Benedicto XVI Homilias 20048

FUNERAL POR EL CARDENAL ALFONSO LÓPEZ TRUJILLO

Basílica de San Pedro, Miércoles 23 de abril de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (
Jn 12,24). El evangelista san Juan anuncia así la glorificación de Cristo a través del misterio de su muerte en cruz. En este tiempo de Pascua, precisamente a la luz del prodigio de la Resurrección, esas palabras cobran una elocuencia aún más profunda e intensa. Aunque es verdad que en ellas se percibe cierta tristeza por la próxima separación de sus discípulos, también es verdad que Jesús indica el secreto para derrotar el poder de la muerte.

La muerte no tiene la última palabra; no es el fin de todo, sino que, redimida por el sacrificio de la cruz, puede ser ya el paso a la alegría de la vida sin fin. Dice Jesús: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,25). Así pues, si aceptamos morir a nuestro egoísmo, si no nos cerramos en nosotros mismos y hacemos de nuestra vida un don a Dios y a los hermanos, también nosotros podremos conocer la rica fecundidad del amor. Y el amor no muere.

He aquí el renovado mensaje de esperanza que nos comunica hoy la palabra de Dios, mientras damos la última despedida a nuestro amado hermano el cardenal Alfonso López Trujillo. Su muerte, acaecida cuando parecía que ya se había recuperado de una fuerte crisis de salud iniciada desde hace más de un año, ha suscitado en todos nosotros una profunda emoción. En Estados Unidos, donde me encontraba en visita pastoral, elevé inmediatamente a Dios una oración de sufragio por su alma y ahora, al final de la santa misa presidida por el cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, me uno con afecto a todos vosotros para recordar con cuánta generosidad el difunto purpurado sirvió a la Iglesia, y para dar gracias al Señor por los numerosos dones con que enriqueció la persona y el ministerio de este querido hermano nuestro.

El arzobispo Alfonso López Trujillo fue el más joven de los cardenales cuando, en el consistorio del 2 de febrero de 1983, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II le impuso en la cabeza la birreta cardenalicia. Había nacido en Villahermosa, diócesis de Ibagué, en Colombia, en el año 1935; siendo niño se trasladó, junto con su familia, a la capital, Bogotá, donde, ya estudiante universitario, entró en el seminario mayor.

Prosiguió los estudios en Roma y fue ordenado sacerdote en noviembre de 1960. Terminada su formación teológica, enseñó filosofía en el seminario arquidiocesano, trabajando durante muchos años también al servicio de toda la Iglesia en Colombia. En 1971, el siervo de Dios Pablo VI lo nombró obispo auxiliar de Bogotá. En esos mismos años ejerció la función de presidente de la comisión doctrinal del Episcopado colombiano, y poco después fue elegido secretario general del Celam, cargo que desempeñó con reconocida competencia durante un largo período de tiempo.
El mismo Papa Pablo VI, en 1978, le encomendó el cargo de coadjutor con derecho a sucesión de la arquidiócesis de Medellín, de la que más tarde llegó a ser pastor. Su profundo conocimiento de la realidad eclesial latinoamericana, madurado durante el prolongado período en que había trabajado como secretario del Celam, le mereció el nombramiento de presidente de ese importante organismo eclesial, al que dirigió sabiamente de 1979 a 1983.

De 1987 a 1990 fue presidente de la Conferencia episcopal colombiana. Además, tuvo ocasión de ampliar su conocimiento de los problemas de la Iglesia universal al participar en las tres Asambleas del Sínodo de los obispos, que tuvieron lugar en el Vaticano: en 1974, sobre la evangelización; en 1977, sobre la catequesis; y en 1980, sobre la familia. Y precisamente a la familia fue llamado a dedicarse de modo particular desde el 8 de noviembre de 1990, cuando Juan Pablo II lo nombró presidente del Consejo pontificio para la familia, cargo que desempeñó hasta el momento de su muerte.

¿Cómo no poner de relieve, en este momento, el celo y la pasión con que trabajó durante estos casi dieciocho años, llevando a cabo una incansable actividad en defensa y promoción de la familia y del matrimonio cristiano? ¿Cómo no agradecerle la valentía con que defendió los valores innegociables de la vida humana? Todos hemos admirado su incansable actividad. Fruto de este compromiso suyo es el Lexicon, que constituye un valioso texto de formación para agentes pastorales y un instrumento para dialogar con el mundo contemporáneo sobre temas fundamentales de ética cristiana.

No podemos menos de agradecerle la tenaz lucha que libró en defensa de la «verdad» del amor familiar y en favor de la difusión del «evangelio de la familia». El entusiasmo y la determinación con que actuaba en este campo eran el fruto de su experiencia personal, particularmente vinculada al calvario que tuvo que afrontar su madre, fallecida a la edad de 44 años por una enfermedad muy dolorosa. «Cuando en mi trabajo —dijo en cierta ocasión— hablo de los ideales del matrimonio y de la familia, me resulta natural pensar en la familia de la que provengo, porque a través de mis padres pude constatar que es posible realizar ambos».

El querido cardenal López Trujillo fundamentaba su amor a la verdad del hombre y al evangelio de la familia en la consideración de que todo ser humano y toda familia reflejan el misterio de Dios que es Amor. En la memoria de todos ha quedado grabada su conmovedora intervención en la Asamblea del Sínodo de los obispos de 1997: fue un auténtico canto a la vida. Presentó una espiritualidad muy concreta para quienes están comprometidos en la realización del proyecto divino sobre la familia, y subrayó que si la ciencia no se dedica a comprender y educar para la vida, perderá las batallas más decisivas en el terreno fascinante y misterioso de la ingeniería genética.

El cardenal López Trujillo hizo de la defensa de la vida y del amor a la familia el compromiso característico de su servicio en el Consejo pontificio del que era presidente, y dedicó toda su existencia a la afirmación de la verdad. Lo testimonia uno de sus escritos, en el que explica: «Escogí personalmente el lema "Veritas in caritate", porque todo lo que atañe a la verdad se encuentra en el centro de mis estudios». Y añade que la verdad en el amor fue siempre para él un «polo existencial», primero cuando en Colombia se esforzaba por «hallar el sentido de una genuina liberación en ámbito teológico»; y, luego, aquí en Roma, cuando se dedicó a «profundizar, proclamar y difundir el evangelio de la vida y el evangelio de la familia, como colaborador del Santo Padre». Y concluye: «Tengo gran fe en el valor de esta lucha decisiva para la Iglesia y para la humanidad, y pido al Señor que me dé fuerza para no ser ni perezoso ni cobarde».

Si queremos llevar a cabo la misión que Jesús nos encomienda, no debemos ser ni perezosos ni cobardes. En la segunda lectura hemos escuchado cómo el apóstol san Pablo, preso en Roma, exhorta a su fiel discípulo Timoteo a tener valentía y perseverar en el testimonio de Cristo, incluso a costa de sufrir duras persecuciones, siempre con la certeza de que «si morimos con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él» (2Tm 2,11-12).

La generosidad del cardenal López Trujillo, traducida en múltiples obras de caridad, especialmente en favor de los niños en diversas partes del mundo, nos debe estimular a gastar todas nuestras energías físicas y espirituales por el Evangelio; nos ha de impulsar a trabajar en defensa de la vida humana; nos debe ayudar a tener la mirada fija en la meta de nuestra peregrinación terrena. Y cuál es esa meta consoladora nos lo indica san Juan en el pasaje del Apocalipsis que se acaba de proclamar, ofreciéndonos la visión de un «cielo nuevo» y de «una tierra nueva» (Ap 21,1), y dibujando ante nuestra mirada las líneas proféticas de la «ciudad santa», la «nueva Jerusalén... engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21,2).

Venerados hermanos y queridos amigos, no apartemos nunca los ojos de esta visión: miremos hacia la eternidad, gustando anticipadamente, aun entre dificultades y tribulaciones, la alegría de la futura «morada de Dios con los hombres», donde nuestro Redentor enjugará todas nuestras lágrimas y donde «no habrá ya muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4).

Pensamos que el querido cardenal Alfonso López Trujillo, por el que aún queremos orar, ya ha llegado a esta morada de luz y de alegría. Que lo acoja María y lo acompañen los ángeles y los santos en el paraíso. Que su alma sedienta de Dios entre finalmente y descanse en paz para siempre en el «santuario» del Amor infinito. Amén.




SANTA MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

Basílica de San Pedro, Domingo 27 de abril de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que dicen: "Acreciste la alegría, aumentaste el gozo" (
Is 9,2). En efecto, a la alegría de celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo espiritual del tiempo de Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo, y sobre todo la fiesta de la ordenación de nuevos sacerdotes.

Juntamente con vosotros, saludo con afecto a los veintinueve diáconos que dentro de poco serán ordenados presbíteros. Expreso mi profundo agradecimiento a cuantos los han guiado en su camino de discernimiento y de preparación, y os invito a todos a dar gracias a Dios por el don de estos nuevos sacerdotes a la Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración durante esta celebración, con espíritu de ferviente alabanza al Padre que los ha llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y al Espíritu Santo que los ha formado.

Normalmente, la ordenación de nuevos sacerdotes tiene lugar el IV domingo de Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, que es también la Jornada mundial de oración por las vocaciones, pero este año no fue posible, porque yo estaba partiendo para mi visita pastoral a Estados Unidos. El icono del buen Pastor ilustra mejor que cualquier otro el papel y el ministerio del presbítero en la comunidad cristiana. Pero también los pasajes bíblicos que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación iluminan, desde un ángulo diverso, la misión del sacerdote.

La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer inmediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera parte del texto: "La ciudad se llenó de alegría" (Ac 8,8). Esta expresión no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Ac 8,1), sucedió algo que "llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió?

El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa desatada en Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo, todos los discípulos, excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y se dispersaron por los alrededores. De este acontecimiento doloroso surgió, de manera misteriosa y providencial, un renovado impulso a la difusión del Evangelio. Entre quienes se habían dispersado estaba también Felipe, uno de los siete diáconos de la comunidad, diácono como vosotros, queridos ordenandos, aunque ciertamente con modalidades diversas, puesto que en la etapa irrepetible de la Iglesia naciente, el Espíritu Santo había dotado a los Apóstoles y a los diáconos de una fuerza extraordinaria, tanto en la predicación como en la acción taumatúrgica.

Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san Lucas—, aquella ciudad "se llenó de alegría".

Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciudades se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra misión, queridos diáconos, que dentro de poco seréis sacerdotes.

El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de la alegría". A los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría, pues os mantenéis firmes en la fe" (2Co 1,24). Son palabras programáticas para todo sacerdote. Para ser colaboradores de la alegría de los demás, en un mundo a menudo triste y negativo, es necesario que el fuego del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en vosotros la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y multiplicadores de esta alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligidos.

Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.

En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la "Confirmación", el segundo sacramento de la iniciación cristiana. También para nosotros, aquí reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición de las manos es muy significativo. En efecto, también es el gesto central del rito de la ordenación, mediante el cual dentro de poco conferiré a los candidatos la dignidad presbiteral. Es un signo inseparable de la oración, de la que constituye una prolongación silenciosa. Sin decir ninguna palabra, el obispo consagrante y, después de él, los demás sacerdotes ponen las manos sobre la cabeza de los ordenandos, expresando así la invocación a Dios para que derrame su Espíritu sobre ellos y los transforme, haciéndolos partícipes del sacerdocio de Cristo. Se trata de pocos segundos, un tiempo brevísimo, pero lleno de extraordinaria densidad espiritual.

Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este momento, a este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno de misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la libertad de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del hombre. La imposición de las manos expresa plásticamente la modalidad específica de este encuentro: la Iglesia, personificada por el obispo, que está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre al candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y se encomienda a dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero infinitamente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que expresa; un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve todo, tanto en el interior como en el exterior.

También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso "movimiento" trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los discípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu, definido "otro Paráclito" (Jn 14,16), término griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En efecto, el primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros", dice Jesús (Jn 14,20). Pero todo esto depende de una condición, que Cristo pone claramente al inicio: "Si me amáis" (Jn 14,15), y que repite al final: "Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él" (Jn 14,21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de recibir y comunicar a Dios.

"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se dirigen a todos sus sucesores y a los sacerdotes, que son los colaboradores más estrechos de los sucesores de los Apóstoles. Hoy las volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor coherencia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos, las escucháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace partícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina "caminará" con vosotros y "crecerá" en vosotros.

Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta de san Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya intercesión quiero encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y con afecto os las dirijo: "Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (1P 3,15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar todas las demás relaciones.

"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra esperanza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En vosotros esta esperanza, a partir de hoy, se convierte en "esperanza sacerdotal", la de Jesús, buen Pastor, que habita en vosotros y da forma a vuestros deseos según su Corazón divino: esperanza de vida y de perdón para las personas encomendadas a vuestro cuidado pastoral; esperanza de santidad y de fecundidad apostólica para vosotros y para toda la Iglesia; esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que sufren y para los heridos por la vida.

Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio. Amén.


SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Basílica de San Pedro, Domingo 11 de mayo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (
Ac 2,1). Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Ac 1,12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.

A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las personas, que era de «unos ciento veinte», múltiplo del «doce» del Colegio apostólico. El grupo constituye una auténtica qahal, una «asamblea» según el modelo de la primera Alianza, la comunidad convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus caminos. El libro de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Ac 1,14). Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de echar a suerte la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Ac 1,25).

Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser signo de su santidad (cf. Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí humeaba —se lee en ese pasaje—, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia» (Ex 19,18).

En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo. En particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los discípulos, todos los cuales «se llenaron de Espíritu Santo» y, por efecto de dicha efusión, «empezaron a hablar en lenguas extranjeras» (Ac 2,4). Se trata de un verdadero «bautismo» de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (cf. Gn 11,7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo.

En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas Spiritus», sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso «excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).

A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Quiero comentar un aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo, es decir, la relación entre multiplicidad y unidad. De esto habla la segunda lectura, tratando de la armonía de los diversos carismas en la comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los Hechos, que hemos escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria evidencia.

En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia pertenecen múltiples lenguas y culturas diversas; en la fe pueden comprenderse y fecundarse recíprocamente. San Lucas quiere transmitir claramente una idea fundamental: en el acto mismo de su nacimiento la Iglesia ya es «católica», universal. Habla desde el principio todas las lenguas, porque el Evangelio que se le ha confiado está destinado a todos los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado (cf. Mt 28,19).

La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.

A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés san Lucas cita a los «forasteros de Roma» (Ac 2,10). En ese momento, Roma era aún lejana, era «forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo del mundo pagano en general. Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos «hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8), hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando san Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Ac 28,30-31). Así, el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero y por eso encarna la idea de catolicidad de san Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión.

Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu. La palabra que Jesús resucitado pronunció dos veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: «Shalom», «Paz a vosotros» (Jn 20,19 Jn 20,21). La palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida (cf. Jn 14,27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla.

En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios por haber concedido a su pueblo, elegido y formado en medio de todos los pueblos, el bien inestimable de la paz, de su paz. Al mismo tiempo, renovamos la toma de conciencia de la responsabilidad que va unida a este don: responsabilidad de la Iglesia de ser constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos. Traté de transmitir este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para dirigir mi palabra a los representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo en estos acontecimientos «en la cumbre». La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan (cf. Mc 16,20).

Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la Reconciliación, que Cristo resucitado instituyó en el mismo momento en el que dio a los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos escuchado en la página evangélica, Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,21-23).

¡Cuán importante y por desgracia no suficientemente comprendido es el don de la Reconciliación, que pacifica los corazones! La paz de Cristo sólo se difunde a través del corazón renovado de hombres y mujeres reconciliados y convertidos en servidores de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz únicamente con la fuerza de la verdad, sin componendas con la mentalidad del mundo, porque el mundo no puede dar la paz de Cristo. Así la Iglesia puede ser fermento de la reconciliación que viene de Dios. Sólo puede serlo si permanece dócil al Espíritu y da testimonio del Evangelio; sólo si lleva la cruz como Jesús y con Jesús. Precisamente esto es lo que testimonian los santos y las santas de todos los tiempos.

Queridos hermanos y hermanas, a la luz de esta Palabra de vida, ha de ser aún más ferviente e intensa la oración que hoy elevamos a Dios en unión espiritual con la Virgen María. Que la Virgen de la escucha, la Madre de la Iglesia, obtenga para nuestras comunidades y para todos los cristianos una renovada efusión del Espíritu Santo Paráclito.

«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae», «Envía tu Espíritu, Señor, todo se volverá a crear y renovarás la faz de la tierra». Amén.



VISITA PASTORAL A SAVONA Y GÉNOVA


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA PLAZA DEL PUEBLO DE SAVONA

Sábado 17 de mayo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Es una gran alegría para mí encontrarme en medio de vosotros y celebrar para vosotros la Eucaristía, en la fiesta solemne de la Santísima Trinidad. Saludo con afecto a vuestro pastor, monseñor Vittorio Lupi, al que agradezco las palabras con que, al inicio de la celebración, me ha presentado a la comunidad diocesana, y aún más, los sentimientos de caridad y de esperanza pastoral que ha manifestado. Agradezco también al señor alcalde el saludo cordial que me ha dirigido en nombre de toda la ciudad. Saludo a las autoridades civiles, a los sacerdotes, a los religiosos, a los diáconos y a los responsables de asociaciones, movimientos y comunidades eclesiales. A todos renuevo en Cristo mi augurio de gracia y de paz.

En esta solemnidad, la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por una maravilla realizada por él, sino sobre todo por cómo es él; por la belleza y la bondad de su ser, del que deriva su obrar. Se nos invita a contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda, que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida. Toda la sagrada Escritura nos habla de él. Más aún, es él mismo quien nos habla de sí en las Escrituras y se revela como Creador del universo y Señor de la historia.

Hoy hemos escuchado un pasaje del libro del Éxodo en el que —algo del todo excepcional— Dios proclama incluso su propio nombre. Lo hace en presencia de Moisés, con el que hablaba cara a cara, como con un amigo. ¿Y cuál es este nombre de Dios? Es siempre conmovedor escucharlo: "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad" (
Ex 34,6). Son palabras humanas, pero sugeridas y casi pronuncias por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad sobre Dios: eran verdaderas ayer, son verdaderas hoy y serán verdaderas siempre; nos permiten ver con los ojos de la mente el rostro del Invisible, nos dicen el nombre del Inefable. Este nombre es Misericordia, Gracia, Fidelidad.

Queridos amigos, al encontrarme aquí, en Savona, no puedo menos de alegrarme con vosotros por el hecho de que este es precisamente el nombre con el que se presentó la Virgen María cuando se apareció, el 18 de marzo de 1536, a un campesino, hijo de esta tierra. "Virgen de la Misericordia" es el título con el que se la venera —desde hace algunos años también tenemos una imagen suya en los jardines vaticanos—. Pero María no hablaba de sí misma, nunca habla de sí misma, sino siempre de Dios, y lo hizo con este nombre tan antiguo y siempre nuevo: misericordia, que es sinónimo de amor, de gracia.

Aquí radica toda la esencia del cristianismo, porque es la esencia de Dios mismo. Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor, pero, precisamente por ser Amor es apertura, acogida, diálogo; y en su relación con nosotros, hombres pecadores, es misericordia, compasión, gracia, perdón. Dios ha creado todo para la existencia, y su voluntad es siempre y solamente vida.

Para quien se encuentra en peligro, es salvación. Acabamos de escucharlo en el evangelio de san Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3,16). En este entregarse de Dios en la persona del Hijo actúa toda la Trinidad: el Padre, que pone a nuestra disposición lo que más ama; el Hijo que, de acuerdo con el Padre, se despoja de su gloria para entregarse a nosotros; y el Espíritu, que sale del sereno abrazo divino para inundar los desiertos de la humanidad. Para esta obra de su misericordia, Dios, disponiéndose a tomar nuestra carne, quiso necesitar un "sí" humano, el "sí" de una mujer que se convirtiera en la Madre de su Verbo encarnado, Jesús, el Rostro humano de la Misericordia divina. Así, María llegó a ser, y es para siempre, la "Madre de la Misericordia", como se dio a conocer también aquí, en Savona.

A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más que invitar a sus hijos a volver a Dios, a encomendarse a él en la oración, a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón misericordioso. En verdad, él no desea sino derramar en el mundo la sobreabundancia de su gracia. "Misericordia y no justicia", imploró María, sabiendo que su Hijo Jesús ciertamente la escucharía, pero de igual modo consciente de la necesidad de conversión del corazón de los pecadores. Por eso, invitó a la oración y a la penitencia.

Por tanto, mi visita a Savona, en el día de la Santísima Trinidad, es ante todo una peregrinación, mediante María, a los manantiales de la fe, de la esperanza y del amor. Una peregrinación que es también memoria y homenaje a mi venerado predecesor Pío VII, cuya dramática historia está indisolublemente unida a esta ciudad y a su santuario mariano. A distancia de dos siglos, vengo a renovar la expresión de la gratitud de la Santa Sede y de toda la Iglesia por la fe, el amor y la valentía con que vuestros conciudadanos sostuvieron al Papa en la residencia forzada que le impuso Napoleón Bonaparte en esta ciudad. Se conservan numerosos testimonios de las muestras de solidaridad dadas al Pontífice por los savoneses, a veces incluso corriendo riesgos personales. Son acontecimientos que hoy los savoneses pueden recordar con sano orgullo.

Como ha observado con razón vuestro obispo, aquella página oscura de la historia de Europa ha llegado a ser, por la fuerza del Espíritu Santo, rica en gracias y enseñanzas, también para nuestros días. Nos enseña la valentía para afrontar los desafíos del mundo: el materialismo, el relativismo, el laicismo, sin ceder jamás a componendas, dispuestos a pagar personalmente con tal de permanecer fieles al Señor y a su Iglesia.

El ejemplo de serena firmeza que dio el Papa Pío VII nos invita a conservar inalterada en las pruebas la confianza en Dios, conscientes de que él, aunque permita que su Iglesia pase por momentos difíciles, no la abandona jamás. Las vicisitudes que vivió ese gran Pontífice en vuestra tierra nos invitan a confiar siempre en la intercesión y en la asistencia materna de María santísima.

La aparición de la Virgen, en un momento trágico de la historia de Savona, y la experiencia tremenda que afrontó aquí el Sucesor de Pedro, concurren a transmitir a las generaciones cristianas de nuestro tiempo un mensaje de esperanza, nos animan a tener confianza en los instrumentos de la gracia que el Señor pone a nuestra disposición en cada situación. Y, entre estos medios de salvación, quiero recordar ante todo la oración: la oración personal, familiar y comunitaria.

En esta fiesta de la Trinidad deseo subrayar la dimensión de alabanza, de contemplación, de adoración. Pienso en las familias jóvenes, y quiero invitarlas a no tener miedo de experimentar, desde los primeros años de matrimonio, un estilo sencillo de oración doméstica, favorecido por la presencia de niños pequeños, muy predispuestos a dirigirse espontáneamente al Señor y a la Virgen. Exhorto a las parroquias y a las asociaciones a dedicar tiempo y espacio a la oración, porque las actividades son pastoralmente estériles si no están precedidas, acompañadas y sostenidas constantemente por la oración.

¿Y qué decir de la celebración eucarística, especialmente de la misa dominical? El día del Señor ocupa con razón el centro de la atención pastoral de los obispos italianos: es preciso redescubrir la raíz cristiana del domingo, a partir de la celebración del Señor resucitado, encontrado en la palabra de Dios y reconocido en la fracción del Pan eucarístico. Y luego también se ha de revalorizar el sacramento de la Reconciliación como medio fundamental para el crecimiento espiritual y para poder afrontar con fuerza y valentía los desafíos actuales.

Junto con la oración y los sacramentos, otros instrumentos inseparables de crecimiento son las obras de caridad, que se han de practicar con fe viva. Sobre este aspecto de la vida cristiana quise reflexionar también en la encíclica Deus caritas est. En el mundo moderno, que a menudo hace de la belleza y de la eficiencia física un ideal que se ha de perseguir de cualquier modo, como cristianos estamos llamados a encontrar el rostro de Jesucristo, "el más hermoso de los hijos de Adán" (Ps 45,3), precisamente en las personas que sufren y en las marginadas. Por desagracia, hoy son numerosas las emergencias morales y materiales que nos preocupan. A este propósito, aprovecho de buen grado esta ocasión para dirigir un saludo a los detenidos y al personal del centro penitenciario "San Agustín" de Savona, que viven desde hace tiempo una situación particularmente difícil. También saludo con afecto a los enfermos que están en el hospital, en las clínicas o en sus domicilios particulares.

Deseo dirigiros unas palabras en particular a vosotros, queridos sacerdotes, para expresaros mi aprecio por vuestro trabajo silencioso y por la ardua fidelidad con que lo lleváis a cabo. Queridos hermanos en Cristo, creed siempre en la eficacia de vuestro servicio sacerdotal diario. Es muy valioso a los ojos de Dios y de los fieles; su valor no puede cuantificarse en cifras y estadísticas: sólo conoceremos sus resultados en el Paraíso. Muchos de vosotros sois de edad avanzada: esto me hace pensar en aquel estupendo pasaje del profeta Isaías, que dice: "Los jóvenes se cansan, se fatigan; los adultos tropiezan y vacilan; mientras que a los que esperan en el Señor él les renovará el vigor; subirán con alas como de águilas; correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse" (Is 40,30-31).

Junto con los diáconos que están al servicio de la diócesis, vivid la comunión con el obispo y entre vosotros, manifestándola mediante una colaboración activa, el apoyo recíproco y una coordinación pastoral común. Dad testimonio valiente y gozoso de vuestro servicio. Id en busca de la gente, como hacía el Señor Jesús: en la visita a las familias, en el contacto con los enfermos, en el diálogo con los jóvenes, haciéndoos presentes en todos los ambientes de trabajo y de vida.

A vosotros, queridos religiosos y religiosas, además de agradeceros vuestra presencia, os reafirmo que el mundo necesita vuestro testimonio y vuestra oración. Vivid vuestra vocación en la fidelidad diaria y haced de vuestra vida una ofrenda agradable a Dios: la Iglesia os está agradecida y os alienta a perseverar en vuestro servicio.

Naturalmente, quiero reservaros un saludo especial y afectuoso a vosotros, jóvenes. Queridos amigos, poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos. Seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente. Pero vale la pena: este es el camino de la verdadera realización personal y, por tanto, de la verdadera felicidad, pues con Cristo se experimenta que "hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Ac 20,35). Por eso, os animo a tomar en serio el ideal de la santidad.

En una de sus obras, un famoso escritor francés nos ha dejado una frase que hoy quiero compartir con vosotros: "Hay una sola tristeza: no ser santos" (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 27). Queridos jóvenes, atreveos a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino con el Señor. Dad a esta ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma experiencia de Cristo.

Y esto vale también para los cristianos de más edad. A todos deseo que la fe en Dios uno y trino infunda en cada persona y en cada comunidad el fervor del amor y de la esperanza, la alegría de amarse entre hermanos y ponerse humildemente al servicio de los demás. Esta es la "levadura" que hace crecer a la humanidad, la luz que brilla en el mundo.

María santísima, Madre de la Misericordia, juntamente con todos vuestros santos patronos, os ayude a encarnar en la vida diaria la exhortación del Apóstol que acabamos de escuchar. Con gran afecto la hago mía: "Alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros" (2Co 13,11). Amén.




Benedicto XVI Homilias 20048