Benedicto XVI Homilias 21811

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PALABRAS DEL SANTO PADRE AL INICIO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA


Aeropuerto Cuatro Vientos de Madrid

Domingo 21 de agosto de 2011


Queridos jóvenes:

He pensado mucho en vosotros en estas horas que no nos hemos visto. Espero que hayáis podido dormir un poco, a pesar de las inclemencias del tiempo. Seguro que en esta madrugada habréis levantado los ojos al cielo más de una vez, y no sólo los ojos, también el corazón, y esto os habrá permitido rezar. Dios saca bienes de todo. Con esta confianza, y sabiendo que el Señor nunca nos abandona, comenzamos nuestra celebración eucarística llenos de entusiasmo y firmes en la fe.
* * *



HOMILÍA


Queridos jóvenes:

Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría que hemos recibido. Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor. Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?

En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16,13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.

Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.

Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.

En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.

Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.

Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.

De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.

Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.



VISITA PASTORAL A ANCONA PARA LA CLAUSURA DEL XXV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO


11 de septiembre de 2011: Concelebración Eucarística al final del XXV Congreso Eucarístico Nacional Italiano

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Astillero de Ancona

Domingo 11 de septiembre de 2011



Queridísimos hermanos y hermanas:

Hace seis años, el primer viaje apostólico en Italia de mi pontificado me llevó a Bari, con ocasión del 24° Congreso eucarístico nacional. Hoy he venido a clausurar solemnemente el 25°, aquí en Ancona. Doy gracias al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan nuestro amor a la Eucaristía y nos ven reunidos en torno a la Eucaristía. Bari y Ancona, dos ciudades que se asoman al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y de vida cristiana; dos ciudades abiertas a Oriente, a su cultura y su espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo «sin el Domingo no podemos vivir»; hoy, nuestro reencuentro se caracteriza por la «Eucaristía para la vida cotidiana».

Antes de ofreceros alguna reflexión, quiero agradecer vuestra coral participación: en vosotros abrazo espiritualmente a toda la Iglesia que está en Italia. Dirijo un saludo agradecido al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales palabras que me ha dirigido también en nombre de todos vosotros; a mi legado para este Congreso, cardenal Giovanni Battista Re; al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Edoardo Menichelli, a los obispos de la provincia eclesiástica de Las Marcas y a los que han acudido numerosos de cada parte del país. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y muchos jóvenes. Mi agradecimiento va también a las autoridades civiles y militares y a cuantos, de diversas maneras, han contribuido al buen éxito de este acontecimiento.

«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6,60). Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaún, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14,8).

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto», decían los israelitas en el desierto (Ex 16,3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto del trabajo del hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante todo, «fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha de pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: «Padre (...), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11).

El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.

¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6,32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6,28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.

¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1Co 10,17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica, «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est ).

La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25,34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística, entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia y en el compromiso por superar la incertidumbre de la precariedad y el problema del paro. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.

Queridos amigos, volvamos de esta tierra de Las Marcas con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 71 ). Sí, «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible que done a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de aquella salvación que sólo viene de él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia que está en Italia. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA (22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2011)


22 de septiembre de 2011: Santa Misa en el Estadio Olímpico de Berlín

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Estadio Olímpico de Berlín

Jueves 22 de septiembre de 2011




Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridas hermanas y hermanos

Me da gran alegría y confianza ver el gran estadio olímpico que en gran número tantos de vosotros habéis llenado hoy. Saludo con afecto a todos: a los fieles de la Archidiócesis de Berlín y de las diócesis alemanas, así como a los numerosos peregrinos provenientes de los países vecinos. Hace quince años, vino un Papa por vez primera a Berlín, la capital federal. Todos – y también yo personalmente – tenemos un recuerdo muy vivo de la visita de mi venerado predecesor, el Beato Juan Pablo II, y de la Beatificación del Deán de la Catedral de Berlín Bernhard Lichtenberg, junto a Karl Leisner, celebrada precisamente aquí, en este mismo lugar.

Pensando en estos beatos y en toda la corte de santos y beatos, podemos comprender lo que significa vivir como sarmientos de la verdadera vid, que es Cristo, y dar fruto. El evangelio de hoy nos evoca la imagen de esa planta, que en Oriente crece lozana y es símbolo de fuerza y vida, y también una metáfora de la belleza y el dinamismo de la comunión de Jesús con sus discípulos y amigos, con nosotros.

En la parábola de la vid, Jesús no dice: “Vosotros sois la vid”, sino: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15,5). Y esto significa: “Así como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo vosotros me pertenecéis. Pero, perteneciendo a mí, pertenecéis también unos a otros”. Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de relación teórica, imaginaria, simbólica, sino –casi me atrevería a decir– un pertenecer a Jesucristo en sentido biológico, plenamente vital. La Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía. “Yo soy la verdadera vid”; pero esto significa en realidad: “Yo soy vosotros y vosotros sois yo”; una identificación inaudita del Señor con nosotros, con su Iglesia.

Cristo mismo en aquella ocasión preguntó a Saulo, el perseguidor de la Iglesia, cerca de Damasco: “¿Por qué me persigues?” (Ac 9,4). De ese modo, el Señor señala el destino común que se deriva de la íntima comunión de vida de su Iglesia con Él, el Resucitado. En este mundo, Él continúa viviendo en su Iglesia. Él está con nosotros, y nosotros estamos con Él. “¿Por qué me persigues?”. En definitiva, es a Jesús a quien los perseguidores de la Iglesia quieren atacar. Y, al mismo tiempo, esto significa que no estamos solos cuando nos oprimen a causa de nuestra fe. Jesucristo está en nosotros y con nosotros.

En la parábola, el Señor Jesús dice una vez más: “Yo soy la vid verdadera, y el Padre es el labrador” (Jn 15,1), y explica que el viñador toma la podadera, corta los sarmientos secos y poda aquellos que dan fruto para que den más fruto. Usando la imagen del profeta Ezequiel, como hemos escuchado en la primera lectura, Dios quiere arrancar de nuestro pecho el corazón muerto, de piedra, y darnos un corazón vivo, de carne (cf. Ez 36,26). Quiere darnos vida nueva y llena de fuerza, un corazón de amor, de bondad y de paz. Cristo ha venido a llamar a los pecadores. Son ellos los que necesitan el médico, y no los sanos (cf. Lc 5,31 s). Y así, como dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia es el “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium LG 48) que existe para los pecadores, para nosotros, para abrirnos el camino de la conversión, de la curación y de la vida. Ésta es la constante y gran misión de la Iglesia, que le ha sido confiada por Cristo.

Algunos miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De este modo, la Iglesia aparece únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la “Iglesia”. Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, trigo y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y bello de la Iglesia.

Por tanto, ya no brota alegría alguna por el hecho de pertenecer a esta vid que es la “Iglesia”. La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la “Iglesia” y los “ideales sobre la Iglesia” que cada uno tiene. Entonces, cesa también el alegre canto: “Doy gracias al Señor, porque inmerecidamente me ha llamado a su Iglesia”, que generaciones de católicos han cantado con convicción.

Pero volvamos al Evangelio. El Señor prosigue: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí… porque sin mí -separados de mí, podría traducirse también- no podéis hacer nada” (Jn 15,4 Jn 15,5b).

Cada uno de nosotros ha de afrontar una decisión a este respecto. El Señor nos dice de nuevo en su parábola lo seria que ésta es: “Al que no permanece en mí lo tiran fuera como el sarmiento, y se seca; luego recogen los sarmientos desechados, los echan al fuego y allí se queman” (cf. Jn 15,6). Sobre esto, comenta san Agustín: “El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permaneced, pues, en la vid para libraros del fuego” (In Ioan. Ev. Tract., 81, 3 [PL 35, 1842]).

La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una docena de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad se ha vuelto tan frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24,29), sí, las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor.

Permanecer en Cristo significa, como ya hemos visto, permanecer también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En esta comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y ofrecemos protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la Iglesia de todo lugar y de todo tiempo, con la Iglesia que está en el cielo y en la tierra.

La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid. La Iglesia, en cuanto “plenitud y el complemento del Redentor” – como la llamaba Pío XII – (Mystici corporis, AAS 35 [1943] p. 230: “plenitudo et complementum Redemptoris”) es para nosotros prenda de la vida divina y mediadora de los frutos de los que habla la parábola de la vid. Así, la Iglesia es el don más bello de Dios. Por eso san Agustín podía decir: “Cada uno posee el Espíritu Santo en la medida en que uno ama a la Iglesia” (In Ioan. Ev. Tract. 32, 8 [PL 35, 1646]). Con la Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es la fuente de la vida, que Él está presente, que Él es la gran realidad que buscamos y anhelamos. Él se entrega a sí mismo y así nos da a Dios, la felicidad, el amor. Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no quiere lo que es árido, muerto, artificial, lo que al final es desechado, sino que quiere lo que es fecundo y vivo, la vida en abundancia, y Él nos da la vida en abundancia.

Queridos hermanos y hermanas, deseo que todos vosotros y todos nosotros descubramos cada vez más profundamente la alegría de estar unidos a Cristo en la Iglesia –con todos sus afanes y sus oscuridades–, que encontréis en vuestras necesidades consuelo y redención y que todos lleguemos a ser el vino delicioso de la alegría y del amor de Cristo para este mundo. Amén.


24 de septiembre de 2011: Santa Misa en la Domplatz, Erfurt

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Plaza de la Catedral, Erfurt

Sábado 24 de septiembre de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

“Alabad al Señor en todo tiempo, porque es bueno”. Así acabamos de cantar antes del Evangelio. Sí, tenemos verdaderamente motivos para dar gracias a Dios de todo corazón. Si en esta ciudad volviéramos con el pensamiento a 1981, el año jubilar de santa Isabel, hace treinta años, en tiempos de la República Democrática Alemana, ¿quién habría imaginado que el muro y las alambradas de las fronteras habrían caído pocos años después? Y si fuéramos todavía más atrás, cerca de setenta años, hasta 1941, en tiempos del nacionalsocialismo, de la Gran Guerra, ¿quién habría podido predecir que el “Reich milenario” quedaría reducido a cenizas cuatro años después?

Queridos hermanos y hermanas, aquí en Turingia, y en la entonces República Democrática Alemana, tuvisteis que soportar una dictadura “oscura” [nazi] y una roja [comunista], que para la fe cristiana fueron como una lluvia ácida. Muchas consecuencias tardías de ese tiempo han de ser aún asimiladas, sobre todo en la mentalidad y en el ámbito religioso. Actualmente, la mayoría de la gente en esta tierra vive lejana de la fe en Cristo y de la comunión de la Iglesia. Los últimos dos decenios, sin embargo, tienen también experiencias positivas: un horizonte más amplio, un intercambio más allá de las fronteras, una confiada certeza de que Dios no nos abandona y nos conduce por nuevos caminos. “Donde está Dios, allí hay futuro”.

Todos estamos convencidos de que la nueva libertad ha ayudado a dar a los hombres una mayor dignidad y a abrir muchas nuevas posibilidades. Desde el punto de vista de la Iglesia, podemos subrayar con agradecimiento muchos beneficios: nuevas posibilidades para las actividades parroquiales, la reestructuración y ampliación de iglesias y centros parroquiales, iniciativas pastorales o culturales diocesanas. Pero, naturalmente, también se nos plantea una pregunta: estas posibilidades, ¿nos han llevado también a un incremento de la fe? Las raíces de la fe y de la vida cristiana, ¿acaso no se han de buscar en algo más hondo que la libertad social? Muchos católicos convencidos han permanecido fieles a Cristo y a la Iglesia en la difícil situación de una opresión exterior. Y nosotros, ¿dónde estamos hoy? Ellos han aceptado desventajas personales con tal de vivir su propia fe. Quisiera dar las gracias aquí a los sacerdotes, así como a sus colaboradores y colaboradoras de aquellos tiempos. En particular, quisiera recordar la pastoral de los refugiados inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: entonces, muchos eclesiásticos y laicos emprendieron grandes iniciativas para aliviar la penosa situación de los prófugos y darles una nueva Patria. Y, cómo no, un agradecimiento sincero a los padres que, en medio de la diáspora y en un ambiente político hostil a la Iglesia, educaron a sus hijos en la fe católica. Quiero recordar con gratitud las Semanas Religiosas para los niños durante las vacaciones, así como también el trabajo fructuoso de las casas para la juventud católica “San Sebastián”, en Erfurt, y “Marcel Callo”, en Heiligenstadt. Especialmente en Eichsfeld, muchos católicos resistieron a la ideología comunista. Que Dios recompense a todos abundantemente por la perseverancia en la fe. El testimonio valiente y el vivir paciente con Él, la confianza constante en la providencia de Dios, son como una semilla valiosa que promete un fruto abundante para el futuro.

La presencia de Dios se manifiesta siempre de modo particularmente claro en los santos. Su testimonio de fe puede darnos también hoy la fuerza para un nuevo despertar. Pensamos ahora, sobre todo, en los santos Patronos de la Diócesis de Erfurt: Isabel de Turingia, Bonifacio y Kilian. Isabel vino a Wartburg, en Turingia, de un país extranjero, de Hungría. Llevó una intensa vida de oración, unida a la penitencia y a la pobreza evangélica. Bajaba regularmente de su castillo, en la ciudad de Eisenach, para cuidar personalmente a los pobres y enfermos. Su vida en esta tierra fue breve – llegó sólo a los veinticuatro años –, pero el fruto de su santidad se extiende a través de los siglos. Santa Isabel es muy estimada también por los cristianos evangélicos; puede ayudarnos a todos nosotros a descubrir la plenitud de la fe, su belleza, su profundidad y su fuerza transformadora y purificadora, y a ponerla en práctica en nuestra vida cotidiana.

También la fundación de la Diócesis de Erfurt por san Bonifacio, en el año 742, remite a las raíces cristianas de nuestro país. Este acontecimiento es al mismo tiempo la primera mención documentada de la ciudad de Erfurt. El Obispo misionero Bonifacio había llegado de Inglaterra, y de su estilo de trabajar formaba parte el actuar en unión esencial y estrecha relación con el Obispo de Roma, el Sucesor de san Pedro. Sabía que la Iglesia debe estar unida en torno a Pedro. Lo veneramos como el “Apóstol de Alemania”; murió mártir. Dos de sus compañeros, que compartieron con él el testimonio del derramamiento de la sangre por la fe cristiana, están enterrados aquí, en la Catedral de Erfurt: son los santos Eoban y Adelar.

Antes aún que los misioneros anglosajones, en Turingia trabajó san Kilian, un misionero itinerante venido de Irlanda. Murió mártir en Würzburg junto con dos compañeros, porque criticaba el comportamiento moralmente equivocado del duque de Turingia, residente allí. Y, por último, no queremos olvidar a san Severo, patrón de Severikirche, aquí en la plaza de la Catedral. Fue obispo de Rávena en el siglo cuarto; en el año 836, su cuerpo fue trasladado a Erfurt, para arraigar más profundamente la fe cristiana en esta región. En efecto, de estos muertos partía el testimonio vivo de la Iglesia que perdura en el tiempo; de la fe que fecunda cada época y nos indica el camino de la vida.

Preguntémonos ahora: ¿Qué es lo que tienen en común estos santos? ¿Cómo podemos describir el aspecto particular de su vida y comprender que nos afecta y puede incidir en nuestra vida? Los santos nos muestran ante todo que es posible y bueno vivir en relación con Dios y vivir esta relación de modo radical, ponerlo en primer lugar y no relegarle solamente a un ángulo cualquiera. Los santos nos muestran de manera evidente que Dios ha sido el primero que se ha dirigido a nosotros. Nosotros no podríamos llegar hasta Él, lanzarnos en cierto modo hacia lo que desconocemos, si antes no nos hubiera amado, si no hubiera primero salido a nuestro encuentro. Después de haber venido ya al encuentro de los Padres con las palabras de la llamada, Él mismo se nos ha manifestado en Jesucristo, y en Él continúa mostrándose a nosotros. Cristo sale a nuestro encuentro también hoy, habla a cada uno, como lo acaba de hacerlo en el Evangelio, e invita a cada uno de nosotros a escucharlo, a aprender a comprenderlo y a seguirlo. Los santos han tomado en serio esta invitación y esta posibilidad, han reconocido al Dios concreto, lo han visto y escuchado; han ido a su encuentro y han caminado con Él; se han dejado contagiar por Él, por decirlo así, y se han orientado hacia Él desde lo íntimo de su ser – en el continuo diálogo de la oración –, y de Él han recibido la luz que abre a la vida verdadera.

La fe es siempre y esencialmente un creer junto con los otros. Nadie puede creer por sí solo. Recibimos la fe mediante la escucha, nos dice san Pablo. Y la escucha es un proceso de estar juntos de manera física y espiritual. Únicamente puedo creer en la gran comunión de los fieles de todos los tiempos que han encontrado a Cristo y que han sido encontrados por Él. El poder creer se lo debo ante todo a Dios que se dirige a mí y, por decirlo así, “enciende” mi fe. Pero muy concretamente, debo mi fe a los que me son cercanos y han creído antes que yo y creen conmigo. Este gran “con”, sin el cual no es posible una fe personal, es la Iglesia. Y esta Iglesia no se detiene ante las fronteras de los países, como lo demuestran las nacionalidades de los santos que he mencionado: Hungría, Inglaterra, Irlanda e Italia. Esto pone de relieve la importancia del intercambio espiritual que se extiende a través de toda la Iglesia. Sí, ha sido fundamental para el desarrollo de la Iglesia en nuestro país, y sigue siendo fundamental en todos los tiempos, que creamos juntos en todos los Continentes, y que aprendamos unos de otros a creer. Si nos abrimos a la fe íntegra, en la historia entera y en los testimonios de toda la Iglesia, entonces la fe católica tiene futuro también como fuerza pública en Alemania. Al mismo tiempo, las figuras de los santos de los que he hablado nos muestran la gran fecundidad de una vida con Dios, la fertilidad de este amor radical a Dios y al prójimo. Los santos, aun allí donde son pocos, cambian el mundo. Y los grandes santos siguen siendo fuerza transformadora en todos los tiempos.

De esta manera, los cambios políticos del año 1989 en nuestro país no fueron motivados sólo por el deseo de bienestar y de libertad de movimiento, sino, y decisivamente, por el deseo de veracidad. Este anhelo se mantuvo vivo, entre otras cosas, por personas totalmente dedicadas al servicio de Dios y del prójimo, dispuestas a sacrificar su propia vida. Ellos y los santos que hemos recordado nos animan a aprovechar la nueva situación. No queremos escondernos en una fe meramente privada, sino que queremos usar de manera responsable la libertad lograda. Como los santos Kilian, Bonifacio, Adelar, Eoban e Isabel de Turingia, queremos salir al encuentro de nuestros conciudadanos como cristianos, e invitarlos a descubrir con nosotros la plenitud de la Buena Nueva, su presencia, su fuerza vital y su belleza. Entonces seremos como la famosa campana de la Catedral de Erfurt, que lleva el nombre de “Gloriosa”. Se considera la campana medieval más grande del mundo que oscila libremente. Es un signo vivo de nuestro profundo enraizamiento en la tradición cristiana, pero también un llamamiento a ponernos en camino y comprometernos en la misión. Sonará también hoy al final de la Misa solemne. Que nos aliente a hacer visible y audible en el mundo – según el ejemplo de los santos – el testimonio de Cristo, a hacer audible y visible la gloria de Dios y, así, a vivir en un mundo en el que Dios está presente y hace la vida hermosa y rica de significado. Amén.




Benedicto XVI Homilias 21811