Benedicto XVI Homilias 25911

25 de septiembre de 2011: Santa Misa en el aeropuerto turístico de Friburgo de Brisgovia

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Aeropuerto turístico de Friburgo de Brisgovia

Domingo 25 de septiembre de 2011



Queridos hermanos y hermanas

Me emociona celebrar aquí la Eucaristía, la Acción de Gracias, con tanta gente llegada de distintas partes de Alemania y de los países limítrofes. Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual vivimos, nos movemos y existimos (cf. Ac 17,28). Pero quisiera también daros las gracias a todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de Pedro, para que siga ejerciendo su ministerio con alegría y confiada esperanza, confirmando a los hermanos en la fe.

“Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…”, hemos dicho en la oración colecta del día. Hemos escuchado en la primera lectura cómo Dios ha manifestado en la historia de Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en Babilonia había hecho caer al pueblo en una profunda crisis de fe: ¿Por qué sobrevino esta calamidad? ¿Acaso Dios no era verdaderamente poderoso?

Ante todas las cosas terribles que suceden hoy en el mundo, hay teólogos que dicen que Dios de ningún modo puede ser omnipotente. Frente a esto, nosotros profesamos nuestra fe en Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Y nos alegramos y agradecemos que Él sea omnipotente. Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él ejerce su poder de manera distinta a como nosotros, los hombres, solemos hacer. Él mismo ha puesto un límite a su poder al reconocer la libertad de sus criaturas. Estamos alegres y reconocidos por el don de la libertad. Pero cuando vemos las cosas tremendas que suceden por su causa, nos asustamos. Fiémonos de Dios, cuyo poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Y, queridos fieles, no lo dudemos: Dios desea la salvación de su pueblo. Desea nuestra salvación, mi salvación, la salvación de cada uno. Siempre, y sobre todo en tiempos de peligro y de cambio radical, Él nos es cercano y su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre nosotros. Para que el poder de su misericordia pueda tocar nuestros corazones, es necesario que nos abramos a Él, se necesita la libre disponibilidad para abandonar el mal, superar la indiferencia y dar cabida a su Palabra. Dios respeta nuestra libertad. No nos coacciona. Él espera nuestro “sí” y, por decirlo así, lo mendiga.

Jesús retoma en el Evangelio este tema fundamental de la predicación profética. Narra la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña. El primer hijo responde: “«No quiero». Pero después se arrepintió y fue” (Mt 21,29). El otro, sin embargo, dijo al padre: “«Voy, señor». Pero no fue” (Mt 21,30). A la pregunta de Jesús sobre quién de los dos ha hecho la voluntad del padre, los que le escuchaban responden justamente: “El primero” (Mt 21,31). El mensaje de la parábola está claro: no cuentan las palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de fe. Jesús – lo hemos oído – dirige este mensaje a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo de Israel, es decir, a los expertos en religión de su pueblo. En un primer momento, ellos dicen “sí” a la voluntad de Dios. Pero su religiosidad acaba siendo una rutina, y Dios ya no los inquieta. Por esto perciben el mensaje de Juan el Bautista y de Jesús como una molestia. Así, el Señor concluye su parábola con palabras drásticas: “Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt 21,31-32). Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, la afirmación podría sonar más o menos así: los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su corazón quede tocado por esto: por la fe.

De este modo, la palabra nos debe hacer reflexionar mucho, es más, nos debe impactar a todos. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que se deba considerar a todos los que viven en la Iglesia y trabajan en ella como alejados de Jesús y del Reino de Dios. Absolutamente no. No, este el momento de decir más bien una palabra de profundo agradecimiento a tantos colaboradores, empleados y voluntarios, sin los cuales sería impensable la vida en las parroquias y en toda la Iglesia. La Iglesia en Alemania tiene muchas instituciones sociales y caritativas, en las cuales el amor al prójimo se lleva a cabo de una forma también socialmente eficaz y que llega a los confines de la tierra. Quisiera expresar en este momento mi gratitud y aprecio a todos los que colaboran en Caritas alemana u otras organizaciones, o que ponen generosamente a disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas de voluntariado en la Iglesia. Este servicio requiere ante todo una competencia objetiva y profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de Jesús se necesita algo más: un corazón abierto, que se deja conmover por el amor de Cristo, y así presta al prójimo que nos necesita más que un servicio técnico: amor, con el que se muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces, también a partir de Evangelio de hoy, preguntémonos: ¿Cómo es mi relación personal con Dios en la oración, en la participación en la Misa dominical, en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica? Queridos amigos, en último término, la renovación de la Iglesia puede llevarse a cabo solamente mediante la disponibilidad a la conversión y una fe renovada.

En el Evangelio de este domingo – lo hemos oído – se habla de dos hijos, pero tras los cuales hay misteriosamente un tercero. El primer hijo dice no, pero después hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no cumple la voluntad del padre. El tercero dice “sí” y hace lo que se le ordena. Este tercer hijo es el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, que nos ha reunido a todos aquí. Jesús, entrando en el mundo, dijo: “He aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (He 10,7). Este “sí”, no solamente lo pronunció, sino que también lo cumplió y lo sufrió hasta en la muerte. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Ph 2,6-8). Jesús ha cumplido la voluntad del Padre en humildad y obediencia, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas – por nosotros – y nos ha redimido de nuestra soberbia y obstinación. Démosle gracias por su sacrificio, doblemos las rodillas ante su Nombre y proclamemos junto con los discípulos de la primera generación: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Ph 2,10).

La vida cristiana debe medirse continuamente con Cristo: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Ph 2,5), escribe san Pablo en la introducción al himno cristológico. Y algunos versículos antes, él ya nos exhorta: “Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir” (Ph 2,1-2). Así como Cristo estaba totalmente unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a Dios y tener entre ellos un mismo sentir. Queridos amigos, con Pablo me atrevo a exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo. La Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del futuro y seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación especifica, colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los movimientos se sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y confirmados, en comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe inalterada y dejan que ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades. La Iglesia en Alemania seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial si permanece fielmente unida a los sucesores de san Pedro y de los Apóstoles, si de diversos modos cuida la colaboración con los países de misión y se deja también “contagiar” en esto por la alegría en la fe de las iglesias jóvenes.

Pablo une la llamada a la humildad con la exhortación a la unidad. Y dice: “No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás” (Ph 2,3-4). La vida cristiana es una pro-existencia: un ser para el otro, un compromiso humilde para con el prójimo y con el bien común. Queridos fieles, la humildad es una virtud que en el mundo de hoy y, en general, de todos los tiempos, no goza de gran estima, pero los discípulos del Señor saben que esta virtud es, por decirlo así, el aceite que hace fecundos los procesos de diálogo, posible la colaboración y cordial la unidad. Humilitas, la palabra latina para “humildad”, está relacionada con humus, es decir con la adherencia a la tierra, a la realidad. Las personas humildes tienen los pies en la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a Cristo, la Palabra de Dios, que renueva sin cesar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.

Pidamos a Dios el ánimo y la humildad de avanzar por el camino de la fe, de alcanzar la riqueza de su misericordia y de tener la mirada fija en Cristo, la Palabra que hace nuevas todas las cosas, que para nosotros es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6), que es nuestro futuro. Amén.



VISITA PASTORAL A LAMEZIA TERME Y SERRA SAN BRUNO (9 de octubre de 2011)


9 de octubre de 2011: Celebración de la Santa Misa en la periferia industrial de Lamezia Terme

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Zona ex-Sir, periferia industrial de Lamezia Terme

Domingo 9 de octubre de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Estoy contento de estar por primera vez aquí en Calabria y de encontrarme en esta ciudad de Lamezia Terme. Os dirijo mi cordial saludo a todos vosotros que habéis venido en tan gran número, y os doy las gracias por vuestra calurosa acogida. Saludo en particular a vuestro pastor, monseñor Luigi Antonio Cantafora, y le agradezco las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo también a los arzobispos y a los obispos presentes, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los representantes de las asociaciones y de los movimientos eclesiales. Dirijo un saludo deferente al alcalde, profesor Gianni Speranza, a quien agradezco sus corteses palabras de saludo, al representante del Gobierno y a las autoridades civiles y militares, que con su presencia han querido honrar este encuentro. Un agradecimiento especial a cuantos han colaborado generosamente a la realización de mi visita pastoral.

La liturgia de este domingo nos propone una parábola que habla de un banquete de bodas al que muchos son invitados. La primera lectura, tomada del libro de Isaías, prepara este tema, porque habla del banquete de Dios. La imagen del banquete aparece a menudo en las Escrituras para indicar la alegría en la comunión y en la abundancia de los dones del Señor, y deja intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad, como describe Isaías: «Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos..., de vinos de solera; manjares exquisito, vinos refinados» (Is 25,6). El profeta añade que la intención de Dios es poner fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que todos los hombres vivan felices en el amor hacia él y en la comunión recíproca; su proyecto entonces es eliminar la muerte para siempre, enjugar las lágrimas de todos los rostros, hacer desaparecer la situación deshonrosa de su pueblo, como hemos escuchado (cf. Is 25,7-8). Todo esto suscita profunda gratitud y esperanza: «Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor, en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación» (Is 25,9).

Jesús en el Evangelio nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios —representado por un rey— a participar en su banquete (cf. Mt 22,1-14). Los invitados son muchos, pero sucede algo inesperado: rehúsan participar en la fiesta, tienen otras cosas que hacer; más aún, algunos muestran despreciar la invitación. Dios es generoso con nosotros, nos ofrece su amistad, sus dones, su alegría, pero a menudo nosotros no acogemos sus palabras, mostramos más interés por otras cosas, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses. La invitación del rey encuentra incluso reacciones hostiles, agresivas. Pero eso no frena su generosidad. Él no se desanima, y manda a sus siervos a invitar a muchas otras personas. El rechazo de los primeros invitados tiene como efecto la extensión de la invitación a todos, también a los más pobres, abandonados y desheredados. Los siervos reúnen a todos los que encuentran, y la sala se llena: la bondad del rey no tiene límites, y a todos se les da la posibilidad de responder a su llamada. Pero hay una condición para quedarse en este banquete de bodas: llevar el vestido nupcial. Y al entrar en la sala, el rey advierte que uno no ha querido ponérselo y, por esta razón, es excluido de la fiesta. Quiero detenerme un momento en este punto con una pregunta: ¿cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya puesto el vestido nupcial? ¿Qué es este vestido nupcial? En la misa in Coena Domini de este año hice referencia a un bello comentario de san Gregorio Magno a esta parábola. Explica que ese comensal responde a la invitación de Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido nupcial, que es la caridad, el amor. Y san Gregorio añade: «Cada uno de vosotros, por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha tomado parte en el banquete de bodas, pero no puede decir que lleva el vestido nupcial si no custodia la gracia de la caridad» (Homilía 38, 9: pl 76,1287). Y este vestido está tejido simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro abajo: el amor a Dios y el amor al prójimo (cf. ib., 10: pl 76, 1288). Todos estamos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos llevar y custodiar el vestido nupcial, la caridad, vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.

Queridos hermanos y hermanas, he venido para compartir con vosotros alegrías y esperanzas, fatigas y compromisos, ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Sé que os habéis preparado para esta visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo de los Hechos de los Apóstoles: «En nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda» (Ac 3,6). Sé que en Lamezia Terme, como en toda Calabria, no faltan dificultades, problemas y preocupaciones. Si observamos esta bella región, reconocemos en ella una tierra sísmica no sólo desde el punto de vista geológico, sino también desde un punto de vista estructural, comportamental y social; es decir, una tierra donde los problemas se presentan de forma aguda y desestabilizadora; una tierra donde el desempleo es preocupante, donde una criminalidad a menudo feroz hiere el tejido social, una tierra en la que se tiene la continua sensación de estar en emergencia. Vosotros, los calabreses, habéis sabido responder a la emergencia con una prontitud y una disponibilidad sorprendentes, con una extraordinaria capacidad de adaptación a los problemas. Estoy seguro de que sabréis superar las dificultades de hoy para preparar un futuro mejor. No cedáis nunca a la tentación del pesimismo y de encerraros en vosotros mismos. Aprovechad los recursos de vuestra fe y vuestras capacidades humanas; esforzaos por crecer en la capacidad de colaborar, de cuidar de los demás y de todo bien público, custodiad el vestido nupcial del amor; perseverad en el testimonio de los valores humanos y cristianos tan profundamente arraigados en la fe y en la historia de este territorio y de su población.

Queridos amigos, mi visita se sitúa casi al final del camino emprendido por esta Iglesia local con la redacción del proyecto pastoral quinquenal. Deseo dar gracias con vosotros al Señor por el provechoso camino recorrido y por la siembra de numerosas semillas de bien, que permiten esperar un buen futuro. Para afrontar la nueva realidad social y religiosa, distinta del pasado, quizás con más dificultades, pero también más rica en potencialidades, es necesario un trabajo pastoral moderno y orgánico que comprometa en torno al obispo a todas las fuerzas cristianas: sacerdotes, religiosos y laicos, animados por el compromiso común de evangelización. Al respecto, me ha complacido saber el esfuerzo que estáis haciendo para poneros a la escucha atenta y perseverante de la Palabra de Dios, a través de la promoción de encuentros mensuales en diversos centros de la diócesis y la difusión de la práctica de la Lectio divina. También es oportuna la Escuela de doctrina social de la Iglesia, tanto por la calidad articulada de la propuesta como por su divulgación capilar. Anhelo vivamente que de estas iniciativas brote una nueva generación de hombres y mujeres capaces de promover no tanto intereses partidistas, sino el bien común. Quiero también alentar y bendecir los esfuerzos de cuantos, sacerdotes y laicos, están comprometidos en la formación de las parejas cristianas para el matrimonio y la familia, con el fin de dar una respuesta evangélica y competente a los numerosos desafíos contemporáneos en el campo de la familia y de la vida.

Conozco, además, el celo y la dedicación con que los sacerdotes desempeñan su servicio pastoral, así como el trabajo de formación sistemático e incisivo dirigido a ellos, en particular a los más jóvenes. Queridos sacerdotes, os exhorto a arraigar cada vez más vuestra vida espiritual en el Evangelio, cultivando la vida interior, una intensa relación con Dios, y alejándoos con decisión de cierta mentalidad consumista y mundana, que es una tentación constante en la realidad en que vivimos. Aprended a crecer en la comunión entre vosotros y con el obispo, entre vosotros y los fieles laicos, favoreciendo la estima y la colaboración recíprocas: de ello derivarán sin duda múltiples beneficios tanto para la vida de las parroquias como para la misma sociedad civil. Sabed valorar, con discernimiento, según los conocidos criterios de eclesialidad, los grupos y movimientos: deben integrarse bien dentro de la pastoral ordinaria de la diócesis y de las parroquias, con un profundo espíritu de comunión.

A vosotros, fieles laicos, jóvenes y familias, os digo: ¡no tengáis miedo de vivir y dar testimonio de la fe en los distintos ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Tenéis todos los motivos para mostraros fuertes, confiados y valientes, y esto gracias a la luz de la fe y a la fuerza de la caridad. Y cuando encontréis la oposición del mundo, haced vuestras las palabras del Apóstol: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Ph 4,13). Así se comportaron los santos y las santas que florecieron, en el transcurso de los siglos, en toda Calabria. Que ellos os custodien siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Que la Madre de Dios, tan venerada por vosotros, os asista y os conduzca al profundo conocimiento de su Hijo. Amén.



9 de octubre de 2011: Celebración de las Vísperas en la Iglesia de la Cartuja de Serra San Bruno

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Iglesia de la Cartuja de Serra San Bruno

Domingo 9 de octubre de 2011



Venerados hermanos en el episcopado,
queridos hermanos cartujos,
hermanos y hermanas:

Doy gracias al Señor que me ha traído a este lugar de fe y de oración, la cartuja de Serra San Bruno. A la vez que renuevo mi saludo y mi agradecimiento a monseñor Vincenzo Bertolone, arzobispo de Catanzaro-Squillace, me dirijo con gran afecto a esta comunidad cartuja, a cada uno de sus miembros, comenzando por el prior, padre Jacques Dupont, a quien doy las gracias de corazón por sus palabras, pidiéndole que haga llegar mi agradecimiento y mi bendición al ministro general y a las monjas de la Orden.

Quiero ante todo subrayar que esta visita se pone en continuidad con algunos signos de fuerte comunión entre la Sede apostólica y la Orden cartuja, que tuvieron lugar durante el siglo pasado. En 1924 el Papa Pío XI promulgó una constitución apostólica con la que aprobó los Estatutos de la Orden, revisados a la luz del Código de derecho canónico. En mayo de 1984, el beato Juan Pablo II dirigió al ministro general una carta especial, con ocasión del noveno centenario de la fundación por obra de san Bruno de la primera comunidad en la Chartreuse, cerca de Grenoble. El 5 de octubre de ese mismo año, mi amado predecesor vino aquí, y está vivo aún el recuerdo de su paso entre estas paredes. En la estela de estos acontecimiento pasados, pero siempre actuales, vengo hoy a vosotros, y quiero que nuestro encuentro ponga de relieve un vínculo profundo que existe entre Pedro y Bruno, entre el servicio pastoral a la unidad de la Iglesia y la vocación contemplativa en la Iglesia. De hecho, la comunión eclesial necesita una fuerza interior, esa fuerza que hace un momento el padre prior recordaba citando la expresión «captus ab Uno», referida a san Bruno: «aferrado por el Uno», por Dios, «Unus potens per omnia», como hemos cantado en el himno de las Vísperas. El ministerio de los pastores toma de las comunidades contemplativas una savia espiritual que viene de Dios.

«Fugitiva relinquere et aeterna captare»: abandonar las realidades fugaces e intentar aferrar lo eterno. En esta expresión de la carta que vuestro fundador dirigió al preboste de Reims, Rodolfo, se encierra el núcleo de vuestra espiritualidad (cf. Carta a Rodolfo, 13): el fuerte deseo de entrar en unión de vida con Dios, abandonando todo lo demás, todo aquello que impide esta comunión, y dejándose aferrar por el inmenso amor de Dios para vivir sólo de este amor. Queridos hermanos, vosotros habéis encontrado el tesoro escondido, la perla de gran valor (cf. Mt 13,44-46); habéis respondido con radicalidad a la invitación de Jesús: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). Todo monasterio —masculino o femenino— es un oasis en el que, con la oración y la meditación, se excava incesantemente el pozo profundo del que podemos tomar el «agua viva» para nuestra sed más profunda. Pero la cartuja es un oasis singular, donde el silencio y la soledad son custodiados de modo muy especial, según la forma de vida iniciada por san Bruno y que ha permanecido sin cambios en el curso de los siglos. «Habito en el desierto con los hermanos», es la frase sintética que escribía vuestro fundador (Carta a Rodolfo, 4). La visita del Sucesor de Pedro a esta histórica cartuja no sólo quiere confirmaros a vosotros, que vivís aquí, sino a toda la Orden en su misión, muy actual y significativa en el mundo de hoy.

El progreso técnico, especialmente en el campo de los transportes y de las comunicaciones, ha hecho la vida del hombre más confortable, pero también más agitada, a veces convulsa. Las ciudades son casi siempre ruidosas: raramente hay silencio en ellas, porque siempre persiste un ruido de fondo, en algunas zonas también de noche. En las últimas décadas, además, el desarrollo de los medios de comunicación ha difundido y amplificado un fenómeno que ya se perfilaba en los años sesenta: la virtualidad, que corre el peligro de dominar sobre la realidad. Cada vez más, incluso sin darse cuenta, las personas están inmersas en una dimensión virtual a causa de mensajes audiovisuales que acompañan su vida desde la mañana hasta la noche. Los más jóvenes, que han nacido ya en esta situación, parecen querer llenar de música y de imágenes cada momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente, este vacío. Se trata de una tendencia que siempre ha existido, especialmente entre los jóvenes y en los contextos urbanos más desarrollados, pero hoy ha alcanzado tal nivel que se habla de mutación antropológica. Algunas personas ya no son capaces de permanecer por mucho tiempo en silencio y en soledad.

He querido aludir a esta condición sociocultural, porque pone de relieve el carisma específico de la cartuja, como un don precioso para la Iglesia y para el mundo, un don que contiene un mensaje profundo para nuestra vida y para toda la humanidad. Lo resumiría de este modo: retirándose al silencio y la soledad, el hombre, por así decirlo, se «expone» a la realidad de su desnudez, se expone a ese aparente «vacío» al que aludí antes, para experimentar en cambio la Plenitud, la presencia de Dios, de la Realidad más real que existe, y que está más allá de la dimensión sensible. Es una presencia perceptible en toda criatura: en el aire que respiramos, en la luz que vemos y que nos calienta, en la hierba, en las piedras... Dios, Creator omnium, lo penetra todo, pero está más allá, y precisamente por esto es el fundamento de todo. El monje, dejándolo todo, por así decirlo «se arriesga»: se expone a la soledad y al silencio para vivir sólo de lo esencial, y precisamente viviendo de lo esencial encuentra también una profunda comunión con los hermanos, con cada hombre.

Alguien podría pensar que es suficiente venir aquí para dar este «salto». Pero no es así. Esta vocación, como toda vocación, encuentra respuesta en un camino, en la búsqueda de toda una vida. De hecho, no basta con retirarse a un lugar como este para aprender a estar en la presencia de Dios. Del mismo modo que en el matrimonio no basta con celebrar el Sacramento para llegar efectivamente a ser una sola cosa, sino que es necesario dejar que la gracia de Dios actúe y recorrer juntos la cotidianidad de la vida conyugal, así el llegar a ser monjes requiere tiempo, ejercicio, paciencia, «en una perseverante vigilancia divina —como afirmaba san Bruno— esperando el regreso del Señor para abrirle inmediatamente la puerta» (Carta a Rodolfo, 4); y precisamente en esto consiste la belleza de toda vocación en la Iglesia: dar tiempo a Dios de actuar con su Espíritu y a la propia humanidad de formarse, de crecer según la medida de la madurez de Cristo, en ese particular estado de vida. En Cristo está el todo, la plenitud; necesitamos tiempo para hacer nuestra una de las dimensiones de su misterio. Podríamos decir que este es un camino de transformación en el que se realiza y se manifiesta el misterio de la resurrección de Cristo en nosotros, misterio al que nos ha remitido esta tarde la Palabra de Dios en la lectura bíblica, tomada de la Carta a los Romanos: el Espíritu Santo, que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf. Rm 8,11), es Aquel que realiza también nuestra configuración a Cristo según la vocación de cada uno, un camino que discurre desde la pila bautismal hasta la muerte, paso hacia la casa del Padre. A veces, a los ojos del mundo parece imposible permanecer durante toda la vida en un monasterio, pero en realidad toda una vida apenas es suficiente para entrar en esta unión con Dios, en esa Realidad esencial y profunda que es Jesucristo.

Por esto he venido aquí, queridos hermanos que formáis la comunidad cartuja de Serra San Bruno. Para deciros que la Iglesia os necesita, y que vosotros necesitáis a la Iglesia. Vuestro puesto no es marginal: ninguna vocación es marginal en el pueblo de Dios: somos un único cuerpo, en el que cada miembro es importante y tiene la misma dignidad, y es inseparable del todo. También vosotros, que vivís en un aislamiento voluntario, estáis en realidad en el corazón de la Iglesia, y hacéis correr por sus venas la sangre pura de la contemplación y del amor de Dios.

Stat crux dum volvitur orbis, así reza vuestro lema. La cruz de Cristo es el punto firme, en medio de los cambios y de las vicisitudes del mundo. La vida en una cartuja participa de la estabilidad de la cruz, que es la de Dios, de su amor fiel. Permaneciendo firmemente unidos a Cristo, como sarmientos a la vid, también vosotros, hermanos cartujos, estáis asociados a su misterio de salvación, como la Virgen María, que junto a la cruz stabat, unida al Hijo en la misma oblación de amor. Así, como María y junto con ella, también vosotros estáis insertados profundamente en el misterio de la Iglesia, sacramento de unión de los hombres con Dios y entre sí. En esto vosotros estáis también singularmente cercanos a mi ministerio. Así pues, que vele sobre nosotros la Madre santísima de la Iglesia, y que el santo padre Bruno bendiga siempre desde el cielo a vuestra comunidad. Amén.



16 de octubre de 2011: Santa Misa para la Nueva Evangelización

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Basílica Vaticana

Domingo, 16 de octubre de 2011



Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

Con alegría celebro hoy la santa misa para vosotros, que estáis comprometidos en muchas partes del mundo en las fronteras de la nueva evangelización. Esta liturgia es la conclusión del encuentro que ayer os llamó a confrontaros sobre los ámbitos de esa misión y a escuchar algunos testimonios significativos. Yo mismo he querido presentaros algunos pensamientos, mientras hoy parto para vosotros el pan de la Palabra y de la Eucaristía, con la certeza —compartida por todos nosotros— de que sin Cristo, Palabra y Pan de vida, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Me alegra que este congreso se sitúe en el contexto del mes de octubre, precisamente una semana antes de la Jornada mundial de las misiones: esto pone de relieve la justa dimensión universal de la nueva evangelización, en armonía con la de la misión ad gentes.

Os dirijo un saludo cordial a todos vosotros, que habéis acogido la invitación del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización. En particular saludo y doy las gracias al presidente de este dicasterio de reciente institución, monseñor Salvatore Fisichella, y a sus colaboradores.

Pasemos ahora a las lecturas bíblicas, en las que hoy el Señor nos habla. La primera, tomada del libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay otros dioses fuera del Señor, e incluso el poderoso Ciro, emperador de los persas, forma parte de un plan más grande, que sólo Dios conoce y lleva adelante. Esta lectura nos da el sentido teológico de la historia: los cambios de época, el sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo dominio de Dios; ningún poder terreno puede ponerse en su lugar. La teología de la historia es un aspecto importante, esencial de la nueva evangelización, porque los hombres de nuestro tiempo, tras el nefasto periodo de los imperios totalitarios del siglo XX, necesitan reencontrar una visión global del mundo y del tiempo, una visión verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el concilio Vaticano II transmitió en sus documentos, y que mis predecesores, el siervo de Dios Pablo VI y el beato Juan Pablo II, ilustraron con su magisterio.

La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses, y esto ya es muy sugerente, pues se trata de la carta más antigua que nos ha llegado del mayor evangelizador de todos los tiempos, el apóstol san Pablo. Él nos dice ante todo que no se evangeliza de manera aislada: también él tenía de hecho como colaboradores a Silvano y Timoteo (cf. 1Th 1,1), y a muchos otros. E inmediatamente añade otra cosa muy importante: que el anuncio siempre debe ir precedido, acompañado y seguido por la oración. En efecto, escribe: «En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones» (v. 1Th 1,2). El Apóstol asegura que es bien consciente de que los miembros de la comunidad no han sido elegidos por él, sino por Dios: «él os ha elegido», afirma (v. 1Th 1,4). Todo misionero del Evangelio siempre debe tener presente esta verdad: es el Señor quien toca los corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a las personas a la fe y a la comunión en la Iglesia. Por último, san Pablo nos deja una enseñanza muy valiosa, extraída de su experiencia. Escribe: «Cuando os anuncié nuestro Evangelio, no fue sólo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción» (v. 1Th 1,5). La evangelización, para ser eficaz, necesita la fuerza del Espíritu, que anime el anuncio e infunda en quien lo lleva esa «plena convicción» de la que nos habla el Apóstol. Este término «convicción», «plena convicción», en el original griego, es pleroforía: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo, psicológico, sino más bien la plenitud, la fidelidad, la integridad, en este caso del anuncio de Cristo. Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita ir acompañado de signos, de gestos, como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y convicción —así entendida— son por tanto inseparables y concurren a hacer que el mensaje evangélico se difunda con eficacia.

Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata del texto sobre la legitimidad del tributo que hay que pagar al César, que contiene la célebre respuesta de Jesús: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Pero antes de llegar a este punto, hay un pasaje que se puede referir a quienes tienen la misión de evangelizar. De hecho, los interlocutores de Jesús —discípulos de los fariseos y herodianos— se dirigen a él con palabras de aprecio, diciendo: «Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie» (v. Mt 22,16). Precisamente esta afirmación, aunque brote de hipocresía, debe llamar nuestra atención. Los discípulos de los fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen. Sólo lo afirman como una captatio benevolentiae para que los escuche, pero su corazón está muy lejos de esa verdad; más bien quieren tender una trampa a Jesús para poderlo acusar. Para nosotros en cambio, esa expresión es preciosa y verdadera: Jesús, en efecto, es sincero y enseña el camino de Dios según la verdad y no depende de nadie. Él mismo es este «camino de Dios», que nosotros estamos llamados a recorrer. Podemos recordar aquí las palabras de Jesús mismo, en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Es iluminador al respecto el comentario de san Agustín: «era necesario que Jesús dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” porque, una vez conocido el camino, faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y nosotros ¿a dónde vamos sino a él? y ¿por qué camino vamos sino por él?» (In Ioh 69, 2). Los nuevos evangelizadores están llamados a ser los primeros en avanzar por este camino que es Cristo, para dar a conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este camino, nunca avanzamos solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos, para hacerlos partícipes de nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio unido al anuncio puede abrir el corazón de quienes están en busca de la verdad, para que puedan descubrir el sentido de su propia vida.

Una breve reflexión también sobre la cuestión central del tributo al César. Jesús responde con un sorprendente realismo político, vinculado al teocentrismo de la tradición profética. El tributo al César se debe pagar, porque la imagen de la moneda es suya; pero el hombre, todo hombre, lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y, por tanto, a él, y sólo a él, cada uno debe su existencia. Los Padres de la Iglesia, basándose en el hecho de que Jesús se refiere a la imagen del emperador impresa en la moneda del tributo, interpretaron este paso a la luz del concepto fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del libro del Génesis. Un autor anónimo escribe: «La imagen de Dios no está impresa en el oro, sino en el género humano. La moneda del César es oro, la de Dios es la humanidad… Por tanto, da tu riqueza material al César, pero reserva a Dios la inocencia única de tu conciencia, donde se contempla a Dios… El César, en efecto, ha impreso su imagen en cada moneda, pero Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria» (Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y san Agustín utilizó muchas veces esta referencia en sus homilías: «Si el César reclama su propia imagen impresa en la moneda —afirma—, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps., Salmo 94, 2). Y también: «Del mismo modo que se devuelve al César la moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su rostro… En efecto, Cristo habita en el interior del hombre» (Ib., Salmo 4, 8).

Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la puede reducir únicamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita a recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad del César y la de Dios, entre el ámbito político y el religioso. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida.

Precisamente para dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto —en el que a menudo se encuentran— hacia el lugar de la vida, la amistad con Cristo que nos da su vida en plenitud, quiero anunciar en esta celebración eucarística que he decidido convocar un «Año de la fe» que ilustraré con una carta apostólica especial. Este «Año de la fe» comenzará el 11 de octubre de 2012, en el 50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, y terminará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo.

Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis entre los protagonistas de la nueva evangelización que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, no sin dificultad, pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos. En conclusión, hago mías las palabras del apóstol san Pablo que hemos escuchado: doy gracias a Dios por todos vosotros. Y os aseguro que os llevo en mis oraciones, consciente de la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor (cf. 1Th 1,3). La Virgen María, que no tuvo miedo de responder «sí» a la Palabra del Señor y, después de haberla concebido en su seno, se puso en camino llena de alegría y esperanza, sea siempre vuestro modelo y vuestra guía. Aprended de la Madre del Señor y Madre nuestra a ser humildes y al mismo tiempo valientes, sencillos y prudentes, mansos y fuertes, no con la fuerza del mundo, sino con la de la verdad. Amén.



23 de octubre 2011: Canonización de Guido María Conforti (1865-1931), Luis Guanella (1842-1915), Bonifacia Rodríguez De Castro (1837-1905)

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Benedicto XVI Homilias 25911