Benedicto XVI Homilias 17058

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN PLAZA DE LA VICTORIA DE GÉNOVA

Solemnidad de la Santísima Trinidad, Domingo 18 de mayo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Al final de una intensa jornada pasada en vuestra ciudad, nos volvemos a congregar en torno al altar para celebrar la Eucaristía, en la solemnidad de la Santísima Trinidad. Desde esta céntrica plaza de la Victoria, en la que nos hemos reunido para nuestra acción coral de alabanza y acción de gracias a Dios, con la que se concluye mi visita pastoral, envío mi más cordial saludo a toda la comunidad civil y eclesial de Génova.

Saludo con afecto, en primer lugar, al arzobispo, cardenal Angelo Bagnasco, a quien agradezco la cortesía con que me ha acogido y las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de la santa misa. Saludo, asimismo, al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, que fue pastor de esta antigua y noble Iglesia, y le agradezco sinceramente su cercanía espiritual y su valiosa colaboración. Saludo también al obispo auxiliar, mons. Luigi Ernesto Palletti, a los obispos de Liguria y a los demás prelados.

Dirijo un deferente saludo a las autoridades civiles, a las que expreso mi agradecimiento por su acogida y por el apoyo efectivo que han prestado a la preparación y al desarrollo de esta peregrinación apostólica. En particular, saludo al ministro Claudio Scajola, en representación del nuevo Gobierno, que precisamente en estos días ha asumido sus plenas funciones al servicio de la amada nación italiana.

Saludo y expreso mi agradecimiento a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los diáconos, a los laicos comprometidos, a los seminaristas y a los jóvenes. A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, dirijo un saludo afectuoso. Saludo también a quienes no han podido estar aquí presentes, y de modo especial a los enfermos, a las personas solas y a quienes atraviesan dificultades. Encomiendo al Señor a la ciudad de Génova y a todos sus habitantes en esta solemne concelebración eucarística que, como todos los domingos, nos invita a participar de modo comunitario en la doble mesa: la de la Palabra de verdad y la del Pan de vida eterna.

En la primera lectura (cf.
Ex 34,4-9) escuchamos un texto bíblico que nos presenta la revelación del nombre de Dios. Es Dios mismo, el Eterno, el Invisible, quien lo proclama, pasando ante Moisés en la nube, en el monte Sinaí. Y su nombre es: "El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad" (Ex 34,6). San Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: "Amor" (1Jn 4,8 1Jn 4,16). Lo atestigua también el pasaje evangélico de hoy: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3,16).

Así pues, este nombre expresa claramente que el Dios de la Biblia no es una especie de mónada encerrada en sí misma y satisfecha de su propia autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es apertura, relación. Palabras como "misericordioso", "compasivo", "rico en clemencia", nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero.

La sagrada Escritura no conoce otro Dios que el Dios de la alianza, el cual creó el mundo para derramar su amor sobre todas las criaturas (cf. Misal Romano, plegaria eucarística IV), y se eligió un pueblo para sellar con él un pacto nupcial, a fin de que se convirtiera en una bendición para todas las naciones, convirtiendo así a la humanidad entera en una gran familia (cf. Gn 12,1-3 Ex 19,3-6). Esta revelación de Dios se delineó plenamente en el Nuevo Testamento, gracias a la palabra de Cristo. Jesús nos manifestó el rostro de Dios, uno en esencia y trino en personas: Dios es Amor, Amor Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo. Y, precisamente en nombre de este Dios, el apóstol san Pablo saluda a la comunidad de Corinto y nos saluda a todos nosotros: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2Co 13,13).

Por consiguiente, el contenido principal de estas lecturas se refiere a Dios. En efecto, la fiesta de hoy nos invita a contemplarlo a él, el Señor; nos invita a subir, en cierto sentido, al "monte", como hizo Moisés. A primera vista esto parece alejarnos del mundo y de sus problemas, pero en realidad se descubre que precisamente conociendo a Dios más de cerca se reciben también las indicaciones fundamentales para nuestra vida: como sucedió a Moisés que, al subir al Sinaí y permanecer en la presencia de Dios, recibió la ley grabada en las tablas de piedra, en las que el pueblo encontró una guía para seguir adelante, para encontrar la libertad y para formarse como pueblo en libertad y justicia. Del nombre de Dios depende nuestra historia; de la luz de su rostro depende nuestro camino.

De esta realidad de Dios, que él mismo nos ha dado a conocer revelándonos su "nombre", es decir, su rostro, deriva una imagen determinada de hombre, a saber, el concepto de persona. Si Dios es unidad dialogal, ser en relación, la criatura humana, hecha a su imagen y semejanza, refleja esa constitución. Por tanto, está llamada a realizarse en el diálogo, en el coloquio, en el encuentro. Es un ser en relación.

En particular, Jesús nos reveló que el hombre es esencialmente "hijo", criatura que vive en relación con Dios Padre, y, así, en relación con todos sus hermanos y hermanas. El hombre no se realiza en una autonomía absoluta, creyendo erróneamente ser Dios, sino, al contrario, reconociéndose hijo, criatura abierta, orientada a Dios y a los hermanos, en cuyo rostro encuentra la imagen del Padre común.

Se ve claramente que esta concepción de Dios y del hombre está en la base de un modelo correspondiente de comunidad humana y, por tanto, de sociedad. Es un modelo anterior a cualquier reglamentación normativa, jurídica, institucional, e incluso anterior a las especificaciones culturales. Un modelo de humanidad como familia, transversal a todas las civilizaciones, que los cristianos expresamos afirmando que todos los hombres son hijos de Dios y, por consiguiente, todos son hermanos. Se trata de una verdad que desde el principio está detrás de nosotros y, al mismo tiempo, está permanentemente delante de nosotros, como un proyecto al que siempre debemos tender en toda construcción social.

El magisterio de la Iglesia, que se ha desarrollado precisamente a partir de esta visión de Dios y del hombre, es muy rico. Basta recorrer los capítulos más importantes de la doctrina social de la Iglesia, a la que han dado aportaciones sustanciales mis venerados predecesores, de modo especial en los últimos ciento veinte años, haciéndose intérpretes autorizados y guías del movimiento social de inspiración cristiana.

Aquí quiero mencionar sólo la reciente Nota pastoral del Episcopado italiano "Regenerados para una esperanza viva: testigos del gran "sí" de Dios al hombre", del 29 de junio de 2007. Esta Nota propone dos prioridades: ante todo, la opción del "primado de Dios": toda la vida y obra de la Iglesia dependen de poner a Dios en el primer lugar, pero no a un Dios genérico, sino al Señor, con su nombre y su rostro, al Dios de la alianza, que hizo salir al pueblo de la esclavitud de Egipto, resucitó a Cristo de entre los muertos y quiere llevar a la humanidad a la libertad en la paz y en la justicia.

La otra opción es la de poner en el centro a la persona y la unidad de su existencia, en los diversos ámbitos en los que se realiza: la vida afectiva, el trabajo y la fiesta, su propia fragilidad, la tradición, la ciudadanía. El Dios uno y trino y la persona en relación: estas son las dos referencias que la Iglesia tiene la misión de ofrecer a todas las generaciones humanas, como servicio para la construcción de una sociedad libre y solidaria. Ciertamente, la Iglesia lo hace con su doctrina, pero sobre todo mediante el testimonio, que por algo es la tercera opción fundamental del Episcopado italiano: testimonio personal y comunitario, en el que convergen vida espiritual, misión pastoral y dimensión cultural.

En una sociedad que tiende a la globalización y al individualismo, la Iglesia está llamada a dar el testimonio de la koinonía, de la comunión. Esta realidad no viene "de abajo", sino de un misterio que, por decirlo así, tiene sus "raíces en el cielo", precisamente en Dios uno y trino. Él, en sí mismo, es el diálogo eterno de amor que en Jesucristo se nos ha comunicado, que ha entrado en el tejido de la humanidad y de la historia, para llevarlas a la plenitud.

He aquí precisamente la gran síntesis del concilio Vaticano II: La Iglesia, misterio de comunión, "es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium LG 1). También aquí, en esta gran ciudad, al igual que en su territorio, la comunidad eclesial, con sus diversos problemas humanos y sociales, hoy como ayer es ante todo el signo, pobre pero verdadero, de Dios Amor, cuyo nombre está impreso en el ser profundo de toda persona y en toda experiencia de auténtica sociabilidad y solidaridad.

Después de estas reflexiones, queridos hermanos, os dejo algunas exhortaciones particulares. Cuidad la formación espiritual y catequística, una formación "sustanciosa", más necesaria que nunca para vivir bien la vocación cristiana en el mundo de hoy. Lo digo a los adultos y a los jóvenes: cultivad una fe pensada, capaz de dialogar en profundidad con todos, con los hermanos no católicos, con los no cristianos y los no creyentes. Ayudad generosamente a los pobres y los débiles, según la praxis originaria de la Iglesia, inspirándoos siempre y sacando fuerza de la Eucaristía, fuente perenne de la caridad.

Animo con afecto especial a los seminaristas y a los jóvenes implicados en un camino vocacional: no tengáis miedo; más aún, sentid el atractivo de las opciones definitivas, de un itinerario formativo serio y exigente. Sólo el alto grado del discipulado fascina y da alegría. Exhorto a todos a crecer en la dimensión misionera, que es co-esencial para la comunión, pues la Trinidad es, al mismo tiempo, unidad y misión: cuanto más intenso sea el amor, tanto más fuerte será el impulso a extenderse, a dilatarse, a comunicarse.

Iglesia de Génova, mantente unida y sé misionera, para anunciar a todos la alegría de la fe y la belleza de ser familia de Dios. Mi pensamiento se extiende a la ciudad entera, a todos los genoveses y a cuantos viven y trabajan en este territorio. Queridos amigos, mirad al futuro con confianza y esforzaos por construirlo juntos, evitando sectarismos y particularismos, poniendo el bien común por encima de los intereses particulares, por más legítimos que sean.

Quiero concluir con un deseo que tomo también de la estupenda oración de Moisés que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor camine siempre en medio de vosotros y haga de vosotros su herencia (cf. Ex 34,9). Que os lo obtenga la intercesión de María santísima, a la que los genoveses, tanto en la patria como en el mundo entero, invocan como Virgen de la Guardia. Que con su ayuda y con la de los santos patronos de vuestra amada ciudad y región, vuestra fe y vuestras obras sean siempre para alabanza y gloria de la santísima Trinidad. Siguiendo el ejemplo de los santos de esta tierra, sed una comunidad misionera: a la escucha de Dios y al servicio de los hombres. Amén


SANTA MISA Y PROCESIÓN EUCARÍSTICA A LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR EN LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán, Jueves 22 de mayo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la Pascua se prolonga durante tres meses —primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual—, la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.

¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros. Reflexionemos brevemente sobre estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.

Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y en torno a él, en torno a la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno solo el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura (cf.
1Co 10,16-17).

Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: "Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28). "Todos vosotros sois uno". En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas políticas diferentes.

La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde, no hemos elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios, la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en él y con él.

El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la santa misa, como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libra de nuestras "parálisis", nos levanta y nos hace "pro-cedere", es decir, nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y había decidido dejarse morir (cf. 1R 19,1-4). Pero Dios lo despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come —le dijo—, porque el camino es demasiado largo para ti" (1R 19,5 1R 19,7).

La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que resulta ejemplar para toda la humanidad.

De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8,3) es una afirmación universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?

La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no basta avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el "progreso", si no hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del camino, corremos el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más rápidamente de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra libertad tenga el criterio para discernir la senda correcta y recorrerla.

Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del "Decálogo", los diez mandamientos, donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2-3). Aquí encontramos el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3,16).

Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.

Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo nuestra la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo especial en este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos por todas las personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti, Padre, y al que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en abundancia. Amén.


MISA EN SUFRAGIO DEL CARDENAL BERNARDIN GANTIN

Basílica de San Pedro, Viernes 23 de mayo de 2008

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

"Profetiza. Les dirás: He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestras tumbas" (
Ez 37,12). Estas palabras tomadas del libro del profeta Ezequiel nos llenan de esperanza. La liturgia las ha vuelto a proponer a nuestra meditación mientras nos encontramos reunidos en torno al altar del Señor para ofrecer la Eucaristía en sufragio del querido cardenal Bernardin Gantin, que llegó al final de su camino terreno el pasado martes 13 de mayo.

Al pueblo oprimido y desanimado, abrumado por los sufrimientos del exilio, el Señor le anuncia la restauración de Israel. El profeta evoca una escena grandiosa, anunciando la intervención decisiva de Dios en la historia de los hombres, una intervención que supera todo lo humanamente posible. Cuando nos sentimos cansados, impotentes y desalentados ante la realidad que nos oprime; cuando nos sentimos tentados de ceder a la desilusión e incluso a la desesperación; cuando el hombre se reduce a un cúmulo de "huesos secos", es entonces el momento de la esperanza "contra toda esperanza" (cf. Rm 4,18).

La verdad que la palabra de Dios recuerda con fuerza es que nada ni nadie, ni siquiera la muerte, puede resistir a la omnipotencia de su amor fiel y misericordioso. Esta es nuestra fe, fundada en la resurrección de Cristo; esta es la consoladora seguridad que nos da el Señor, el cual nos repite también hoy: "Sabréis que yo soy el Señor cuando abra vuestros sepulcros y os haga salir de vuestras tumbas (...). Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis" (Ez 37,13-14).

Desde esta perspectiva de fe y de esperanza en la resurrección, recordamos al venerado cardenal Bernardin Gantin, fiel y devoto servidor de la Iglesia durante muchos años. Es difícil sintetizar en pocos rasgos las misiones, las tareas y los encargos pastorales que, en rápida sucesión, caracterizaron las etapas de su vida terrena, que concluyó, a la edad de 86 años, en el hospital "Georges Pompidou", de París. Hasta el final quiso dedicarse con amable disponibilidad al servicio de Dios y de los hermanos, cumpliendo fielmente el lema que había elegido con ocasión de su ordenación episcopal: "In tuo sancto servitio".

Su personalidad humana y sacerdotal constituía una síntesis admirable de las características del alma africana con las propias del alma cristiana, de la cultura y de la identidad africana con los valores evangélicos. Fue el primer eclesiástico africano que desempeñó cargos de gran responsabilidad en la Curia romana, y los realizó siempre con su típico estilo humilde y sencillo, cuyo secreto se debe buscar probablemente en las sabias palabras que su madre le repitió cuando fue creado cardenal, el 27 de junio de 1977: "No te olvides nunca de la lejana y pequeña aldea de la que procedemos".

Muchos recuerdos personales me unen a este hermano nuestro, ya desde que juntos recibimos la birreta cardenalicia de manos del venerado siervo de Dios Papa Pablo VI, hace treinta y un años. Colaboramos juntos en la Curia romana, manteniendo frecuentes contactos, que me permitieron apreciar cada vez más su gran prudencia y sabiduría, así como su fe sólida y su adhesión sincera a Cristo y a su Vicario en la tierra, el Papa. Cincuenta y siete años de sacerdocio, cincuenta y un años de episcopado, y treinta y uno de púrpura cardenalicia: esta es la síntesis de una vida entregada al servicio de la Iglesia.

Tenía sólo treinta y cuatro años cuando recibió la ordenación episcopal en Roma, en la capilla del Colegio de Propaganda Fide, el 3 de febrero de 1957. Tres años después fue nombrado arzobispo de Cotonú, capital de su patria, Benín. Fue el primer arzobispo metropolitano africano de toda África. Gobernó la diócesis con dotes humanas y ascéticas, que lo convirtieron en pastor autorizado, dedicado sobre todo al cuidado de los sacerdotes y a la formación de los catequistas, hasta que, en 1971, el Papa Pablo VI lo llamó a Roma para ser secretario adjunto de la Congregación para la evangelización de los pueblos. Dos años después, lo nombró secretario de ese mismo dicasterio; y, a finales de 1975, lo eligió como vicepresidente de la Comisión pontificia Justicia y paz, de la cual fue más tarde presidente, asumiendo en 1976 también la responsabilidad de presidente del Consejo pontificio "Cor unum".

El siervo de Dios Juan Pablo II, el 8 de abril de 1984, lo nombró prefecto de la Congregación para los obispos y presidente de la Comisión pontificia para América Latina, cargo que desempeñó hasta el 25 de junio de hace diez años, cuando renunció por límite de edad.

Repasando, aunque sea rápidamente, la biografía del cardenal Gantin, el cual no sólo dio su contribución en los ámbitos antes citados, sino también en otras oficinas y dicasterios de la Curia, viene a la mente la afirmación de san Pablo que acabamos de escuchar en la segunda lectura: "Para mí la vida es Cristo; y la muerte, una ganancia" (Ph 1,21). El Apóstol ve su existencia a la luz del mensaje de Cristo, porque fue totalmente "aferrado, conquistado" por él (cf. Ph 3,12).

Podemos decir que también este amigo y hermano nuestro, al que hoy rendimos con gratitud nuestro homenaje, estuvo impregnado de amor a Cristo; un amor que lo hacía amable y disponible a la escucha y al diálogo con todos; un amor que lo impulsaba a buscar siempre, como solía repetir, lo esencial de la vida que dura, sin perderse en lo contingente, que por el contrario pasa rápidamente; un amor que le hacía percibir su papel en las diversas oficinas de la Curia como un servicio sin ambiciones humanas.

Este fue el espíritu que lo impulsó, el 30 de noviembre de 2002, al llegar a la venerable edad de 80 años, a presentar su renuncia como decano del Colegio cardenalicio y a volver a su gente, en Benín, donde prosiguió la actividad evangelizadora que había emprendido el día de su ordenación sacerdotal, acaecida en Ouidah el lejano 14 de enero de 1951.

Queridos hermanos y hermanas, ayer celebramos la solemnidad del Corpus Christi. El tema eucarístico vuelve en la página evangélica proclamada en esta asamblea litúrgica. San Juan recuerda que sólo comiendo "la carne" y bebiendo "la sangre" de Cristo podemos permanecer en él y él en nosotros (cf. Jn 6,56).

En el ministerio pastoral del cardenal Gantin se manifestó su constante amor a la Eucaristía, manantial de santidad personal y de sólida comunión eclesial, que tiene en el Sucesor de Pedro su fundamento visible. Y precisamente en esta basílica, al celebrar su última santa misa antes de abandonar Roma, puso de relieve la unidad que la Eucaristía crea en la Iglesia. En su homilía citó la célebre frase del obispo africano san Cipriano de Cartago, grabada en la cúpula: "Desde aquí brilla para el mundo la única fe; de aquí brota la unidad del sacerdocio". Este podría ser el mensaje que nos deja el venerado cardenal Gantin como su testamento espiritual.

Que lo acompañe en la última etapa de su viaje terrestre nuestra oración a la Virgen María, Reina de África, a la que profesó una tierna devoción: su muerte tuvo lugar en una significativa fiesta mariana, el 13 de mayo, memoria de Nuestra Señora de Fátima. Que sea la Virgen quien lo entregue a las manos misericordiosas del Padre celestial y lo introduzca con alegría en la "casa del Señor", hacia la cual todos nos encaminamos.

Que en el encuentro con Cristo este hermano nuestro implore para nosotros, y especialmente para su amada África, el don de la paz. Así sea.




VISITA PASTORAL A SANTA MARÍA DE LEUCA Y BRINDISI


MISA EN EL SANTUARIO DE SANTA MARÍA "DE FINIBUS TERRAE"

Santa María de Leuca, Sábado 14 de junio de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Mi visita a Puglia —la segunda, después del Congreso eucarístico de Bari— comienza como peregrinación mariana, en este borde extremo de Italia y de Europa, en el santuario de Santa María de finibus terrae. Con gran alegría os saludo afectuosamente a todos. Doy gracias con afecto al obispo, mons. Vito De Grisantis, por haberme invitado y por la cordial acogida. Saludo a los demás obispos de la región, en particular al arzobispo metropolitano de Lecce, mons. Cosmo Francesco Ruppi, así como a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles. También saludo con gratitud al ministro Raffaele Fitto, en representación del Gobierno italiano, y a las diversas autoridades civiles y militares presentes.

En este lugar de tanta importancia histórica para el culto de la santísima Virgen María, he querido que la liturgia estuviera dedicada a ella, Estrella del mar y Estrella de esperanza. "Ave maris stella, Dei Mater alma, atque semper virgo, felix caeli porta!". Las palabras de este antiguo himno son un saludo que recuerda de algún modo el del ángel en Nazaret. Todos los títulos marianos son como joyas y flores que han brotado del primer nombre con el que el mensajero celestial se dirigió a la Virgen: "Alégrate, llena de gracia" (
Lc 1,28).

Lo hemos escuchado en el evangelio según san Lucas, muy apropiado porque este santuario —como lo atestigua la lápida situada sobre la puerta central del atrio— está dedicado a la Virgen santísima de la Anunciación. Cuando Dios llamó a María "llena de gracia", se encendió para el género humano la esperanza de salvación: una hija de nuestro pueblo encontró gracia a los ojos del Señor, que la escogió para ser Madre del Redentor. En la sencillez de la casa de María, en una pobre aldea de Galilea, comenzó a realizarse la solemne profecía de la salvación: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar" (Gn 3,15).

Por eso, el pueblo cristiano ha hecho suyo el cántico de alabanza que los judíos elevaron a Judit y que nosotros acabamos de rezar como salmo responsorial: "¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo, más que todas las mujeres de la tierra!" (Jdt 13,18). Sin violencia, pero con la dócil valentía de su "sí", la Virgen nos ha librado no de un enemigo terreno, sino del antiguo adversario, dando un cuerpo humano a Aquel que le aplastaría la cabeza una vez para siempre.

Precisamente por eso, en el mar de la vida y de la historia, María resplandece como Estrella de esperanza. No brilla con luz propia, sino que refleja la de Cristo, Sol que apareció en el horizonte de la humanidad; de este modo, siguiendo la Estrella de María, podemos orientarnos durante el viaje y mantener la ruta hacia Cristo, especialmente en los momentos oscuros y tempestuosos.

El apóstol Pedro conoció bien esta experiencia, pues la vivió personalmente. Una noche, mientras con los demás discípulos estaba atravesando el lago de Galilea, se vio sorprendido por una tempestad. Su barca, a merced de las olas, ya no lograba avanzar. Jesús se acercó en ese momento caminando sobre las aguas, e invitó a Pedro a bajar de la barca y a caminar hacia él. Pedro dio algunos pasos entre las olas, pero luego comenzó a hundirse y entonces gritó: "Señor, ¡sálvame!" (cf. Mt 14,24-33).

Este episodio fue un signo de la prueba que Pedro debía afrontar en el momento de la pasión de Jesús. Cuando el Señor fue arrestado, tuvo miedo y lo negó tres veces. Fue vencido por la tempestad. Pero cuando su mirada se cruzó con la de Cristo, la misericordia de Dios lo volvió a asir y, haciéndole derramar lágrimas, lo levantó de su caída.

He querido evocar la historia de san Pedro, porque sé que este lugar y toda vuestra Iglesia están particularmente vinculados al Príncipe de los Apóstoles. Como recordó al inicio el obispo, según la tradición, a él se remonta el primer anuncio del Evangelio en esta tierra. El Pescador, "pescado" por Jesús, echó las redes también aquí, y nosotros hoy damos gracias por haber sido objeto de esta "pesca milagrosa", que dura ya dos mil años, una pesca que, como escribe precisamente san Pedro, "nos ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (de Dios)" (1P 2,9).

Para convertirse en pescadores con Cristo es necesario antes ser "pescados" por él. San Pedro es testigo de esta realidad, al igual que san Pablo, gran convertido, de cuyo nacimiento dentro de pocos días inauguraremos el bimilenario. Como Sucesor de san Pedro y obispo de la Iglesia fundada sobre la sangre de estos dos eminentes Apóstoles, he venido a confirmaros en la fe en Jesucristo, único Salvador del hombre y del mundo.

La fe de san Pedro y la fe de María se unen en este santuario. Aquí se puede constatar el doble principio de la experiencia cristiana: el mariano y el petrino. Ambos, juntos, os ayudarán, queridos hermanos y hermanas, a "recomenzar desde Cristo", a renovar vuestra fe, para que responda a las exigencias de nuestro tiempo. María os enseña a permanecer siempre a la escucha del Señor en el silencio de la oración, a acoger con disponibilidad generosa su palabra con el profundo deseo de entregaros vosotros mismos a Dios, de entregarle vuestra vida concreta, para que su Verbo eterno, con la fuerza del Espíritu Santo, pueda "encarnarse" también hoy en nuestra historia.

María os ayudará a seguir a Jesús con fidelidad, a uniros a él en la ofrenda del sacrificio, a llevar en el corazón la alegría de su resurrección y a vivir con constante docilidad al Espíritu de Pentecostés. De modo complementario, también san Pedro os enseñará a sentir y a creer con la Iglesia, firmes en la fe católica; os llevará a gustar y sentir celo por la unidad, por la comunión; a tener la alegría de caminar juntamente con los pastores; y, al mismo tiempo, os comunicará el anhelo de la misión, de compartir el Evangelio con todos, de hacer que llegue hasta los últimos confines de la tierra.

"De finibus terrae": el nombre de este lugar santo es muy hermoso y sugestivo, porque evoca una de las últimas palabras de Jesús a sus discípulos. Situado entre Europa y el Mediterráneo, entre Occidente y Oriente, nos recuerda que la Iglesia no tiene confines, es universal. Y los confines geográficos, culturales y étnicos, como también los confines religiosos, son para la Iglesia una invitación a la evangelización en la perspectiva de la "comunión de las diversidades".

La Iglesia nació en Pentecostés; nació universal; y su vocación es hablar todas las lenguas del mundo. Según la vocación y misión originaria revelada a Abraham, la Iglesia existe para ser una bendición en beneficio de todos los pueblos de la tierra (cf. Gn 12,1-3); para ser, como dice el concilio ecuménico Vaticano II, signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium LG 1).

La Iglesia que está en Puglia posee una marcada vocación a ser puente entre pueblos y culturas. En efecto, esta tierra y este santuario son una "avanzada" en esa dirección, y me ha alegrado mucho constatar, tanto en la carta de vuestro obispo como también hoy en sus palabras, cuán viva es entre vosotros esta sensibilidad y cómo la sentís de modo positivo, con genuino espíritu evangélico.

Queridos amigos, sabemos bien, porque el Señor Jesús fue muy claro al respecto, que la eficacia del testimonio depende de la intensidad del amor. De nada vale proyectarse hasta los confines de la tierra si antes no nos amamos y ayudamos los unos a los otros en el seno de la comunidad cristiana. Por eso, la exhortación del apóstol san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura (cf. Col 3,12-17), es fundamental no sólo para vuestra vida de familia eclesial, sino también para vuestro compromiso de animación de la realidad social.

Efectivamente, en un contexto que tiende a fomentar cada vez más el individualismo, el primer servicio de la Iglesia consiste en educar en el sentido social, en la atención al prójimo, en la solidaridad, impulsando a compartir. La Iglesia, dotada como está por su Señor de una carga espiritual que se renueva continuamente, puede ejercer un influjo positivo también en el ámbito social, porque promueve una humanidad renovada y relaciones abiertas y constructivas, respetando y sirviendo en primer lugar a los últimos y a los más débiles.

Aquí, en Salento, como en todo el sur de Italia, las comunidades eclesiales son lugares donde las generaciones jóvenes pueden aprender la esperanza, no como utopía, sino como confianza tenaz en la fuerza del bien. El bien vence y, aunque a veces puede parecer derrotado por el atropello y la astucia, en realidad sigue actuando en el silencio y en la discreción, dando frutos a largo plazo.

Esta es la renovación social cristiana, basada en la transformación de las conciencias, en la formación moral, en la oración; sí, porque la oración da fuerza para creer y luchar por el bien, incluso cuando humanamente se siente la tentación del desaliento y de dar marcha atrás. Las iniciativas que el obispo citó al inicio —la de las religiosas Marcelinas y la de los padres Trinitarios—, y las demás que estáis llevando a cabo en vuestro territorio, son signos elocuentes de este estilo típicamente eclesial de promoción humana y social.

Al mismo tiempo, aprovechando la ocasión de la presencia de las autoridades civiles, me complace recordar que la comunidad cristiana no puede y no quiere nunca suplantar las legítimas y necesarias competencias de las instituciones; más aún, las estimula y las sostiene en sus tareas, y se propone siempre colaborar con ellas para el bien de todos, comenzando por las situaciones más problemáticas y difíciles.

Por último, mi pensamiento vuelve a la Virgen santísima. Desde este santuario de Santa María de finibus terrae deseo dirigirme en peregrinación espiritual a los diversos santuarios marianos de Salento, auténticas joyas engarzadas en esta península lanzada como un puente sobre el mar. La piedad mariana de las poblaciones se formó bajo el admirable influjo de la devoción basiliana a la Theotókos, una devoción cultivada después por los hijos de san Benito, de santo Domingo, de san Francisco, y expresada en hermosísimas iglesias y sencillas ermitas, que es preciso cuidar y conservar como signo de la rica herencia religiosa y civil de vuestro pueblo.

Así pues, nos dirigimos una vez más a ti, Virgen María, que permaneciste intrépida al pie de la cruz de tu Hijo. Tú eres modelo de fe y de esperanza en la fuerza de la verdad y del bien. Con palabras del antiguo himno, te invocamos: "Rompe los lazos de los oprimidos, devuelve la luz a los ciegos, aleja de nosotros todo mal, pide para nosotros todo bien". Y, ensanchando la mirada al horizonte donde el cielo y el mar se unen, queremos encomendarte a los pueblos que se asoman al Mediterráneo y a los del mundo entero, invocando para todos desarrollo y paz: "Danos días de paz, vela sobre nuestro camino, haz que veamos a tu Hijo, llenos de alegría en el cielo". Amén.




Benedicto XVI Homilias 17058