Benedicto XVI Homilias 17048

MISA VOTIVA POR LA IGLESIA UNIVERSAL

Catedral de San Patricio, Nueva York, Sábado 19 de abril de 2008

19048

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Saludo con gran afecto en el Señor a todos vosotros que representáis a los Obispos, sacerdotes y diáconos, a los hombres y mujeres de vida consagrada, y a los seminaristas de los Estados Unidos. Agradezco al Cardenal Egan la cordial bienvenida y felicitación que ha expresado en nombre vuestro, al inicio del cuarto año de mi Pontificado. Me alegra celebrar esta Misa con vosotros que habéis sido elegidos por el Señor, que habéis respondido a su llamado y que dedicáis vuestra vida a la búsqueda de la santidad, a la difusión del Evangelio y a la edificación de la Iglesia en la fe, en la esperanza y en el amor.

Reunidos en esta histórica catedral, ¿cómo no recordar a los innumerables hombres y mujeres que os han precedido, que han trabajado por el crecimiento de la Iglesia en los Estados Unidos, dejándonos un patrimonio duradero de fe y de obras buenas? En la primera lectura de hoy hemos visto cómo los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu Santo, salieron de la sala del piso superior para anunciar las grandes obras de Dios a personas de toda nación y lengua. En este país la misión de la Iglesia ha conllevado siempre atraer a la gente “de todas las naciones de la tierra” (
Ac 2,5) hacia una unidad espiritual enriqueciendo el Cuerpo de Cristo con la multiplicidad de sus dones. Al mismo tiempo que damos gracias por estas preciosas bendiciones del pasado y consideramos los desafíos del futuro, queremos implorar de Dios la gracia de un nuevo Pentecostés para la Iglesia en América. ¡Que desciendan sobre todos los presentes lenguas como de fuego, fundiendo el amor ardiente a Dios y al prójimo con el celo por la propagación del Reino de Dios!

En la segunda lectura de esta mañana san Pablo nos recuerda que la unidad espiritual – aquella unidad que reconcilia y enriquece la diversidad – tiene su origen y su modelo supremo en la vida del Dios uno y trino. La Trinidad, como comunión de amor y libertad infinita, hace nacer incesantemente la vida nueva en la obra de la creación y redención. La Iglesia, como “pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium LG 4), está llamada a proclamar el don de la vida, a proteger la vida y a promover una cultura de la vida. Aquí, en esta catedral, nuestro recuerdo se dirige naturalmente al testimonio heroico por el Evangelio de la vida, dado por los difuntos Cardenales Cooke y O’Connor. La proclamación de la vida, de la vida abundante, debe ser el centro de la nueva evangelización. Pues la verdadera vida – nuestra salvación – se encuentra sólo en la reconciliación, en la libertad y en el amor que son dones gratuitos de Dios.

Éste es el mensaje de esperanza que estamos llamados a anunciar y encarnar en un mundo en el que egocentrismo, avidez, violencia y cinismo parecen sofocar muy a menudo el crecimiento frágil de la gracia en el corazón de la gente. San Ireneo comprendió con gran profundidad que la exhortación de Moisés al pueblo de Israel: “Elige la vida” (Dt 30,19) era la razón más profunda para nuestra obediencia a todos los mandamientos de Dios (cf. Adv. Haer. IV, 16, 2-5). Quizás hemos perdido de vista que en una sociedad en la que la Iglesia parece a muchos que es legalista e “institucional”, nuestro desafío más urgente es comunicar la alegría que nace de la fe y de la experiencia del amor de Dios.

Soy particularmente feliz que nos hayamos reunido en la catedral de San Patricio. Este lugar, quizás más que cualquier otro templo de Estados Unidos, es conocido y amado como “una casa de oración para todos los pueblos” (cf. Is 56,7 Mc 11,17). Cada día miles de hombres, mujeres y niños entran por sus puertas y encuentran la paz dentro de sus muros. El Arzobispo John Hughes –como nos ha recordado el Cardenal Egan– fue el promotor de la construcción de este venerable edificio; quiso erigirlo en puro estilo gótico. Quería que esta catedral recordase a la joven Iglesia en América la gran tradición espiritual de la que era heredera, y que la inspirase a llevar lo mejor de este patrimonio en la edificación del Cuerpo de Cristo en este país. Quisiera llamar vuestra atención sobre algunos aspectos de esta bellísima estructura, que me parece que puede servir como punto de partida para una reflexión sobre nuestras vocaciones particulares dentro de la unidad del Cuerpo místico.

El primer aspecto se refiere a los ventanales con vidrieras historiadas que inundan el ambiente interior con una luz mística. Vistos desde fuera, estos ventanales parecen oscuros, recargados y hasta lúgubres. Pero cuando se entra en el templo, de improviso toman vida; al reflejar la luz que las atraviesa revelan todo su esplendor. Muchos escritores –aquí en América podemos recordar a Nathaniel Hawthorne– han usado la imagen de estas vidrieras historiada para ilustrar el misterio de la Iglesia misma. Solamente desde dentro, desde la experiencia de fe y de vida eclesial, es como vemos a la Iglesia tal como es verdaderamente: llena de gracia, esplendorosa por su belleza, adornada por múltiples dones del Espíritu. Una consecuencia de esto es que nosotros, que vivimos la vida de gracia en la comunión de la Iglesia, estamos llamados a atraer dentro de este misterio de luz a toda la gente.

No es un cometido fácil en un mundo que es propenso a mirar “desde fuera” a la Iglesia, igual que a aquellos ventanales: un mundo que siente profundamente una necesidad espiritual, pero que encuentra difícil “entrar en el” misterio de la Iglesia. También para algunos de nosotros, desde dentro, la luz de la fe puede amortiguarse por la rutina y el esplendor de la Iglesia puede ofuscarse por los pecados y las debilidades de sus miembros. La ofuscación puede originarse por los obstáculos encontrados en una sociedad que, a veces, parece haber olvidado a Dios e irritarse ante las exigencias más elementales de la moral cristiana. Vosotros, que habéis consagrado vuestra vida para dar testimonio del amor de Cristo y para la edificación de su Cuerpo, sabéis por vuestro contacto diario con el mundo que nos rodea, cuantas veces se siente la tentación de ceder a la frustración, a la desilusión e incluso al pesimismo sobre el futuro. En una palabra: no siempre es fácil ver la luz del Espíritu a nuestro alrededor, el esplendor del Señor resucitado que ilumina nuestra vida e infunde nueva esperanza en su victoria sobre el mundo (cf. Jn 16,33).

Sin embargo, la palabra de Dios nos recuerda que, en la fe, vemos los cielos abiertos y la gracia del Espíritu Santo que ilumina a la Iglesia y que lleva una esperanza segura a nuestro mundo. “Señor, Dios mío”, canta el salmista, “envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (Ps 104,30). Estas palabras evocan la primera creación, cuando “el Aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gn 1,2). Y ellas impulsan nuestra mirada hacia la nueva creación, hacia Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles e instauró la Iglesia como primicia de la humanidad redimida (cf. Jn 20,22-23). Estas palabras nos invitan a una fe cada vez más profunda en la potencia infinita de Dios, que transforma toda situación humana, crea vida desde la muerte e ilumina también la noche más oscura. Y nos hacen pensar en otra bellísima frase de san Ireneo: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia” (Adv. Haer. III, 24,1).

Esto me lleva a otra reflexión sobre la arquitectura de este templo. Como todas las catedrales góticas, tiene una estructura muy compleja, cuyas proporciones precisas y armoniosas simbolizan la unidad de la creación de Dios. Los artistas medievales a menudo representaban a Cristo, la Palabra creadora de Dios, como un “aparejador” celestial con el compás en mano, que ordena el cosmos con infinita sabiduría y determinación. Esta imagen, ¿no nos hace pensar quizás en la necesidad de ver todas las cosas con los ojos de la fe para, de este modo, poder comprenderlas en su perspectiva más auténtica, en la unidad del plan eterno de Dios? Esto requiere, como sabemos, una continua conversión y el esfuerzo de “renovarnos en el espíritu de nuestra mente” (cf. Ep 4,23) para conseguir una mentalidad nueva y espiritual. Exige también el desarrollo de aquellas virtudes que hacen a cada uno de nosotros capaz de crecer en santidad y dar frutos espirituales en el propio estado de vida. Esta constante conversión “intelectual”, ¿acaso no es tan necesaria como la conversión “moral” para nuestro crecimiento en la fe, para nuestro discernimiento de los signos de los tiempos y para nuestra aportación personal a la vida y misión de la Iglesia?

Una de las grandes desilusiones que siguieron al Concilio Vaticano II, con su exhortación a un mayor compromiso en la misión de la Iglesia para el mundo, pienso que haya sido para todos nosotros la experiencia de división entre diferentes grupos, distintas generaciones y diversos miembros de la misma familia religiosa. ¡Podemos avanzar sólo si fijamos juntos nuestra mirada en Cristo! Con la luz de la fe descubriremos entonces la sabiduría y la fuerza necesarias para abrirnos hacia puntos de vista que no siempre coinciden del todo con nuestras ideas o nuestras suposiciones. Así podemos valorar los puntos de vista de otros, ya sean más jóvenes o más ancianos que nosotros, y escuchar por fin “lo que el Espíritu nos dice” a nosotros y a la Iglesia (cf. Ap 2,7). De este modo caminaremos juntos hacia la verdadera renovación espiritual que quería el Concilio, la única renovación que puede reforzar la Iglesia en la santidad y en la unidad indispensable para la proclamación eficaz del Evangelio en el mundo de hoy.

¿No ha sido quizás esta unidad de visión y de intentos –basada en la fe y en el espíritu de continua conversión y sacrificio personal– el secreto del crecimiento sorprendente de la Iglesia en este país? Basta pensar en la obra extraordinaria de aquel sacerdote americano ejemplar, el venerable Michael McGivney, cuya visión y celo le llevaron a la fundación de los Caballeros de Colón, o en la herencia espiritual de generaciones de religiosas, religiosos y sacerdotes que, silenciosamente, han dedicado su vida al servicio del pueblo de Dios en innumerables escuelas, hospitales y parroquias.

Aquí, en el contexto de nuestra necesidad de una perspectiva fundamentada en la fe, y de unidad y colaboración en el trabajo de edificación de la Iglesia, querría decir unas palabras sobre los abusos sexuales que han causado tantos sufrimientos. Ya he tenido ocasión de hablar de esto y del consiguiente daño para la comunidad de los fieles. Ahora deseo expresaros sencillamente, queridos sacerdotes y religiosos, mi cercanía espiritual, al mismo tiempo que tratáis de responder con esperanza cristiana a los continuos desafíos surgidos por esta situación. Me siento unido a vosotros rezando para que éste sea un tiempo de purificación para cada uno y para cada Iglesia y comunidad religiosa, y también un tiempo de sanación. Os animo también a colaborar con vuestros Obispos, que siguen trabajando eficazmente para resolver este problema. Que nuestro Señor Jesucristo conceda a la Iglesia en América un renovado sentido de unidad y decisión, mientras todos –Obispos, clero, religiosos, religiosas y laicos– caminan en la esperanza y en el amor recíproco y para la verdad.

Queridos amigos, estas consideraciones me llevan a una última observación sobre esta gran catedral en la que nos encontramos. La unidad de una catedral gótica, es sabido, no es la unidad estática de un templo clásico, sino una unidad nacida de la tensión dinámica de diferentes fuerzas que empujan la arquitectura hacia arriba, orientándola hacia el cielo. Aquí podemos ver también un símbolo de la unidad de la Iglesia que es –como nos ha dicho san Pablo– unidad de un cuerpo vivo compuesto por muchos elementos diferentes, cada uno con su propia función y su propia determinación. Aquí vemos también la necesidad de reconocer y respetar los dones de cada miembro del cuerpo como “manifestación del Espíritu para provecho común” (1Co 12,7). Ciertamente, en la estructura de la Iglesia querida por Dios se ha de distinguir entre los dones jerárquicos y los carismáticos (cf. Lumen gentium LG 4). Pero precisamente la variedad y riqueza de las gracias concedidas por el Espíritu nos invitan constantemente a discernir cómo estos dones tienen que ser insertados correctamente en el servicio de la misión de la Iglesia. Vosotros, queridos sacerdotes, por medio de la ordenación sacramental, habéis sido conformados con Cristo, Cabeza del Cuerpo. Vosotros, queridos diáconos, habéis sido ordenados para el servicio de este Cuerpo. Vosotros, queridos religiosos y religiosas, tanto los contemplativos como los dedicados al apostolado, habéis consagrado vuestra vida a seguir al divino Maestro en el amor generoso y en plena fidelidad a su Evangelio. Todos vosotros que hoy llenáis esta catedral, así como vuestros hermanos y hermanas ancianos, enfermos o jubilados que ofrecen sus oraciones y sus sacrificios para vuestro trabajo, estáis llamados a ser fuerzas de unidad dentro del Cuerpo de Cristo. A través de vuestro testimonio personal y de vuestra fidelidad al ministerio o al apostolado que se os ha confiado preparáis el camino al Espíritu. Ya que el Espíritu nunca deja de derramar sus abundantes dones, suscitar nuevas vocaciones y nuevas misiones, y de dirigir a la Iglesia –como el Señor ha prometido en el fragmento evangélico de esta mañana– hacia la verdad plena (cf. Jn 16,13).

¡Dirijamos, pues, nuestra mirada hacia arriba! Y con gran humildad y confianza pidamos al Espíritu que cada día nos haga capaces de crecer en la santidad que nos hará piedras vivas del templo que Él está levantando justamente ahora en el mundo. Si tenemos que ser auténticas fuerzas de unidad, ¡esforcémonos entonces en ser los primeros en buscar una reconciliación interior a través de la penitencia! ¡Perdonemos las ofensas padecidas y dominemos todo sentimiento de rabia y de enfrentamiento! ¡Esforcémonos en ser los primeros en demostrar la humildad y la pureza de corazón necesarias para acercarnos al esplendor de la verdad de Dios! En fidelidad al depósito de la fe confiado a los Apóstoles (cf. 1Tm 6,20), ¡esforcémonos en ser testigos alegres de la fuerza transformadora del Evangelio!

¡Queridos hermanos y hermanas, de acuerdo con las tradiciones más nobles de la Iglesia en este país, sed también los primeros amigos del pobre, del prófugo, del extranjero, del enfermo y de todos los que sufren! ¡Actuad como faros de esperanza, irradiando la luz de Cristo en el mundo y animando a los jóvenes a descubrir la belleza de una vida entregada enteramente al Señor y a su Iglesia! Dirijo este llamado de modo especial a los numerosos seminaristas y jóvenes religiosas y religiosos aquí presentes. Cada uno de vosotros tiene un lugar particular en mi corazón. No olvidéis nunca que estáis llamados a llevar adelante, con todo el entusiasmo y la alegría que os da el Espíritu, una obra que otros han empezado, un patrimonio que un día vosotros tendréis que pasar también a una nueva generación. ¡Trabajad con generosidad y alegría, porque Aquél a quien servís es el Señor!

Las agujas de las torres de la catedral de san Patricio han sido muy superadas por los rascacielos del tipo de Manhattan; sin embargo, en el corazón de esta metrópoli ajetreada ellas son un signo vivo que recuerda la constante nostalgia del espíritu humano de elevarse hacia Dios. En esta Celebración eucarística queremos dar gracias al Señor porque nos permite reconocerlo en la comunión de la Iglesia y colaborar con Él, edificando su Cuerpo místico y llevando su palabra salvadora como buena nueva a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y después, cuando salgamos de este gran templo, caminemos como mensajeros de la esperanza en medio de esta ciudad y en todos aquellos lugares donde nos ha puesto la gracia de Dios. De este modo la Iglesia en América conocerá una nueva primavera en el Espíritu e indicará el camino hacia aquella otra ciudad más grande, la nueva Jerusalén, cuya luz es el Cordero (cf. Ap 21,23). Por esto Dios está preparando también ahora un banquete de alegría y de vida infinitas para todos los pueblos. Amén


Palabras improvisadas del Santo Padre al final de la celebración de la Santa Misa

En este momento no me queda más que agradecerles su amor a la Iglesia y a Nuestro Señor; agradecerles que también ofrezcan su amor al pobre Sucesor de San Pedro. Intentaré hacer todo lo posible para ser un digno sucesor de este gran Apóstol, el cual era también un hombre con sus defectos y sus pecados, pero que al final sigue siendo la roca de la Iglesia. Con toda mi pobreza espiritual, también yo puedo ser ahora, por gracia del Señor, el Sucesor de Pedro. Ciertamente las plegarias y el amor de ustedes son lo que me da la certeza de que el Señor me ayudará en mi ministerio. Les agradezco profundamente, pues, su amor, sus oraciones. En este momento, mi respuesta a todo lo que me han dado durante mi visita es la bendición que ahora les imparto al final de esta hermosa Celebración.


CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Yankee Stadium, Bronx, Nueva York V Domingo de Pascua 20 de abril de 2008

20048

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús dice a sus Apóstoles que tengan fe en Él, porque Él es “el camino, la verdad y la vida” (
Jn 14,6). Cristo es el camino que conduce al Padre, la verdad que da sentido a la existencia humana, y la fuente de esa vida que es alegría eterna con todos los Santos en el Reino de los cielos. Acojamos estas palabras del Señor. Renovemos nuestra fe en Él y pongamos nuestra esperanza en sus promesas.

Con esta invitación a perseverar en la fe de Pedro (cf. Lc 22,32 Mt 16,17), les saludo a todos con gran afecto. Agradezco al Señor Cardenal Egan las cordiales palabras de bienvenida que ha pronunciado en vuestro nombre. En esta Misa, la Iglesia que peregrina en los Estados Unidos celebra el Bicentenario de la creación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville por la desmembración de la sede madre de Baltimore. La presencia, en torno a este altar, del Sucesor de Pedro, de sus Hermanos Obispos y sacerdotes, de los diáconos, de los consagrados y consagradas, así como de los fieles laicos procedentes de los cincuenta Estados de la Unión, manifiesta de forma elocuente nuestra comunión en la fe católica que nos llegó de los Apóstoles.

La celebración de hoy es también un signo del crecimiento impresionante que Dios ha concedido a la Iglesia en vuestro País en los pasados doscientos años. A partir de un pequeño rebaño, como el descrito en la primera lectura, la Iglesia en América ha sido edificada en la fidelidad a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. En esta tierra de libertad y oportunidades, la Iglesia ha unido rebaños muy diversos en la profesión de fe y, a través de sus muchas obras educativas, caritativas y sociales, también ha contribuido de modo significativo al crecimiento de la sociedad americana en su conjunto.

Este gran resultado no ha estado exento de retos. La primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de las tensiones lingüísticas y culturales que había en la primitiva comunidad eclesial. Al mismo tiempo, muestra el poder de la Palabra de Dios, proclamada autorizadamente por los Apóstoles y acogida en la fe, para crear una unidad capaz de ir más allá de las divisiones que provienen de los límites y debilidades humanas. Se nos recuerda aquí una verdad fundamental: que la unidad de la Iglesia no tiene más fundamento que la Palabra de Dios, hecha carne en Cristo Jesús, Nuestro Señor. Todos los signos externos de identidad, todas las estructuras, asociaciones o programas, por válidos o incluso esenciales que sean, existen en último término únicamente para sostener y favorecer una unidad más profunda que, en Cristo, es un don indefectible de Dios a su Iglesia.

La primera lectura muestra además, como vemos en la imposición de manos sobre los primeros diáconos, que la unidad de la Iglesia es “apostólica”, es decir, una unidad visible fundada sobre los Apóstoles, que Cristo eligió y constituyó como testigos de su resurrección, y nacida de lo que la Escritura denomina “la obediencia de la fe” (Rm 1,5 Ac 6,7).

“Autoridad”… “obediencia”. Siendo francos, estas palabras no se pronuncian hoy fácilmente. Palabras como éstas representan “una piedra de tropiezo” para muchos de nuestros contemporáneos, especialmente en una sociedad que justamente da mucho valor a la libertad personal. Y, sin embargo, a la luz de nuestra fe en Cristo, “el camino, la verdad y la vida”, alcanzamos a ver el sentido más pleno, el valor e incluso la belleza de tales palabras. El Evangelio nos enseña que la auténtica libertad, la libertad de los hijos de Dios, se encuentra sólo en la renuncia al propio yo, que es parte del misterio del amor. Sólo perdiendo la propia vida, como nos dice el Señor, nos encontramos realmente a nosotros mismos (cf. Lc 17,33). La verdadera libertad florece cuando nos alejamos del yugo del pecado, que nubla nuestra percepción y debilita nuestra determinación, y ve la fuente de nuestra felicidad definitiva en Él, que es amor infinito, libertad infinita, vida sin fin. “En su voluntad está nuestra paz”.

Por tanto, la verdadera libertad es un don gratuito de Dios, fruto de la conversión a su verdad, a la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Y dicha libertad en la verdad lleva consigo un modo nuevo y liberador de ver la realidad. Cuando nos identificamos con “la mente de Cristo” (cf. Ph 2,5), se nos abren nuevos horizontes. A la luz de la fe, en la comunión de la Iglesia, encontramos también la inspiración y la fuerza para llegar a ser fermento del Evangelio en este mundo. Llegamos a ser luz del mundo, sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14), encargados del “apostolado” de conformar nuestras vidas y el mundo en que vivimos cada vez más plenamente con el plan salvador de Dios.

La magnífica visión de un mundo transformado por la verdad liberadora del Evangelio queda reflejada en la descripción de la Iglesia que encontramos en la segunda lectura de hoy. El Apóstol nos dice que Cristo, resucitado de entre los muertos, es la piedra angular de un gran templo que también ahora se está edificando en el Espíritu. Y nosotros, miembros de su cuerpo, nos hacemos por el Bautismo “piedras vivas” de ese templo, participando por la gracia en la vida de Dios, bendecidos con la libertad de los hijos de Dios, y capaces de ofrecer sacrificios espirituales agradables a él (cf. 1P 2,5). ¿Qué otra ofrenda estamos llamados a realizar, sino la de dirigir todo pensamiento, palabra o acción a la verdad del Evangelio, o a dedicar toda nuestra energía al servicio del Reino de Dios? Sólo así podemos construir con Dios, sobre el cimiento que es Cristo (cf. 1Co 3,11). Sólo así podemos edificar algo que sea realmente duradero. Sólo así nuestra vida encuentra el significado último y da frutos perdurables.

Hoy recordamos doscientos años de un momento crucial la historia de la Iglesia en los Estados Unidos: su primer gran fase de crecimiento. En estos doscientos años, el rostro de la comunidad católica en vuestro País ha cambiado considerablemente. Pensemos en las continuas oleadas de emigrantes, cuyas tradiciones han enriquecido mucho a la Iglesia en América. Pensemos en la recia fe que edificó la cadena de Iglesias, instituciones educativas, sanitarias y sociales, que desde hace mucho tiempo son el emblema distintivo de la Iglesia en este territorio. Pensemos también en los innumerables padres y madres que han transmitido la fe a sus hijos, en el ministerio cotidiano de muchos sacerdotes que han gastado su vida en el cuidado de las almas, en la contribución incalculable de tantos consagrados y consagradas, quienes no sólo han enseñado a los niños a leer y escribir, sino que también les han inculcado para toda la vida un deseo de conocer, amar y servir a Dios. Cuántos “sacrificios espirituales agradables a Dios” se han ofrecido en los dos siglos transcurridos. En esta tierra de libertad religiosa, los católicos han encontrado no sólo la libertad para practicar su fe, sino también para participar plenamente en la vida civil, llevando consigo sus convicciones morales a la esfera pública, cooperando con sus vecinos a forjar una vibrante sociedad democrática. La celebración actual es algo más que una ocasión de gratitud por las gracias recibidas: es una invitación para proseguir con la firme determinación de usar sabiamente la bendición de la libertad, con el fin de edificar un futuro de esperanza para las generaciones futuras.

“Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que les llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1P 2,9). Estas palabras del Apóstol Pedro no sólo nos recuerdan la dignidad que por gracia de Dios tenemos, sino que también entrañan un desafío y una fidelidad cada vez más grande a la herencia gloriosa recibida en Cristo (cf. Ep 1,18). Nos retan a examinar nuestras conciencias, a purificar nuestros corazones, a renovar nuestro compromiso bautismal de rechazar a Satanás y todas sus promesas vacías. Nos retan a ser un pueblo de la alegría, heraldos de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) nacida de la fe en la Palabra de Dios y de la confianza en sus promesas.

En esta tierra, ustedes y muchos de sus vecinos rezan todos los días al Padre con las palabras del Señor: “Venga tu Reino”. Esta plegaria debe forjar la mente y el corazón de todo cristiano de esta Nación. Debe dar fruto en el modo en que ustedes viven su esperanza y en la manera en que construyen su familia y su comunidad. Debe crear nuevos “lugares de esperanza” (cf. Spe salvi, ss) en los que el Reino de Dios se haga presente con todo su poder salvador.

Además, rezar con fervor por la venida del Reino significa estar constantemente atentos a los signos de su presencia, trabajando para que crezca en cada sector de la sociedad. Esto quiere decir afrontar los desafíos del presente y del futuro confiados en la victoria de Cristo y comprometiéndose en extender su Reino. Comporta no perder la confianza ante resistencias, adversidades o escándalos. Significa superar toda separación entre fe y vida, oponiéndose a los falsos evangelios de libertad y felicidad. Quiere decir, además, rechazar la falsa dicotomía entre la fe y la vida política, pues, como ha afirmado el Concilio Vaticano II, “ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios” (Lumen gentium LG 36). Esto quiere decir esforzarse para enriquecer la sociedad y la cultura americanas con la belleza y la verdad del Evangelio, sin perder jamás de vista esa gran esperanza que da sentido y valor a todas las otras esperanzas que inspiran nuestra vida.

Queridos amigos, éste es el reto que os presenta hoy el Sucesor de Pedro. Como “raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada”, sigan con fidelidad las huellas de quienes les han precedido. Apresuren la venida del Reino en esta tierra. Las generaciones pasadas les han legado una herencia extraordinaria. También en nuestros días la comunidad católica de esta Nación ha destacado en su testimonio profético en defensa de la vida, en la educación de los jóvenes, en la atención a los pobres, enfermos o extranjeros que viven entre ustedes. También hoy el futuro de la Iglesia en América debe comenzar a elevarse partiendo de estas bases sólidas.

Ayer, no lejos de aquí, me ha conmovido la alegría, la esperanza y el amor generoso a Cristo que he visto en el rostro de tantos jóvenes congregados en Dunwoodie. Ellos son el futuro de la Iglesia y merecen nuestras oraciones y todo el apoyo que podamos darles. Por eso, deseo concluir añadiendo una palabra de aliento para ellos. Queridos jóvenes amigos: igual que los siete hombres “llenos de espíritu de sabiduría” a los que los Apóstoles confiaron el cuidado de la joven Iglesia, álcense también ustedes y asuman la responsabilidad que la fe en Cristo les presenta. Que encuentren la audacia de proclamar a Cristo, “el mismo ayer, hoy y siempre”, y las verdades inmutables que se fundamentan en Él (cf. Gaudium et spes GS 10 He 13,8): son verdades que nos hacen libres. Se trata de las únicas verdades que pueden garantizar el respeto de la dignidad y de los derechos de todo hombre, mujer y niño en nuestro mundo, incluidos los más indefensos de todos los seres humanos, como los niños que están aún en el seno materno. En un mundo en el que, como Juan Pablo II nos recordó hablando en este mismo lugar, Lázaro continúa llamando a nuestra puerta (Homilía en el Yankee Stadium, 2 de octubre de 1979, n. 7), actúen de modo que su fe y su amor den fruto ayudando a los pobres, a los necesitados y a los sin voz. Muchachos y muchachas de América, les reitero: abran los corazones a la llamada de Dios para seguirlo en el sacerdocio y en la vida religiosa. ¿Puede haber un signo de amor más grande que seguir las huellas de Cristo, que no dudó en dar la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13)?

En el Evangelio de hoy, el Señor promete a los discípulos que realizarán obras todavía más grandes que las suyas (cf. Jn 14,12). Queridos amigos, sólo Dios en su providencia sabe lo que su gracia debe realizar todavía en sus vidas y en la vida de la Iglesia de los Estados Unidos. Mientras tanto, la promesa de Cristo nos colma de esperanza firme. Unamos, pues, nuestras plegarias a la suya, como piedras vivas del templo espiritual que es su Iglesia una, santa, católica y apostólica. Dirijamos nuestra mirada hacia él, pues también ahora nos está preparando un sitio en la casa de su Padre. Y, fortalecidos por el Espíritu Santo, trabajemos con renovado ardor por la extensión de su Reino.

“Dichosos los creyentes” (cf. 1P 2,7). Dirijámonos a Jesús. Sólo Él es el camino que conduce a la felicidad eterna, la verdad que satisface los deseos más profundos de todo corazón, y la vida trae siempre nuevo gozo y esperanza, para nosotros y para todo el mundo. Amén.

Palabras del Santo Padre a los fieles de lengua española

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Les saludo con afecto y me alegro de celebrar esta Santa Misa para dar gracias a Dios por el bicentenario del momento en que empezó a desarrollarse la Iglesia Católica en esta Nación. Al mirar el camino de fe recorrido en estos años, no exento también de dificultades, alabamos al Señor por los frutos que la Palabra de Dios ha dado en estas tierras y le manifestamos nuestro deseo de que Cristo, Camino, Verdad y Vida, sea cada vez más conocido y amado.

Aquí, en este País de libertad, quiero proclamar con fuerza que la Palabra de Cristo no elimina nuestras aspiraciones a una vida plena y libre, sino que nos descubre nuestra verdadera dignidad de hijos de Dios y nos alienta a luchar contra todo aquello que nos esclaviza, empezando por nuestro propio egoísmo y caprichos. Al mismo tiempo, nos anima a manifestar nuestra fe a través de nuestra vida de caridad y a hacer que nuestras comunidades eclesiales sean cada día más acogedoras y fraternas.

Sobre todo a los jóvenes les confío asumir el gran reto que entraña creer en Cristo y lograr que esa fe se manifieste en una cercanía efectiva hacia los pobres. También en una respuesta generosa a las llamadas que Él sigue formulando para dejarlo todo y emprender una vida de total consagración a Dios y a la Iglesia, en la vida sacerdotal o religiosa.

Queridos hermanos y hermanas, les invito a mirar el futuro con esperanza, permitiendo que Jesús entre en sus vidas. Solamente Él es el camino que conduce a la felicidad que no acaba, la verdad que satisface las más nobles expectativas humanas y la vida colmada de gozo para bien de la Iglesia y el mundo. Que Dios les bendiga.




Benedicto XVI Homilias 17048