Benedicto XVI Homilias 25128


VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS, Y CANTO DEL "TE DEUM"

Basílica Vaticana, 31 de diciembre de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

El año que termina y el que se anuncia en el horizonte están puestos bajo la mirada y la bendición de la santísima Madre de Dios. También la escultura artística de madera polícroma situada aquí, junto al altar, que la representa en el trono con el Niño que bendice, nos recuerda su presencia maternal. Celebramos las primeras Vísperas de esta solemnidad mariana, y en ellas son numerosas las referencias litúrgicas al misterio de la maternidad divina de la Virgen.

"O admirabile commercium! ¡Qué admirable intercambio!". Así comienza la antífona del primer salmo, y luego prosigue: "El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen". "Cuando naciste inefablemente de la Virgen, se cumplieron las Escrituras", proclama la antífona del segundo salmo, del que se hacen eco las palabras de la tercera antífona, que nos ha introducido en el cántico tomado de la carta de san Pablo a los Efesios: "Reconocemos tu virginidad admirablemente conservada. Madre de Dios, intercede por nosotros". La maternidad divina de María también se pone de relieve en la lectura breve que se acaba de proclamar y que vuelve a proponer los conocidos versículos de la carta a los Gálatas: "Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (...), para que recibiéramos el ser hijos por adopción" (
Ga 4,4-5). Y también en el tradicional Te Deum, que elevaremos al final de nuestra celebración ante el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto a nuestra adoración, cantaremos: "Tu, ad liberandum suscepturus hominem, non horruisti Virginis uterum", en español: "Tú, oh Cristo, naciste de la Virgen Madre por la salvación del hombre".

Así pues, esta tarde todo nos invita a dirigir la mirada hacia la mujer que "acogió en su corazón y en su cuerpo al Verbo de Dios y dio la Vida al mundo"; y precisamente por esto —recuerda el concilio Vaticano II— "es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios" (Lumen gentium LG 53). El Nacimiento de Cristo, que conmemoramos en estos días, está totalmente iluminado por la luz de María y, mientras nos detenemos en el belén a contemplar al Niño, la mirada no puede dejar de dirigirse también hacia la Madre, que con su "sí" hizo posible el don de la Redención. Por eso, el tiempo de Navidad conlleva una profunda connotación mariana; el nacimiento de Jesús, hombre-Dios y la maternidad divina de María son realidades inseparables entre sí; el misterio de María y el misterio del Hijo unigénito de Dios que se hace hombre forman un único misterio, donde uno ayuda a comprender mejor el otro.

María, Madre de Dios Theotókos, Dei Genetrix. Desde la antigüedad, la Virgen ha sido honrada con este título. En Occidente, sin embargo, durante muchos siglos no se encuentra una fiesta específica dedicada a la maternidad divina de María. La introdujo en la Iglesia latina el Papa Pío xi en 1931, con ocasión del XV centenario del concilio de Éfeso, y la estableció el 11 de octubre. En esta fecha comenzó, en 1962, el concilio ecuménico Vaticano II. Fue después el siervo de Dios Pablo VI, en 1969, retomando una antigua tradición, quien fijó esta solemnidad el 1 de enero. Y en la exhortación apostólica Marialis cultus, del 2 de febrero de 1974, explicó el motivo de esta elección y su conexión con la Jornada mundial de la paz. "En la nueva ordenación del período navideño nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María, (...) que está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa (...), y es, asimismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2,14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de marzo de 1974, p.2).

Esta tarde queremos poner en las manos de la Madre celestial de Dios nuestro himno coral de acción de gracias al Señor por los beneficios que nos ha concedido abundantemente en los últimos doce meses. El primer sentimiento que nace espontáneamente esta tarde en el corazón es precisamente el de alabanza y acción de gracias a Aquel que nos hace el don del tiempo, oportunidad preciosa de hacer el bien; añadamos la petición de perdón por no haberlo quizás empleado siempre útilmente. Me alegra compartir esta acción de gracias con vosotros, queridos hermanos y hermanas, que representáis a toda nuestra comunidad diocesana, a la que dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo a todos los habitantes de Roma. Dirijo un saludo particular al cardenal vicario y al alcalde, que han comenzado este año sus diversas misiones —el primero, espiritual y religiosa; el segundo, civil y administrativa— al servicio de esta ciudad nuestra. Mi saludo se extiende a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los numerosos fieles laicos congregados aquí, así como a las autoridades presentes.

Al venir al mundo, el Verbo eterno del Padre nos reveló la cercanía de Dios y la verdad última sobre el hombre y sobre su destino eterno; vino a quedarse con nosotros para ser nuestro apoyo insustituible, especialmente en las inevitables dificultades de cada día. Y esta tarde la Virgen misma nos recuerda qué gran regalo nos ha hecho Jesús con su nacimiento, qué precioso "tesoro" constituye para nosotros su Encarnación. En su Nacimiento Jesús viene a ofrecer su Palabra como lámpara que guía nuestros pasos; viene a ofrecerse a sí mismo; y en nuestra existencia cotidiana debemos saber dar razón de él, nuestra esperanza cierta, conscientes de que "el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes GS 22).

La presencia de Cristo es un don que debemos compartir con todos. A esto se dirige el esfuerzo que la comunidad diocesana está llevando a cabo para la formación de los agentes pastorales, a fin de que sean capaces de responder a los desafíos que la cultura moderna plantea a la fe cristiana. La presencia de numerosas y cualificadas instituciones académicas en Roma y las numerosas iniciativas promovidas por las parroquias nos hacen mirar con confianza al futuro del cristianismo en esta ciudad. Como sabéis bien, el encuentro con Cristo renueva la existencia personal y nos ayuda a contribuir a la construcción de una sociedad justa y fraterna.

Como creyentes, podemos dar una gran contribución también para superar la actual emergencia educativa. Por eso, es sumamente útil que crezca la sinergia entre las familias, la escuela y las parroquias para una evangelización profunda y para una valiente promoción humana, capaces de comunicar al mayor número posible de personas la riqueza que brota del encuentro con Cristo. Así pues, animo a todos los componentes de nuestra diócesis a proseguir el camino emprendido, realizando juntos el programa del año pastoral actual, que mira precisamente a "educar en la esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento".

En nuestro tiempo, marcado por la inseguridad y la preocupación por el futuro, es necesario experimentar la presencia viva de Cristo. María, Estrella de la esperanza, es quien nos conduce a él. Ella, con su amor materno, es quien puede guiar a Jesús especialmente a los jóvenes, los cuales llevan imborrable en su corazón el interrogante sobre el sentido de la existencia humana. Sé que diversos grupos de padres, reuniéndose para profundizar en su vocación, buscan nuevos caminos para ayudar a sus hijos a responder a los grandes interrogantes existenciales. Les exhorto cordialmente, al igual que a toda la comunidad cristiana, a dar testimonio a las nuevas generaciones de la alegría que brota del encuentro con Jesús, el cual, al nacer en Belén, no vino a quitarnos algo, sino a dárnoslo todo.

En la Noche de Navidad tuve un recuerdo especial para los niños; esta tarde, en cambio, quiero dedicar mi atención sobre todo a los jóvenes. Queridos jóvenes, responsables del futuro de esta ciudad nuestra, no tengáis miedo de la tarea apostólica que el Señor os confía; no dudéis en elegir un estilo de vida que no siga la mentalidad hedonista actual. El Espíritu Santo os asegura la fuerza necesaria para dar testimonio de la alegría de la fe y de la belleza de ser cristianos. Las crecientes necesidades de la evangelización requieren numerosos obreros en la viña del Señor: no dudéis en responderle con prontitud si os llama. La sociedad necesita ciudadanos que no se preocupen sólo de sus propios intereses, porque, como recordé el día de Navidad, "si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo se encamina a la ruina" (Mensaje "Urbi et orbi": L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de diciembre de 2008, p. 20).

Queridos hermanos y hermanas, este año se cierra con la conciencia de una crisis económica y social creciente, que ya afecta al mundo entero; una crisis que requiere de todos más sobriedad y solidaridad para ayudar especialmente a las personas y las familias con dificultades más graves. La comunidad cristiana se está ya comprometiendo, y sé que la Cáritas diocesana y las demás organizaciones benéficas hacen lo posible, pero es necesaria la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en construir por sí solo su propia felicidad.

Aunque en el horizonte se ciernen no pocas sombras sobre nuestro futuro, no debemos tener miedo. Nuestra gran esperanza como creyentes es la vida eterna en la comunión de Cristo y de toda la familia de Dios. Esta gran esperanza nos da la fuerza para afrontar y superar las dificultades de la vida en este mundo. Esta tarde, la presencia maternal de María nos asegura que Dios no nos abandona nunca, si nos entregamos a él y seguimos sus enseñanzas. Así pues, con filial afecto y confianza encomendemos a María las esperanzas y los anhelos, así como los temores y las dificultades que llevamos en el corazón, mientras despedimos el año 2008 y nos preparamos para acoger el 2009. Ella, la Virgen Madre, nos ofrece al Niño que yace en el pesebre como nuestra esperanza segura. Llenos de confianza, podremos entonces cantar al concluir el Te Deum: "In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum", "Tú, Señor, eres nuestra esperanza, no quedaremos confundidos eternamente". Sí, Señor, en ti esperamos, hoy y siempre; tú eres nuestra esperanza. Amén.




SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS - XLII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

Basílica de San Pedro, Jueves 1 de enero de 2009

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Venerados hermanos;
señores embajadores;
queridos hermanos y hermanas:

En el primer día del año, la divina Providencia nos reúne para una celebración que cada vez nos conmueve por la riqueza y la belleza de sus coincidencias: el inicio del año civil se encuentra con el culmen de la octava de Navidad, en el que se celebra la Maternidad divina de María, y el encuentro de ambos tiene una feliz síntesis en la Jornada mundial de la paz.

A la luz del Nacimiento de Cristo, me complace dirigir a cada uno mis mejores deseos para el año que acaba de comenzar. Los expreso, en particular, al cardenal Renato Raffaele Martino y a sus colaboradores del Consejo pontificio Justicia y paz, agradeciéndoles en especial su valioso servicio. Los expreso, al mismo tiempo, al secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, y a toda la Secretaría de Estado; así como, con viva cordialidad, a los señores embajadores presentes hoy en gran número. Mis deseos se hacen eco del augurio que el Señor mismo nos acaba de dirigir en la liturgia de la Palabra. Una Palabra que, a partir del acontecimiento de Belén, evocado en su realidad histórica concreta por el evangelio de san Lucas (cf.
Lc 2,16-21) e interpretado en todo su alcance salvífico por el apóstol san Pablo (cf. Ga 4,4-7), se convierte en bendición para el pueblo de Dios y para toda la humanidad.

Así se realiza la antigua tradición judía de la bendición (cf. Nb 6,22-27): los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo "invocando sobre él el nombre" del Señor. Con una fórmula ternaria —presente en la primera lectura— el Nombre sagrado se invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta antigua costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el "rostro" de Dios y ser bendecidos por su "nombre". Precisamente esto se realizó de forma definitiva con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz.

El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que "el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (Gaudium et spes GS 22). Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a "imagen y semejanza" de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. "En él —afirma asimismo el Concilio— la naturaleza humana ha sido asumida (...); por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime" (ib. GS 22). Por esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de llevar a cabo una "revolución" pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por eso requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las conciencias.

Queridos amigos, este es el camino evangélico hacia la paz, el camino que también el Obispo de Roma está llamado a proponer nuevamente con constancia cada vez que prepara el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz. Al recorrer este camino es oportuno quizás volver sobre aspectos y problemas ya afrontados, pero tan importantes que requieren siempre nueva atención. Es el caso del tema que elegí para el Mensaje de este año: "Combatir la pobreza, construir la paz". Un tema que se presta a un doble orden de consideraciones, que ahora sólo puedo señalar brevemente. Por una parte, la pobreza elegida y propuesta por Jesús; y, por otra, la pobreza que hay que combatir para que el mundo sea más justo y solidario.

El primer aspecto encuentra su contexto ideal en estos días, en el tiempo de Navidad. El nacimiento de Jesús en Belén nos revela que Dios, cuando vino a nosotros, eligió la pobreza para sí mismo. La escena que vieron en primer lugar los pastores y que confirmó el anuncio que les había hecho el ángel, era: un establo donde María y José habían buscado refugio, y un pesebre en el que la Virgen había recostado al recién nacido envuelto en pañales (cf. Lc 2,7 Lc 2,12 Lc 2,16). Esta pobreza fue elegida por Dios. Quiso nacer así, pero podríamos añadir en seguida: quiso vivir y también morir así. ¿Por qué? Lo explica con palabras sencillas san Alfonso María de Ligorio, en un villancico conocido por todos en Italia: "A ti, que eres el Creador del mundo, te faltan vestidos y fuego, oh Señor mío. Querido niño predilecto, esta pobreza me enamora mucho más porque el amor te hizo pobre". Esta es la respuesta: el amor a nosotros no sólo impulsó a Jesús a hacerse hombre, sino también a hacerse pobre.

En esta misma línea podemos citar la expresión de san Pablo en la segunda carta a los Corintios: "Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2Co 8,9). Testigo ejemplar de esta pobreza elegida por amor es san Francisco de Asís. En la historia de la Iglesia y de la civilización cristiana el franciscanismo constituye una amplia corriente de pobreza evangélica, que tanto bien ha hecho y sigue haciendo a la Iglesia y a la familia humana.

Volviendo a la estupenda síntesis de san Pablo sobre Jesús, es significativo —también para nuestra reflexión de hoy— que haya sido inspirada al Apóstol precisamente mientras estaba exhortando a los cristianos de Corinto a ser generosos en la colecta para los pobres. Explica: "No se trata de que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino de que haya igualdad" (2Co 8,13).

Este es un punto decisivo, que nos hace pasar al segundo aspecto: hay una pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que es preciso "combatir", como dice el tema de la Jornada mundial de la paz de hoy; una pobreza que impide a las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende la justicia y la igualdad, y que como tal amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, pobreza relacional, moral y espiritual (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2009, n. 2).

En mi Mensaje, siguiendo la línea de mis predecesores, quise considerar atentamente una vez más el complejo fenómeno de la globalización, para valorar sus relaciones con la pobreza a gran escala. Por desgracia, frente a plagas difundidas como las enfermedades pandémicas (cf. n. 4), la pobreza de los niños (cf. n. 5) y la crisis alimentaria (cf. n. 7), tuve que volver a denunciar la inaceptable carrera de armamentos, que va en aumento. Por una parte se celebra la Declaración universal de derechos humanos; y, por otra, se aumentan los gastos militares, violando la misma Carta de las Naciones Unidas que compromete a reducirlos al mínimo (cf. art. 26).

Además, la globalización elimina algunas barreras, pero puede construir otras nuevas (cf. Mensaje citado, n. 8); por eso, es necesario que la comunidad internacional y cada uno de los Estados estén siempre vigilando; es necesario que no bajen nunca la guardia con respecto a los peligros de conflicto; más aún, que se esfuercen por mantener alto el nivel de la solidaridad. La actual crisis económica global debe verse, en este sentido, como un banco de pruebas: ¿Estamos dispuestos a leerla, en su complejidad, como desafío para el futuro y no sólo como una emergencia a la que hay que dar respuestas de corto alcance? ¿Estamos dispuestos a hacer juntos una revisión profunda del modelo de desarrollo dominante, para corregirlo de forma concertada y clarividente? En realidad, más aún que las dificultades financieras inmediatas, lo exigen el estado de salud ecológica del planeta y, sobre todo, la crisis cultural y moral, cuyos síntomas son evidentes desde hace tiempo en todo el mundo.

Así pues, hay que tratar de establecer un "círculo virtuoso" entre la pobreza "que conviene elegir" y la pobreza "que es preciso combatir". Aquí se abre un camino fecundo de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que se podría resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hombres y mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria si no se hace lo que escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se promueve "la igualdad", reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene ni siquiera lo necesario. Esto implica hacer opciones de justicia y de sobriedad, opciones por otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los recursos limitados de la tierra.

San Pablo, cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido "con su pobreza", nos ofrece una indicación importante no sólo desde el punto de vista teológico, sino también en el ámbito sociológico. No en el sentido de que la pobreza sea un valor en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad. Cuando san Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una opción de testimonio inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos el camino de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza es el compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no apegarse a los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el mensaje que se nos transmite hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén, además de ser objeto de adoración para los cristianos, también es escuela de vida para cada hombre. Esa pobreza nos enseña que para combatir la miseria, tanto material como espiritual, es preciso recorrer el camino de la solidaridad, que impulsó a Jesús a compartir nuestra condición humana.

Queridos hermanos y hermanas, yo creo que la Virgen María se planteó más de una vez esta pregunta: ¿Por qué Jesús quiso nacer de una joven sencilla y humilde como yo? Y también, ¿por qué quiso venir al mundo en un establo y tener como primera visita la de los pastores de Belén? María recibió la respuesta plenamente al final, tras haber puesto en el sepulcro el cuerpo de Jesús, muerto y envuelto en una sábana (cf. Lc 23,53). Entonces comprendió plenamente el misterio de la pobreza de Dios. Comprendió que Dios se había hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza llena de amor, para exhortarnos a frenar la avaricia insaciable que suscita luchas y divisiones, para invitarnos a frenar el afán de poseer, estando así disponibles a compartir y a acogernos recíprocamente.

A María, Madre del Hijo de Dios que se hizo hermano nuestro, dirijamos confiados nuestra oración, para que nos ayude a seguir sus huellas, a combatir y vencer la pobreza, a construir la verdadera paz, que es opus iustitiae.A ella confiemos el profundo deseo de vivir en paz que existe en el corazón de la inmensa mayoría de las poblaciones israelí y palestina, una vez más puestas en peligro por la intensa violencia desatada en la franja de Gaza, como respuesta a otra violencia. También la violencia, también el odio y la desconfianza son formas de pobreza —quizás las más tremendas— "que es preciso combatir". Es necesario evitar que triunfen.

En este sentido, los pastores de esas Iglesias, en estos días tan tristes, han hecho oír su voz. Juntamente con ellos y con sus queridos fieles, sobre todo los de la pequeña pero fervorosa parroquia de Gaza, encomendemos a María nuestras preocupaciones por el presente y los temores por el futuro, pero también la fundada esperanza de que, con la sabia y clarividente contribución de todos, no será imposible escucharse, ayudarse y dar respuestas concretas a la aspiración generalizada a vivir en paz, en seguridad y en dignidad. Digamos a María: acompáñanos, Madre celestial del Redentor, a lo largo de todo este año que hoy comienza, y obtén de Dios el don de la paz para Tierra Santa y para toda la humanidad. Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. Amén.




MISA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Basílica de San Pedro, Martes 6 de enero de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

La Epifanía, la "manifestación" de nuestro Señor Jesucristo, es un misterio multiforme. La tradición latina lo identifica con la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén y, por tanto, lo interpreta sobre todo como revelación del Mesías de Israel a los pueblos paganos. En cambio, la tradición oriental privilegia el momento del bautismo de Jesús en el río Jordán, cuando se manifestó como Hijo unigénito del Padre celestial, consagrado por el Espíritu Santo. Pero el evangelio de san Juan invita a considerar "epifanía" también las bodas de Caná, donde Jesús, transformando el agua en vino, "manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos" (
Jn 2,11).

Y ¿qué deberíamos decir nosotros, queridos hermanos, especialmente los sacerdotes de la nueva Alianza, que cada día somos testigos y ministros de la "epifanía" de Jesucristo en la santa Eucaristía? La Iglesia celebra todos los misterios del Señor en este santísimo y humildísimo sacramento, en el que él revela y al mismo tiempo oculta su gloria. "Adoro te devote, latens Deitas". Así, adorando, oramos con santo Tomás de Aquino.

En este año 2009, que, en el IV centenario de las primeras observaciones de Galileo Galilei con el telescopio, está dedicado de modo especial a la astronomía, no podemos menos de prestar atención particular al símbolo de la estrella, tan importante en el relato evangélico de los Magos (cf. Mt 2,1-12). Muy probablemente eran astrónomos. Desde su punto de observación, situado al oriente con respecto a Palestina, tal vez en Mesopotamia, habían notado la aparición de un nuevo astro y habían interpretado este fenómeno celestial como anuncio del nacimiento de un rey, precisamente, según las Sagradas Escrituras, del rey de los judíos (cf. Nb 24,17) .

En este singular episodio, narrado por san Mateo, los Padres de la Iglesia vieron también una especie de "revolución" cosmológica, causada por el ingreso del Hijo de Dios en el mundo. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo escribe: "Cuando la estrella se situó sobre el Niño, se detuvo; y sólo una potencia que los astros no tienen podía hacer esto, es decir, primero ocultarse, luego aparecer de nuevo y, por último, detenerse" (Homilías sobre el evangelio de san MT 7,3). San

Gregorio Nacianceno afirma que el nacimiento de Cristo imprimió nuevas órbitas a los astros (cf. Poemas dogmáticos, v, 53-64: PG 37, 428-429). Eso claramente se ha de entender en sentido simbólico y teológico. En efecto, mientras la teología pagana divinizaba los elementos y las fuerzas del cosmos, la fe cristiana, llevando a cumplimiento la revelación bíblica, contempla a un único Dios, Creador y Señor de todo el universo.

El amor divino, encarnado en Cristo, es la ley fundamental y universal de la creación. Esto, en cambio, no se entiende en sentido poético, sino real. Por lo demás, así lo entendía Dante, cuando, en el verso sublime que concluye el Paraíso y toda la Divina Comedia, define a Dios "el amor que mueve el sol y las demás estrellas" (Paraíso, XXIII, 145). Esto significa que las estrellas, los planetas y todo el universo no están gobernados por una fuerza ciega, no obedecen únicamente a las dinámicas de la materia.

Por consiguiente, no son los elementos cósmicos los que se han de divinizar, sino, al contrario, en todo y por encima de todo hay una voluntad personal, el Espíritu de Dios, que en Cristo se reveló como Amor (cf. Spe salvi, ). Si es así, entonces los hombres, como escribe san Pablo a los Colosenses, no son esclavos de los "elementos del cosmos" (cf. Col 2,8), sino que son libres, es decir, capaces de relacionarse con la libertad creadora de Dios.

Dios está en el origen de todo y lo gobierna todo, no a la manera de un motor frío y anónimo, sino como Padre, Esposo, Amigo, Hermano, como Logos, "Palabra-Razón", que se unió a nuestra carne mortal una vez para siempre y compartió plenamente nuestra condición, manifestando el sobreabundante poder de su gracia.

Así pues, en el cristianismo hay una concepción cosmológica peculiar, que encontró elevadísimas expresiones en la filosofía y en la teología medievales. También en nuestra época da signos interesantes de un nuevo florecimiento, gracias a la pasión y a la fe de numerosos científicos, los cuales, siguiendo las huellas de Galileo, no renuncian ni a la razón ni a la fe, más aún, valoran ambas a fondo, en su recíproca fecundidad.

El pensamiento cristiano compara el cosmos con un "libro" —así decía también Galileo— considerándolo como la obra de un Autor que se expresa mediante la "sinfonía" de la creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en lenguaje musical se llamaría un "solo", un tema encomendado a un solo instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el significado de toda la ópera. Este "solo" es Jesús, al que precisamente corresponde un signo regio: la aparición de una nueva estrella en el firmamento.

Los escritores cristianos antiguos comparan a Jesús con un nuevo sol. Según los conocimientos astrofísicos actuales, lo deberíamos comparar con una estrella aún más central, no sólo para el sistema solar, sino incluso para todo el universo conocido. En este misterioso designio, al mismo tiempo físico y metafísico, que llevó a la aparición del ser humano como coronación de los elementos de la creación, vino al mundo Jesús, "nacido de mujer" (Ga 4,4), como escribe san Pablo. El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen sin confundirse el Autor y su obra.

En el Jesús terreno se encuentra el culmen de la creación y de la historia, pero en el Cristo resucitado se va más allá: el paso, a través de la muerte, a la vida eterna anticipa el punto de la "recapitulación" de todo en Cristo (cf. Ep 1,10). En efecto, "todo fue creado por él y para él", escribe el Apóstol (Col 1,16). Y, precisamente con la resurrección de entre los muertos, él obtuvo "el primado sobre todas las cosas" (Col 1,18). Lo afirma Jesús mismo al aparecerse a los discípulos después de la resurrección: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18).

Esta conciencia sostiene el camino de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, a lo largo de las sendas de la historia. No hay sombra, por más densa que sea, que pueda oscurecer la luz de Cristo. Por eso, los que creen en Cristo mantienen siempre la esperanza, también hoy, ante la gran crisis social y económica que aflige a la humanidad; ante el odio y la violencia destructora que no dejan de ensangrentar a muchas regiones de la tierra; ante el egoísmo y la pretensión del hombre de erigirse como dios de sí mismo, que a veces lleva a peligrosas alteraciones del plan divino sobre la vida y la dignidad del ser humano, sobre la familia y la armonía de la creación.

Como advertí ya en la citada encíclica Spe salvi, nuestro esfuerzo por liberar la vida humana y el mundo de los envenenamientos y de las contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro, conserva su valor y su sentido aunque aparentemente no tengamos éxito o parezcamos impotentes ante el empuje de fuerzas hostiles, porque "lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios" (n. ).

El señorío universal de Cristo se ejerce de modo especial sobre la Iglesia. "Bajo sus pies —se lee en la carta a los Efesios— (Dios) sometió todas las cosas y lo constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo" (Ep 1,22-23). La Epifanía es la manifestación del Señor y, como reflejo, es la manifestación de la Iglesia, porque el Cuerpo no se puede separar de la Cabeza.

La primera lectura de la liturgia de hoy, tomada del llamado "tercer Isaías", nos ofrece la perspectiva precisa para comprender la realidad de la Iglesia, como misterio de luz refleja: "Levántate, brilla, —dice el profeta dirigiéndose a Jerusalén— porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti" (Is 60,1). La Iglesia es humanidad iluminada, "bautizada" en la gloria de Dios, es decir, en su amor, en su belleza, en su señorío.

La Iglesia sabe que su humanidad, con sus límites y sus miserias, pone más de relieve la obra del Espíritu Santo. Ella no puede jactarse de nada, excepto en su Señor: no proviene de ella la luz, no es suya la gloria. Pero su alegría, que nadie le podrá arrebatar, es precisamente ser "signo e instrumento" de Aquel que es "lumen gentium", luz de los pueblos (cf. Lumen gentium LG 1).

Queridos amigos, en este año paulino, la fiesta de la Epifanía invita a la Iglesia, y en ella a cada comunidad y a cada fiel, a imitar, como hizo el Apóstol de los gentiles, el servicio que la estrella prestó a los Magos de Oriente guiándolos hasta Jesús (cf. san León Magno, Discurso 3 en la Epifanía, 5: PL 54, 244). ¿Qué fue la vida de san Pablo, después de su conversión, sino una "carrera" para llevar a los pueblos la luz de Cristo y, viceversa, llevar a los pueblos a Cristo? La gracia de Dios convirtió a san Pablo en una "estrella" para los gentiles. Su ministerio es ejemplo y estímulo para la Iglesia a redescubrir que es esencialmente misionera y a renovar el compromiso de anunciar el Evangelio, especialmente a quienes aún no lo conocen.

Pero, al mirar a san Pablo, no podemos olvidar que toda su predicación se alimentaba de las Sagradas Escrituras. Por eso, en la perspectiva de la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos, es preciso reafirmar con fuerza que la Iglesia y cada uno de los cristianos sólo pueden ser luz, que guía a Cristo, si se alimentan asidua e íntimamente de la Palabra de Dios. La Palabra, y ciertamente no nosotros, es la que ilumina, purifica y convierte. Nosotros somos servidores de la Palabra de vida. San Pablo se concebía a sí mismo y su ministerio como un servicio al Evangelio. "Todo lo hago por el Evangelio", escribe (1Co 9,23). Lo mismo debería poder decir también la Iglesia, cada comunidad eclesial, cada obispo y cada presbítero: todo lo hago por el Evangelio.

Queridos hermanos y hermanas, orad por nosotros, los pastores de la Iglesia, a fin de que, asimilando diariamente la Palabra de Dios, podamos transmitirla con fidelidad a los hermanos. Pero también nosotros oramos por todos vosotros, los fieles, porque cada cristiano, por el Bautismo y la Confirmación, está llamado a anunciar a Cristo, luz del mundo, con la palabra y el testimonio de su vida.

Que la Virgen María, Estrella de la evangelización, nos ayude a llevar a cabo juntos esta misión; e interceda por nosotros desde el cielo san Pablo, Apóstol de los gentiles. Amén.




Benedicto XVI Homilias 25128