Benedicto XVI Homilias 60109

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR - SANTA MISA Y BAUTISMO DE LOS NIÑOS

Capilla Sixtina, Domingo 11 de enero de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su evangelio: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (
Mc 1,11), nos introducen en el corazón de la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas nos permite meditar en el nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles, envueltos en el esplendor luminoso de Dios. El tiempo navideño nos habla de la estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, y nos invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán, mientras resuena la voz de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor no se cansa de repetirnos: "Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que desde mí va hasta vosotros. Hay un camino que desde vosotros sube hacia mí". El Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las dimensiones de un niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios.

El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y sentirnos amados por él.

Queridos amigos, estoy verdaderamente feliz porque también este año, en este día de fiesta, tengo la oportunidad de bautizar a algunos niños. Sobre ellos se posa hoy la "complacencia" de Dios. Desde que el Hijo unigénito del Padre se hizo bautizar, el cielo realmente se abrió y sigue abriéndose, y podemos encomendar toda nueva vida que nace en manos de Aquel que es más poderoso que los poderes ocultos del mal. En efecto, esto es lo que implica el Bautismo: restituimos a Dios lo que de él ha venido. El niño no es propiedad de los padres, sino que el Creador lo confía a su responsabilidad, libremente y de modo siempre nuevo, para que ellos le ayuden a ser un hijo libre de Dios. Sólo si los padres maduran esta certeza lograrán encontrar el equilibrio justo entre la pretensión de poder disponer de sus hijos como si fueran una posesión privada, plasmándolos según sus propias ideas y deseos, y la actitud libertaria que se expresa dejándolos crecer con plena autonomía, satisfaciendo todos sus deseos y aspiraciones, considerando esto un modo justo de cultivar su personalidad.

Si con este sacramento el recién bautizado se convierte en hijo adoptivo de Dios, objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas oscuras del maligno, es preciso enseñarle a reconocer a Dios como su Padre y a relacionarse con él con actitud de hijo. Por tanto, según la tradición cristiana, tal como hacemos hoy, cuando se bautiza a los niños introduciéndolos en la luz de Dios y de sus enseñanzas, no se los fuerza, sino que se les da la riqueza de la vida divina en la que reside la verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios; una libertad que deberá educarse y formarse con la maduración de los años, para que llegue a ser capaz de opciones personales responsables.

Queridos padres, queridos padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto y me uno a vuestra alegría por estos niños que hoy renacen a la vida eterna. Sed conscientes del don recibido y no ceséis de dar gracias al Señor que, con el sacramento que hoy reciben, introduce a vuestros hijos en una nueva familia, más grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me refiero a la familia de los creyentes, a la Iglesia, una familia que tiene a Dios por Padre y en la que todos se reconocen hermanos en Jesucristo. Así pues, hoy vosotros encomendáis a vuestros hijos a la bondad de Dios, que es fuerza de luz y de amor; y ellos, aun en medio de las dificultades de la vida, no se sentirán jamás abandonados si permanecen unidos a él. Por tanto, preocupaos por educarlos en la fe, por enseñarles a rezar y a crecer como hacía Jesús, y con su ayuda, "en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52).

Volviendo ahora al pasaje evangélico, tratemos de comprender aún más lo que sucede hoy aquí. San Marcos narra que, mientras Juan Bautista predica a orillas del río Jordán, proclamando la urgencia de la conversión con vistas a la venida ya próxima del Mesías, he aquí que Jesús, mezclado entre la gente, se presenta para ser bautizado. Ciertamente, el bautismo de Juan es un bautismo de penitencia, muy distinto del sacramento que instituirá Jesús. Sin embargo, en aquel momento ya se vislumbra la misión del Redentor, puesto que, cuando sale del agua, resuena una voz desde cielo y baja sobre él el Espíritu Santo (cf. Mc 1,10): el Padre celestial lo proclama como su hijo predilecto y testimonia públicamente su misión salvífica universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección. Sólo entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será universal y total. Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que se efunde en nosotros la sangre redentora de Cristo, que nos purifica y nos salva. Es el Hijo amado del Padre, en el que él se complace, quien adquiere de nuevo para nosotros la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente "hijos" de Dios.

Dentro de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad que hoy celebramos; los signos y símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a comprender lo que el Señor realiza en el corazón de estos niños, haciéndolos "suyos" para siempre, morada elegida de su Espíritu y "piedras vivas" para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. La Virgen María, Madre de Jesús, el Hijo amado de Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias y los acompañe siempre, para que puedan realizar plenamente el proyecto de salvación que, con el Bautismo, se realiza en su vida. Y nosotros, queridos hermanos y hermanas, acompañémoslos con nuestra oración; oremos por los padres, los padrinos y las madrinas y por sus parientes, para que les ayuden a crecer en la fe; oremos por todos nosotros aquí presentes para que, participando devotamente en esta celebración, renovemos las promesas de nuestro Bautismo y demos gracias al Señor por su constante asistencia. Amén.



FUNERAL DEL CARDENAL PIO LAGHI

Altar de la Cátedra de la basílica de San Pedro, Martes 13 de enero de 2009

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Recogidos en oración en torno al altar del Señor para la celebración eucarística, a la luz de la fe damos el último saludo terreno al querido cardenal Pio Laghi, a quien el Señor ha llamado junto a sí, al final de días marcados por una grave enfermedad. En su testamento espiritual, redactado el 14 de noviembre del año pasado, había escrito: "Ofrezco mi vida de nuevo a Dios por la Iglesia, por el Santo Padre y por la santificación de mis hermanos en el sacerdocio. Acepto desde ahora la muerte que la divina Providencia me ha reservado: sólo pido que los días de mi sufrimiento, a ser posible, sean breves, sobre todo para no causar demasiadas molestias a quienes me tengan que asistir". Y el Señor, a cuyo servicio se dedicó totalmente, ahora le ha abierto sus brazos de Padre bueno y misericordioso. A la luz de esta esperanza, dirijo mi profundo pésame a cuantos lloran su dolorosa partida: a los familiares, a los amigos y a los que han apreciado sus cualidades humanas y sacerdotales. Me uno especialmente a vuestra oración, queridos hermanos y hermanas que habéis participado en el rito de exequias presidido por el señor cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio.

En el evangelio proclamado durante esta celebración se ha escuchado una vez más el mensaje de las Bienaventuranzas. Lo mismo que un día en aquel monte de Galilea, también hoy el Señor Jesús sigue adoctrinando a sus discípulos con estas enseñanzas siempre válidas, que constituyen como la Magna charta de una vida cristiana auténtica. ¡Ciertamente cuántas veces el querido cardenal Pio Laghi se detuvo a meditar en estas palabras evangélicas y cuántas veces las explicó a los fieles! Con su fuerte carga escatológica sostienen nuestra esperanza en el reino de los cielos, prometido a cuantos se esfuerzan por seguir fielmente el camino del Maestro, asumiendo sus enseñanzas. Dios nos ha creado para él y en él hallamos la felicidad. Conformándonos a su Palabra, nos es posible transformar en fuente de paz y en manantial de gozo incluso las pruebas y sufrimientos que inevitablemente forman parte de nuestra peregrinación terrena. Pidamos al Señor que a este hermano nuestro le haga participe de la bienaventuranza eterna, cuyas primicias pudo pregustar ya aquí en la tierra en la comunión eclesial, y en la construcción de vínculos de paz y concordia entre los pueblos y las naciones, a las que fue enviado como representante pontificio.

Podemos decir que toda la misión sacerdotal del cardenal Pio Laghi se consumó al servicio directo de la Santa Sede; y se inspiró siempre en las palabras que san Pedro dirigió a Jesús, con ocasión de la pesca milagrosa: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra echaré las redes. In verbo tuo laxabo rete" (
Lc 5,5). Escogió estas palabras como lema de su ministerio de obispo —como explicó posteriormente— porque cuando el 22 de junio de 1969 recibió la ordenación episcopal, precisamente la liturgia de aquel domingo preveía el relato evangélico de la pesca milagrosa. Su escudo representaba, entre otras cosas, un lago sobre el que se extiende el cielo y se ve un brazo con una red. Era el escudo de su familia, en la que recibió una sólida formación humana y cristiana, y que en su testamento espiritual definió "cristiana, católica, trabajadora y honrada". En ella cultivó el germen de la vocación sacerdotal. Después de los estudios primarios y secundarios en Faenza, en el instituto salesiano de la ciudad, entró en el seminario diocesano para realizar los estudios filosóficos, que prosiguió luego, para los cursos de teología, en Roma, como alumno del Pontificio seminario mayor, hasta ser ordenado sacerdote el 20 de abril de 1946.

Luego fue llamado al servicio de la Santa Sede y, en marzo de 1952, después de haber conseguido los doctorados en teología y en derecho canónico en la Pontificia Universidad Lateranense, comenzó su largo itinerario diplomático y pastoral en las nunciaturas de diversas naciones: de Nicaragua a Washington en Estados Unidos, Delhi en India, volviendo luego durante cinco años a la Secretaría de Estado. Después de haberlo elegido arzobispo titular de Mauriana en mayo de 1969, el Papa lo designó delegado suyo en Jerusalén y en Palestina con el encargo también de pro-nuncio en Chipre y visitador apostólico para Grecia. En abril de 1974 pasó a ser nuncio apostólico en Argentina, donde permaneció hasta diciembre de 1980 cuando fue llamado a asumir la misión de delegado apostólico en Estados Unidos. Fue precisamente durante estos años cuando se establecieron relaciones oficiales entre la Santa Sede y el Gobierno de Washington.

La larga experiencia y conocimiento de la Iglesia impulsó a mi amado predecesor Juan Pablo II a elegirlo como prefecto de la Congregación para la educación católica y a crearlo cardenal en el Consistorio del 28 de junio de 1991, asignándole también desde mayo de 1993, la alta función de patrono de la Soberana Orden de Malta. Es así mismo un deber de gratitud recordar las misiones especiales que le fueron encomendadas a este llorado purpurado: en mayo de 2001 ante Israel y ante la Autoridad Palestina, para entregar un mensaje pontificio autógrafo a fin de animar a las partes a un alto el fuego inmediato y a reanudar el diálogo; dos años más tarde, el 1 de marzo de 2003, fue encargado de ir como enviado especial a Washington para llevar al presidente de Estados Unidos un mensaje pontificio y para ilustrar la postura de la Santa Sede y sus iniciativas emprendidas para contribuir al desarme y a la paz en Oriente Próximo. Misiones delicadas que él trató de cumplir, como siempre, con entrega fiel a Cristo y a su Iglesia. En su testamento espiritual escribió: "He tratado de amar a Cristo y servirlo toda mi vida, si bien a menudo mi fragilidad humana me ha impedido manifestarle siempre de modo edificante, como habría querido, mi amor, fidelidad y total entrega a su voluntad".

Demos gracias a Dios por el don de este hermano y amigo nuestro, y por todo el bien que él, con la ayuda de la gracia divina, realizó en los diferentes ámbitos en los que estuvo llamado a desarrollar su valiosa actividad pastoral y diplomática. Una mención especial merece el celo que puso en la promoción de las vocaciones y en la formación de los sacerdotes. Confiamos que ahora pueda contemplar cara a cara a aquel Jesús que tanto trató de amar y servir en los hermanos (cf. 1Jn 3,2). En el momento en que nos despedimos de él, nuestro corazón se anima con la firme esperanza de que, como nos ha recordado la liturgia de hoy, "queda llena de inmortalidad" (cf. Sg 3,4), la esperanza que iluminó la vida sacerdotal y apostólica del cardenal Pio Laghi y que ahora halla la realización plena y definitiva en la llamada divina a participar en el convite del cielo. Al concluir su testamento espiritual, manifiesta este deseo: "Confío exhalar mi último suspiro con el dulce nombre de María en los labios y el adorable nombre de Jesús, su divino Hijo". Lo acompañamos con afecto fraterno en el paso del tiempo a la eternidad, uniéndonos a él en una oración que le gustaba repetir especialmente: "Jesu, filii Dei et Mariae, miserere mei: Mater mea, Fiducia mea, ora pro me in hora mortis meae. Amen".



CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS DE LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

AL FINAL DE LA SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Basílica de San Pablo extramuros, Domingo 25 de enero de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Es grande la alegría cada vez que nos encontramos ante el sepulcro del apóstol san Pablo, en la memoria litúrgica de su Conversión, para concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Os saludo con afecto a todos. Saludo en particular al cardenal Cordero Lanza di Montezemolo, al abad y a la comunidad de los monjes que nos acogen. Saludo también al cardenal Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Saludo asimismo a los señores cardenales presentes, a los obispos y a los pastores de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, reunidos aquí esta tarde. Expreso mi agradecimiento en especial a cuantos han colaborado en la preparación de los materiales para la oración, viviendo personalmente el ejercicio de reflexionar y confrontarse en la escucha unos de otros y, todos juntos, de la Palabra de Dios.

La conversión de san Pablo nos ofrece el modelo y nos indica el camino para ir hacia la unidad plena. En efecto, la unidad requiere una conversión: de la división a la comunión, de la unidad herida a la unidad restablecida y plena. Esta conversión es don de Cristo resucitado, como sucedió en el caso de san Pablo. Lo hemos escuchado de las mismas palabras del Apóstol en la lectura que se acaba de proclamar: "Por gracia de Dios soy lo que soy" (
1Co 15,10). El mismo Señor que llamó a Saulo en el camino de Damasco se dirige a los miembros de su Iglesia, que es una y santa, y llamando a cada uno por su nombre pregunta: ¿Por qué me has dividido? ¿Por qué has desgarrado la unidad de mi cuerpo?

La conversión implica dos dimensiones. En el primer paso se conocen y reconocen a la luz de Cristo las culpas, y este reconocimiento se transforma en dolor y arrepentimiento, en deseo de volver a empezar. En el segundo paso se reconoce que este nuevo camino no puede venir de nosotros mismos. Consiste en dejarse conquistar por Cristo. Como dice san Pablo: "Me esfuerzo por correr para conquistarlo, habiendo sido yo también conquistado por Cristo Jesús" (Ph 3,12). La conversión exige nuestro sí, mi "correr"; no es en última instancia una actividad mía, sino un don; es dejarse formar por Cristo; es muerte y resurrección. Por eso san Pablo no dice: "Me he convertido", sino "he muerto" (Ga 2,19), soy una criatura nueva.

En realidad, la conversión de san Pablo no fue un paso de la inmoralidad a la moralidad —su moralidad era elevada—, de una fe equivocada a una fe correcta —su fe era verdadera, aunque incompleta—, sino que fue ser conquistado por el amor de Cristo: la renuncia a la propia perfección; fue la humildad de quien se pone sin reserva al servicio de Cristo en favor de los hermanos. Y sólo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo podemos estar unidos también entre nosotros, podemos llegar a ser "uno" en Cristo. La comunión con Cristo resucitado es lo que nos da la unidad.

También podemos observar una interesante analogía con la dinámica de la conversión de san Pablo meditando en el texto bíblico del profeta Ezequiel (Ez 37,15-28) elegido este año como base de nuestra oración. En él se presenta el gesto simbólico de los dos leños unidos en la mano del profeta, que con este gesto representa la acción futura de Dios. Es la segunda parte del capítulo 37, que en la primera parte contiene la célebre visión de los huesos secos y de la resurrección de Israel, realizada por el Espíritu de Dios.

¿Cómo no constatar que el signo profético de la reunificación del pueblo de Israel se pone después del gran símbolo de los huesos secos vivificados por el Espíritu? De ahí deriva un esquema teológico análogo al de la conversión de san Pablo: en primer lugar está el poder de Dios, que con su Espíritu realiza la resurrección como una nueva creación. Este Dios, que es el Creador y es capaz de resucitar a los muertos, también es capaz de volver a conducir a la unidad al pueblo dividido en dos.

San Pablo, como Ezequiel y más que él, se convierte en instrumento elegido de la predicación de la unidad conquistada por Jesús mediante la cruz y la resurrección: la unidad entre los judíos y los paganos, para formar un solo pueblo nuevo. La resurrección de Cristo extiende el perímetro de la unidad: no sólo unidad de las tribus de Israel, sino también unidad entre judíos y paganos (cf. Ep 2 Jn 10,16); unificación de la humanidad dispersa por el pecado y aún más unidad de todos los creyentes en Cristo.

La elección de este pasaje del profeta Ezequiel la debemos a los hermanos de Corea, que se han sentido fuertemente interpelados por esta página bíblica, como coreanos y como cristianos. En la división del pueblo judío en dos reinos se han visto reflejados como hijos de una única tierra, que las vicisitudes políticas han separado, una parte al norte y otra al sur. Y esta experiencia humana les ha ayudado a comprender mejor el drama de la división entre los cristianos.

Ahora, a la luz de esta Palabra de Dios que nuestros hermanos coreanos han elegido y propuesto a todos, emerge una verdad llena de esperanza: Dios promete a su pueblo una nueva unidad, que debe ser signo e instrumento de reconciliación y de paz también en el plano histórico, para todas las naciones. La unidad que Dios da a su Iglesia, y por la cual rezamos, es naturalmente la comunión en sentido espiritual, en la fe y en la caridad; pero nosotros sabemos que esta unidad en Cristo es fermento de fraternidad también en el plano social, en las relaciones entre las naciones y para toda la familia humana. Es la levadura del reino de Dios que hace crecer toda la masa (cf. Mt 13,33).

En este sentido, la oración que elevamos en estos días, refiriéndonos a la profecía de Ezequiel, se ha hecho también intercesión por las diversas situaciones de conflicto que afligen actualmente a la humanidad. Donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalece el trágico estrépito de la violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios actúa y nos repite que la paz es posible y que debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz. Por eso nuestra oración por la unidad y por la paz exige siempre ser confirmada con gestos valientes de reconciliación entre los cristianos.

Pienso también en Tierra Santa: es muy importante que los fieles que viven en ella, al igual que los peregrinos que la visitan, den a todos el testimonio de que la diversidad de los ritos y de las tradiciones no debería constituir un obstáculo al respeto mutuo y a la caridad fraterna. En la legítima diversidad de las diferentes tradiciones debemos buscar la unidad en la fe, en nuestro "sí" fundamental a Cristo y a su única Iglesia. Así las diferencias ya no serán un obstáculo que nos separe, sino riqueza en la multiplicidad de las expresiones de la fe común.

Quiero concluir esta reflexión haciendo referencia a un acontecimiento que los de más edad ciertamente no olvidamos. El 25 de enero de 1959, hace exactamente 50 años, el beato Papa Juan XXIII manifestó por primera vez en este lugar su voluntad de convocar "un Concilio ecuménico para la Iglesia universal" (AAS li [1959], p. 68). Hizo este anuncio a los padres cardenales, en la sala Capitular del monasterio de San Pablo, después de celebrar la misa solemne en la basílica. De aquella providencial decisión, sugerida a mi venerado predecesor, según su firme convicción, por el Espíritu Santo, derivó también una contribución fundamental al ecumenismo, condensado en el decreto Unitatis redintegratio. En él, entre otras cosas, se lee: "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior (cf. Ep 4,23). Porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad" (n. UR 7).

La actitud de conversión interior en Cristo, de renovación espiritual, de mayor caridad con los demás cristianos ha dado lugar a una nueva situación en las relaciones ecuménicas. Los frutos de los diálogos teológicos, con sus convergencias y con la identificación más precisa de las divergencias que aún siguen existiendo, impulsan a proseguir valientemente en dos direcciones: en la recepción de cuanto se ha logrado positivamente y en un compromiso renovado hacia el futuro.

Oportunamente, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, al que agradezco el servicio que presta a la causa de la unidad de todos los discípulos del Señor, ha reflexionado recientemente sobre la recepción y el futuro del diálogo ecuménico. Esta reflexión, que por una parte quiere valorar justamente lo que se ha conseguido, por otra pretende encontrar nuevos caminos para continuar las relaciones entre las Iglesias y comunidades eclesiales en el contexto actual. Sigue abierto ante nosotros el horizonte de la unidad plena. Se trata de una tarea ardua, pero entusiasmante, para los cristianos que quieren vivir en sintonía con la oración del Señor: "Que todos sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17,21). El concilio Vaticano ii nos aseguró que "el santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la Iglesia de Cristo, una y única, supera las fuerzas y las capacidades humanas" (Unitatis redintegratio UR 24).

Confiando en la oración del Señor Jesucristo, y animados por los significativos pasos dados por el movimiento ecuménico, invoquemos con fe al Espíritu Santo para que siga iluminando y guiando nuestro camino. Que el apóstol san Pablo, que tanto trabajó y sufrió por la unidad del Cuerpo místico de Cristo, nos impulse y nos asista desde el cielo; y que la santísima Virgen María, Madre de la unidad de la Iglesia, nos acompañe y nos sostenga.




FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR - XIII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

Basílica Vaticana, Lunes 2 de febrero de 2009

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Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros al final del santo sacrificio de la misa, en esta fiesta litúrgica que, ya desde hace trece años, reúne a religiosos y religiosas para la Jornada de la vida consagrada. Saludo cordialmente al cardenal Franc Rodé, expresando de modo especial mi agradecimiento a él y a sus colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica por el servicio que prestan a la Santa Sede y a lo que llamaría el "cosmos" de la vida consagrada.

Saludo con afecto a los superiores y las superioras generales aquí presentes y a todos vosotros, hermanos y hermanas, que, siguiendo el modelo de la Virgen María, lleváis en la Iglesia y en el mundo la luz de Cristo con vuestro testimonio de personas consagradas. En este Año paulino hago mías las palabras del Apóstol: "Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy" (
Ph 1,3-5). Con este saludo, dirigido a la comunidad cristiana de Filipos, san Pablo expresa el recuerdo afectuoso que conserva de quienes viven personalmente el Evangelio y se comprometen a transmitirlo, uniendo el cuidado de la vida interior con el empeño de la misión apostólica.

En la tradición de la Iglesia, san Pablo siempre ha sido reconocido como padre y maestro de quienes, llamados por el Señor, han hecho la opción de una entrega incondicional a él y a su Evangelio. Diversos institutos religiosos toman de san Pablo el nombre y también una inspiración carismática específica. Se puede decir que a todos los consagrados y las consagradas él repite una invitación clara y afectuosa: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1Co 11,1). En efecto, ¿qué es la vida consagrada sino una imitación radical de Jesús, un "seguimiento" total de él? (cf. Mt 19,27-28). Pues bien, en todo ello san Pablo representa una mediación pedagógica segura: imitarlo siguiendo a Jesús, amadísimos hermanos, es el camino privilegiado para corresponder a fondo a vuestra vocación de especial consagración en la Iglesia.

Más aún, de su misma voz podemos conocer un estilo de vida que expresa lo esencial de la vida consagrada inspirada en los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. En la vida de pobreza él ve la garantía de un anuncio del Evangelio realizado con total gratuidad (cf. 1Co 9,1-23), mientras expresa, al mismo tiempo, la solidaridad concreta con los hermanos necesitados.

Al respecto, todos conocemos la decisión de san Pablo de mantenerse con el trabajo de sus manos y su compromiso por la colecta en favor de los pobres de Jerusalén (cf. 1Th 2,9 2Co 8-9). San Pablo es también un apóstol que, acogiendo la llamada de Dios a la castidad, entregó su corazón al Señor de manera indivisa, para poder servir con una libertad y una dedicación aún mayores a sus hermanos (cf. 1Co 7,7 2Co 11,1-2). Además, en un mundo en el que se apreciaban poco los valores de la castidad cristiana (cf. 1Co 6,12-20), ofrece una referencia de conducta segura.

Y, por lo que se refiere a la obediencia, baste notar que el cumplimiento de la voluntad de Dios y la "responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2Co 11,28) animaron, plasmaron y consumaron su existencia, convertida en sacrificio agradable a Dios. Todo esto lo lleva a proclamar, como escribe a los Filipenses: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Ph 1,21).

Otro aspecto fundamental de la vida consagrada de san Pablo es la misión.Él es todo de Jesús a fin de ser, como Jesús, de todos; más aún, a fin de ser Jesús para todos: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1Co 9,22). A él, tan estrechamente unido a la persona de Cristo, le reconocemos una profunda capacidad de conjugar vida espiritual y actividad misionera; en él esas dos dimensiones van juntas. Así, podemos decir que pertenece a la legión de "místicos constructores", cuya existencia es a la vez contemplativa y activa, abierta a Dios y a los hermanos, para prestar un servicio eficaz al Evangelio.

En esta tensión místico-apostólica me complace destacarla valentía del Apóstol ante el sacrificio al afrontar pruebas terribles, hasta el martirio (cf. 2Co 11,16-33), la confianza inquebrantable basada en las palabras de su Señor: "Te basta mi gracia, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2Co 12,9). Así, su experiencia espiritual se nos muestra como una traducción viva del misterio pascual, que investigó intensamente y anunció como forma de vida del cristiano. San Pablo vive para, con y en Cristo. "Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,19-20); y también: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Ph 1,21).

Esto explica por qué no se cansa de exhortar a hacer que la palabra de Cristo habite en nosotros con toda su riqueza (cf. Col 3,16). Esto hace pensar en la invitación que os dirigió recientemente la instrucción sobre "El servicio de la autoridad y la obediencia" a buscar "cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se proclama ese día, meditándola y guardándola en el corazón como un tesoro, convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus elecciones" (n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de junio de 2008, p. 10).

Por tanto, espero que el Año paulino alimente aún más en vosotros el propósito de acoger el testimonio de san Pablo, meditando cada día la Palabra de Dios con la práctica fiel de la lectio divina, orando "con salmos, himnos y cánticos inspirados, con gratitud" (Col 3,16). Que él os ayude, además, a realizar vuestro servicio apostólico en la Iglesia y con la Iglesia con un espíritu de comunión sin reservas, comunicando a los demás vuestros carismas (cf. 1Co 14,12) y testimoniando en primer lugar el carisma mayor, que es la caridad (cf. 1Co 13).

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos exhorta a mirar a la Virgen María, la "consagrada" por excelencia. San Pablo habla de ella con una fórmula concisa pero eficaz, que pondera su grandeza y su misión: es la "mujer", de la que, en la plenitud de los tiempos, nació el Hijo de Dios (cf. Ga 4,4). María es la madre que hoy en el templo presenta el Hijo al Padre, dando continuación, también con este acto, al "sí" pronunciado en el momento de la Anunciación. Que ella sea también la madre que nos acompañe y sostenga a nosotros, hijos de Dios e hijos suyos, en el cumplimiento de un servicio generoso a Dios y a los hermanos. Con este fin, invoco su celestial intercesión, mientras de corazón os imparto la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas.



PRIMERA ESTACIÓN CUARESMAL Y PROCESIÓN PENITENCIAL DESDE LA IGLESIA DE SAN ANSELMO

A LA BASÍLICA DE SANTA SABINA EN EL AVENTINO

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

Basílica de Santa Sabina, Miércoles de Ceniza, 25 de febrero de 2009

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Benedicto XVI Homilias 60109