Benedicto XVI Homilias 14068

MISA EN EL MUELLE DE SAN APOLINAR EN EL PUERTO BRINDISI

Domingo 15 de junio de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

En el centro de mi visita a Brindisi celebramos, en el día del Señor, el misterio que es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia. Celebramos a Cristo en la Eucaristía, el mayor don que ha brotado de su Corazón divino y humano, el Pan de vida partido y compartido, para que lleguemos a ser uno con él y entre nosotros.

Os saludo con afecto a todos los que os habéis dado cita en este lugar tan simbólico, el puerto, que evoca los viajes misioneros de san Pedro y san Pablo. Veo con alegría a numerosos jóvenes, que han animado la vigilia esta noche, preparándose a la celebración eucarística. También os saludo a vosotros, que participáis espiritualmente a través de la radio y la televisión.

Dirijo un saludo particular al pastor de esta amada Iglesia, mons. Rocco Talucci, agradeciéndole las palabras que ha pronunciado al inicio de la santa misa. Saludo asimismo a los demás obispos de Puglia, que han querido estar aquí con nosotros en comunión fraterna de sentimientos. Me alegra en especial la presencia del metropolita Gennadios, al que expreso mi cordial saludo, extendiéndolo a todos los hermanos ortodoxos y de las demás confesiones, desde esta Iglesia de Brindisi que, por su vocación ecuménica, nos invita a orar y comprometernos en favor de la unidad plena de todos los cristianos.

Saludo con gratitud a las autoridades civiles y militares que participan en esta liturgia, con los mejores deseos para su servicio. Mi saludo afectuoso va también a los presbíteros y a los diáconos, a las religiosas y a los religiosos, así como a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a los enfermos del hospital y a los reclusos de la cárcel, a los que aseguro un recuerdo en mi oración. ¡Gracia y paz de parte del Señor a cada uno y a toda la ciudad de Brindisi!

Los textos bíblicos que hemos escuchado en este undécimo domingo del tiempo ordinario nos ayudan a comprender la realidad de la Iglesia: la primera lectura (cf.
Ex 19,2-6) evoca la alianza establecida en el monte Sinaí durante el éxodo de Egipto; el pasaje evangélico (cf. Mt 9,36-10,8) recoge la llamada y la misión de los doce Apóstoles. Aquí se nos presenta la "constitución" de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su impulso misionero?

En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma, en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios propone convertirse en "su propiedad personal entre todos los pueblos" (Ex 19,5).

En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una "nación santa", no sólo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente con la venida de Jesucristo.

El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce, dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial, aunque solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando los Doce, "llenos del Espíritu Santo" (Ac 2,3-4), proclamarán el Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta los últimos confines de la tierra (cf. Mt 28,20).

El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal.

Como hemos escuchado, a los Doce "les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia" (Mt 10,1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor.

Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera.

Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: sólo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal.

Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio "santidad-misión" —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás— se está centrando vuestra comunidad eclesial, queridos hermanos y hermanas, durante este tiempo del Sínodo diocesano.

Al respecto, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos.

En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo.

A la luz de esta providencial palabra de Dios, tengo hoy la alegría de confirmar el camino de vuestra Iglesia. Es un camino de santidad y de misión, sobre el que vuestro arzobispo os ha invitado a reflexionar en su reciente carta pastoral; es un camino que él ha verificado ampliamente en el transcurso de la visita pastoral y que ahora quiere promover mediante el Sínodo diocesano.

El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir, la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el estilo de Jesús: el estilo de la "compasión". El evangelista lo pone de relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la muchedumbre: "Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor" (Mt 9,36). Y, después de la llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de dirigirse "a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10,6).

En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres, especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza. ¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: "Id proclamando que el reino de los cielos está cerca"? (Mt 10,7). Esta esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de Dios, está la novedad del mundo—, como lo recordaba bien en su título la cuarta Asamblea eclesial italiana, celebrada en Verona: Cristo resucitado es la "esperanza del mundo".

También vosotros, queridos hermanos y hermanas de esta antigua Iglesia de Brindisi, animados por la esperanza en la que habéis sido salvados, sed signos e instrumentos de la compasión, de la misericordia de Cristo. Al obispo y a los presbíteros les repito con fervor las palabras del Maestro divino: "Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8). Este mandato se dirige también hoy en primer lugar a vosotros. El Espíritu que actuaba en Cristo y en los Doce es el mismo que actúa en vosotros y que os permite realizar entre vuestra gente, en este territorio, los signos del reino de amor, de justicia y de paz que viene, más aún, que ya está en el mundo.

Pero, por la gracia del Bautismo y de la Confirmación, todos los miembros del pueblo de Dios participan, de maneras diversas, en la misión de Jesús. Pienso en las personas consagradas, que han hecho los votos de pobreza, virginidad y obediencia; pienso en los cónyuges cristianos y en vosotros, fieles laicos, comprometidos en la comunidad eclesial y en la sociedad tanto de forma individual como en asociaciones. Queridos hermanos y hermanas, todos sois destinatarios del deseo de Jesús de multiplicar los obreros de la mies del Señor (cf. Mt 9,38).

Este deseo, que debe convertirse en oración, nos lleva a pensar, en primer lugar, en los seminaristas y en el nuevo seminario de esta archidiócesis; nos hace considerar que la Iglesia es, en sentido amplio, un gran "seminario", comenzando por la familia, hasta las comunidades parroquiales, las asociaciones y los movimientos de compromiso apostólico. Todos, en la variedad de los carismas y de los ministerios, estamos llamados a trabajar en la viña del Señor.

Queridos hermanos y hermanas de Brindisi, seguid por el camino emprendido con este espíritu. Que velen sobre vosotros vuestros patronos, san Leucio y san Oroncio, que llegaron de Oriente en el siglo II para regar esta tierra con el agua viva de la palabra de Dios. Las reliquias de san Teodoro de Amasea, veneradas en la catedral de Brindisi, os recuerden que dar la vida por Cristo es la predicación más eficaz. San Lorenzo, hijo de esta ciudad, que siguiendo las huellas de san Francisco de Asís se convirtió en apóstol de paz en una Europa desgarrada por guerras y discordias, os obtenga el don de una auténtica fraternidad.

Os encomiendo a todos a la protección de la Virgen María, Madre de la esperanza y Estrella de la evangelización. Que os ayude la Virgen santísima a permanecer en el amor de Cristo, para que podáis dar frutos abundantes para gloria de Dios Padre y para la salvación del mundo. Amén.



MISA DE CLAUSURA DEL 49° CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL CELEBRADO EN QUEBEC (CANADÁ)

EN CONEXIÓN TELEVISIVA VÍA SATÉLITE

Domingo 22 de junio de 2008

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Señores cardenales;
excelencias;
queridos hermanos y hermanas:

Mientras estáis reunidos con motivo del 49° Congreso eucarístico internacional, me alegra unirme a vosotros a través de la televisión, asociándome así a vuestra oración. Ante todo deseo saludar al señor cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec, y al señor cardenal Jozef Tomko, enviado especial al Congreso, así como a todos los cardenales y obispos presentes.

También saludo cordialmente a las personalidades de la sociedad civil que han querido participar en la liturgia. Saludo con afecto a los sacerdotes, a los diáconos y a todos los fieles presentes, así como a todos los católicos de Quebec, de todo Canadá y de los demás continentes. No olvido que vuestro país celebra este año el IV centenario de su fundación. Es una ocasión para que cada uno recuerde los valores que animaban a los pioneros y a los misioneros en vuestro país.

El tema elegido para este nuevo Congreso eucarístico internacional es: "La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". La Eucaristía es nuestro tesoro más valioso. Es el sacramento por excelencia; nos introduce anticipadamente en la vida eterna; contiene todo el misterio de nuestra salvación; y es la fuente y la cumbre de la acción y de la vida de la Iglesia, como recuerda el concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium
SC 8).

Por tanto, es sumamente importante que los pastores y los fieles se comprometan constantemente a profundizar en este gran sacramento. Así, cada uno podrá fortalecer su fe y cumplir cada vez mejor su misión en la Iglesia y en el mundo, recordando que la Eucaristía conlleva la fecundidad en su vida personal, así como en la vida de la Iglesia y del mundo. El Espíritu de verdad da testimonio en vuestro corazón; también vosotros dad testimonio de Cristo ante los hombres, como reza la antífona del Aleluya de esta misa.

Por consiguiente, la participación en la Eucaristía no nos aleja de nuestros contemporáneos; al contrario, dado que es la expresión por excelencia del amor de Dios, nos invita a comprometernos con todos nuestros hermanos para afrontar los desafíos actuales y para hacer de la tierra un lugar en que se viva bien. Por eso, debemos luchar sin cesar para que se respete a toda persona desde su concepción hasta su muerte natural; para que nuestras sociedades ricas acojan a los más pobres y reconozcan toda su dignidad; para que cada persona pueda alimentarse y mantener a su familia; y para que en todos los continentes reinen la paz y la justicia. Estos son algunos de los desafíos que han de movilizar a todos nuestros contemporáneos: para afrontarlos, los cristianos deben encontrar la fuerza en el misterio eucarístico.

"Misterio de la fe": es lo que proclamamos en cada misa. Deseo que todos se esfuercen por estudiar este gran misterio, especialmente releyendo y profundizando, individual y colectivamente, en el texto del Concilio sobre la liturgia, la constitución Sacrosanctum Concilium, con el fin de testimoniar con valentía ese misterio. De este modo, cada persona logrará entender mejor el sentido de cada aspecto de la Eucaristía, comprendiendo su profundidad y viviéndola cada vez con mayor intensidad.

Cada frase, cada gesto tiene su sentido, y entraña un misterio. Espero sinceramente que este Congreso impulse a todos los fieles a comprometerse igualmente en una renovación de la catequesis eucarística, de modo que ellos mismos adquieran una auténtica conciencia eucarística y, a su vez, enseñen a los niños y a los jóvenes a reconocer el misterio central de la fe y a construir su vida en torno a él. Exhorto de manera especial a los sacerdotes a rendir el debido honor al rito eucarístico y pido a todos los fieles que, en la acción eucarística, respeten la función de cada persona, tanto del sacerdote como de los laicos. La liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia.

La recepción de la Eucaristía, la adoración del Santísimo Sacramento —con ella queremos profundizar nuestra comunión, prepararnos para ella y prolongarla— nos permite entrar en comunión con Cristo, y a través de él, con toda la Trinidad, para llegar a ser lo que recibimos y para vivir en comunión con la Iglesia. Al recibir el Cuerpo de Cristo recibimos la fuerza "para la unidad con Dios y con los demás" (cf. san Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, 11, 11; cf. san Agustín, Sermo 577).

No debemos olvidar nunca que la Iglesia está construida en torno a Cristo y que, como dijeron san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno, siguiendo a san Pablo (cf. 1Co 10,17), la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, porque todos formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es el Señor. Debemos recordar siempre la última Cena del Jueves santo, donde recibimos la prenda del misterio de nuestra redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo, el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios.

También deseo invitar a los pastores y a los fieles a prestar atención renovada a su preparación para recibir la Eucaristía. A pesar de nuestra debilidad y nuestro pecado, Cristo quiere habitar en nosotros. Por eso, debemos hacer todo lo posible para recibirlo con un corazón puro, recuperando sin cesar, mediante el sacramento del perdón, la pureza que el pecado mancilló, "poniendo nuestra alma de acuerdo con nuestra voz" según la invitación del Concilio (cf. Sacrosanctum Concilium SC 11). De hecho, el pecado, sobre todo el pecado grave, se opone a la acción de la gracia eucarística en nosotros. Por otra parte, los que no pueden comulgar debido a su situación, de todos modos encontrarán en una comunión de deseo y en la participación en la Eucaristía una fuerza y una eficacia salvadora.

La Eucaristía ocupa un lugar muy especial en la vida de los santos. Demos gracias a Dios por la historia de santidad de Quebec y de Canadá, que ha contribuido a la vida misionera de la Iglesia. Vuestro país honra de modo particular a sus mártires canadienses, Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y sus compañeros, que dieron su vida por Cristo, uniéndose así a su sacrificio en la cruz. Pertenecen a la generación de hombres y mujeres que fundaron y desarrollaron la Iglesia en Canadá, con Margarita Bourgeoys, Margarita de Youville, María de la Encarnación, María-Catalina de San Agustín, monseñor François de Laval, fundador de la primera diócesis de América del norte, Dina Bélanger y Catalina Tekakwitha.

Seguid su ejemplo. Como ellos, no tengáis miedo. Dios os acompaña y os protege. Haced que cada día sea una ofrenda a la gloria de Dios Padre y participad en la construcción del mundo, recordando con sano orgullo vuestra herencia religiosa y su arraigo social y cultural, y esforzándoos por difundir en vuestro entorno los valores morales y espirituales que nos vienen del Señor.
La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de alianza. "Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico, toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en su significado" (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur inneren Stille, Aschaffenburg 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el don recibido en la Eucaristía.

La Eucaristía, como recuerda el concilio Vaticano II, tiene un carácter sagrado: "Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (Sacrosanctum Concilium SC 7). En cierto sentido, es una "liturgia celestial", anticipación del banquete en el Reino eterno, al anunciar la muerte y la resurrección de Cristo, "hasta que vuelva" (1Co 11,26).

A fin de que al pueblo de Dios no le falten nunca ministros para darle el Cuerpo de Cristo, debemos pedir al Señor que otorgue a su Iglesia el don de nuevos sacerdotes. Os invito también a transmitir la llamada al sacerdocio a los jóvenes, para que acepten con alegría y sin miedo responder a Cristo. No quedarán defraudados. Que las familias sean el lugar principal y la cuna de las vocaciones.

Antes de terminar, con alegría os anuncio el próximo Congreso eucarístico internacional. Se celebrará en Dublín, Irlanda, en el año 2012. Pido al Señor que os ayude a cada uno a descubrir la profundidad y la grandeza del misterio de la fe. Que Cristo, presente en la Eucaristía, y el Espíritu Santo, invocado sobre el pan y sobre el vino, os acompañen en vuestro camino diario y en vuestra misión. A ejemplo de la Virgen María, estad abiertos a la obra de Dios en vosotros.

Encomendándoos a la intercesión de Nuestra Señora, de santa Ana, patrona de Quebec, y de todos los santos de vuestra tierra, os imparto a todos una afectuosa bendición apostólica, y a todas las personas presentes, que han acudido de los diferentes países del mundo.

Queridos amigos, al llegar a su fin este importante acontecimiento en la vida de la Iglesia, os invito a todos a uniros a mí en la oración por el éxito del próximo Congreso eucarístico internacional, que se celebrará en el año 2012 en la ciudad de Dublín. Aprovecho la ocasión para saludar cordialmente al pueblo de Irlanda, que se prepara para acoger ese encuentro eclesial. Confío en que, juntamente con todos los participantes en el próximo Congreso, encuentren en él una fuente de permanente renovación espiritual.


CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO PAULINO

Basílica de San Pablo extramuros, Sábado 28 de junio de 2008

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Santidad y delegados fraternos;
señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Estamos reunidos junto a la tumba de san Pablo, que nació, hace dos mil años, en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. ¿Quién era este Pablo? En el templo de Jerusalén, ante la multitud agitada que quería matarlo, se presenta a sí mismo con estas palabras: "Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba lleno de celo por Dios..." (
Ac 22,3). Al final de su camino, dirá de sí mismo: "Yo he sido constituido... maestro de los gentiles en la fe y en la verdad" (1Tm 2,7 cf. 2Tm 1,11).

Maestro de los gentiles, apóstol y heraldo de Jesucristo: así se define a sí mismo con una mirada retrospectiva al itinerario de su vida. Pero su mirada no se dirige solamente al pasado. "Maestro de los gentiles": esta expresión se abre al futuro, a todos los pueblos y a todas las generaciones. San Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. También para nosotros es maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo.

Por tanto, no estamos reunidos para reflexionar sobre una historia pasada, irrevocablemente superada. San Pablo quiere hablar con nosotros hoy. Por eso he querido convocar este "Año paulino" especial: para escucharlo y aprender ahora de él, como nuestro maestro, "la fe y la verdad" en las que se arraigan las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo. En esta perspectiva he querido encender, para este bimilenario del nacimiento del Apóstol, una "llama paulina" especial, que permanecerá encendida durante todo el año en un brasero particular puesto en el atrio de cuatro pórticos de la basílica.

Para solemnizar este acontecimiento he inaugurado también la así llamada "puerta paulina", por la que he entrado en la basílica acompañado por el Patriarca de Constantinopla, por el cardenal arcipreste y por otras autoridades religiosas. Para mí es motivo de íntima alegría que la inauguración del "Año paulino" asuma un carácter ecuménico peculiar por la presencia de numerosos delegados y representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales, a quienes acojo con corazón abierto.

Saludo en primer lugar a Su Santidad el Patriarca Bartolomé I y a los miembros de la delegación que lo acompaña, así como al numeroso grupo de laicos que desde varias partes del mundo han venido a Roma para vivir con él y con todos nosotros estos momentos de oración y de reflexión. Saludo a los delegados fraternos de las Iglesias que tienen un vínculo particular con el apóstol san Pablo -Jerusalén, Antioquía, Chipre y Grecia- y forman el ambiente geográfico de la vida del Apóstol antes de su llegada a Roma. Saludo cordialmente a los hermanos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y Occidente, así como a todos vosotros que habéis querido participar en este solemne inicio del "Año" dedicado al Apóstol de los gentiles.

Por consiguiente, estamos aquí reunidos para interrogarnos sobre el gran Apóstol de los gentiles. No sólo nos preguntamos: ¿Quién era san Pablo? Sobre todo nos preguntamos: ¿Quién es san Pablo? ¿Qué me dice a mí? En esta hora, al inicio del "Año paulino" que estamos inaugurando, quiero elegir del rico testimonio del Nuevo Testamento tres textos en los que se manifiesta su fisonomía interior, lo específico de su carácter.

En la carta a los Gálatas nos dio una profesión de fe muy personal, en la que abre su corazón ante los lectores de todos los tiempos y revela cuál es la motivación más íntima de su vida. "Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20). Todo lo que hace san Pablo parte de este centro. Su fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia de que Cristo no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a él -a san Pablo-, y que, como Resucitado, lo sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por él. Su fe consiste en ser conquistado por el amor de Jesucristo, un amor que lo conmueve en lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo.

Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo que sabe usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de su Cartas, la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: "Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas... Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1Th 2,2 1Th 2,5).

Para él la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la persecución y el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo era el hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás este amor. San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a partir de este centro. Los conceptos fundamentales de su anuncio únicamente se comprenden sobre esta base.

Tomemos solamente una de sus palabras-clave: la libertad. La experiencia de ser amado hasta el fondo por Cristo le había abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana; aquella experiencia lo abarcaba todo. San Pablo era libre como hombre amado por Dios que, en virtud de Dios, era capaz de amar juntamente con él. Este amor es ahora la "ley" de su vida, y precisamente así es la libertad de su vida. Habla y actúa movido por la responsabilidad del amor. Libertad y responsabilidad están aquí inseparablemente unidas. Por estar en la responsabilidad del amor, es libre; por ser alguien que ama, vive totalmente en la responsabilidad de este amor y no considera la libertad como un pretexto para el arbitrio y el egoísmo.

Con ese mismo espíritu san Agustín formuló la frase que luego se hizo famosa: "Dilige et quod vis fac" (Tract. In 1 Jo 7, 7-8), "Ama y haz lo que quieras". Quien ama a Cristo como lo amaba san Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad de Dios y de ella recibe el camino por recorrer.

En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo quisiera recordar, en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le dirigió en el camino de Damasco. Primero el Señor le dice: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?". Ante la pregunta: "¿Quién eres, Señor?", recibe como respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Ac 9,4 s). Persiguiendo a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. "Tú me persigues". Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto.

En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la vida de Saulo, se halla contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante "su causa". La Iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo "carne". Tiene "carne y huesos" (Lc 24,39), como afirma en el evangelio de san Lucas el Resucitado ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo.

Está presente personalmente en su Iglesia; "Cabeza y Cuerpo" forman un único sujeto, dirá san Agustín. "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?", escribe san Pablo a los Corintios (1Co 6,15). Y añade: del mismo modo que, según el libro del Génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección (cf. 1Co 6,16 ss).

En todo esto se refleja el misterio eucarístico, en el que Cristo entrega continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: "El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1Co 10,16-17).

En esta hora, no sólo san Pablo, sino también el Señor mismo se dirige a nosotros con estas palabras: ¿Cómo habéis podido desgarrar mi Cuerpo? Ante el rostro de Cristo, estas palabras se transforman al mismo tiempo en una petición urgente: condúcenos nuevamente a la unidad desde todas las divisiones. Haz que hoy sea de nuevo realidad: Hay un solo pan, por eso nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo.

Para san Pablo, las palabras sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo no son una comparación cualquiera. Van más allá de una comparación. "¿Por qué me persigues?". Cristo nos atrae continuamente dentro de su Cuerpo, edifica su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para san Pablo es el centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos y cada uno podemos experimentar de un modo totalmente personal: él me ha amado y se ha entregado por .

Concluyo con unas de las últimas palabras de san Pablo, una exhortación a Timoteo desde la cárcel, poco antes de su muerte: "Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio", dice el Apóstol a su discípulo (2Tm 1,8). Estas palabras, escritas por el Apóstol como un testamento al final de su camino, remiten al inicio de su misión. Mientras Pablo, después de su encuentro con el Resucitado, estaba ciego en su casa de Damasco, Ananías recibió la orden de ir a visitar al temido perseguidor e imponerle las manos para devolverle la vista. Ante la objeción de que Saulo era un perseguidor peligroso de los cristianos, Ananías recibió como respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los pueblos y los reyes. "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre" (Ac 9,16).

El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo están inseparablemente unidos. La llamada a ser maestro de los gentiles es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe.

No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.

A la luz de todas las cartas de san Pablo, vemos cómo se cumplió en su camino de maestro de los gentiles la profecía hecha a Ananías en la hora de la llamada: "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre". Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no busca su propio interés, su propia gloria, su propia satisfacción personal, sino que se compromete por Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por todos nosotros.

En esta hora damos gracias al Señor porque llamó a san Pablo, transformándolo en luz de los gentiles y maestro de todos nosotros, y le pedimos: Concédenos también hoy testigos de la Resurrección, conquistados por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio a nuestro tiempo. San Pablo, ruega por nosotros. Amén.




Benedicto XVI Homilias 14068