Benedicto XVI Homilias 11121

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III Domingo de Adviento "Gaudete", 11 de diciembre de 2011



Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María de las Gracias:

Hemos escuchado la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres... a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2). Estas palabras, pronunciadas hace muchos siglos, resuenan muy actuales también para nosotros, hoy, mientras nos encontramos a mitad del Adviento y ya cerca de la gran solemnidad de la Navidad. Son palabras que renuevan la esperanza, preparan para acoger la salvación del Señor y anuncian la inauguración de un tiempo de gracia y de liberación.

El Adviento es precisamente tiempo de espera, de esperanza y de preparación para la visita del Señor. A este compromiso nos invitan también la figura y la predicación de Juan Bautista, como hemos escuchado en el Evangelio recién proclamado (cf. Jn 1,6-8 Jn 1,19-28). Juan se retiró al desierto para llevar una vida muy austera y para invitar, también con su vida, a la gente a la conversión; confiere un bautismo de agua, un rito de penitencia único, que lo distingue de los múltiples ritos de purificación exterior de las sectas de la época. ¿Quién es, pues, este hombre? ¿Quién es Juan Bautista? Su respuesta refleja una humildad sorprendente. No es el Mesías, no es la luz. No es Elías que volvió a la tierra, ni el gran profeta esperado. Es el precursor, un simple testigo, totalmente subordinado a Aquel que anuncia; una voz en el desierto, como también hoy, en el desierto de las grandes ciudades de este mundo, de gran ausencia de Dios, necesitamos voces que simplemente nos anuncien: «Dios existe, está siempre cerca, aunque parezca ausente». Es una voz en el desierto y es un testigo de la luz; y esto nos conmueve el corazón, porque en este mundo con tantas tinieblas, tantas oscuridades, todos estamos llamados a ser testigos de la luz. Esta es precisamente la misión del tiempo de Adviento: ser testigos de la luz, y sólo podemos serlo si llevamos en nosotros la luz, si no sólo estamos seguros de que la luz existe, sino que también hemos visto un poco de luz. En la Iglesia, en la Palabra de Dios, en la celebración de los Sacramentos, en el sacramento de la Confesión, con el perdón que recibimos, en la celebración de la santa Eucaristía, donde el Señor se entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, tocamos la luz y recibimos esta misión: ser hoy testigos de que la luz existe, llevar la luz a nuestro tiempo.

Queridos hermanos y hermanas, me alegra mucho estar en medio de vosotros, en este hermoso domingo, «Gaudete», domingo de la alegría, que nos dice: «incluso en medio de tantas dudas y dificultades, la alegría existe porque Dios existe y está con nosotros». Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Domenico Monteforte, a quien agradezco no sólo las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, sino también el hermoso regalo de la historia de la parroquia. Y saludo al vicario parroquial. Saludo asimismo a las comunidades religiosas: a las Hermanas Apóstoles de la Consolata, a las Maestras Pías Venerinas y a los Guanelianos; son una de las presencias valiosas en vuestra parroquia y un gran recurso espiritual y pastoral para la vida de la comunidad, testigos de luz. Saludo, además, a las personas comprometidas en el ámbito parroquial: me refiero a los catequistas —les agradezco su trabajo—, a los miembros del grupo de oración inspirado en la Renovación en el Espíritu Santo, a los jóvenes del movimiento Juventud Ardiente Mariana. Y quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades, sin olvidar a la numerosa comunidad filipina que, bien insertada, participa activamente en los momentos fundamentales de la vida comunitaria.

Vuestra parroquia nació en uno de los barrios típicos del campo romano; fue erigida canónicamente en 1985 con este hermoso título de Santa María de las Gracias; dio sus primeros pasos en la década de 1960, cuando, por iniciativa de un grupo de padres dominicos, guiados por el recordado padre Gerard Reed, se preparó, en una habitación familiar, una pequeña capilla, sucesivamente trasladada a un local más grande, que desempeñó la función de iglesia parroquial hasta el año 2010, el año pasado. Como sabéis, ese año, exactamente el 1 de mayo, se tuvo la dedicación del edificio en el que estamos celebrando la Eucaristía. Esta nueva iglesia es un espacio privilegiado para crecer en el conocimiento y en el amor de Aquel a quien dentro de pocos días acogeremos con alegría en su Nacimiento. Mientras contemplo esta iglesia y los edificios parroquiales, veo el fruto de paciencia, de entrega, de amor, y con mi presencia deseo animaros a realizar cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros mismos; cada uno de vosotros debe sentirse como un elemento de este edificio vivo; la comunidad se construye con la contribución que cada uno ofrece, con el compromiso de todos; y pienso, de modo especial, en los campos de la catequesis, la liturgia y la caridad, pilares fundamentales de la vida cristiana.

Vuestra comunidad es joven; lo he comprobado al saludar a vuestros niños. Es joven porque está constituida, sobre todo por lo que atañe a los nuevos asentamientos, por familias jóvenes, y también porque son numerosos los niños y los muchachos que la pueblan, gracias a Dios. Espero vivamente que, también mediante la contribución de personas competentes y generosas, vuestro compromiso educativo se desarrolle cada vez mejor y que vuestra parroquia, contando con la ayuda del Vicariato de Roma, se dote cuanto antes de un oratorio bien estructurado, con espacios adecuados para el juego y los encuentros, de modo que responda a las necesidades de crecimiento en la fe y en una sana sociabilidad para las generaciones jóvenes. Me alegra cuanto hacéis en la preparación de los muchachos y de los jóvenes para los Sacramentos. El desafío que afrontamos consiste en trazar y proponer un verdadero itinerario de formación en la fe, que implique a quienes se acercan a la iniciación cristiana, ayudándoles no sólo a recibir los Sacramentos, sino también a vivirlos, para ser auténticos cristianos. Este objetivo, recibir, debe ser vivir, como hemos escuchado en la primera lectura: debe brotar la justicia como germina la semilla en la tierra. Vivir los Sacramentos: así brota la justicia y también el derecho y el amor.

A este propósito, la actual verificación pastoral diocesana, que atañe precisamente a la iniciación cristiana, es una ocasión propicia para profundizar y vivir los Sacramentos que hemos recibido, como el Bautismo y la Confirmación, y aquellos a los que recurrimos para alimentar el camino de fe, la Penitencia y la Eucaristía. Por esto es necesaria, en primer lugar, la atención a la relación con Dios, mediante la escucha de su Palabra, la respuesta a la Palabra en la oración, y el don de la Eucaristía. Yo sé que en la parroquia se han introducido encuentros de oración, de lectio divina, y que se tiene adoración eucarística: son iniciativas valiosas para el crecimiento espiritual a nivel personal y comunitario. Os exhorto encarecidamente a participar en ellos cada vez en mayor número. De modo especial, deseo recordar la importancia y la centralidad de la Eucaristía. La santa misa ha de ser el centro de vuestro domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que nació por nosotros, que murió y resucitó por nuestra salvación, y nos pide vivir juntos en la alegría y ser una comunidad abierta y dispuesta a acoger a todas las personas solas o que atraviesan dificultades. No perdáis el sentido del Domingo y sed fieles al encuentro eucarístico. Los primeros cristianos estaban dispuestos a dar la vida por esto. Sabían que esta es la vida, y hace vivir.

Al venir entre vosotros, no puedo ignorar que en vuestro territorio constituyen un gran desafío algunos grupos religiosos que se presentan como depositarios de la verdad del Evangelio. A este respecto siento el deber de recomendaros estar vigilantes y profundizar las razones de la fe y del Mensaje cristiano, tal como nos lo transmite con garantía de autenticidad la tradición milenaria de la Iglesia. Continuad la obra de evangelización con la catequesis y la correcta información sobre lo que cree y anuncia la Iglesia católica; presentad con claridad las verdades de la fe cristiana; como dice san Pedro, estad dispuestos «para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1P 3,15); vivid el lenguaje comprensible a todos del amor y la fraternidad, pero sin olvidar el compromiso de purificar y reforzar vuestra fe frente a los peligros y a las insidias que pueden amenazarla en estos tiempos. Superad los límites del individualismo, de encerraros en vosotros mismos; la fascinación del relativismo, según el cual se considera lícito todo comportamiento; la atracción que ejercen formas de sentimiento religioso que exploran las necesidades y las aspiraciones más profundas del alma humana, proponiendo perspectivas de satisfacciones fáciles, pero ilusorias. La fe es un don de Dios, pero que pide nuestra respuesta, la decisión de seguir a Cristo no sólo cuando cura y alivia, sino también cuando habla de amor hasta la entrega de sí mismos.

Otro punto en el que quiero insistir es el testimonio de la caridad, que debe caracterizar vuestra vida de comunidad. En estos años la habéis visto crecer rápidamente también en el número de sus miembros, pero asimismo habéis visto llegar a muchas personas en dificultades o en situaciones de necesidad, que necesitan de vosotros, de vuestra ayuda material, pero también y sobre todo de vuestra fe y de vuestro testimonio de creyentes. Haced que el rostro de vuestra comunidad exprese siempre concretamente el amor de Dios rico en misericordia y que invite a acudir a él con confianza.

Una palabra especial de afecto y amistad quiero dirigiros a vosotros, queridos muchachos, muchachas y jóvenes que me escucháis, así como a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. El hoy y el mañana de la historia, así como el futuro de la fe, están encomendados de modo especial a vosotros, que sois las nuevas generaciones. La Iglesia espera mucho de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante, de estar animados por ideales, y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de vida. La parroquia os acompaña y quiero que sintáis también mi apoyo.

«Hermanos, estad siempre alegres» (1Th 5,16). Esta invitación a la alegría, dirigida por san Pablo a los cristianos de Tesalónica en aquel tiempo, caracteriza también a este domingo, llamado comúnmente «Gaudete». Esta invitación resuena desde las primeras palabras de la antífona de entrada: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca»; así escribe san Pablo desde la cárcel a los cristianos de Filipos (cf. Ph 4,4-5) y nos lo dice también a nosotros. Sí, nos alegramos porque el Señor está cerca y dentro de pocos días, en la noche de Navidad, celebraremos el misterio de su Nacimiento. María, la primera en escuchar la invitación del ángel: «Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo» (Lc 1,28), nos señala el camino para alcanzar la verdadera alegría, la que proviene de Dios. Santa María de las Gracias, Madre del Divino Amor, ruega por todos nosotros. Amén.





12 de diciembre de 2011: Santa Misa por América Latina

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Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe

Basílica Vaticana, 17.30



Queridos hermanos y hermanas:

«La tierra ha dado su fruto» (Ps 66,7). En esta imagen del salmo que hemos escuchado, en el que se invita a todos los pueblos y naciones a alabar con júbilo al Señor que nos salva, los Padres de la Iglesia han sabido reconocer a la Virgen María y a Cristo, su Hijo: «La tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán […]. La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor [...]; luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (S. Jerónimo, Breviarum in Psalm. 66: PL 26,1010-1011). También nosotros hoy, exultando por el fruto de esta tierra, decimos: «Que te alaben, Señor, todos los pueblos» (Ps 66,4 Ps 66,6). Proclamamos el don de la redención alcanzada por Cristo, y en Cristo, reconocemos su poder y majestad divina.

Animado por estos sentimientos, saludo con afecto fraterno a los señores cardenales y obispos que nos acompañan, a las diversas representaciones diplomáticas, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los grupos de fieles congregados en esta Basílica de San Pedro para celebrar con gozo la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Estrella de la Evangelización de América. Tengo igualmente presentes a todos los que se unen espiritualmente y oran a Dios con nosotros por los diversos países latinoamericanos y del Caribe, muchos de los cuales durante este tiempo festejan el Bicentenario de su independencia, y que, más allá de los aspectos históricos, sociales y políticos de los hechos, renuevan al Altísimo la gratitud por el gran don de la fe recibida, una fe que anuncia el Misterio redentor de la muerte y resurrección de Jesucristo, para que todos los pueblos de la tierra en Él tengan vida. El Sucesor de Pedro no podía dejar pasar esta efeméride sin hacer presente la alegría de la Iglesia por los copiosos dones que Dios en su infinita bondad ha derramado durante estos años en esas amadísimas naciones, que tan entrañablemente invocan a María Santísima.

La venerada imagen de la Morenita del Tepeyac, de rostro dulce y sereno, impresa en la tilma del indio san Juan Diego, se presenta como «la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive» (De la lectura del Oficio. Nicán Mopohua, 12ª ed., México, D.F., 1971, 3-19). Ella evoca a la «mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza, que está encinta» (Ap 12,1-2) y señala la presencia del Salvador a su población indígena y mestiza. Ella nos conduce siempre a su divino Hijo, el cual se revela como fundamento de la dignidad de todos los seres humanos, como un amor más fuerte que las potencias del mal y la muerte, siendo también fuente de gozo, confianza filial, consuelo y esperanza.

O Magnificat, que proclamamos no Evangelho, é «o cântico da Mãe de Deus e o da Igreja, cântico da Filha de Sião e do novo Povo de Deus, cântico de ação de graças pela plenitude de graças distribuídas na Economia da salvação, cântico dos “pobres”, cuja esperança é satisfeita pela realização das promessas feitas a nossos pais» (Catecismo da Igreja Católica, CEC 2619). Em um gesto de reconhecimento ao seu Senhor e de humildade da sua serva, a Virgem Maria eleva a Deus o louvor por tudo o que Ele fez em favor do seu povo Israel. Deus é Aquele que merece toda a honra e glória, o Poderoso que fez maravilhas por sua fiel servidora e que hoje continua mostrando o seu amor por todos os homens, particularmente aqueles que enfrentam duras provas.

«Mira que tu Rey viene hacia ti; Él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno» (Za 9,9), hemos escuchado en la primera lectura. Desde la encarnación del Verbo, el Misterio divino se revela en el acontecimiento de Jesucristo, que es contemporáneo a toda persona humana en cualquier tiempo y lugar por medio de la Iglesia, de la que María es Madre y modelo. Por eso, nosotros podemos hoy continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos y del mundo entero, manifestando su presencia en el Hijo y la efusión de su Espíritu como novedad de vida personal y comunitaria. Dios ha ocultado estas cosas a «sabios y entendidos», dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón (cf. Mt 11,25).

Por su «sí» a la llamada de Dios, la Virgen María manifiesta entre los hombres el amor divino. En este sentido, Ella, con sencillez y corazón de madre, sigue indicando la única Luz y la única Verdad: su Hijo Jesucristo, que «es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano» (Exhort. Ap. postsinodal Ecclesia in America ). Asimismo, Ella «continúa alcanzándonos por su constante intercesión los dones de la eterna salvación. Con amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen gentium LG 62).

Actualmente, mientras se conmemora en diversos lugares de América Latina el Bicentenario de su independencia, el camino de la integración en ese querido continente avanza, a la vez que se advierte su nuevo protagonismo emergente en el concierto mundial. En estas circunstancias, es importante que sus diversos pueblos salvaguarden su rico tesoro de fe y su dinamismo histórico-cultural, siendo siempre defensores de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural y promotores de la paz; han de tutelar igualmente la familia en su genuina naturaleza y misión, intensificando al mismo tiempo una vasta y capilar tarea educativa que prepare rectamente a las personas y las haga conscientes de sus capacidades, de modo que afronten digna y responsablemente su destino. Están llamados asimismo a fomentar cada vez más iniciativas acertadas y programas efectivos que propicien la reconciliación y la fraternidad, incrementen la solidaridad y el cuidado del medio ambiente, vigorizando a la vez los esfuerzos para superar la miseria, el analfabetismo y la corrupción y erradicar toda injusticia, violencia, criminalidad, inseguridad ciudadana, narcotráfico y extorsión.

Cuando la Iglesia se preparaba para recordar el quinto centenario de la plantatio de la Cruz de Cristo en la buena tierra del continente americano, el beato Juan Pablo II formuló en su suelo, por primera vez, el programa de una evangelización nueva, nueva «en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (cf. Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 marzo 1983, III: AAS 75, 1983, 778). Desde mi responsabilidad de confirmar en la fe, también yo deseo animar el afán apostólico que actualmente impulsa y pretende la «misión continental» promovida en Aparecida, para que «la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Cristo» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, 13). Así se multiplicarán los auténticos discípulos y misioneros del Señor y se renovará la vocación de Latinoamérica y el Caribe a la esperanza. Que la luz de Dios brille, pues, cada vez más en la faz de cada uno de los hijos de esa amada tierra y que su gracia redentora oriente sus decisiones, para que continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la justicia. Con estos vivos deseos, y sostenido por el auxilio de la providencia divina, tengo la intención de emprender un Viaje apostólico antes de la santa Pascua a México y Cuba, para proclamar allí la Palabra de Cristo y se afiance la convicción de que éste es un tiempo precioso para evangelizar con una fe recia, una esperanza viva y una caridad ardiente.

Encomiendo todos estos propósitos a la amorosa mediación de Santa María de Guadalupe, nuestra Madre del cielo, así como los actuales destinos de las naciones latinoamericanas y caribeñas y el camino que están recorriendo hacia un mañana mejor. Invoco igualmente sobre ellas la intercesión de tantos santos y beatos que el Espíritu ha suscitado a lo largo y ancho de la historia de ese continente, ofreciendo modelos heroicos de virtudes cristianas en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales, para que su ejemplo favorezca cada vez más una nueva evangelización bajo la mirada de Cristo, Salvador del hombre y fuerza de su vida.

Amén.



15 de diciembre de 2011: Vísperas con los universitarios de Roma

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Basílica de San Pedro

Jueves 15 de diciembre de 2011



«Hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor» (Jc 5,7)

Con estas palabras el apóstol Santiago nos indica la actitud interior para prepararnos a escuchar y acoger de nuevo el anuncio del nacimiento del Redentor en la gruta de Belén, misterio inefable de luz, de amor y de gracia. A vosotros, queridos universitarios de Roma, con quienes tengo la alegría de encontrarme en esta tradicional cita, os dirijo con afecto mi saludo: os acojo en la proximidad de la Santa Navidad con vuestros deseos, vuestras esperanzas, vuestras preocupaciones; y saludo también a las comunidades académicas que representáis. Agradezco al rector magnífico, profesor Massimo Egidi, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, y con las que ha evidenciado la delicada misión del profesor universitario. Saludo con viva cordialidad al ministro para la Universidad, profesor Francesco Profumo, y a las autoridades académicas de los distintos ateneos.

Queridos amigos, Santiago exhorta a imitar al labrador, que «aguarda el fruto precioso de la tierra con paciencia» (Jc 5,7). A vosotros, que vivís en el corazón del ambiente cultural y social de nuestro tiempo, que experimentáis las nuevas y cada vez más refinadas tecnologías, que sois protagonistas de un dinamismo histórico que a veces parece arrollador, la invitación del Apóstol puede parecer anacrónica, casi una invitación a salir de la historia, a no desear ver los frutos de vuestro trabajo, de vuestra búsqueda. ¿Pero es de verdad así? ¿La invitación a la espera de Dios está fuera de tiempo? Y también nos podríamos preguntar con mayor radicalidad: ¿Qué significa para mí la Navidad? ¿Es verdaderamente importante para mi existencia, para la construcción de la sociedad? Son muchas, en nuestra época, las personas, especialmente las que encontráis en las aulas universitarias, que dan voz a la cuestión de si debemos esperar algo o a alguien; si debemos esperar a otro mesías, a otro dios; si vale la pena fiarnos de aquel Niño que en la noche de Navidad hallaremos en el pesebre entre María y José.

La exhortación del Apóstol a la paciente constancia, que en nuestro tiempo podría dejar un poco perplejos, es en realidad el camino para acoger en profundidad la cuestión de Dios, el sentido que tiene en la vida y en la historia, porque precisamente revela su Rostro en la paciencia, en la fidelidad y en la constancia de la búsqueda de Dios, de la apertura a él. No tenemos necesidad de un dios genérico, indefinido, sino del Dios vivo y verdadero, que abra el horizonte del futuro del hombre a una perspectiva de esperanza firme y segura, una esperanza rica de eternidad y que permita afrontar con valor el presente en todos sus aspectos. Así que entonces nos tendríamos que preguntar: ¿Dónde encuentra mi búsqueda el verdadero Rostro de este Dios? O mejor todavía: ¿Dónde me sale al encuentro Dios mismo mostrándome su Rostro, revelándome su misterio, entrando en mi historia?

Queridos amigos, la invitación de Santiago: «Hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor» nos recuerda que la certeza de la gran esperanza del mundo se nos dona, que no estamos solos y no construimos la historia nosotros solos. Dios no está lejos del hombre, sino que se ha inclinado sobre él y se ha hecho carne (Jn 1,14) para que el hombre comprenda dónde reside el fundamento sólido de todo, el cumplimiento de sus aspiraciones más profundas: en Cristo (Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 10 ). La paciencia es la virtud de aquellos que confían en esta esperanza en la historia, que no se dejan vencer por la tentación de poner toda la esperanza en lo inmediato, en perspectivas puramente horizontales, en proyectos técnicamente perfectos, pero alejados de la realidad más profunda, la que da la dignidad más alta a la persona humana: la dimensión trascendente, ser criatura a imagen y semejanza de Dios, llevar en el corazón el deseo de elevarse a él.

Pero hay también otro aspecto que quiero subrayar esta tarde. Santiago nos dijo: «Mirad: el labrador aguarda ... con paciencia» (Jc 5,7). Dios, en la encarnación del Verbo, en la encarnación de su Hijo, experimentó el tiempo del hombre, de su crecimiento, de su hacerse en la historia. Aquel Niño es el signo de la paciencia de Dios, que es el primero en ser paciente, constante, fiel a su amor por nosotros; él es el verdadero «labrador» de la historia, que sabe esperar. ¡Cuántas veces los hombres han intentado construir el mundo solos, sin Dios o contra Dios! El resultado está marcado por el drama de ideologías que, al final, se han vuelto contra el hombre y su dignidad profunda. La constancia paciente en la construcción de la historia, tanto a nivel personal como comunitario, no se identifica con la tradicional virtud de la prudencia, que ciertamente es necesaria, sino que es algo mayor y más complejo. Ser constantes y pacientes significa aprender a construir la historia junto a Dios, porque sólo edificando sobre él y con él la construcción está bien fundada, no instrumentalizada por fines ideológicos, sino verdaderamente digna del hombre.

Así que esta tarde volvemos a encender de manera más luminosa todavía la esperanza en nuestro corazón, porque la Palabra de Dios nos recuerda que la llegada del Señor está cerca; es más, el Señor está con nosotros y es posible construir con él. En la gruta de Belén la soledad del hombre ha sido vencida, nuestra existencia ya no está abandonada a las fuerzas impersonales de los procesos naturales e históricos, nuestra casa puede construirse sobre roca: podemos proyectar nuestra historia, la historia de la humanidad, no en la utopía, sino en la certeza de que el Dios de Jesucristo está presente y nos acompaña.

Queridos amigos universitarios, corramos con alegría a Belén, acojamos entre nuestros brazos al Niño que María y José nos presentan. Recomencemos desde él y con él, afrontando todas las dificultades. A cada uno de vosotros el Señor pide que colabore en la construcción de la ciudad del hombre, conjugando de forma seria y apasionada fe y cultura. Por esto os invito a buscar siempre, con paciente constancia, el verdadero Rostro de Dios, ayudados por el camino pastoral que se os propone en este año académico. Buscar el Rostro de Dios es la aspiración profunda de nuestro corazón y también es la respuesta a la cuestión fundamental que surge siempre de nuevo también en la sociedad contemporánea. Queridos amigos universitarios, ya sabéis que la Iglesia de Roma, con la guía prudente y atenta del cardenal vicario y de vuestros capellanes, está cerca de vosotros. Demos gracias al Señor porque, como se ha recordado, hace veinte años el beato Juan Pablo II instituyó la Oficina de pastoral universitaria al servicio de la comunidad académica romana. El trabajo realizado ha promovido el nacimiento y el desarrollo de las capellanías para llegar a una red bien organizada, donde las propuestas formativas de los distintos ateneos, estatales, privados, católicos y pontificios, pueden contribuir a la elaboración de una cultura al servicio del crecimiento integral del hombre.

Al término de esta liturgia, el icono de la Sedes Sapientiae pasará de la delegación universitaria española a la de «La Sapienza Università di Roma». Iniciará la peregrinatio mariana en las capellanías, que acompañaré con la oración. Sabed que el Papa confía en vosotros y en vuestro testimonio de fidelidad y de compromiso apostólico.

Queridos amigos, esta tarde apresuramos juntos con confianza nuestro camino hacia Belén, llevando con nosotros las expectativas y las esperanzas de nuestros hermanos, a fin de que todos puedan encontrar al Verbo de la vida y confiarse a él. Es el deseo que dirijo a la comunidad académica romana: llevad a todos el anuncio de que el verdadero rostro de Dios está en el Niño de Belén, tan cercano a cada uno de nosotros que nadie puede sentirse excluido, nadie debe dudar de la posibilidad del encuentro, pues él es el Dios paciente y fiel, que sabe esperar y respetar nuestra libertad. A él esta tarde queremos confesar con confianza el deseo más profundo de nuestro corazón: «Busco tu rostro, Señor: ven, ¡no tardes!». Amén.



24 de diciembre de 2011: Misa de Nochebuena

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Basílica Vaticana

24 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas

La lectura que acabamos de escuchar, tomada de la Carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit, que también encontramos en la lectura de la Misa de la aurora: apparuit – ha aparecido.Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres habían hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. He 1,1, Lectura de la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita. Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras. Él «ha aparecido». Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de la Misa de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3,4). Para los hombres de la época precristiana, que ante los horrores y las contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en Navidad.

En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje del libro del profeta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se produjo en Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites» (Is 9,5 s). No sabemos si el profeta pensaba con esta palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Nos encontramos ante una visión que va, mucho más allá del momento histórico, hacia algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin límites». El profeta se había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y, a propósito de la paz venidera, había dicho que la vara del opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1 Is 9,3-4).

Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas, clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.

La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. Francisco de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» – más que todas las demás solemnidades – y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba con gran devoción las imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas de la muerte y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha querido cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su manera de creer, ha sucedido algo nuevo: Francisco ha descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad completamente nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La resurrección presupone la encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo nueva. En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón.

Todo eso no tiene nada de sensiblería. Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la humanidad de Jesús se revela el gran misterio de la fe. Francisco amaba a Jesús, al niño, porque en este ser niño se le hizo clara la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en la pobreza del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor. La Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez. Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.

Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf. 1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87: Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente el encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta.

Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios. Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche santa y renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible. Dejemos que nos haga sencillos ese Dios que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo. Y pidamos también en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para que aparezca ante ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha querido traer al mundo. Amén.





31 de diciembre de 2011: Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios y Te Deum

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Benedicto XVI Homilias 11121