Benedicto XVI Homilias 23101

23101

Plaza de San Pedro
Domingo 23 de octubre de 2011



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Nuestra liturgia dominical se enriquece hoy por varios motivos de acción de gracias y de súplica a Dios. En efecto, mientras celebramos con toda la Iglesia la Jornada mundial de las misiones —cita anual que quiere despertar el impulso y el compromiso por la misión—, alabamos al Señor por tres nuevos santos: el obispo Guido María Conforti, el sacerdote Luis Guanella y la religiosa Bonifacia Rodríguez de Castro. Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, en particular a las delegaciones oficiales y a los numerosos peregrinos que han venido para festejar a estos tres discípulos ejemplares de Cristo.

La Palabra del Señor, que acaba de resonar en el Evangelio, nos ha recordado que toda la ley divina se resume en el amor. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf.
Mt 22,34-35). Uno de estos interlocutores, un doctor de la ley, le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (Mt 22,36). A esa pregunta, decididamente insidiosa, Jesús responde con total sencillez: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero» (Mt 22,37-38). De hecho, la exigencia principal para cada uno de nosotros es que Dios esté presente en nuestra vida. Como dice la Escritura, él debe penetrar todos los estratos de nuestro ser y llenarlos completamente: el corazón debe saber de él y dejarse tocar por él; e igualmente el alma, las energías de nuestro querer y decidir, como también la inteligencia y el pensamiento. Es poder decir, como san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).

Inmediatamente después, Jesús añade algo que, en verdad, no había preguntado el doctor de la ley: «El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). Al declarar que el segundo mandamiento es semejante al primero, Jesús da a entender que la caridad hacia el prójimo es tan importante como el amor a Dios. De hecho, el signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al mundo el amor de Dios es al amor a los hermanos. ¡Cuán providencial resulta entonces el hecho de que precisamente hoy la Iglesia señala a todos sus miembros tres nuevos santos que se dejaron transformar por la caridad divina y según ella moldearon su vida. En situaciones distintas y con diversos carismas, amaron al Señor con todo el corazón y al prójimo como a sí mismos «llegando a ser así un modelo para todos los creyentes» (cf. 1Th 1,7).

El Salmo 17, que se acaba de proclamar, invita a abandonarse con confianza en manos del Señor, que tuvo «misericordia de su ungido» (cf. Ps 17,51). Esta actitud interior guió la vida y el ministerio de san Guido María Conforti. Desde que, en su niñez, tuvo que vencer la oposición de su padre para entrar en el seminario, dio muestras de un carácter firme al seguir la voluntad de Dios, al corresponder en todo a la caritas Christi que, en la contemplación del Crucificado, lo atraía a sí. Sintió una fuerte urgencia de anunciar este amor a quienes no habían recibido aún su anuncio, y el lema «Caritas Christi urget nos» (cf. 2Co 5,14) sintetiza el programa del Instituto misionero que fundó cuando tenía sólo treinta años: una familia religiosa puesta totalmente al servicio de la evangelización bajo el patrocinio del gran apóstol de Oriente san Francisco Javier. San Guido María fue llamado a vivir este impulso apostólico en el ministerio episcopal primero en Rávena y luego en Parma: con todas sus fuerzas se dedicó al bien de las almas a él encomendadas, sobre todo de las que se habían alejado del camino del Señor. Su vida estuvo marcada por numerosas pruebas, algunas de ellas graves. Supo aceptar todas las situaciones con docilidad, acogiéndolas como indicaciones del camino trazado para él por la divina Providencia; en todas las circunstancias, incluso en las derrotas más mortificantes, supo reconocer el designio de Dios, que lo guiaba a edificar su Reino sobre todo en la renuncia a sí mismo y en la aceptación diaria de su voluntad, con un abandono confiado cada vez más pleno. Él fue el primero en experimentar y testimoniar lo que enseñaba a sus misioneros, o sea, que la perfección consiste en hacer la voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de Jesús crucificado. San Guido María Conforti mantuvo fija su mirada interior en la cruz, que dulcemente lo atraía a sí; al contemplarla veía abrirse de par en par el horizonte del mundo entero, descubría el «urgente» deseo, escondido en el corazón de todo hombre, de recibir y acoger el anuncio del único amor que salva.

El testimonio humano y espiritual de san Luis Guanella es para toda la Iglesia un don especial de gracia. Durante su existencia terrena vivió con valentía y determinación el Evangelio de la caridad, el «gran mandamiento» que también hoy la Palabra de Dios nos ha recordado. Gracias a la profunda y continua unión con Cristo, en la contemplación de su amor, don Guanella, guiado por la divina Providencia, se hizo compañero y maestro, consuelo y alivio de los más pobres y los más débiles. El amor de Dios animaba en él el deseo del bien para las personas que le habían sido encomendadas, en la realidad de su vida diaria. Prestaba solícita atención al camino de cada uno, respetando sus tiempos de crecimiento y cultivando en el corazón la esperanza de que todo ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, al gustar la alegría de ser amado por él —Padre de todos—, puede sacar y dar a los demás lo mejor de sí mismo. Hoy queremos alabar y dar gracias al Señor porque en san Luis Guanella nos ha dado un profeta y un apóstol de la caridad. En su testimonio, tan lleno de humanidad y de atención a los últimos, reconocemos un signo luminoso de la presencia y de la acción benéfica de Dios: el Dios —como resonó en la primera lectura— que defiende al forastero, a la viuda, al huérfano, al pobre que debe dejar en prenda su manto, su único abrigo para cubrir su cuerpo por la noche (cf. Ex 22,20-26). Que este nuevo santo de la caridad sea para todos, especialmente para los miembros de las Congregaciones que fundó, un modelo de profunda y fecunda síntesis entre contemplación y acción, como él mismo la vivió y practicó. Toda su historia humana y espiritual la podemos sintetizar en las últimas palabras que pronunció en su lecho de muerte: «In caritate Christi». Es el amor de Cristo lo que ilumina la vida de todo hombre, revelando cómo en la entrega de sí a los demás no se pierde nada, sino que se realiza plenamente nuestra verdadera felicidad. Que san Luis Guanella nos obtenga crecer en la amistad con el Señor para ser en nuestro tiempo portadores de la plenitud del amor de Dios, para promover la vida en todas sus manifestaciones y condiciones, y para hacer que la sociedad humana llegue a ser cada vez más la familia de los hijos de Dios.

En la segunda lectura hemos escuchado un pasaje de la primera carta a los Tesalonicenses, un texto que usa la metáfora del trabajo manual para describir la labor evangelizadora y que, en cierto modo, puede aplicarse también a las virtudes de santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Cuando san Pablo escribe la carta, trabaja para ganarse el pan; parece evidente, por el tono y los ejemplos empleados, que es en el taller donde él predica y encuentra sus primeros discípulos. Esta misma intuición movió a santa Bonifacia, que desde el inicio supo aunar su seguimiento de Jesucristo con el esmerado trabajo cotidiano. Faenar, como había hecho desde pequeña, no era sólo un modo para no ser gravosa a nadie, sino que suponía también tener la libertad para realizar su propia vocación, y le daba al mismo tiempo la posibilidad de atraer y formar a otras mujeres, que en el obrador pueden encontrar a Dios y escuchar su llamada amorosa, discerniendo su propio proyecto de vida y capacitándose para llevarlo a cabo. Así nacen las Siervas de San José, en medio de la humildad y sencillez evangélica, que en el hogar de Nazaret se presenta como una escuela de vida cristiana. El Apóstol continúa diciendo en su carta que el amor que tiene a la comunidad es un esfuerzo, una fatiga, pues supone siempre imitar la entrega de Cristo por los hombres, no esperando nada ni buscando otra cosa que agradar a Dios. Madre Bonifacia, que se consagra con ilusión al apostolado y comienza a obtener los primeros frutos de sus afanes, vive también esta experiencia de abandono, de rechazo precisamente de sus discípulas, y en ello aprende una nueva dimensión del seguimiento de Cristo: la cruz. Ella la asume con el aguante que da la esperanza, ofreciendo su vida por la unidad de la obra nacida de sus manos. La nueva santa se nos presenta como un modelo acabado en el que resuena el trabajo de Dios, un eco que llama a sus hijas, las Siervas de San José, y también a todos nosotros, a acoger su testimonio con la alegría del Espíritu Santo, sin temer la contrariedad, difundiendo en todas partes la Buena Noticia del reino de los cielos. Nos encomendamos a su intercesión, y pedimos a Dios por todos los trabajadores, sobre todo por los que desempeñan los oficios más modestos y en ocasiones no suficientemente valorados, para que, en medio de su quehacer diario, descubran la mano amiga de Dios y den testimonio de su amor, transformando su cansancio en un canto de alabanza al Creador.

«Te amo, Señor, mi fortaleza». Así, queridos hermanos y hermanas, hemos aclamado con el Salmo responsorial. De ese amor apasionado a Dios son signo elocuente estos tres nuevos santos. Dejémonos atraer por su ejemplo, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra vida se transforme en testimonio de auténtico amor a Dios y al prójimo. Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, la Reina de los santos, y también la intercesión de san Guido María Conforti, de san Luis Guanella y de santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Amén.




3 de noviembre de 2011: Misa en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos durante el año

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Altar de la Cátedra, Basílica Vaticana

Jueves 3 de noviembre de 2011



Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

Al día siguiente de la conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su Sacrificio en sufragio de los cardenales y de los obispos que, en el curso del último año, han concluido su peregrinación terrena. Con gran afecto recordamos a los venerados miembros del Colegio cardenalicio que nos han dejado: Urbano Navarrete, s.j., Michele Giordano, Varkey Vithayathil, c.ss.r., Giovanni Saldarini, Agustín García-Gasco Vicente, Georg Maximilian Sterzinsky, Kazimierz Swiatek, Virgilio Noè, Aloysius Matthew Ambrozic y Andrzej Maria Deskur. Juntamente con ellos presentamos al trono del Altísimo las almas de los hermanos en el episcopado fallecidos. Por todos y por cada uno elevamos nuestra oración, animados por la fe en la vida eterna y en el misterio de la comunión de los santos. Una fe llena de esperanza, iluminada también por la Palabra de Dios que hemos escuchado.

El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y de su despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad del capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la mente de Jesús. En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez el versículo Os 6,6: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». En cambio, Jesús no cita el versículo Os 6,2, pero lo hace suyo y lo realiza en el misterio pascual: «En dos días nos volverá la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia». El Señor Jesús, a la luz de esta palabra, afrontó la pasión, emprendió con decisión el camino de la cruz. Hablaba abiertamente a sus discípulos de lo que debía sucederle en Jerusalén, y el oráculo del profeta Oseas resonaba en sus mismas palabras: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9,31).

El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle» (v. Mc 9,32). También nosotros, ante la muerte, no podemos menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que brotan de nuestra condición humana. Y siempre nos sorprende y nos supera un Dios que se hace tan cercano a nosotros que no se detiene ni siquiera ante el abismo de la muerte, más aún, que lo atraviesa, permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero precisamente aquí se realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta las últimas consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del poder glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la transforma y la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12,50), que Jesús recibió por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. La expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm 6,3)— nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella Dios ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace pensar en la imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra sima, con voz de cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. Ps 41,8). El abismo de la muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el abismo del amor de Dios, de modo que la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesucristo (cf. Rm 8,9), ni sobre aquellos que, por la fe y el Bautismo, son asociados a él: «Si hemos muerto con Cristo —dice san Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm 6,8). Este «vivir con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por Oseas: «Viviremos en su presencia» (Os 6,2).

En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento real. Antes corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo tomado del ritmo de las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la lluvia de primavera» (cf. Os 6,3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de los israelitas amenazaba contaminarse con las religiones naturalistas de la tierra de Canaán, pero esta fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte. En cambio, la intervención de Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural, obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza, un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón» mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la renueva y la orienta a su meta originaria y última.

Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo» cayó en la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la medida de la justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo «mucho fruto», no quedando solo, sino como primicia de una multitud de hermanos (cf. Jn 12,24 Rm 8,29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la obra realizada en él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la naturaleza ya no son sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan de una realidad. Como fundamento de la esperanza está la voluntad del Padre y del Hijo, que hemos escuchado en el evangelio de esta liturgia: «Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy» (Jn 17,24). Y entre estos que el Padre ha dado a Jesús están también los venerados hermanos por los cuales ofrecemos esta Eucaristía: ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han conocido su nombre, y el amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido en ellos (cf. Jn 12,25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad. Demos gracias a Dios por este don inestimable. Y, por intercesión de María santísima, recemos para que este misterio de comunión, que ha colmado toda su existencia, se realice plenamente en cada uno de ellos.





4 de noviembre de 2011: Rezo de vísperas para la inauguración del Año académico de las Universidades Pontificias

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Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra

Viernes 4 de noviembre de 2011


Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra celebrar estas Vísperas con vosotros, que formáis la gran comunidad de las universidades pontificias romanas. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido y sobre todo el servicio que presta como prefecto de la Congregación para la educación católica, ayudado por el secretario y los demás colaboradores. A ellos, y a todos los rectores, a los profesores y a los estudiantes dirijo mi más cordial saludo.

Hace setenta años el venerable Pío XII, con el motu proprio «Cum nobis» (cf. AAS 33 [1941] 479-481) instituyó la Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales, con la finalidad de promover las vocaciones presbiterales, difundir el conocimiento de la dignidad y de la necesidad del ministerio ordenado y estimular la oración de los fieles para obtener del Señor numerosos y dignos sacerdotes. Con ocasión de dicho aniversario, esta tarde quiero proponeros algunas reflexiones precisamente sobre el ministerio sacerdotal. El motu proprio «Cum nobis» representó el inicio de un vasto movimiento de iniciativas de oración y de actividades pastorales. Fue una respuesta clara y generosa al llamamiento del Señor: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,37-38). Después de la puesta en marcha de la Obra pontificia, se desarrollaron otras por doquier. Entre ellas quiero recordar el «Serra International», fundado por algunos empresarios de Estados Unidos, que toma su título del padre Junípero Serra, fraile franciscano español, con el fin de estimular y sostener las vocaciones al sacerdocio y asistir económicamente a los seminaristas. A los miembros del Serra, que recuerdan el 60° aniversario del reconocimiento de la Santa Sede, dirijo un cordial saludo. La Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales fue instituida en la memoria litúrgica de san Carlos Borromeo, venerado protector de los seminarios. A él le pedimos también en esta celebración que interceda por el despertar, la buena formación y el crecimiento de las vocaciones al presbiterado.

También la Palabra de Dios que hemos escuchado en el pasaje de la Primera Carta de san Pedro invita a meditar en la misión de los pastores en la comunidad cristiana. Ya desde los albores de la Iglesia fue evidente el relieve otorgado a los guías de las primeras comunidades, establecidos por los Apóstoles para el anuncio de la Palabra de Dios a través de la predicación y para celebrar el sacrificio de Cristo, la Eucaristía. San Pedro dirige un apasionado llamamiento: «A los presbíteros entre vosotros, yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y partícipe de la gloria que se va a revelar, os exhorto» (1P 5,1). San Pedro hace este llamamiento en virtud de su relación personal con Cristo, que culminó en los dramáticos sucesos de la pasión y en la experiencia del encuentro con él, resucitado de entre los muertos. San Pedro, además, insiste en la solidaridad recíproca de los pastores en el ministerio, subrayando el hecho de que tanto él como ellos pertenecen al único orden apostólico. En efecto, dice que es «presbítero con ellos». El término griego es sumpresbyteros. Apacentar el rebaño de Cristo es su vocación y tarea común y los une de un modo particular entre sí, por estar unidos a Cristo con un vínculo especial. De hecho, el Señor Jesús en varias ocasiones se comparó a sí mismo con un pastor solícito, atento a cada una de sus ovejas. Dijo de sí mismo: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10,11). Y santo Tomás de Aquino comenta: «Aunque todos los jefes de la Iglesia sean pastores, sin embargo dice que él lo es de un modo singular: “Yo soy el buen pastor”, con el fin de introducir con dulzura la virtud de la caridad. De hecho, sólo se puede ser buen pastor siendo uno con Cristo y sus miembros mediante la caridad. La caridad es el primer deber del buen pastor». Así dice santo Tomás de Aquino en su Comentario al Evangelio de san Juan (Exposición sobre Juan, cap. 10, lect. 3).

Es grande la visión que el apóstol san Pedro tiene de la llamada al ministerio de guía de la comunidad, concebida en continuidad con la singular elección que recibieron los Doce. La vocación apostólica vive gracias a la relación personal con Cristo, alimentada con la oración asidua y animada por el celo de comunicar el mensaje recibido y la misma experiencia de fe de los Apóstoles. Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar su mensaje (cf. Mc 3,14). Para que haya una creciente consonancia con Cristo en la vida del sacerdote, se requieren algunas condiciones. Quiero subrayar tres, que emergen de la lectura que hemos escuchado: la aspiración a colaborar con Jesús en la difusión del reino de Dios, la gratuidad del compromiso pastoral y la actitud de servicio.

En la llamada al ministerio sacerdotal está ante todo el encuentro con Jesús y el ser atraídos, conquistados por sus palabras, por sus gestos, por su misma persona. Es haber distinguido su voz entre las numerosas voces, respondiendo como san Pedro: «Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Es como haber sido alcanzados por la irradiación de bien y de amor que emana de él, sentirse implicados y partícipes con él hasta el punto de desear permanecer con él como los dos discípulos de Emaús —«quédate con nosotros porque atardece» (Lc 24,29)— y de llevar al mundo el anuncio del Evangelio. Dios Padre envió al Hijo eterno al mundo para realizar su plan de salvación. Jesucristo constituyó a la Iglesia para que se extendieran en el tiempo los efectos benéficos de la redención. La vocación de los sacerdotes tiene su raíz en esta acción del Padre, realizada en Cristo, a través del Espíritu Santo. Así, el ministro del Evangelio es aquel que se deja conquistar por Cristo, que sabe «permanecer» con él, que entra en sintonía, en íntima amistad con él, para que todo se cumpla «como Dios quiere» (1P 5,2), según su voluntad de amor, con gran libertad interior y con profunda alegría del corazón.

En segundo lugar, estamos llamados a ser administradores de los Misterios de Dios «no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa» (ib. 1P 5,2), dice san Pedro en la lectura de estas Vísperas. Nunca hay que olvidar que se entra en el sacerdocio a través del Sacramento, de la ordenación, y esto significa precisamente abrirse a la acción de Dios eligiendo cada día entregarse por él y por los hermanos, según el dicho evangélico: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). La llamada del Señor al ministerio no es fruto de méritos particulares; es un don que es preciso acoger y al que se debe corresponder dedicándose no a un proyecto propio, sino al de Dios, de modo generoso y desinteresado, para que él disponga de nosotros según su voluntad, aunque esta pudiera no corresponder a nuestros deseos de autorrealización. Amar junto a Aquel que nos amó primero y se entregó totalmente a sí mismo. Es estar dispuestos a dejarse implicar en su acto de amor pleno y total al Padre y a todos hombres consumado en el Calvario. No debemos olvidar nunca —como sacerdotes— que la única elevación legítima hacia el ministerio de pastor no es la del éxito, sino la de la cruz.

En esta lógica, ser sacerdotes quiere decir ser servidores también con una vida ejemplar: «Sed modelos del rebaño» es la invitación del apóstol san Pedro (1P 5,3). Los presbíteros son dispensadores de los medios de salvación, de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la Penitencia; no disponen de ellos a su arbitrio, sino que son sus humildes servidores para el bien del pueblo de Dios. Así pues, es una vida marcada profundamente por este servicio: por el atento cuidado del rebaño, por la celebración fiel de la liturgia y por la generosa solicitud hacia todos los hermanos, especialmente hacia los más pobres y necesitados. Al vivir esta «caridad pastoral» siguiendo el ejemplo de Cristo y con Cristo, en cualquier lugar donde el Señor lo llama, todo sacerdote podrá realizarse plenamente y realizar su vocación.

Queridos hermanos y hermanas, os he propuesto algunas reflexiones sobre el ministerio sacerdotal. Pero también las personas consagradas y los laicos —pienso de modo particular en las numerosas religiosas y laicas que estudian en las universidades eclesiásticas de Roma, así como en los que prestan su servicio como profesores o como personal en dichos ateneos—, podrán encontrar elementos útiles para vivir más intensamente el tiempo que pasan en la ciudad eterna. De hecho, para todos es importante aprender cada vez más a «permanecer» con el Señor, cada día, en el encuentro personal con él para dejarse fascinar y conquistar por su amor y ser anunciadores de su Evangelio; es importante tratar de seguir en la vida, con generosidad, no un proyecto propio, sino el que Dios tiene para cada uno, conformando la propia voluntad a la del Señor; es importante prepararse, también a través de un estudio serio y comprometido, a servir al pueblo de Dios en las tareas que se les confíen.

Queridos amigos, vivid bien, en íntima comunión con el Señor, este tiempo de formación: es un don precioso que Dios os brinda, especialmente aquí en Roma, donde se respira de modo muy singular la catolicidad de la Iglesia. Que san Carlos Borromeo obtenga la gracia de la fidelidad a todos los que frecuentan las facultades eclesiásticas romanas. Que el Señor conceda a todos, por intercesión de la Virgen María, Sedes Sapientiae, un provechoso año académico. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN (18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011)


20 de noviembre de 2011: Santa Misa en el "Stade de l’amitié" de Cotonú

20111
Y ENTREGA DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL A LOS OBISPOS DE ÁFRICA

Estadio de la Amistad, Cotonú

Domingo 20 de noviembre de 2011



Queridos hermanos en el Episcopado y el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas

Es una gran alegría para mí visitar por segunda vez este querido continente, a continuación de haberlo hecho mi querido Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, y volver a vuestra casa, Benín, para dirigiros un mensaje de esperanza y de paz. En primer lugar, deseo agradecer muy cordialmente, a Monseñor Antonio Ganyé, Arzobispo de Cotonou, sus palabras de bienvenida, y saludar a los obispos de Benín, así como a los cardenales y obispos de numerosos países de África y de otros continentes. Y saludo calurosamente a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, venidos para participar en esta Misa celebrada por el Sucesor de Pedro. Pienso ciertamente en los benineses, pero también en los fieles de los países francófonos vecinos, como Togo, Burkina Faso, Níger y otros más. Nuestra celebración eucarística en la solemnidad de Cristo Rey del universo es una oportunidad para dar gracias a Dios por el ciento cincuenta aniversario del comienzo de la evangelización de Benín, y por la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos celebrado en Roma hace algún tiempo.

El Evangelio que acabamos de escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo. No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.

Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado. El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero, como nos recuerda san Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y felicidad. También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe en Él, que vence nuestros miedos, nuestras miserias, nos da acceso a un mundo nuevo, un mundo donde la justicia y la verdad no son una parodia, un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los otros y con Dios. Este es el don que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.

«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Acojamos estas palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios. Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio es verdaderamente una palabra de esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy cercano a nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y quisiera dirigirme con afecto a todos los que sufren, a los enfermos, a los aquejados del sida u otras enfermedades, a todos los olvidados de la sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con el pensamiento y la oración. ¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse con el pequeño, con el enfermo; ha querido compartir vuestro sufrimiento y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para liberaros de todo mal, de toda aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada merece nuestro respeto y amor, porque a través de él Dios nos indica el camino hacia el cielo.

Esta mañana os invito también a que compartáis vuestra alegría conmigo. En efecto, hace 150 años que la cruz de Cristo fue plantada en vuestra tierra, que el Evangelio fue anunciado por primera vez. En este día, damos gracias a Dios por el trabajo realizado por los misioneros, por los «obreros apostólicos» originarios de aquí o venidos de otros lugares, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y todos aquellos que, hoy como ayer, han hecho posible la difusión de la fe en Jesucristo en el continente africano. Deseo honrar aquí la memoria del venerado cardenal Bernardin Gantin, ejemplo de fe y sabiduría para Benín y para todo el continente africano.

Queridos hermanos y hermanas, todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás. La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es siempre urgente. Después de 150 años, hay todavía muchos que aún no han escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y son numerosos aquellos cuya fe es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad del Evangelio, pensando que la búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo final de la vida humana. ¡Sed testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced brillar por doquier el rostro amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para vivir y esperar en un mundo difícil.

La Iglesia en Benín ha recibido mucho de los misioneros: ella debe llevar a su vez este mensaje de esperanza a quienes no conocen o han olvidado al Señor Jesús. Queridos hermanos y hermanas, os invito a que tengáis esta preocupación por la evangelización en vuestro país, en los pueblos de vuestro continente y en el mundo entero. El reciente Sínodo de los Obispos para África lo recuerda con insistencia: el hombre de esperanza, el cristiano, no puede ignorar a sus hermanos y hermanas. Esto estaría en contradicción con el comportamiento de Jesús. El cristiano es un constructor incansable de comunión, de paz y solidaridad, esos dones que Jesús mismo nos ha dado. Al ser fieles a ellos, estamos colaborando en la realización del plan de salvación de Dios para la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, os invito por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las raíces de vuestra existencia en el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que Jesucristo os dé a todos la fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a las nuevas generaciones lo que habéis recibido de vuestros padres en la fe.

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[Trad. del fon: Que el Señor os llene de su gracia]

On this feast day, we rejoice together in the reign of Christ the King over the whole world. He is the one who removes all that hinders reconciliation, justice and peace. We are reminded that true royalty does not consist in a show of power, but in the humility of service; not in the oppression of the weak, but in the ability to protect them and to lead them to life in abundance (cf. Jn 10,10). Christ reigns from the Cross and, with his arms open wide, he embraces all the peoples of the world and draws them into unity. Through the Cross, he breaks down the walls of division, he reconciles us with each other and with the Father. We pray today for the people of Africa, that all may be able to live in justice, peace and the joy of the Kingdom of God (cf. Rm 14,17). With these sentiments I affectionately greet all the English-speaking faithful who have come from Ghana and Nigeria and neighbouring countries. May God bless all of you!

[En este día de fiesta, nos alegramos del reino de de Cristo Rey en toda la tierra. Él es quien remueve todo lo que obstaculiza la reconciliación, la justicia y la paz. Recordemos que la verdadera realeza no consiste en una ostentación de poder, sino en la humildad del servicio; no en la opresión de los débiles, sino en la capacidad de protegerlos para darles vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Cristo reina desde la cruz y con los brazos abiertos, que abarcan a todos los pueblos de la tierra y les atrae a la unidad. Por la cruz, derriba los muros de la división, y nos reconcilia unos con otros y con el Padre. Hoy oramos por los pueblos de África, para que todos puedan vivir en la justicia, la paz y la alegría del Reino de Dios (cf. Rm 14,17). Con estos sentimientos, saludo con afecto a todos los fieles anglófonos, venidos de Ghana, Nigeria y los países limítrofes. ¡Que Dios os bendiga!]

Queridos irmãos e irmãs da África lusófona que me ouvis, a todos dirijo a minha saudação e convido a renovar a vossa decisão de pertencer a Cristo e de servir o seu Reino de reconciliação, de justiça e de paz. O seu Reino pode ser posto em perigo no nosso coração. Aqui Deus cruza-se com a nossa liberdade. Nós – e só nós – podemos impedi-Lo de reinar sobre nós mesmos e, em consequência, tornar difícil a sua realeza sobre a família, a sociedade e a história. Por causa de Cristo, tantos homens e mulheres se opuseram, vitoriosamente, às tentações do mundo para viver fielmente a sua fé, às vezes mesmo até ao martírio. A seu exemplo, amados pastores e fiéis, sede sal e luz de Cristo na terra africana! Amen.

[Queridos hermanos y hermanas de lengua portuguesa en Africa que me escucháis, os dirijo mi saludo y os invito a renovar vuestra decisión de pertenecer a Cristo y servir a su reino de reconciliación, de justicia y de paz. Su reino puede estar amenazado en nuestro corazón. En él, Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros – y sólo nosotros – podemos impedir que reine sobre nosotros y hacer así difícil su señorío sobre la familia, la sociedad y la historia. A causa de Cristo, muchos hombres y mujeres se han opuesto con éxito a las tentaciones del mundo para vivir fielmente su fe, a veces hasta el martirio. Queridos pastores y fieles, sed para ellos ejemplo, sal y luz de Cristo en la tierra africana. Amén.]





11 de diciembre de 2011: Visita pastoral a la parroquia romana "Santa María de las Gracias", en Casal Boccone

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Benedicto XVI Homilias 23101