Benedicto XVI Homilias 7098


FUNERAL DEL CARDENAL ANTONIO INNOCENTI

Basílica de San Pedro, Miércoles 10 de septiembre de 2008

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os habéis reunido en torno al altar del Señor para acompañar con la celebración del sacrificio eucarístico, en el que se revive el misterio pascual, al querido cardenal Antonio Innocenti en su último viaje. Al dirigiros a cada uno mi cordial saludo, expreso mi agradecimiento en particular al cardenal Sodano que, como decano del Colegio cardenalicio, ha presidido la santa misa de exequias. Todos recordamos con afecto a nuestro querido hermano y esto hace que nuestra oración sea aún más ferviente y sentida. Sobre todo nos anima la fe en el Señor resucitado, que es fuente de vida eterna para todos los que creen en él y lo siguen con amor.

El cardenal Innocenti tuvo una larga vida, consagrada al servicio del Señor: ya en los primeros años de su adolescencia comenzó su seguimiento de Jesús, entrando en el seminario episcopal de Fiésole. Nos complace pensarlo a la luz de la hermosa frase del Sirácida, contenida en el inicio de la primera lectura: "Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, manténte firme, y no te aceleres en la hora de la adversidad" (
Si 2,1-2).

Como le sucedió a Jesús, toda la vida de los que están llamados a seguirlo más de cerca es un combate espiritual, que se libra y se vence correspondiendo generosa y alegremente a la gracia de Dios y a su inquebrantable fidelidad. "Confíate a él, y él, a su vez, te cuidará" (Si 2,6), exhorta el Sirácida. Y prosigue: "Los que teméis al Señor, confiaos a él" (Si 2,8). Pero, al mismo tiempo, sugiere actitudes de sabiduría: "Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y en los reveses de tu humillación sé paciente, porque en el fuego se purifica el oro; y los aceptos a Dios, en el honor de la humillación" (Si 2,4-5).

Fe y sabiduría de vida, íntimamente unidas, caracterizan el estilo del discípulo del Señor y, de modo particular, de su ministro ordenado, hasta llegar a la conformación plena, que el apóstol san Pablo confesaba de sí mismo: "Mihi vivere Christus est" (Ph 1,21). Con la extraordinaria concisión que le inspiraba el Espíritu Santo, san Pablo resume en estas palabras la forma perfecta de la existencia cristiana: consiste en estar con Jesús, estar en él hasta el punto de que esta comunión rebasa el umbral de la separación entre la vida terrena y el más allá, de forma que la muerte misma del cuerpo ya no es una pérdida, sino "una ganancia" (Ph 1,21).

Naturalmente, se trata de una meta que de algún modo tenemos siempre por delante, pero que, sin embargo, ya podemos anticipar, como el Apóstol, en esta vida, especialmente gracias al sacramento de la Eucaristía, vínculo real de comunión con Cristo muerto y resucitado. Si la Eucaristía llega a ser la forma de nuestra existencia, entonces para nosotros verdaderamente vivir es Cristo y morir equivale a pasar plenamente a él y a la vida trinitaria de Dios, donde también será plena la comunión con nuestros hermanos.

"El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. (...) El que come este pan vivirá para siempre" (Jn 6,56 Jn 6,58). Estas palabras del Señor, que han resonado en esta liturgia, son luz de fe y de esperanza, y confieren a nuestra oración de sufragio un fundamento sólido y seguro, el fundamento sobre el que el cardenal Innocenti construyó su vida.

Originario de Poppi, en la diócesis de Fiésole, provincia de Arezzo, recibió la ordenación sacerdotal en 1938 y, después de una significativa experiencia pastoral en el mundo del trabajo, fue enviado a Roma para especializarse en teología y derecho. Al volver a su diócesis, enseñó en el seminario y acompañó al obispo en las visitas pastorales durante la segunda guerra mundial. En ese dramático período se distinguió por su abnegación y su generosidad en ayudar a la gente y salvar a los que estaban destinados a la deportación. Por eso también él fue arrestado y condenado al fusilamiento; sin embargo, cuando ya se encontraba delante del pelotón de ejecución, fue revocada la orden.

Después de la guerra completó sus estudios teológicos en Roma. El sustituto de la Secretaría de Estado, mons. Giovanni Battista Montini, lo invitó a frecuentar la Academia eclesiástica pontificia. Así entró en el servicio diplomático de la Santa Sede. Prestó su servicio en varios países de África, de Europa y del Oriente próximo, sin olvidar nunca su profunda y genuina inspiración sacerdotal, prodigándose en favor de los hermanos, infundiendo valor y alimentando en todos la fe y la esperanza cristiana.

Nombrado representante pontificio en Paraguay, recibió la ordenación episcopal en 1968. A continuación fue llamado nuevamente a Roma para asumir el cargo de secretario de la Congregación para los sacramentos y el culto divino. Sucesivamente, en 1980, fue enviado como nuncio apostólico a España, donde acogió dos veces a mi venerado predecesor Juan Pablo II en visita pastoral. Este mismo Papa, en mayo de 1985, lo creó cardenal y desde ese momento nuestro querido hermano se insertó aún más profundamente en la vida de la Iglesia de Roma. Con un título nuevo y más elevado, siguió prestando su apreciada colaboración al Sumo Pontífice como prefecto de la Congregación para el clero, presidente de la Comisión pontificia para la conservación del patrimonio artístico e histórico de la Iglesia, y de la Comisión pontificia "Ecclesia Dei".

Me complace concluir esta breve reflexión refiriéndome al lema episcopal del cardenal Antonio Innocenti: "Lucem spero fide". Palabras muy apropiadas en este momento; palabras que, como explicaba a las personas cercanas a él, siempre llevó en su corazón desde que, siendo adolescente, recibió el don de la vocación sacerdotal. Ahora que ha cruzado ya el último umbral, pidamos para que la fe y la esperanza dejen espacio a la realidad "mayor de todas", la caridad, "que no acaba nunca" (1Co 13,8 1Co 13,13).

Demos gracias por el don de haberlo conocido y por todos los beneficios que, en él y mediante él, ha concedido el Señor a la santa Iglesia. A la vez que invocamos por este hermano nuestro la intercesión materna de la santísima Virgen María, encomendemos su alma elegida al Padre de la vida, para que la acoja en su reino de luz y de paz.


VIAJE APOSTÓLICO

A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO

DE LAS APARICIONES DE LOURDES

(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)


CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS EN LA CATEDRAL DE NOTRE-DAME

París, viernes 12 de septiembre de 2008

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Queridos Hermanos Cardenales y Obispos,
Señores Canónigos del Cabildo Catedral,
Señores Capellanes de Notre-Dame,
Queridos Sacerdotes y Diáconos,
Queridos amigos miembros de las Iglesias y comunidades eclesiales no católicas,
Queridos hermanos y hermanas:

Bendito sea Dios que nos permite encontrarnos en un lugar tan entrañable para los parisinos, pero también para todos los franceses. Bendito sea Dios, que nos da la gracia de ofrecerle nuestra oración vespertina para alabarlo como se merece con las palabras que la liturgia de la Iglesia ha heredado de la liturgia sinagogal celebrada por Cristo y sus primeros discípulos. Sí, bendito sea Dios por venir en nuestro auxilio –in adiutorium nostrum- y ayudarnos a realizar la ofrenda del sacrificio de nuestros labios.

Estamos en la Iglesia Madre de la Diócesis de París, la catedral de Notre-Dame, que se yergue en el corazón de la cité como un signo vivo de la presencia de Dios en medio de los hombres. Mi Predecesor Alejandro III puso la primera piedra, los Papas Pío VII y Juan Pablo II la honraron con su visita, y estoy feliz de seguir sus huellas, después de haber estado aquí hace un cuarto de siglo para dictar una conferencia sobre catequesis. Es difícil no dar gracias a Aquel que ha creado tanto la materia como el espíritu, por la belleza del edificio que nos acoge. Los cristianos de Lutecia ya habían construido una catedral dedicada a san Esteban, protomártir, pero, al quedar demasiado pequeña, paulatinamente fue reemplazada, entre los siglos XII al XIV, por la que admiramos actualmente. La fe de la Edad Media edificó catedrales, y vuestros antepasados vinieron aquí para alabar a Dios, encomendarle sus esperanzas y profesarle su amor. Grandes acontecimientos religiosos y civiles se desarrollaron en este santuario, en el que los arquitectos, los pintores, los escultores y los músicos aportaron lo mejor de sí mismos. Baste recordar, entre otros, los nombres del arquitecto Jean de Chelles, del pintor Charles Le Brun, del escultor Nicolas Coustou y de los organistas Louis Vierne y Pierre Cochereau. El arte, camino hacia Dios, y la oración coral, alabanza de la Iglesia al Creador, ayudaron a Paul Claudel, que asistía a las Vísperas del día de Navidad de 1886, a encontrar el camino hacia una experiencia personal de Dios. Es significativo que Dios haya iluminado su alma precisamente durante el canto del Magnificat, en el que la Iglesia escucha el canto de la Virgen María, Patrona de estas tierras, que recuerda al mundo que el Todopoderoso ha enaltecido a los humildes (cf.
Lc 1,52). Teatro de conversiones menos conocidas, pero no menos reales, cátedra donde predicadores del Evangelio, como los Padres Lacordaire, Monsabré y Samson, supieron transmitir la llama de su pasión a los auditorios más variados, la catedral de Notre-Dame permanece con razón como uno de los monumentos más célebres del patrimonio de vuestro país. Las reliquias del Lignum Crucis y de la corona de espinas, que acabo de venerar, como es costumbre desde San Luis, han encontrado hoy un cofre digno de ellas, que constituye la ofrenda del espíritu humano al Amor creador.

Bajo las bóvedas de esta histórica catedral, testigo de la constante comunicación que Dios ha querido entablar entre los hombres y Él, la Palabra acaba de resonar bajo estas bóvedas para ser la materia de nuestro sacrificio vespertino, evidenciado por la ofrenda del incienso que hace visible la alabanza a Dios. Providencialmente, las palabras del salmista describen la emoción de nuestra alma con una precisión que no nos habríamos atrevido a imaginar: “¡Qué alegría cuando me dijeron: ‘Vamos a la casa del Señor’!” (Ps 121,1). Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: el gozo del salmista, contenido en estas palabras del salmo, se expande en nuestros corazones y suscita en ellos un eco profundo. Alegría en ir a la casa del Señor, porque, los Padres nos lo han enseñado, esta casa no es más que el símbolo concreto de la Jerusalén de arriba, la que desciende hacia nosotros (cf. Ap 21,2) para ofrecernos la más bella de las moradas. “Si moramos en ella –escribe san Hilario de Poitiers–, somos conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, porque es la casa de Dios” (Tratado sobre los Ps 121,2). Y San Agustín reafirma: “Este salmo aspira a la Jerusalén celeste. Es uno de los cánticos graduales, que no se compusieron para bajar, sino para subir. En nuestro exilio, suspiramos, en la patria gozaremos; pero a veces, durante nuestro exilio, nos encontramos con compañeros que han visto la ciudad santa y que nos invitan a correr hacia ella” (Comentario sobre los Ps 121,2). Queridos amigos, durante estas vísperas, nos unimos con el pensamiento y la oración a las innumerables voces de los que han cantado este salmo, aquí mismo, antes que nosotros, desde hace siglos y siglos. Nos unimos a los peregrinos que subían a Jerusalén y las gradas de su templo, nos unimos a los millares de hombres y mujeres que comprendieron que su peregrinación en la tierra encuentra su meta en el cielo, en la Jerusalén eterna, y que confiaron en Cristo como guía. ¡Qué gozo, pues, saber que estamos rodeados por tan gran muchedumbre de testigos!

Nuestra peregrinación hacia la ciudad santa no sería posible, si no se hiciera como Iglesia, semilla y prefiguración de la Jerusalén de arriba. “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Ps 126,1). Quién es este Señor sino Nuestro Señor Jesucristo. Fue Él quien fundó la Iglesia, quien la ha edificado sobre la roca, sobre la fe del Apóstol Pedro. Como dice también san Agustín: “Es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si Él no construye, en vano se cansan los albañiles” (Comentarios sobre los Ps 126,2).Ahora bien, queridos amigos, Agustín se plantea la cuestión de saber quiénes son los albañiles, y él mismo responde: “Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora”; pero es sólo Dios quien, en nosotros, “edifica, quien exhorta, quien amonesta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a las verdades de la fe” (Ibid.). ¡Qué maravilla reviste nuestra actividad al servicio de la divina Palabra! Somos instrumentos del Espíritu; Dios tiene la humildad de pasar a través de nosotros para sembrar su Palabra. Llegamos a ser su voz después de haber vuelto el oído a su boca. Ponemos su Palabra en nuestros labios para ofrecerla al mundo. La ofrenda de nuestra plegaria le es agradable y le sirve para comunicarse con todos los que nos encontramos. En verdad, como dice Pablo a los Efesios: “Él nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales” (Ep 1,3), ya que nos ha escogido para ser sus testigos hasta los confines de la tierra y nos ha elegido antes de nuestra concepción, por un don misterioso de su gracia.

Su Palabra, el Verbo, que desde siempre esta junto a Él (cf. Jn 1,1), nació de una mujer, nacido bajo la Ley, “para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción (Ga 4,4-5). El Hijo de Dios se encarnó en el seno de una Mujer, de una Virgen. Vuestra catedral es un himno vivo de piedra y de luz para alabanza de este acto único de la historia humana: la Palabra eterna de Dios entrando en la historia de los hombres en la plenitud de los tiempos para rescatarlos por la ofrenda de sí mismo en el sacrificio de la Cruz. Las liturgias de la tierra, ordenadas todas ellas a la celebración de un Acto único de la historia, no alcanzarán jamás a expresar totalmente su infinita densidad. En efecto, la belleza de los ritos nunca será lo suficientemente esmerada, lo suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la Hermosura infinita. Nuestras liturgias de la tierra no podrán ser más que un pálido reflejo de la liturgia, que se celebra en la Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la tierra. Que nuestras celebraciones, sin embargo, se le parezcan lo más posible y la hagan presentir.

Desde ahora, la Palabra de Dios nos ha sido dada para ser el alma de nuestro apostolado, el alma de nuestra vida de sacerdotes. Cada mañana, la Palabra nos despierta. Cada mañana, el Señor mismo nos “espabila el oído” (Is 50,5) para los salmos del Oficio de Lecturas y Laudes. A lo largo de la jornada, la Palabra de Dios se convierte en la materia de la oración de toda la Iglesia, que desea así dar testimonio de su fidelidad a Cristo. Según la célebre fórmula de san Jerónimo, que será retomada por la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos, en el próximo mes de octubre: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (Prólogo del comentario a Isaia). Queridos hermanos sacerdotes, no tengáis miedo de dedicar mucho tiempo a la lectura, a la meditación de la Escritura y al rezo del Oficio divino. Casi sin saberlo, la Palabra leída y meditada en la Iglesia actúa sobre vosotros y os transforma. Como manifestación de la Sabiduría de Dios, si se transforma en la “compañera” de vuestra vida, será vuestra “compañera en la prosperidad”, vuestro “alivio en las preocupaciones y tristezas” (Sg 8,9).

“La Palabra de Dios es viva y eficaz; más tajante que espada de doble filo”, como escribe el autor de la Carta a los Hebreos (He 4,12). A vosotros, queridos seminaristas, que os preparáis para recibir el Sacramento del Orden, para participar en el triple oficio de enseñar, regir y santificar, esta Palabra se os entrega como un bien precioso. Gracias a ella, meditándola cotidianamente, entráis en la vida misma de Cristo que estáis llamados a proclamar a vuestro alrededor. Con su Palabra, el Señor Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre; con su Palabra, curó a los enfermos, expulsó a los demonios, perdonó los pecados; por su Palabra, reveló a los hombres los misterios escondidos del Reino. Estáis destinados a ser depositarios de esta Palabra eficaz, que hace lo que dice. Conservad siempre el gusto por la Palabra de Dios. Aprended, por su medio, a amar a todos los que encontréis en vuestro camino. Nadie sobra en la Iglesia, nadie. Todo el mundo puede y debe encontrar su lugar.

Y vosotros, queridos Diáconos, colaboradores eficaces de los Obispos y Sacerdotes, continuad amando la Palabra de Dios: proclamáis el Evangelio en la celebración eucarística; lo comentáis en la catequesis a vuestros hermanos y hermanas; ponedlo en el centro de vuestra vida, de vuestro servicio al prójimo, de toda vuestra diaconía. Sin buscar sustituir a los presbíteros, sino ayudándolos con amistad y eficacia, sed testigos vivos del poder infinito de la divina Palabra.

Por un título especial, los religiosos, las religiosas y todas las personas consagradas viven de la Sabiduría de Dios, expresada en su Palabra. La profesión de los consejos evangélicos os ha configurado, queridos consagrados, con Aquel que, por nosotros, se hizo pobre, obediente y casto. Vuestra única riqueza –la única, verdaderamente, que traspasará los siglos y el dintel de la muerte– es la Palabra del Señor. Él ha dicho: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35). Vuestra obediencia es, etimológicamente, una escucha, ya que el vocablo “obedecer” viene del latín obaudire,que significa tender el oído hacia algo o alguien. Obedeciendo, volvéis vuestra alma hacia Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6) y que os dice, como san Benito enseñaba a sus monjes: “Escucha, hijo mío, las instrucciones del maestro y prepara el oído de tu corazón” (Regla de San Benito, Prólogo). En fin, dejaos purificar cada día por Aquel que nos dice: “A todo sarmiento que da fruto, [mi Padre] lo poda, para que dé más fruto” (Jn 15,2). La pureza de la divina Palabra es el modelo de vuestra propia castidad; garantía de fecundidad espiritual.

Con una confianza inquebrantable en el poder de Dios que nos ha salvado “en esperanza” (cf. Rm 8,24) y que quiere hacer de nosotros un solo rebaño bajo el cayado de un solo pastor, Cristo Jesús, ruego por la unidad de la Iglesia. Saludo de nuevo con respeto y afecto a los representantes de las Iglesias cristianas y de las comunidades eclesiales, que han venido a rezar fraternalmente Vísperas con nosotros en esta catedral. El poder de la Palabra de Dios es tal que podemos todos tener confianza en él, como siempre lo hizo san Pablo, nuestro intercesor privilegiado en este año. Despidiéndose en Mileto de los presbíteros de la ciudad de Éfeso, no dudó en dejarlos en “manos de Dios y de su palabra, que es gracia” (Ac 20,32), poniéndolos en guardia contra toda forma de división. Pido ardientemente al Señor que crezca en nosotros el sentido de esta unidad de la Palabra de Dios, signo, prenda y garantía de la unidad de la Iglesia: no un amor en la Iglesia sin amor a la Palabra, no una Iglesia sin unidad en torno a Cristo redentor, no frutos de redención sin amor a Dios y al prójimo, según los dos mandamientos que resumen toda la Escritura santa.

Queridos hermanos y hermanas, en Notre-Dame, tenemos el más hermoso ejemplo de fidelidad a la Palabra divina. Esta fidelidad llegó hasta tal punto que se realizó en la Encarnación: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), dijo María con una confianza absoluta. Nuestra oración vespertina va a proclamar el Magnificat de Aquella a la que felicitan todas las generaciones, porque creyó en la realización de las palabras que le fueron dichas de parte del Señor (cf. Lc 1,45); Ella esperó contra toda esperanza en la resurrección de su Hijo; amó a la humanidad hasta el punto que se le entregó como su Madre (cf. Jn 19,27). De este modo, “se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios” (Deus caritas est ). Podemos decirle con serenidad: “Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino” (Spe salvi, n. ). Amén.



SANTA MISA EN LA EXPLANADA DE LOS INVÁLIDOS

París, sábado 13 de septiembre de 2008

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Señor Cardenal Vingt-Trois,
Señores Cardenales y queridos Hermanos en el Episcopado,
Hermanos y hermanas en Cristo:

Jesucristo nos reúne en este maravilloso lugar, en el corazón de París, en un día en que la Iglesia universal celebra la fiesta de San Juan Crisóstomo, uno de sus más grandes doctores que, con su testimonio de vida y su enseñanza, mostró eficazmente a los cristianos el camino a seguir. Saludo con gozo a todas las Autoridades que me han acogido en esta noble ciudad, especialmente al Cardenal André Vingt-Trois, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido. También saludo a los Obispos, Sacerdotes y Diáconos que me acompañan en la celebración del sacrificio de Cristo. Doy las gracias a las personalidades, particularmente al Señor Primer Ministro, que han querido estar presentes aquí esta mañana; les aseguro mi oración ferviente por el cumplimiento de su noble misión de servir a sus conciudadanos.

La primera carta de San Pablo, dirigida a los Corintios, nos hace descubrir, en este año Paulino inaugurado el pasado 28 de junio, hasta qué punto sigue siendo actual el consejo dado por el Apóstol. No tengáis que ver con la idolatría (
1Co 10,14), escribió a una comunidad muy afectada por el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del Evangelio y la observancia de las viejas prácticas heredadas de sus antepasados. No tener que ver con los ídolos significaba entonces dejar de honrar a los dioses del Olimpo, dejar de ofrecerles sacrificios cruentos. Huir de los ídolos era seguir las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento, que denunciaban la tendencia del espíritu humano a hacerse falsas representaciones de Dios. Como dice el Salmo 113 a propósito de las estatuas de los ídolos, éstas no son más que oro y plata, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen, narices y no huelen (vv. Ps 113,4-5). Fuera del pueblo de Israel, que había recibido la revelación del Dios único, el mundo antiguo era esclavo del culto a los ídolos. Los errores del paganismo, muy visibles en Corinto, debían ser denunciados porque eran una potente alienación y desviaban al hombre de su verdadero destino. Impedían reconocer que Cristo es el único y verdadero Salvador, el único que indica al hombre el camino hacia Dios.

Este llamamiento a huir de los ídolos sigue siendo válido también hoy. ¿Acaso nuestro mundo contemporáneo no crea sus propios ídolos? ¿No imita, quizás sin saberlo, a los paganos de la antigüedad, desviando al hombre de su verdadero fin de vivir por siempre con Dios? Ésta es una cuestión que todo hombre honesto consigo mismo se plantea un día u otro. ¿Qué es lo que importa en mi vida? ¿Qué debo poner en primer lugar? La palabra “ídolo” viene del griego y significa “imagen”, “figura”, “representación”, pero también “espectro”, “fantasma”, “vana apariencia”. El ídolo es un señuelo, pues desvía a quien le sirve de la realidad para encadenarlo al reino de la apariencia. Ahora bien, ¿no es ésta una tentación propia de nuestra época, la única sobre la que podemos actuar de forma eficaz? Es la tentación de idolatrar un pasado que ya no existe, olvidando sus carencias, o un futuro que aún no existe, creyendo que el ser humano hará llegar con sus propias fuerzas el reino de la felicidad eterna sobre la tierra. San Pablo dice a los Colosenses que la codicia insaciable es una idolatría (cf. Col 3,5) y recuerda a su discípulo Timoteo que el amor al dinero es la raíz de todos los males. Por entregarse a ella, precisa, muchos, arrastrados por la codicia se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos (1Tm 6,10). El dinero, el afán de tener, de poder e incluso de saber, ¿acaso no desvían al hombre de su verdadero fin, de su auténtica verdad?

Queridos hermanos y hermanas, la cuestión que plantea la liturgia de este día encuentra su respuesta en la misma liturgia, que hemos heredado de nuestros padres en la fe, y en particular del mismo San Pablo (cf. 1Co 11,23). Comentando este texto, San Juan Crisóstomo, observa que San Pablo condena severamente la idolatría como una falta grave, un escándalo, una verdadera peste (Homilía 24 sobre la primera carta a los Corintios, 1). E inmediatamente añade que la condena radical de la idolatría no es en modo alguno una condena de la persona del idólatra. Nunca hemos de confundir en nuestros juicios el pecado, que es inaceptable, y el pecador del que no podemos juzgar su estado de conciencia y que, en todo caso, siempre tiene la posibilidad de convertirse y ser perdonado. San Pablo apela a la razón de sus lectores, la razón de todo ser humano, testimonio poderoso de la presencia del Creador en la criatura: “Os hablo como a gente sensata, formaos vuestro juicio sobre lo que digo” (1Co 10,15). Dios, del que el Apóstol es un testigo autorizado, nunca pide al hombre que sacrifique su razón. La razón nunca está en contradicción real con la fe. El único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha creado la razón y nos da la fe, proponiendo a nuestra libertad que la reciba como un don precioso. Lo que desencamina al hombre de esta perspectiva es el culto a los ídolos, y la razón misma puede fabricar ídolos. Pidamos a Dios, pues, que nos ve y nos escucha, que nos ayude a purificarnos de todos nuestros ídolos para acceder a la verdad de nuestro ser, para acceder a la verdad de su ser infinito.

¿Cómo llegar a Dios? ¿Cómo lograr encontrar o reencontrar a Aquel que el hombre busca en lo más profundo de sí mismo, hasta olvidarse frecuentemente de sí? San Pablo nos invita a usar no solamente nuestra razón, sino sobre todo nuestra fe para descubrirlo. Ahora bien, ¿qué nos dice la fe? El pan que partimos es comunión con el Cuerpo de Cristo; el cáliz de acción de gracias que bendecimos es comunión con la Sangre de Cristo. Extraordinaria revelación que proviene de Cristo y que se nos ha transmitido por los Apóstoles y toda la Iglesia desde hace casi dos mil años: Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la noche del Jueves Santo. Quiso que su sacrificio fuera renovado de forma incruenta cada vez que un sacerdote repite las palabras de la consagración del pan y del vino. Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más humilde como en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor resucitado se ha entregado a su pueblo, llegando a ser, según la famosa expresión de San Agustín, “más íntimo en nosotros que nuestra propia intimidad” (cf. Confesiones, III, 6.11).

Hermanos y hermanas, veneremos fervientemente el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, el Santísimo Sacramento de la presencia real del Señor en su Iglesia y en toda la humanidad. Hagamos todo lo posible por mostrarle nuestro respeto y amor. Démosle nuestra mayor honra. Nunca permitamos que con nuestras palabras, silencios o gestos, quede desvaída en nosotros y en nuestro entorno la fe en Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Como dijo magistralmente San Juan Crisóstomo: Consideremos los favores inefables de Dios y todos los bienes de los que nos hace gozar cuando le ofrecemos la copa, cuando comulgamos, dándole gracias por haber liberado al género humano del error, por haber acercado a él a los que estaban alejados y haber convertido a los desesperados y ateos de este mundo en un pueblo de hermanos, de coherederos del Hijo de Dios (Homilía 24 sobre la Primera Carta a los Corintios, 1). De hecho, sigue diciendo, lo que está en la copa es precisamente lo que ha brotado de su costado, y eso es lo que participamos (ibíd.). No se trata sólo de participar y compartir, sino que hay unión, nos dice.

La Misa es el sacrificio de acción de gracias por excelencia, el que nos permite unir nuestra propia acción de gracias a la del Salvador, el Hijo eterno del Padre. Por sí misma, la Misa nos invita también a huir de los ídolos, porque, como reitera San Pablo, no podéis participar en dos mesas, la del Señor y la de los malos espíritus (1Co 10,21). La Misa nos invita a discernir lo que en nosotros obedece al Espíritu de Dios y lo que en nosotros aún permanece a la escucha del espíritu del mal. En la Misa sólo queremos pertenecer a Cristo, y repetimos con gratitud –con “acción de gracias”- el clamor del salmista: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? (Ps 116,12). Sí, ¿cómo dar gracias al Señor por la vida que me ha dado? La respuesta a la pregunta del salmista está en el mismo Salmo, pues la Palabra de Dios responde con misericordia a las cuestiones que plantea. ¿Cómo pagar al Señor todo el bien que nos hace sino retomando sus propias palabras: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre (Ps 116,13)?

Alzar la copa de la salvación e invocar el nombre del Señor, ¿no es precisamente la mejor manera de no tener que ver con la idolatría, como nos pide San Pablo? Cada vez que se celebra una Misa, cada vez que Cristo se hace sacramentalmente presente en su Iglesia, se realiza la obra de nuestra salvación. Celebrar la Eucaristía significa, por tanto, reconocer que sólo Dios puede darnos la felicidad plena, enseñándonos los verdaderos valores, los valores eternos que nunca declinarán. Dios está presente en el altar, pero también está presente en el altar de nuestro corazón cuando en la comunión le recibimos en el sacramento de la Eucaristía. Sólo Él nos enseña a huir de los ídolos, espejismos del pensamiento.

Ahora bien, queridos hermanos y hermanas, ¿quién puede alzar la copa de la salvación e invocar el nombre del Señor en nombre de todo el pueblo de Dios, sino el sacerdote ordenado para ello por el Obispo? A este respecto, queridos ciudadanos de París y de la región parisina, así como los venidos de toda Francia y de otros países vecinos, permitidme hacer un llamamiento, esperanzado en la fe y en la generosidad de los jóvenes que se plantean la cuestión de la vocación religiosa o sacerdotal: ¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo de dar la vida a Cristo! Nada sustituirá jamás el ministerio de los sacerdotes en el corazón de la Iglesia. Nada suplirá una Misa por la salvación del mundo. Queridos jóvenes o no tan jóvenes que me escucháis, no dejéis sin respuesta la llamada de Cristo. San Juan Crisóstomo, en su Tratado sobre el sacerdocio, puso de manifiesto cómo la respuesta del hombre puede ser lenta en llegar, pero es el ejemplo vivo de la acción de Dios en el corazón de una libertad humana que se deja formar por la gracia.

Finalmente, si retomamos las palabras que Cristo nos ha dejado en su Evangelio, nos damos cuenta de que Él mismo nos ha enseñado a huir de la idolatría y nos invita a construir nuestra casa sobre roca (Lc 6,48). ¿Quién es esta roca sino Él mismo? Nuestros pensamientos, palabras y obras sólo adquieren su verdadera dimensión si las referimos al mensaje del Evangelio. Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca (Lc 6,45). Cuando hablamos, ¿buscamos el bien de nuestro interlocutor? Cuando pensamos, ¿tratamos de poner nuestro pensamiento en sintonía con el pensamiento de Dios? Cuando actuamos, ¿intentamos difundir el Amor que nos hace vivir? Como dice una vez más San Juan Crisóstomo: Si ahora todos participamos del mismo pan, y nos convertimos en la misma sustancia, ¿por qué no mostramos todos la misma caridad? ¿Por qué, por lo mismo, no nos convertimos en un todo único?... Oh hombre, ha sido Cristo quien vino a tu encuentro, a ti que estabas tan lejos de Él, para unirse a ti; y tú, ¿no quieres unirte a tu hermano? (Homilía 24 sobre la Primera Carta a los Corintios, 2).

La esperanza seguirá siempre la más fuerte. La Iglesia, construida sobre la roca de Cristo, tiene las promesas de vida eterna, no porque sus miembros sean más santos que los demás, sino porque Cristo hizo esta promesa a Pedro: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará (Mt 16,18-19). Con la inquebrantable esperanza de la presencia eterna de Dios en cada una de nuestras almas, con la alegría de saber que Cristo está con nosotros hasta el final de los tiempos, con la fuerza que el Espíritu ofrece a todos aquellos y aquellas que se dejan alcanzar por él, queridos cristianos de París y de Francia, os encomiendo a la acción poderosa del Dios de amor que ha muerto por nosotros en la Cruz y ha resucitado victoriosamente la mañana de Pascua. A todos los hombres de buena voluntad que me escuchan les repito las palabras de San Pablo: Huid del culto de los ídolos, no dejéis de hacer el bien.

Que Dios nuestro Padre os acoja y haga brillar sobre vosotros el esplendor de su gloria. Que el Hijo único de Dios, Maestro y Hermano nuestro, os revele la belleza de su rostro resucitado. Que el Espíritu Santo os colme de sus dones y os dé la alegría de conocer la paz y la luz de la Santísima Trinidad, ahora y por siempre. Amén.



Benedicto XVI Homilias 7098