Benedicto XVI Homilias 15098


MISA DE CONSAGRACIÓN DEL NUEVO ALTAR DE LA CATEDRAL DE ALBANO

Domingo 21 de septiembre de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de hoy es muy rica en símbolos y la Palabra de Dios que se ha proclamado nos ayuda a comprender el significado y el valor de lo que estamos realizando. En la primera lectura hemos escuchado el relato de la purificación del Templo y de la dedicación del nuevo altar de los holocaustos por obra de Judas Macabeo en el año 164 antes de Cristo, tres años después de que el Templo fuera profanado por Antíoco Epifanes (cf.
1M 4,52-59). En recuerdo de aquel acontecimiento se instituyó la fiesta de la Dedicación, que duraba ocho días. Esa fiesta, unida inicialmente al Templo a donde el pueblo iba en procesión para ofrecer sacrificios, también se engalanaba con la iluminación de las casas y sobrevivió, bajo esta forma, después de la destrucción de Jerusalén.

El autor sagrado subraya con razón la alegría y la felicidad que caracterizaron aquel acontecimiento. Pero, queridos hermanos y hermanas, ¡cuánto más grande debe ser nuestra alegría al saber que sobre el altar que nos disponemos a consagrar se ofrecerá cada día el sacrificio de Cristo; sobre este altar él seguirá inmolándose, en el sacramento de la Eucaristía, por nuestra salvación y por la de todo el mundo! En el misterio eucarístico, que se renueva en todos los altares, Jesús se hace realmente presente. Su presencia es dinámica; nos abraza para hacernos suyos, para configurarnos con él; nos atrae con la fuerza de su amor, haciéndonos salir de nosotros mismos para unirnos a él, haciéndonos uno con él.

La presencia real de Cristo hace de cada uno de nosotros su "casa", y todos juntos formamos su Iglesia, el edificio espiritual del que habla san Pedro. "Acercándoos a él, piedra viva desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios —escribe el Apóstol—, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo" (1P 2,4-5). Casi desarrollando esta hermosa metáfora, san Agustín observa que, mediante la fe, los hombres son como tablas y piedras tomadas de bosques y montes para la construcción; mediante el bautismo, la catequesis y la predicación, son tallados, labrados y escuadrados; pero sólo se convierten en casa de Dios cuando se unen unos a otros mediante la caridad. Cuando los creyentes se unen entre sí dentro de un cierto orden, yuxtaponiéndose y combinándose estrechamente en la caridad, entonces se convierten de verdad en casa de Dios, y no hay peligro de que se desplome (cf. Serm. 336).

Por tanto, el amor de Cristo, la caridad "que no acaba nunca" (1Co 13,8), es la energía espiritual que une a todos los que participan en el mismo sacrificio y se alimentan del único Pan partido para la salvación del mundo. En efecto, ¿es posible comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros? Así pues, no podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, separados unos de otros. Este altar, sobre el que dentro de poco se renovará el sacrificio del Señor, ha de ser para vosotros, queridos hermanos y hermanas, una invitación constante al amor; debéis acercaros siempre a él con el corazón dispuesto a acoger el amor y a difundirlo, a recibir el perdón y a concederlo.

A este propósito, el relato evangélico que acaba de proclamarse (cf. Mt 5,23-24) nos ofrece una importante lección de vida. Es un llamamiento, breve pero apremiante, a la reconciliación fraterna, reconciliación indispensable para presentar dignamente la ofrenda ante el altar; una exhortación que retoma la enseñanza ya bien presente en la predicación profética. En efecto, también los profetas denunciaban con vigor la inutilidad de los actos de culto realizados sin las correspondientes disposiciones morales, especialmente en las relaciones con el prójimo (cf. Is 1,10-20 Am 5,21-27 Mi 6,6-8). Por tanto, cada vez que os acerquéis al altar para la celebración eucarística, debéis abrir vuestro corazón al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de quienes os han herido; dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.

En la liturgia romana el sacerdote, una vez realizada la ofrenda del pan y del vino, inclinado hacia el altar reza en voz baja: "Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia". Así, se prepara para entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio eucarístico, en el corazón de la liturgia celestial a la que hace referencia la segunda lectura, tomada del Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que ofrece "muchos perfumes para unirlos a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro colocado delante del trono" (Ap 8,3).

En cierto modo, el altar del sacrificio se convierte en el punto de encuentro entre el cielo y la tierra; el centro —podríamos decir— de la única Iglesia que es celestial y al mismo tiempo peregrina en la tierra, donde, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, los discípulos del Señor anuncian su pasión y su muerte hasta que vuelva en la gloria (cf. Lumen gentium LG 8). Más aún, cada celebración eucarística anticipa ya la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio el esplendor de la Iglesia, "esposa inmaculada del Cordero inmaculado, esposa a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla" (ib., n. LG 6).

El rito que nos disponemos a llevar a cabo en esta catedral, que hoy admiramos en su renovada belleza y que con razón queréis hacer cada vez más bella y acogedora, suscita en nosotros estas reflexiones. Este compromiso os implica a todos y exige, en primer lugar, que toda la comunidad diocesana crezca en la caridad y en la entrega apostólica y misionera. En concreto, se trata de testimoniar con la vida vuestra fe en Cristo y la confianza total que depositáis en él. También se trata de cultivar la comunión eclesial, que es ante todo un don, una gracia, fruto del amor libre y gratuito de Dios, es decir, algo divinamente eficaz, siempre presente y operante en la historia, más allá de toda apariencia contraria. Pero la comunión eclesial es también una tarea confiada a la responsabilidad de cada uno. Que el Señor os conceda vivir una comunión cada vez más convencida y activa, en colaboración y con corresponsabilidad en todos los niveles: entre presbíteros, consagrados y laicos, entre las diversas comunidades cristianas de vuestro territorio y entre las diferentes asociaciones laicales.

Saludo ahora cordialmente a vuestro obispo, monseñor Marcello Semeraro, al que agradezco la invitación y las amables palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en nombre de todos vosotros. También deseo expresarle mis cordiales felicitaciones por el décimo aniversario de su consagración episcopal. Dirijo un saludo especial al cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, titular de esta diócesis suburbicaria, que hoy se une a nuestra alegría. Saludo a los demás prelados presentes, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los jóvenes y a los ancianos, a las familias, a los niños y a los enfermos, abrazando con afecto a todos los fieles de la comunidad diocesana espiritualmente aquí reunida. Un saludo a las autoridades que nos honran con su presencia y, en primer lugar, al señor alcalde de Albano, al que también agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la santa misa. Sobre todos invoco la protección celestial de san Pancracio, titular de esta catedral, y del apóstol san Mateo, cuya memoria celebra hoy la liturgia.

En particular, invoco la intercesión materna de la santísima Virgen María. Que en esta jornada, que corona los esfuerzos, los sacrificios y el empeño que habéis puesto para dotar a la catedral de un renovado espacio litúrgico, con intervenciones oportunas que han afectado a la cátedra episcopal, al ambón y al altar, la Virgen os obtenga poder escribir en nuestro tiempo otra página de santidad diaria y popular, que se añada a las que han marcado la vida de la Iglesia de Albano a lo largo de los siglos.

Ciertamente, como ha recordado vuestro pastor, no faltan dificultades, desafíos y problemas, pero también son grandes las esperanzas y las oportunidades para anunciar y testimoniar el amor de Dios. Que el Espíritu del Señor resucitado, que es el Espíritu de Pentecostés, os abra a sus horizontes de esperanza y alimente en vosotros el impulso misionero hacia los vastos horizontes de la nueva evangelización. Oremos por esta intención, prosiguiendo nuestra celebración eucarística.




INAUGURACIÓN DE LA XII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Basílica de San Pablo extramuros, Domingo 5 de octubre de 2008

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, así como la página del evangelio según san Mateo, han propuesto a nuestra asamblea litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura: la imagen de la viña, de la que ya hemos oído hablar los domingos precedentes. El pasaje inicial del relato evangélico hace referencia al "cántico de la viña", que encontramos en Isaías. Se trata de un canto ambientado en el contexto otoñal de la vendimia: una pequeña obra maestra de la poesía judía, que debía resultar muy familiar a los oyentes de Jesús y gracias a la cual, como gracias a otras referencias de los profetas (cf.
Os 10,1 Jr 2,21 Ez 17,3-10 Ez 19,10-14 Ps 79,9-17), se comprendía bien que la viña indicaba a Israel. Dios dedica a su viña, al pueblo que ha elegido, los mismos cuidados que un esposo fiel reserva a su esposa (cf. Ez 16,1-14 Ep 5,25-33).

Por tanto, la imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el proyecto divino de la salvación y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora de la historia de la salvación. Más que en la viña pone el acento en los viñadores, a quienes los "servidores" del propietario piden, en su nombre, el fruto del arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso asesinados.

¿Cómo no pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte reservada a los profetas enviados por Dios? Al final, el propietario de la viña hace un último intento: manda a su propio hijo, convencido de que al menos a él lo escucharán. En cambio, sucede lo contrario: los viñadores lo asesinan precisamente porque es el hijo, es decir, el heredero, convencidos de quedarse fácilmente con la viña. Por tanto, se trata de un salto de calidad con respecto a la acusación de violación de la justicia social, como aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos claramente cómo el desprecio de la orden impartida por el propietario se transforma en desprecio de él: no es una simple desobediencia de un precepto divino, es un verdadero rechazo de Dios: aparece el misterio de la cruz.

Lo que denuncia esta página evangélica interpela nuestro modo de pensar y de actuar. No habla sólo de la "hora" de Cristo, del misterio de la cruz en aquel momento, sino de la presencia de la cruz en todos los tiempos. De modo especial, interpela a los pueblos que han recibido el anuncio del Evangelio. Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo.

En este contexto resulta espontáneo pensar en el primer anuncio del Evangelio, del que surgieron comunidades cristianas inicialmente florecientes, que después desaparecieron y hoy sólo se las recuerda en los libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en vocaciones ahora están perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que "Dios ha muerto", se declara a sí mismo "dios", considerándose el único artífice de su destino, el propietario absoluto del mundo.

Desembarazándose de Dios, y sin esperar de él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede ponerse como la única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara "muerto" a Dios, ¿es verdaderamente más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de la creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede más bien —como lo demuestra ampliamente la crónica diaria— que se difunden el arbitrio del poder, los intereses egoístas, la injusticia y la explotación, la violencia en todas sus manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confundida.

Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será destruida. Mientras abandona a su suerte a los viñadores infieles, el propietario no renuncia a su viña y la confía a otros servidores fieles. Esto indica que, si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, siempre habrá otros pueblos dispuestos a acogerla. Precisamente por eso Jesús, citando el salmo 117: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (v. Ps 117,22), asegura que su muerte no será la derrota de Dios. Tras su muerte no permanecerá en la tumba; más aún, precisamente lo que parecerá ser una derrota total marcará el inicio de una victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz seguirá la gloria de la resurrección. Entonces, la viña continuará produciendo uva y el dueño la arrendará "a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo" (Mt 21,41).

La imagen de la viña, con sus implicaciones morales, doctrinales y espirituales aparecerá de nuevo en el discurso de la última Cena, cuando, al despedirse de los Apóstoles, el Señor dirá: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto" (Jn 15,1-2). Por consiguiente, a partir del acontecimiento pascual la historia de la salvación experimentará un viraje decisivo, y sus protagonistas serán los "otros labradores" que, injertados como brotes elegidos en Cristo, verdadera vid, darán frutos abundantes de vida eterna (cf. Oración colecta). Entre estos "labradores" estamos también nosotros, injertados en Cristo, que quiso convertirse él mismo en la "verdadera vid". Pidamos al Señor, que nos da su sangre, que se nos da a sí mismo en la Eucaristía, que nos ayude a "dar fruto" para la vida eterna y para nuestro tiempo.

El mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la certeza de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que al final vence Cristo. ¡Siempre! La Iglesia no se cansa de proclamar esta buena nueva, como sucede también hoy, en esta basílica dedicada al Apóstol de los gentiles, el primero en difundir el Evangelio en vastas regiones de Asia menor y Europa. Renovaremos de modo significativo este anuncio durante la XII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, que tiene como tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia".

Aquí quiero saludaros con afecto cordial a todos vosotros, venerados padres sinodales, y a quienes participáis en este encuentro como expertos, auditores e invitados especiales. Además, me alegra acoger a los delegados fraternos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Al secretario general del Sínodo de los obispos y a sus colaboradores les expreso la gratitud de todos nosotros por el arduo trabajo que han realizado durante estos meses, así como nuestros buenos deseos ante las fatigas que les esperan en las próximas semanas.

Cuando Dios habla, siempre pide una respuesta; su acción de salvación requiere la cooperación humana; su amor espera correspondencia. Que no suceda jamás, queridos hermanos y hermanas, lo que relata el texto bíblico apropósito de la viña: "Esperó que diese uvas, pero dio agrazones" (Is 5,2). Sólo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del hombre; por eso, es importante que tanto los creyentes como las comunidades entren en una intimidad cada vez mayor con ella. La Asamblea sinodal dirigirá su atención a esta verdad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Alimentarse con la palabra de Dios es para ella la tarea primera y fundamental. En efecto, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar de las debilidades y las pobrezas de los hombres que la componen. Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, siguiendo a Cristo, tiene como contenido el reino de Dios (cf. Mc 1,14-15), pero el reino de Dios es la persona misma de Jesús, que con sus palabras y sus obras ofrece la salvación a los hombres de todas las épocas. Es interesante al respecto la consideración de san Jerónimo: "El que no conoce las Escrituras no conoce la fuerza de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo" (Prólogo al comentario del profeta Isaia, PL 24, 17).

En este Año paulino oiremos resonar con particular urgencia el grito del Apóstol de los gentiles: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16); grito que para todo cristiano se convierte en invitación insistente a ponerse al servicio de Cristo. "La mies es mucha" (Mt 9,37), repite también hoy el Maestro divino: muchos aún no se han encontrado con él y están a la espera del primer anuncio de su Evangelio; otros, a pesar de haber recibido una formación cristiana, han perdido el entusiasmo y sólo conservan un contacto superficial con la Palabra de Dios; y otros se han alejado de la práctica de la fe y necesitan una nueva evangelización. Además, no faltan personas de actitud correcta que se plantean preguntas esenciales sobre el sentido de la vida y de la muerte, preguntas a las que sólo Cristo pude dar respuestas satisfactorias. En esos casos es indispensable que los cristianos de todos los continentes estén preparados para responder a quienes les pidan razón de su esperanza (cf. 1P 3,15), anunciando con alegría la Palabra de Dios y viviendo sin componendas el Evangelio.

Venerados y queridos hermanos, que el Señor nos ayude a interrogarnos juntos, durante las próximas semanas de trabajos sinodales, sobre cómo hacer cada vez más eficaz el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo. Todos comprobamos cuán necesario es poner en el centro de nuestra vida la Palabra de Dios, acoger a Cristo como nuestro único Redentor, como Reino de Dios en persona, para hacer que su luz ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los demás sectores de la sociedad y de nuestra vida.

Al participar en la celebración eucarística, experimentamos siempre el íntimo vínculo que existe entre el anuncio de la Palabra de Dios y el sacrificio eucarístico: es el mismo Misterio que se ofrece a nuestra contemplación. Por eso "la Iglesia —como puso de relieve el concilio Vaticano II— siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, sobre todo en la sagrada liturgia, y nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (Dei Verbum DV 21). El Concilio concluye con razón: "Como la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación asidua del misterio eucarístico, así es de esperar que recibirá nuevo impulso de vida espiritual con la redoblada devoción a la Palabra de Dios, "que dura para siempre"" (ib., DV 26).

Que el Señor nos conceda acercarnos con fe a la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Que nos obtenga este don María santísima, que "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2,19). Que ella nos enseñe a escuchar las Escrituras y a meditarlas en un proceso interior de maduración, que jamás separe la inteligencia del corazón. Que también nos ayuden los santos, en particular el apóstol san Pablo, a quien durante este año estamos descubriendo cada vez más como intrépido testigo y heraldo de la Palabra de Dios. Amén.




MISA DE SUFRAGIO EN 50° ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL SIERVO DE DIOS PÍO XII

Basílica Vaticana, Jueves 9 de octubre de 2008

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

El pasaje del libro del Sirácida y el prólogo de la primera carta de san Pedro, proclamados como primera y segunda lecturas, nos ofrecen significativos elementos de reflexión en esta celebración eucarística, durante la cual recordamos a mi venerado predecesor el siervo de Dios Pío XII. Han trascurrido exactamente cincuenta años desde su muerte, que tuvo lugar en las primeras horas del 9 de octubre de 1958. El Sirácida, como hemos escuchado, ha recordado a todos los que se proponen seguir al Señor que tienen que prepararse para afrontar pruebas, dificultades y sufrimientos. Para no sucumbir a ellos —advierte— se necesita un corazón recto y constante, hacen falta la fidelidad a Dios y la paciencia, unidas a una inflexible determinación de mantenerse en el camino del bien. El sufrimiento afina el corazón del discípulo del Señor, como se purifica el oro en el fuego. "Todo lo que te sobrevenga, acéptalo —escribe el autor sagrado—; y en las humillaciones sé paciente, porque en el fuego se purifica el oro, y los que agradan a Dios, en el horno de la humillación" (
Si 2,4-5).

San Pedro, por su parte, en el pasaje que hemos escuchado, dirigiéndose a los cristianos de las comunidades de Asia menor que se veían "afligidos con diversas pruebas", va incluso más allá: les pide que, a pesar de ello, "rebosen de alegría" (1P 1,6). En efecto, la prueba es necesaria —observa— "a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la revelación de Jesucristo" (1P 1,7). Y luego, por segunda vez, los exhorta a rebosar de alegría, incluso a exultar "de alegría inefable y gloriosa" (v. 1P 1,8). La razón profunda de este gozo espiritual está en el amor a Jesús y en la certeza de su presencia invisible. Él hace inquebrantables la fe y la esperanza de los creyentes, incluso en las fases más complicadas y duras de su existencia.

A la luz de estos textos bíblicos podemos leer la vida terrena del Papa Pacelli y su largo servicio a la Iglesia, que comenzó en 1901 durante el pontificado de León XIII y continuó con san Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Estos textos bíblicos nos ayudan sobre todo a comprender cuál fue la fuente de la que sacó valor y paciencia en su ministerio pontificio, realizado durante los atormentados años de la segunda guerra mundial y el período siguiente, no menos complejo, de la reconstrucción y de las difíciles relaciones internacionales que pasaron a la historia con el significativo nombre de "guerra fría".

"Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam". Con esta invocación del Salmo 50 comienza Pío XII su testamento. Y sigue: "Estas palabras, que, consciente de no ser digno y de no estar a la altura, pronuncié en el momento en que acepté, temblando, mi elección a Sumo Pontífice, con mayor fundamento las repito ahora". En ese momento faltaban dos años para su muerte. Abandonarse en las manos misericordiosas de Dios: esta fue la actitud que cultivó constantemente este venerado predecesor mío, último de los Papas nacidos en Roma y perteneciente a una familia vinculada desde hacía muchos años a la Santa Sede. En Alemania, donde llevó a cabo su misión de nuncio apostólico, primero en Munich y luego en Berlín hasta 1929, dejó tras de sí un grato recuerdo, sobre todo por haber colaborado con Benedicto XV en el intento de detener "la inútil matanza" de la gran guerra, y por haber percibido desde el principio el peligro que constituía la monstruosa ideología nacionalsocialista con su perniciosa raíz antisemita y anticatólica. Creado cardenal en diciembre de 1929, y nombrado poco después secretario de Estado, durante nueve años fue fiel colaborador de Pío XI, en una época marcada por los totalitarismos: el fascista, el nazi y el comunista soviético, condenados respectivamente en las encíclicas Non abbiamo bisogno, Mit brennender Sorge y Divini Redemptoris.

"El que escucha mi palabra y cree (...) tiene vida eterna" (Jn 5,24). Esta afirmación de Jesús, que hemos escuchado en el Evangelio, nos hace pensar en los momentos más duros del pontificado de Pío XII cuando, al darse cuenta de que fallaban todas las certezas humanas, sentía gran necesidad, también mediante un constante esfuerzo ascético, de adherirse a Cristo, única certeza que no falla. La Palabra de Dios se convertía así en luz de su camino, un camino en el que el Papa Pacelli consoló a desplazados y perseguidos, tuvo que secar lágrimas de dolor y llorar las innumerables víctimas de la guerra. Sólo Cristo es verdadera esperanza del hombre; sólo confiando en él el corazón humano puede abrirse al amor que vence al odio.

Esta certeza acompañó a Pío XII en su ministerio de Sucesor de Pedro, ministerio que comenzó precisamente cuando se adensaban sobre Europa y sobre el resto del mundo las nubes amenazadoras de una nueva guerra mundial, que intentó evitar por todos los medios: "El peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Con la paz, nada está perdido. Todo puede perderse con la guerra", exclamó en su mensaje por radio del 24 de agosto de 1939 (AAS, XXXI, 1939, p. 334).

La guerra puso de relieve el amor que albergaba por su "Roma amada", un amor testimoniado por la intensa obra de caridad que promovió en defensa de los perseguidos, sin distinción alguna de religión, etnia, nacionalidad o ideología política. Cuando, tras la ocupación de la ciudad, le aconsejaron repetidas veces que dejara el Vaticano para ponerse a salvo, su respuesta fue siempre idéntica y decidida: "No dejaré Roma y mi puesto, aunque tuviese que morir" (cf. Summarium, p. 186). Los familiares y otros testigos hablaron también de privaciones de alimento, calefacción, ropa y comodidades, a las que se sometió voluntariamente para compartir las condiciones de la gente duramente probada por los bombardeos y las consecuencias de la guerra (cf. A. Tornielli, Pio XII, Un uomo sul trono di Pietro). Y ¿cómo olvidar el mensaje navideño pronunciado por radio en diciembre de 1942? Con la voz quebrada por la emoción deploró la situación de los "centenares de miles de personas, las cuales, sin culpa alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o raza, están destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro" (AAS, XXXV, 1943, p. 23), con una clara referencia a la deportación y al exterminio perpetrado contra los judíos.

A menudo actuó de manera secreta y silenciosa, precisamente porque, consciente de las situaciones concretas de ese complejo momento histórico, intuía que sólo de ese modo se podía evitar lo peor y salvar el mayor número posible de judíos. Debido a estas intervenciones, recibió numerosos y unánimes testimonios de gratitud al final de la guerra, así como en el momento de su muerte, de las más altas autoridades del mundo judío, como, por ejemplo, de la ministra de Asuntos exteriores de Israel Golda Meir, que escribió lo siguiente: "Cuando el martirio más espantoso golpeó a nuestro pueblo, durante los diez años de terror nazi, la voz del Pontífice se elevó en favor de las víctimas", y concluyó con emoción: "Nosotros lloramos la pérdida de un gran servidor de la paz".

Lamentablemente, el debate histórico, no siempre sereno, sobre la figura del siervo de Dios Pío XII, ha descuidado algunos aspectos de su poliédrico pontificado. Fueron muchísimos los discursos, las alocuciones y los mensajes que dirigió a científicos, médicos y exponentes de los más variados grupos profesionales, algunos de los cuales conservan todavía hoy una extraordinaria actualidad y siguen siendo un punto seguro de referencia. Pablo VI, que fue su fiel colaborador durante muchos años, lo describió como un erudito, un estudioso atento, abierto a los modernos caminos de la investigación y de la cultura, con una fidelidad siempre firme y coherente tanto a los principios de la racionalidad humana como al intangible depósito de las verdades de la fe. Lo consideraba un precursor del concilio Vaticano II (cf. Ángelus del 10 de marzo de 1974).

En esta perspectiva, muchos documentos suyos merecerían ser recordados, pero me limito a citar sólo algunos. Con la encíclica Mystici Corporis, publicada el 29 de junio de 1943 mientras la guerra aún arreciaba, él describía las relaciones espirituales y visibles que unen a los hombres con el Verbo encarnado y proponía incluir en esa perspectiva todos los temas principales de la eclesiología, ofreciendo por primera vez una síntesis dogmática y teológica, que sería la base de la constitución dogmática conciliar Lumen gentium.

Pocos meses después, el 20 de septiembre de 1943, con la encíclica Divino afflante Spiritu estableció las normas doctrinales para el estudio de la Sagrada Escritura, poniendo de relieve su importancia y su papel en la vida cristiana. Se trata de un documento que testimonia una gran apertura a la investigación científica de los textos bíblicos. ¿Cómo no recordar esta encíclica mientras se están desarrollando los trabajos del Sínodo que tiene como tema precisamente: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia"? Se debe a la intuición profética de Pío XII la puesta en marcha de un serio estudio de las características de la historiografía antigua, para comprender mejor la naturaleza de los libros sagrados, sin debilitar ni negar su valor histórico. Un estudio profundo de los "géneros literarios", cuya finalidad era comprender mejor lo que el autor sagrado quiso decir, hasta el año 1943 se miraba con cierta sospecha, debido entre otras razones a los abusos que se habían producido.

La encíclica reconocía su justa aplicación, declarando legítimo su uso no sólo para el estudio del Antiguo Testamento, sino también del Nuevo. "Hoy, además, este arte —explicó el Papa— que suele llamarse crítica textual y en las ediciones de los autores profanos se emplea con gran aprobación y también con frutos, se aplica con pleno derecho a los Libros sagrados precisamente por la reverencia debida a la Palabra de Dios". Y añade: "El objetivo de ese arte es devolver al texto sagrado, con la mayor precisión posible, su contenido originario, limpiándolo de las deformaciones introducidas por los errores de los copistas y liberándolo de las glosas y lagunas, de la trasposición de palabras, de las repeticiones y de otros defectos de todo género, que en los escritos transmitidos a mano durante muchos siglos suelen infiltrarse" (AAS, XXXV, 1943, p. 336).

La tercera encíclica que quiero mencionar es la Mediator Dei, dedicada a la liturgia, publicada el 20 de noviembre de 1947. Con este documento el siervo de Dios impulsó el movimiento litúrgico, insistiendo en el "elemento esencial del culto", que "debe ser el interior: de hecho, —escribió— es necesario vivir siempre en Cristo, dedicarse por completo a él, para que en él, con él y por él se dé gloria al Padre. La sagrada liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos. (...) De otra forma, la religión se convierte en un formalismo sin fundamento y sin contenido".

Además, no podemos menos de mencionar el impulso notable que este Pontífice dio a la actividad misionera de la Iglesia con las encíclicas Evangelii praecones (1951) y Fidei donum (1957), poniendo de relieve el deber de toda comunidad de anunciar el Evangelio a las gentes, como el concilio Vaticano II hará con valiente vigor. Por lo demás, el Papa Pacelli demostró su amor a las misiones desde el inicio de su pontificado cuando, en octubre de 1939, quiso consagrar personalmente a doce obispos de países de misión, entre los cuales un indio, un chino, un japonés, el primer obispo africano y el primer obispo de Madagascar. Una de sus constantes preocupaciones pastorales fue, por último, la promoción del papel de los laicos, para que la comunidad eclesial pudiera aprovechar todos los recursos y las energías disponibles. También por este motivo la Iglesia y el mundo le están agradecidos.

Queridos hermanos y hermanas, mientras oramos para que continúe felizmente la causa de beatificación del siervo de Dios Pío XII, conviene recordar que la santidad fue su ideal, un ideal que propuso siempre a todos. Por eso impulsó las causas de beatificación y de canonización de personas pertenecientes a pueblos diversos, representantes de todos los estados de vida, funciones y profesiones, reservando un gran espacio a las mujeres.

Y precisamente indicó a María, la Mujer de la salvación, como signo de esperanza cierta para la humanidad cuando proclamó el dogma de la Asunción durante el Año santo de 1950. En este mundo que, como entonces, está afligido por preocupaciones y angustias por su futuro; en este mundo, donde, tal vez más que entonces, el alejamiento de muchos de la verdad y de la virtud deja entrever unos escenarios privados de esperanza, Pío XII nos invita a dirigir nuestra mirada a María elevada a la gloria celestial. Nos invita a invocarla con confianza, para que nos haga apreciar cada vez más el valor de la vida en la tierra y nos ayude a fijar la mirada en la meta verdadera a la que todos estamos destinados: la vida eterna que, como asegura Jesús, posee ya quien escucha y sigue su palabra. Amén.





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