Benedicto XVI Homilias 19078

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

Hipódromo de Randwick, Domingo 20 de julio de 2008

20078

Queridos amigos:

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza» (
Ac 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la esperanza y a la vida nueva en Cristo.

En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a esta estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe, jóvenes hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder del Espíritu de Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran asamblea, que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Ac 2,5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza». Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo, durante esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada uno de nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu de reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en sus corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen cotidianamente en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».

Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo, hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos rodean.

Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo», todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han abierto para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente: «colmado», como dice el poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la gloria de su amor creativo. También aquí, en esta gran asamblea de jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de nuestra fe en el Señor resucitado.

La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. A través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu y nos atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo. San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al comienzo del siglo segundo, nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu como de una fuente de agua viva que surge en su corazón y susurra: «Ven, ven al Padre» (cf. A los Rom 6,1-9).

Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos permite ser sal y luz para nuestro mundo.

En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis testigos… hasta los confines del mundo» (Ac 1,8). Aquí, en Australia, damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros como un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión de la Iglesia. Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a todos aquellos misioneros, sacerdotes y religiosos comprometidos, padres y abuelos cristianos, maestros y catequistas, que han edificado la Iglesia en estas tierras. Testigos como la Beata Mary Mackillop, San Peter Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La fuerza del Espíritu, manifestada en sus vidas, está todavía activa en las iniciativas beneficiosas que han dejado en la sociedad que han plasmado y que ahora se os confía a vosotros.

Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?

La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la nueva era prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que Jesucristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías que posee en plenitud el Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad entera. La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19 Is 61,1-2). Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Ps 104,30).

Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.

El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.

También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser siempre joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium LG 4). En la segunda lectura de hoy, el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un don que debe ser usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene especialmente necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros, jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada. No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de encontrar vuestra alegría en hacer su voluntad, entregándoos completamente para llegar a la santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los otros.

Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con el don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa recibir la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente, inalterablemente cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han recibido este don, ya nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1Co 12,13) significa haber sido refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no tener miedo de defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la civilización del amor.

Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que la fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada uno de nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre todos los presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de Australia y sobre todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado en el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.

Que por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, esta XXIII Jornada Mundial de la Juventud sea vivida como un nuevo cenáculo, de forma que todos nosotros, enardecidos con el fuego del amor del Espíritu Santo, continuemos proclamando al Señor resucitado y atrayendo a cada corazón hacia Él. Amén.



El Santo Padre, después de la homilía, dirigió saludos a los jóvenes en italiano, francés, alemán, español y portugués)

Saludo de corazón a los jóvenes de lengua italiana y extiendo mi saludo afectuoso a todos los que son originarios de Italia y viven en Australia. Al final de esta extraordinaria experiencia de Iglesia, que nos ha hecho vivir un renovado Pentecostés, volved a casa robustecidos con la fuerza del Espíritu Santo. Sed testigos de Cristo resucitado, esperanza de los jóvenes y de toda la familia humana.

Queridos jóvenes de lengua francesa, el Espíritu Santo es la fuente del mensaje de Jesucristo y de su acción salvífica. Habla al corazón con un lenguaje que cada uno comprende. La variedad de dones del Espíritu Santo os hace comprender la riqueza de gracias que hay en Dios. Ojalá que os abráis a su soplo. Permitid su acción en vosotros y en vuestro entorno. Así viviréis en Dios y testimoniaréis que Cristo es el Salvador que espera el mundo.

Queridos jóvenes de lengua alemana, también a vosotros os saludo con afecto. El Espíritu Santo es Espíritu de comunión y fuente de comprensión y comunicación. Hablad a los demás de vuestras esperanzas y de vuestros ideales; hablad de Dios y con Dios. El hombre que vive en el amor a Dios y en el amor al prójimo es feliz. Que el Espíritu de Dios os guíe por la senda de la paz.

Queridos jóvenes de lengua española, en Cristo se cumplen todas las promesas de salvación verdadera para la humanidad. Él tiene para cada uno de vosotros un proyecto de amor en el que se encuentra el sentido y la plenitud de la vida, y espera de todos vosotros que hagáis fructificar los dones que os ha dado, siendo sus testigos de palabra y con el propio ejemplo. No lo defraudéis.

Queridos jóvenes de lengua portuguesa, queridos amigos en Cristo, ya sabéis que Jesús no os deja solos. Dijo: "Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad (...) Vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está" (Jn 14,16-17). Es verdad. Sobre vosotros ha bajado una lengua de fuego de Pentecostés: es vuestro sello de cristianos. Pero no debéis guardarlo sólo para vosotros, pues "a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Co 12,7). Llevad este fuego santo a todos los rincones de la tierra. Nada ni nadie lo podrá apagar, pues ha bajado del cielo. Esta es vuestra fuerza, queridos jóvenes amigos. Por eso, vivid del Espíritu y para el Espíritu.


SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo, Viernes 15 de agosto de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón del verano, como cada año, vuelve la solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, la fiesta mariana más antigua. Es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad. El clima de la celebración de hoy está todo él penetrado de alegría pascual. "Hoy —canta la antífona del Magníficat— la Virgen María sube a los cielos; porque reina con Cristo para siempre. Aleluya". Este anuncio nos habla de un acontecimiento totalmente único y extraordinario, pero destinado a colmar de esperanza y felicidad el corazón de todo ser humano. María es, en efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual el misterio de Cristo —encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo— ha tenido ya pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y cuerpo al reino de la vida inmortal. Por eso la Virgen María, como recuerda el concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura esperanza y de consolación (cf. Lumen gentium
LG 68). La fiesta de hoy nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos.

San Germán, obispo de Constantinopla en el siglo VIII, en un discurso pronunciado en la fiesta de la Asunción, dirigiéndose a la celestial Madre de Dios, se expresaba así: "Tú eres la que, por medio de tu carne inmaculada, uniste a Cristo al pueblo cristiano... Como todo sediento corre a la fuente, así toda alma corre a ti, fuente de amor; y como cada hombre aspira a vivir, a ver la luz que no tramonta, así cada cristiano suspira por entrar en la luz de la Santísima Trinidad, donde tú ya has entrado". Estos mismos sentimientos nos animan hoy mientras contemplamos a María en la gloria de Dios. Cuando ella se durmió en este mundo para despertarse en el cielo, siguió simplemente por última vez al Hijo Jesús en su viaje más largo y decisivo, en su paso "de este mundo al Padre" (cf. Jn 13,1).

Como él, junto con él, partió de este mundo para volver "a la casa del Padre" (cf. Jn 14,2). Y todo esto no está lejos de nosotros, como quizá podría parecer en un primer momento, porque todos somos hijos del Padre, de Dios, todos somos hermanos de Jesús y todos somos también hijos de María, nuestra Madre. Todos tendemos a la felicidad. Y la felicidad a la que todos tendemos es Dios, así todos estamos en camino hacia esa felicidad que llamamos cielo, que en realidad es Dios. Que María nos ayude, nos anime, a hacer que todo momento de nuestra existencia sea un paso en este éxodo, en este camino hacia Dios. Que nos ayude a hacer así presente también la realidad del cielo, la grandeza de Dios en la vida de nuestro mundo. En el fondo, ¿no es éste el dinamismo pascual del hombre, de todo hombre, que quiere llegar a ser celestial, totalmente feliz, en virtud de la resurrección de Cristo? ¿Y no es tal vez este el comienzo y anticipación de un movimiento que se refiere a todo ser humano y al cosmos entero? Aquella de la que Dios había tomado su carne y cuya alma había sido traspasada por una espada en el Calvario fue la primera en ser asociada, y de modo singular, al misterio de esta transformación, a la que todos tendemos, traspasados a menudo también nosotros por la espada del sufrimiento en este mundo.

La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la pasión, así como en el gozo definitivo. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su Madre terrena, María, y en ella toda la humanidad está implicada en la Asunción hacia Dios, y con ella toda la creación, cuyos gemidos, cuyos sufrimientos, son —como dice san Pablo— los dolores de parto de la humanidad nueva. Nacen así los nuevos cielos y la nueva tierra, en la que ya no habrá ni llanto ni lamento, porque ya no existirá la muerte (cf. Ap 21,1-4).

¡Qué gran misterio de amor se nos propone hoy a nuestra contemplación! Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor. Sólo el amor es omnipotente. Ese amor impulsó a Cristo a morir por nosotros y así a vencer la muerte. Sí, ¡sólo el amor hace entrar en el reino de la vida! Y María entró detrás de su Hijo, asociada a su gloria, después de haber sido asociada a su pasión. Entró allí con ímpetu incontenible, manteniendo abierto detrás de sí el camino a todos nosotros. Por eso hoy la invocamos: "Puerta del cielo", "Reina de los ángeles" y "Refugio de los pecadores". Ciertamente, no son los razonamientos los que nos hacen comprender estas realidades tan sublimes, sino la fe sencilla, pura, y el silencio de la oración los que nos ponen en contacto con el misterio que nos supera infinitamente. La oración nos ayuda a hablar con Dios y a escuchar cómo el Señor habla a nuestro corazón.

Pidamos a María que nos haga hoy el don de su fe, la fe que nos hace vivir ya en esta dimensión entre finito e infinito, la fe que transforma incluso el sentimiento del tiempo y del paso de nuestra existencia, la fe en la que sentimos íntimamente que nuestra vida no está encerrada en el pasado, sino atraída hacia el futuro, hacia Dios, allí donde Cristo nos ha precedido y detrás de él, María.
Mirando a la Virgen elevada al cielo comprendemos mejor que nuestra vida de cada día, aunque marcada por pruebas y dificultades, corre como un río hacia el océano divino, hacia la plenitud de la alegría y de la paz. Comprendemos que nuestro morir no es el final, sino el ingreso en la vida que no conoce la muerte. Nuestro ocaso en el horizonte de este mundo es un resurgir a la aurora del mundo nuevo, del día eterno.

"María, mientras nos acompañas en la fatiga de nuestro vivir y morir diario, mantennos constantemente orientados hacia la verdadera patria de las bienaventuranzas. Ayúdanos a hacer como tú has hecho".

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos que esta mañana participáis en esta celebración, hagamos juntos esta plegaria a María. Ante el triste espectáculo de tanta falsa alegría y, a la vez, de tanta angustia y dolor que se difunde en el mundo, debemos aprender de ella a ser signos de esperanza y de consolación, debemos anunciar con nuestra vida la resurrección de Cristo.

"Ayúdanos tú, oh Madre, fúlgida Puerta del cielo, Madre de la Misericordia, fuente a través de la cual ha brotado nuestra vida y nuestra alegría, Jesucristo. Amén".


VISITA PASTORAL A CÁGLIARI


CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL ATRIO DEL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE BONARIA

Domenica, 7 settembre 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

El espectáculo más hermoso que un pueblo puede ofrecer es, sin duda, el de su fe. En este momento soy testigo de una conmovedora manifestación de la fe que os anima, y ante todo quiero expresaros mi admiración. Acogí de buen grado la invitación a venir a vuestra bellísima isla con ocasión del centenario de la proclamación de la Virgen de Bonaria como vuestra patrona principal. Hoy, juntamente con el espectáculo de la estupenda naturaleza que nos rodea, me ofrecéis el de la ferviente devoción que albergáis hacia la santísima Virgen. ¡Gracias por este hermoso testimonio!

Os saludo a todos con gran afecto, comenzando por el arzobispo de Cágliari, monseñor Giuseppe Mani, presidente de la Conferencia episcopal sarda, al que agradezco las amables palabras que ha pronunciado al inicio de la santa misa, también en nombre de los demás obispos, a los que saludo cordialmente, y de toda la comunidad eclesial que vive en Cerdeña. Os agradezco en especial el esmero con que habéis preparado mi visita pastoral. Y veo que efectivamente todo ha sido preparado perfectamente.

Saludo a las autoridades civiles, y en particular al alcalde, que me dirigirá su saludo y el de la ciudad. Saludo a las demás autoridades presentes y les expreso mi agradecimiento por la generosa colaboración que han prestado a la organización de mi visita a Cerdeña.

Asimismo, deseo saludar a los sacerdotes, de manera especial a la comunidad de los padres mercedarios, a los diáconos, a los religiosos y las religiosas, a los responsables de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, a los jóvenes y a todos los fieles, con un recuerdo cordial para los ancianos centenarios, a los que saludé al entrar en la iglesia, y para cuantos están unidos a nosotros espiritualmente o a través de la radio y la televisión. De modo muy especial saludo a los enfermos y a los que sufren, sobre todo a los más pequeños.

Estamos en el día del Señor, el domingo, pero, dada la circunstancia particular, la liturgia de la Palabra nos ha propuesto lecturas propias de las celebraciones dedicadas a la santísima Virgen. En concreto, se trata de los textos previstos para la fiesta de la Natividad de María, que desde hace siglos se ha fijado el 8 de septiembre, fecha en la que en Jerusalén fue consagrada la basílica construida sobre la casa de santa Ana, madre de la Virgen.

Son lecturas que contienen siempre una referencia al misterio del nacimiento. Ante todo, en la primera lectura, el estupendo oráculo del profeta Miqueas sobre Belén, en el que se anuncia el nacimiento del Mesías. El oráculo dice que será descendiente del rey David, procedente de Belén como él, pero su figura superará los límites de lo humano, pues "sus orígenes son de antigüedad", se pierden en los tiempos más lejanos, confinan con la eternidad; su grandeza llegará "hasta los últimos confines de la tierra" y así serán también los confines de la paz (cf.
Mi 5,1-4).

Para definir la venida del "Consagrado del Señor", que marcará el inicio de la liberación del pueblo, el profeta usa una expresión enigmática: "Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5,2). Así, la liturgia, que es escuela privilegiada de la fe, nos enseña a reconocer que el nacimiento de María está directamente relacionado con el del Mesías, Hijo de David.

El evangelio, una página del apóstol san Mateo, nos ha presentado precisamente el relato del nacimiento de Jesús. Ahora bien, antes el evangelista nos ha propuesto la lista de la genealogía, que pone al inicio de su evangelio como un prólogo. También aquí el papel de María en la historia de la salvación resalta con gran evidencia: el ser de María es totalmente relativo a Cristo, en particular a su encarnación. "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).

Salta a la vista la discontinuidad que existe en el esquema de la genealogía: no se lee "engendró", sino "María, de la que nació Jesús, llamado Cristo". Precisamente en esto se aprecia la belleza del plan de Dios que, respetando lo humano, lo fecunda desde dentro, haciendo brotar de la humilde Virgen de Nazaret el fruto más hermoso de su obra creadora y redentora.

El evangelista pone luego en escena la figura de san José, su drama interior, su fe robusta y su rectitud ejemplar. Tras sus pensamientos y sus deliberaciones está el amor a Dios y la firme voluntad de obedecerle. Pero ¿cómo no sentir que la turbación y, luego, la oración y la decisión de José están motivados, al mismo tiempo, por la estima y por el amor a su prometida? En el corazón de san José la belleza de Dios y la de María son inseparables; sabe que no puede haber contradicción entre ellas. Busca en Dios la respuesta y la encuentra en la luz de la Palabra y del Espíritu Santo: "La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel", que significa "Dios con nosotros" (Mt 1,23 cf. Is 7,14).

Así, una vez más, podemos contemplar el lugar que ocupa María en el plan salvífico de Dios, el "plan" del que nos habla la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. Aquí, el apóstol san Pablo, en dos versículos de notable densidad, expresa la síntesis de lo que es la existencia humana desde un punto de vista meta-histórico: una parábola de salvación que parte de Dios y vuelve de nuevo a él; una parábola totalmente impulsada y gobernada por su amor.

Se trata de un plan salvífico completamente penetrado por la libertad divina, la cual, sin embargo, espera que la libertad humana dé una contribución fundamental: la correspondencia de la criatura al amor de su Creador. Y aquí, en este espacio de la libertad humana, percibimos la presencia de la Virgen María, aunque no se la nombre explícitamente. En efecto, ella es, en Cristo, la primicia y el modelo de "los que aman a Dios" (Rm 8,28).

En la predestinación de Jesús está inscrita la predestinación de María, al igual que la de toda persona humana. El "Heme aquí" del Hijo encuentra un eco fiel en el "Heme aquí" de la Madre (cf. He 10,7), al igual que en el "Heme aquí" de todos los hijos adoptivos en el Hijo, es decir, de todos nosotros.

Queridos amigos de Cágliari y de Cerdeña, también vuestro pueblo, gracias a la fe en Cristo y mediante la maternidad espiritual de María y de la Iglesia, fue llamado a insertarse en la "genealogía" espiritual del Evangelio. En Cerdeña el cristianismo no llegó con las espadas de los conquistadores o por imposición extranjera, sino que brotó de la sangre de los mártires que aquí dieron su vida como acto de amor a Dios y a los hombres.

En vuestras minas resonó por primera vez la buena nueva que trajeron el Papa Ponciano, el presbítero Hipólito y muchos otros hermanos condenados ad metalla por su fe en Cristo. Así, también Saturnino, Gabino, Proto y Jenaro, Simplicio, Luxorio, Efisio y Antíoco fueron testigos de la entrega total a Cristo como verdadero Dios y Señor. El testimonio del martirio conquistó a un alma fiera como la de los sardos, instintivamente refractaria a todo lo que venía del mar.
El ejemplo de los mártires dio fuerzas al obispo Lucifero de Cágliari, que defendió la ortodoxia contra el arrianismo y, juntamente con san Eusebio de Vercelli, también él cagliaritano, se opuso a la condena de san Atanasio en el concilio de Milán, el año 335, y por eso ambos, Lucifero y Eusebio, fueron condenados al destierro, un destierro muy duro.

Cerdeña nunca ha sido tierra de herejías. Su pueblo siempre ha dado muestras de fidelidad filial a Cristo y a la Sede de Pedro. Sí, queridos amigos, en medio de las sucesivas invasiones y dominaciones, la fe en Cristo ha permanecido en el alma de vuestras poblaciones como elemento constitutivo de vuestra identidad sarda.

Después de los mártires, en el siglo V llegaron del África romana numerosos obispos que, por no haberse adherido a la herejía arriana, se vieron obligados a sufrir el destierro. Al venir a la isla, trajeron consigo la riqueza de su fe. Fueron más de cien obispos que, encabezados por san Fulgencio de Ruspe, fundaron monasterios e intensificaron la evangelización. Juntamente con las reliquias gloriosas de san Agustín, trajeron la riqueza de su tradición litúrgica y espiritual, de la que vosotros conserváis aún huellas.

Así, la fe ha arraigado cada vez más en el corazón de los fieles hasta convertirse en cultura y producir frutos de santidad. Ignacio de Láconi y Nicolás de Gésturi son los santos en los que Cerdeña se reconoce. La mártir Antonia Mesina, la contemplativa Gabriela Sagheddu y la Hermana de la Caridad Josefina Nicoli son la expresión de una juventud capaz de perseguir grandes ideales.
Esta fe sencilla y valiente sigue viviendo en vuestras comunidades, en vuestras familias, en las que se respira el perfume evangélico de las virtudes propias de vuestra tierra: la fidelidad, la dignidad, la discreción, la sobriedad y el sentido del deber.

Y, además, obviamente, está vuestro amor a la Virgen. En efecto, hoy conmemoramos el gran acto de fe que realizaron hace un siglo vuestros padres, encomendando su vida a la Madre de Cristo, cuando la eligieron como patrona principal de la isla. Entonces no podían saber que el siglo XX sería un siglo muy difícil, pero precisamente gracias a esa consagración a María encontraron luego la fuerza para afrontar las dificultades que sobrevinieron, especialmente con las dos guerras mundiales.

No podía ser de otra manera. Vuestra isla, queridos amigos de Cerdeña, no podía tener otra protectora que no fuera la Virgen. Ella es la Madre, la Hija y la Esposa por excelencia: "Sa Mama, Fiza, Isposa de su Segnore", como soléis cantar. La Madre que ama, protege, aconseja, consuela, da la vida, para que la vida nazca y perdure. La Hija que honra a su familia, siempre atenta a las necesidades de los hermanos y las hermanas, solícita para hacer que su casa sea hermosa y acogedora. La Esposa capaz de amor fiel y paciente, de sacrificio y de esperanza. En Cerdeña están dedicadas a María 350 iglesias y santuarios. Un pueblo de madres se refleja en la humilde muchacha de Nazaret, que con su "sí" permitió al Verbo hacerse carne.

Sé bien que María está en vuestro corazón. Hoy, después de cien años, queremos darle gracias por su protección y renovarle nuestra confianza, reconociendo en ella la "Estrella de la nueva evangelización", en cuya escuela podemos aprender cómo llevar a Cristo Salvador a los hombres y a las mujeres contemporáneos. Que María os ayude a llevar a Cristo a las familias, pequeñas iglesias domésticas y células de la sociedad, hoy más que nunca necesitadas de confianza y de apoyo tanto en el ámbito espiritual como en el social.

Que ella os ayude a encontrar las estrategias pastorales más oportunas para hacer que encuentren a Cristo los jóvenes, por naturaleza portadores de nuevo impulso, pero con frecuencia víctimas del nihilismo generalizado, sedientos de verdad y de ideales precisamente cuando parecen negarlos.

Que ella os capacite para evangelizar al mundo del trabajo, de la economía, de la política, que necesita una nueva generación de laicos cristianos comprometidos, capaces de buscar con competencia y rigor moral soluciones de desarrollo sostenible. En todos estos aspectos del compromiso cristiano siempre podéis contar con la guía y el apoyo de la Virgen santísima. Encomendémonos, por tanto, a su intercesión maternal.

María es puerto, refugio y protección para el pueblo sardo, que tiene en sí la fuerza de la encina. Pasan las tempestades, pero la encina resiste; después de los incendios, brota nuevamente; sobreviene la sequía, pero la encina sale victoriosa. Así pues, renovemos con alegría nuestra consagración a una Madre tan solícita. Estoy seguro de que las generaciones de sardos seguirán subiendo hasta el santuario de Bonaria para invocar la protección de la Virgen. Nunca quedará defraudado quien se encomienda a Nuestra Señora de Bonaria, Madre misericordiosa y poderosa. ¡María, Reina de la paz y Estrella de la esperanza, intercede por nosotros! Amén.




Benedicto XVI Homilias 19078