstol san Bartolomé y donde se veneran los restos mortales de san Adalberto, resuena el elocuente testimonio de todos los que, no sólo durante el siglo XX, sino también desde los inicios de la Iglesia, viviendo el amor, entregaron su vida a Cristo en el martirio.

En el icono colocado sobre el altar mayor, que representa a algunos de estos testigos de la fe, destacan las palabras del Apocalipsis: «Esos son los que vienen de la gran tribulación» (Ap 7,14). El anciano que pregunta quiénes son y de dónde han venido los que están vestidos con vestiduras blancas, recibe como respuesta que esos son los que «han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7,14).

Es una respuesta extraña, a primera vista. Pero, en el lenguaje cifrado del vidente de Patmos, contiene una referencia precisa a la blanca llama del amor, que impulsó a Cristo a derramar su sangre por nosotros. En virtud de esa sangre hemos sido purificados. Sostenidos por esa llama, también los mártires derramaron su sangre y se purificaron en el amor: en el amor de Cristo que los hizo capaces de sacrificarse a su vez por amor.

Jesús dijo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Todo testigo de la fe vive este amor «mayor» y, a ejemplo del divino Maestro, está dispuesto a sacrificar su vida por el reino de Dios. De este modo, llega a ser amigo de Cristo; así se configura con él, aceptando el sacrificio hasta el extremo, sin poner límites al don del amor y al servicio de la fe.

Deteniéndonos ante los seis altares, que recuerdan a los cristianos caídos bajo la violencia totalitaria del comunismo y del nazismo, a los asesinados en América, en Asia y en Oceanía, en España y en México, en África, recorremos idealmente muchas historias dolorosas del siglo pasado. Muchos cayeron mientras cumplían la misión evangelizadora de la Iglesia: su sangre se mezcló con la de los cristianos autóctonos a los que se les había comunicado la fe. Otros, a menudo en situación de minoría, fueron asesinados por odio a la fe. Por último, no pocos se inmolaron por no abandonar a los necesitados, a los pobres, a los fieles que les habían sido encomendados, sin miedo a amenazas y peligros.

Son obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, y fieles laicos. Son muchos. El siervo de Dios Juan Pablo II, en la celebración ecuménica jubilar de los nuevos mártires, que tuvo lugar el 7 de mayo del año 2000 en el Coliseo, dijo que estos hermanos y hermanas nuestros en la fe constituyen un gran cuadro de la humanidad cristiana del siglo XX, un mural de las Bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre (cf. Homilía en la conmemoración de los mártires del siglo XX, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de mayo de 2000, p. 6). Y solía repetir que el testimonio de Cristo hasta el derramamiento de la sangre habla con voz más fuerte que las divisiones del pasado.

Es verdad. Aparentemente la violencia, los totalitarismos, la persecución y la brutalidad ciega parecen más fuertes, silenciando la voz de los testigos de la fe, que humanamente pueden parecer los derrotados de la historia. Pero Jesús resucitado ilumina su testimonio y así comprendemos el sentido del martirio. A este propósito Tertuliano afirma: «Plures efficimur quoties metimur a vobis: sanguis martyrum semen christianorum», «Nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» (Apol. 50, 13: CCL 1, 171).

En la derrota, en la humillación de quienes sufren a causa del Evangelio actúa una fuerza que el mundo no conoce: «Cuando soy débil —afirma el apóstol san Pablo—, entonces es cuando soy fuerte» (2Co 12,10). Es la fuerza del amor, inerme y victorioso incluso en la derrota aparente. Es la fuerza que desafía y vence a la muerte.

También este siglo XXI se ha iniciado con el signo del martirio. Cuando los cristianos son verdaderamente levadura, luz y sal de la tierra, se convierten como Jesús en objeto de persecuciones; como él son «signo de contradicción». La convivencia fraterna, el amor, la fe, las opciones en favor de los más pequeños y de los pobres, que marcan la existencia de la comunidad cristiana, suscitan a veces una aversión violenta. ¡Cuán útil es entonces contemplar el luminoso testimonio de quienes nos han precedido en el signo de una fidelidad heroica hasta el martirio! En esta antigua basílica, gracias al cuidado de la Comunidad de San Egidio, se conserva y venera la memoria de numerosos testigos de la fe caídos en tiempos recientes.

Queridos amigos de la Comunidad de San Egidio, contemplando a estos héroes de la fe, esforzaos por imitar también vosotros su valentía y perseverancia en el servicio al Evangelio, especialmente entre los pobres. Sed constructores de paz y de reconciliación entre quienes son enemigos o se combaten. Alimentad vuestra fe con la escucha y la meditación de la palabra de Dios, con la oración diaria, con la participación activa en la santa misa. La auténtica amistad con Cristo será la fuente de vuestro amor mutuo. Sostenidos por su Espíritu, podréis contribuir a construir un mundo más fraterno.

Que la Virgen santísima, Reina de los mártires, os sostenga y ayude a ser auténticos testigos de Cristo. Amén.


VIAJE APOSTÓLICO

A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

Y VISITA A LA SEDE

DE LA ORGANIZACIÓN DE LA NACIONES UNIDAS


SANTA MISA

Nationals Stadium de Washington, D.C. Jueves 17 de abril de 2008

17048
Queridos hermanos y hermanas en Cristo

“Paz a ustedes” (
Jn 20,19). Con estas palabras, las primeras que el Señor resucitado dirigió a sus discípulos, les saludo a todos en el júbilo de este tiempo pascual. Ante todo, doy gracias a Dios por la gracia de estar entre ustedes. Agradezco en particular al Arzobispo Wuerl por sus amables palabras de bienvenida.

Nuestra Misa de hoy retrotrae a la Iglesia en los Estados Unidos a sus raíces en el cercano Maryland y recuerda el 200 aniversario del primer capítulo de su considerable crecimiento: la división que hizo mi predecesor el Papa Pío VII de la Diócesis originaria de Baltimore y la instauración de las Diócesis de Boston, Bardstown, ahora Louisville, Nueva York y Filadelfia. Doscientos años después, la Iglesia en América tiene buenos motivos para alabar la capacidad de las generaciones pasadas de aglutinar grupos de inmigrantes muy diferentes en la unidad de la fe católica y en el esfuerzo común por difundir el Evangelio. Al mismo tiempo, la Comunidad católica en este País, consciente de su rica multiplicidad, ha apreciado cada vez más plenamente la importancia de que cada individuo y grupo aporte su propio don particular al conjunto. Ahora la Iglesia en los Estados Unidos está llamada a mirar hacia el futuro, firmemente arraigada en la fe transmitida por las generaciones anteriores y dispuesta a afrontar nuevos desafíos –desafíos no menos exigentes de los que afrontaron vuestros antepasados– con la esperanza que nace del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. (cf. Rm 5,5).

En el ejercicio de mi ministerio de Sucesor de Pietro, he venido a América para confirmaros, queridos hermanos y hermanas, en la fe de los Apóstoles (cf. Lc 22,32). He venido para proclamar de nuevo, como lo hizo san Pedro el día de Pentecostés, que Jesucristo es Señor y Mesías, resucitado de la muerte, sentado a la derecha del Padre en la gloria y constituido juez de vivos y muertos (cf. Ac 2,14 ss). He venido para reiterar la llamada urgente de los Apóstoles a la conversión para el perdón de los pecados y para implorar al Señor una nueva efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia en este País. Como hemos oído en este tiempo pascual, la Iglesia ha nacido de los dones del Espíritu Santo: el arrepentimiento y la fe en el Señor resucitado. Ella se ve impulsada por el mismo Espíritu en cada época a llevar la buena nueva de nuestra reconciliación con Dios en Cristo a hombres y a mujeres de toda raza, lengua y nación (cf. Ap 5,9).

Las lecturas de la Misa de hoy nos invitan a considerar el crecimiento de la Iglesia en América como un capítulo en la historia más grande de la expansión de la Iglesia después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. En estas lecturas vemos la unión inseparable entre el Señor resucitado y el don del Espíritu para el perdón de los pecados y el misterio de la Iglesia. Cristo ha constituido su Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles (cf. Ap 21,14), como comunidad estructurada visible, que es a la vez comunión espiritual, cuerpo místico animado por los múltiples dones del Espíritu y sacramento de salvación para toda la humanidad (cf. Lumen gentium LG 8). La Iglesia está llamada en todo tiempo y lugar a crecer en la unidad mediante una constante conversión a Cristo, cuya obra redentora es proclamada por los Sucesores de los Apóstoles y celebrada en los sacramentos. Por otro lado, esta unidad comporta una “expansión continua”, porque el Espíritu incita a los creyentes a proclamar “las grandes obras de Dios” y a invitar a todas las gentes a entrar en la comunidad de los salvados mediante la sangre de Cristo y que han recibido la vida nueva en su Espíritu.

Ruego también para que este aniversario significativo en la vida de la Iglesia en los Estados Unidos y la presencia del Sucesor de Pedro entre vosotros sean para todos los católicos una ocasión para reafirmar su unidad en la fe apostólica, para ofrecer a sus contemporáneos una razón convincente de la esperanza que los inspira (cf. 1P 3,15) y para renovar su celo misionero al servicio de la difusión del Reino de Dios.

El mundo necesita el testimonio. ¿Quién puede negar que el momento actual sea decisivo no sólo para la Iglesia en América, sino también para la sociedad en su conjunto? Es un tiempo lleno de grandes promesas, pues vemos cómo la familia humana se acomuna de diversos modos, haciéndose cada vez más interdependiente. Al mismo tiempo, sin embargo, percibimos signos evidentes de un quebrantamiento preocupante de los fundamentos mismos de la sociedad: signos de alienación, ira y contraposición en muchos contemporáneos nuestros; aumento de la violencia, debilitamiento del sentido moral, vulgaridad en las relaciones sociales y creciente olvido de Cristo y de Dios. También la Iglesia ve signos de grandes promesas en sus numerosas parroquias sólidas y en los movimientos vivaces, en el entusiasmo por la fe demostrada por muchos jóvenes, en el número de los que cada año abrazan la fe católica y en un interés cada vez más grande por la oración y por la catequesis. Pero, al mismo tiempo, percibe a menudo con dolor que hay división y contrastes en su seno, descubriendo también el hecho desconcertante de que tantos bautizados, en lugar de actuar como fermento espiritual en el mundo, se inclinan a adoptar actitudes contrarias a la verdad del Evangelio.

“Señor, manda tu Espíritu y renueva la faz de la tierra” (cf. Ps 104,30). Las palabras del Salmo responsorial de hoy son una plegaria que, siempre y en todo lugar, brota del corazón de la Iglesia. Nos recuerdan que el Espíritu Santo ha sido infundido como primicia de una nueva creación, de “cielos nuevos y tierra nueva” (cf. 2P 3,13 Ap 21,1) en los que reinará la paz de Dios y la familia humana será reconciliada en la justicia y en el amor. Hemos oído decir a san Pablo que toda la creación “gime” hasta a hoy, en espera de la verdadera libertad, que es el don de Dios para sus hijos (cf. Rm 8,21-22), una libertad que nos hace capaces de vivir conforme a su voluntad. Oremos hoy insistentemente para que la Iglesia en América sea renovada en este mismo Espíritu y ayudada en su misión de anunciar el Evangelio a un mundo que tiene nostalgia de una genuina libertad (cf. Jn 8,32), de una felicidad auténtica y del cumplimiento de sus aspiraciones más profundas.

Deseo en este momento dirigir una palabra particular de gratitud y estímulo a todos los que han acogido el desafío del Concilio Vaticano II, tantas veces repetido por el Papa Juan Pablo II, y han dedicado su vida a la nueva evangelización. Doy las gracias a mis hermanos Obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, a los padres, maestros y catequistas. La fidelidad y el valor con que la Iglesia en este País logrará afrontar los retos de una cultura cada vez más secularizada y materialista dependerá en gran parte de vuestra fidelidad personal al transmitir el tesoro de nuestra fe católica. Los jóvenes necesitan ser ayudados para discernir la vía que conduce a la verdadera libertad: la vía de una sincera y generosa imitación de Cristo, la vía de la entrega a la justicia y a la paz. Se ha progresado mucho en el desarrollo de programas sólidos para la catequesis, pero queda por hacer todavía mucho más para formar los corazones y las mentes de los jóvenes en el conocimiento y en el amor del Dios. Los desafíos que se nos presentan exigen una instrucción amplia y sana en la verdad de la fe. Pero requieren cultivar también un modo de pensar, una “cultura” intelectual que sea auténticamente católica, que confía en la armonía profunda entre fe y razón, y dispuesta a llevar la riqueza de la visión de la fe en contacto con las cuestiones urgentes que conciernen el futuro de la sociedad americana.

Queridos amigos, mi visita en los Estados Unidos quiere ser un testimonio de “Cristo, esperanza nuestra”. Los americanos han sido siempre un pueblo de esperanza: vuestros antepasados vinieron a este País con la expectativa de encontrar una nueva libertad y nuevas oportunidades, y la extensión de territorios inexplorados les inspiró la esperanza de poder empezar completamente de nuevo, creando una nueva nación sobre nuevos fundamentos. Ciertamente, ésta no ha sido la experiencia de todos los habitantes de este País; baste pensar en las injusticias sufridas por las poblaciones americanas nativas y de los que fueron traídos de África por la fuerza como esclavos. Pero la esperanza, la esperanza en el futuro, forma parte hondamente del carácter americano. Y la virtud cristiana de la esperanza –la esperanza derramada en nuestro corazón por el Espíritu Santo, la esperanza que purifica y endereza de modo sobrenatural nuestras aspiraciones orientándolas hacia el Señor y su plan de salvación–, esta esperanza ha caracterizado también y sigue caracterizando la vida de la comunidad católica en este País.

En el contexto de esta esperanza nacida del amor y de la fidelidad de Dios reconozco el dolor que ha sufrido la Iglesia en América como consecuencia del abuso sexual de menores. Ninguna palabra mía podría describir el dolor y el daño producido por dicho abuso. Es importante que se preste una cordial atención pastoral a los que han sufrido. Tampoco puedo expresar adecuadamente el daño que se ha hecho dentro de la comunidad de la Iglesia. Ya se han hecho grandes esfuerzos para afrontar de manera honesta y justa esta trágica situación y para asegurar que los niños –a los que nuestro Señor ama entrañablemente (cf. Mc 10,14), y que son nuestro tesoro más grande– puedan crecer en un ambiente seguro. Estos esfuerzos para proteger a los niños han de continuar. Ayer hablé de esto con vuestros Obispos. Hoy animo a cada uno de ustedes a hacer cuanto les sea posible para promover la recuperación y la reconciliación, y para ayudar a los que han sido dañados. Les pido también que estimen a sus sacerdotes y los reafirmen en el excelente trabajo que hacen. Y, sobre todo, oren para que el Espíritu Santo derrame sus dones sobre la Iglesia, los dones que llevan a la conversión, al perdón y el crecimiento en la santidad.

San Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, habla de una especie de oración que brota de las profundidades de nuestros corazones con suspiros que son demasiado profundos para expresarlos con palabras, con “gemidos” (Rm 8,26) inspirados por el Espíritu. Ésta es una oración que anhela, en medio de la tribulación, el cumplimiento de las promesas de Dios. Es una plegaria de esperanza inagotable, pero también de paciente perseverancia y, a veces, acompañada por el sufrimiento por la verdad. A través de esta plegaria participamos en el misterio de la misma debilidad y sufrimiento de Cristo, mientras confiamos firmemente en la victoria de su Cruz. Que la Iglesia en América, con esta oración, emprenda cada vez más el camino de la conversión y de la fidelidad al Evangelio. Y que todos los católicos experimenten el consuelo de la esperanza y los dones de la alegría y la fuerza infundidos por el Espíritu.

En el relato evangélico de hoy, el Señor resucitado otorga a los Apóstoles el don del Espíritu Santo y les concede la autoridad para perdonar los pecados. Mediante el poder invencible de la gracia de Cristo, confiado a frágiles ministros humanos, la Iglesia renace continuamente y se nos da a cada uno de nosotros la esperanza de un nuevo comienzo. Confiemos en el poder del Espíritu de inspirar conversión, curar cada herida, superar toda división y suscitar vida y libertades nuevas. ¡Cuánta necesidad tenemos de estos dones! ¡Y qué cerca los tenemos, particularmente en el Sacramento de la penitencia! La fuerza libertadora de este Sacramento, en el que nuestra sincera confesión del pecado encuentra la palabra misericordiosa de perdón y paz de parte de Dios, necesita ser redescubierta y ralea propia de cada católico. En gran parte la renovación de la Iglesia en América y en el mundo depende de la renovación de la regla de la penitencia y del crecimiento en la santidad: los dos es inspirado y realizadas por este Sacramento.

“En esperanza fuimos salvados” (Rm 8,24). Mientras la Iglesia en los Estados Unidos da gracias por las bendiciones de los doscientos años pasados, invito a ustedes, a sus familias y cada parroquia y comunidad religiosa a confiar en el poder de la gracia para crear un futuro prometedor para el Pueblo de Dios en este País. En el nombre del Señor Jesús les pido que eviten toda división y que trabajen con alegría para preparar vía para Él, fieles a su palabra y en constante conversión a su voluntad. Les exhorto, sobre todo, a seguir a siendo fermento de esperanza evangélica en la sociedad americana, con el fin de llevar la luz y la verdad del Evangelio en la tarea de crear un mundo cada vez más justo y libre para las generaciones futuras.

Quien tiene esperanza ha de vivir de otra manera (cf. Spe Salvi, ). Que ustedes, mediante sus plegarias, el testimonio de su fe y la fecundidad de su caridad, indiquen el camino hacia ese horizonte inmenso de esperanza que Dios está abriendo también hoy a su Iglesia, más aún, a toda la humanidad: la visión de un mundo reconciliado y renovado en Jesucristo, nuestro Salvador. A Él honor y gloria, ahora y siempre.

Amén.
* * *


Palabras del Santo Padre a los fieles de lengua española

Queridos hermanos y hermanas de lengua española:

Deseo saludarles con las mismas palabras que Cristo Resucitado dirigió a los apóstoles: “Paz a ustedes” (Jn 20,19). Que la alegría de saber que el Señor ha triunfado sobre la muerte y el pecado les ayude a ser, allá donde se encuentren, testigos de su amor y sembradores de la esperanza que Él vino a traernos y que jamás defrauda.

No se dejen vencer por el pesimismo, la inercia o los problemas. Antes bien, fieles a los compromisos que adquirieron en su bautismo, profundicen cada día en el conocimiento de Cristo y permitan que su corazón quede conquistado por su amor y por su perdón.

La Iglesia en los Estados Unidos, acogiendo en su seno a tantos de sus hijos emigrantes, ha ido creciendo gracias también a la vitalidad del testimonio de fe de los fieles de lengua española. Por eso, el Señor les llama a seguir contribuyendo al futuro de la Iglesia en este País y a la difusión del Evangelio. Sólo si están unidos a Cristo y entre ustedes, su testimonio evangelizador será creíble y florecerá en copiosos frutos de paz y reconciliación en medio de un mundo muchas veces marcado por divisiones y enfrentamientos.

La Iglesia espera mucho de ustedes. No la defrauden en su donación generosa. “Lo que han recibido gratis, denlo gratis” (Mt 10,8). Amén.




Benedicto XVI Homilias 20138