Benedicto XVI Homilias 25212

25 de enero de 2012: Fiesta de la conversión del apóstol san Pablo - Celebración de las Vísperas

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Fiesta de la Conversión de San Pablo

Basílica de San Pablo Extramuros

Miércoles 25 de enero de 2012




Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría dirijo mi afectuoso saludo a todos los que os habéis reunido en esta basílica en la fiesta litúrgica de la Conversión de San Pablo, para concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, en este año en que celebraremos el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, que el beato Juan XXIII anunció precisamente en esta basílica el 25 de enero de 1959. El tema ofrecido para nuestra meditación en la Semana de oración que hoy concluimos es: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1Co 15,51-58).

El significado de esta misteriosa transformación, de la que nos habla la segunda lectura breve de esta tarde, se muestra admirablemente en la historia personal de san Pablo. A continuación del acontecimiento extraordinario que tuvo lugar en el camino de Damasco, Saulo, que se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del Evangelio de Jesucristo. En el caso de este evangelizador extraordinario aparece claro que esa transformación no es resultado de una larga reflexión interior, y tampoco fruto de un esfuerzo personal. Es ante todo obra de la gracia de Dios que obró según sus caminos inescrutables. Por ello san Pablo, al escribir a la comunidad de Corinto algunos años después de su conversión, afirma, como hemos escuchado en el primer pasaje de estas Vísperas: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado» (1Co 15,10). Además, considerando con atención la vicisitud de san Pablo, se comprende cómo la transformación que él experimentó en su existencia no se limita al plano ético —como conversión de la inmoralidad a la moralidad—, ni al plano intelectual —como cambio del propio modo de comprender la realidad—; se trata, más bien, de una renovación radical del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un volver a nacer. Una transformación semejante tiene su fundamento en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se delinea como un camino gradual de conformación a él. A la luz de esta consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20).

La experiencia personal que vivió san Pablo le permitió esperar con fundada esperanza la realización de este misterio de transformación, que concernirá a todos aquellos que han creído en Jesucristo y también a toda la humanidad y a la creación entera. En la segunda lectura breve que se ha proclamado esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga argumentación destinada a reforzar en los fieles la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica contemporánea a él, describe en pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta..., los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados» (1Co 15,52). Ese día, todos los creyentes serán conformados a Cristo y todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: «Es preciso —dice san Pablo— que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se vista de inmortalidad» (1Co 15,53). Entonces, finalmente, el triunfo de Cristo será completo, porque, como nos dice el mismo san Pablo mostrando cómo se cumplen las antiguas profecías de las Escrituras, la muerte será vencida definitivamente y, con ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la ley que fija el pecado sin dar la fuerza para vencerlo: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. / ¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? / El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley» (1Co 15,54-56). San Pablo nos dice, por lo tanto, que todo hombre, mediante el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa en la victoria de Aquel que antes que todos venció a la muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta ya desde ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los tiempos.

Es muy significativo que el pasaje concluya con una acción de gracias: «¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (1Co 15,57). El canto de victoria sobre la muerte se transforma en canto de acción de gracias elevado al Vencedor. También nosotros, esta tarde, celebrando la alabanza vespertina a Dios, queremos unir nuestra voz, nuestra mente y nuestro corazón a este himno de acción de gracias por lo que la gracia divina obró en el Apóstol de los gentiles y por el admirable designio salvífico que Dios Padre realiza en nosotros por medio del Señor Jesucristo. Mientras elevamos nuestra oración, confiamos en ser también nosotros transformados y conformados a imagen de Cristo. Esto es verdad de modo especial en la oración por la unidad de los cristianos. En efecto, cuando imploramos el don de la unidad de los discípulos de Cristo, hacemos nuestro el deseo expresado por Jesucristo en la víspera de su pasión y muerte en la oración dirigida al Padre: «para que todos sean uno» (Jn 17,21). Por este motivo, la oración por la unidad de los cristianos no es más que participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia, y el compromiso activo por el restablecimientos de la unidad es un deber y una gran responsabilidad para todos.

Aun experimentando en nuestros días la situación dolorosa de la división, los cristianos podemos y debemos mirar con esperanza al futuro, en cuanto que la victoria de Cristo significa la superación de todo aquello que nos priva de compartir la plenitud de vida con él y con los demás. La resurrección de Jesucristo confirma que la bondad de Dios vence al mal, y que el amor supera la muerte. Él nos acompaña en la lucha contra la fuerza destructora del pecado que hace daño a la humanidad y a toda la creación de Dios. La presencia de Cristo resucitado nos llama a todos los cristianos a actuar juntos en la causa del bien. Unidos en Cristo, estamos llamados a compartir su misión, que consiste en llevar la esperanza allí donde dominan la injusticia, el odio y la desesperación. Nuestras divisiones hacen que nuestro testimonio de Cristo sea menos luminoso. La meta de la unidad plena, que esperamos con una esperanza activa y por la cual rezamos con confianza, es una victoria no secundaria, sino importante para el bien de la familia humana.

En la cultura hoy dominante, la idea de victoria se asocia con frecuencia a un éxito inmediato. En la perspectiva cristiana, en cambio, la victoria es un proceso —largo y, a nuestros ojos humanos, no siempre lineal— de transformación y de crecimiento en el bien. Esa victoria tiene lugar según los tiempos de Dios, no según nuestros tiempos, y requiere de nosotros fe profunda y perseverancia paciente. Aunque el reino de Dios irrumpió definitivamente en la historia con la resurrección de Jesús, aún no está plenamente realizado. La victoria final se producirá sólo con la segunda venida del Señor, que nosotros aguardamos con esperanza paciente. También nuestra espera de la unidad visible de la Iglesia debe ser paciente y confiada. Sólo con esta disposición encuentran pleno significado nuestra oración y nuestro compromiso cotidianos por la unidad de los cristianos. La actitud de espera paciente no significa pasividad o resignación, sino respuesta pronta y atenta a toda posibilidad de comunión y fraternidad que nos dona el Señor.

En este clima espiritual, quiero dirigir algunos saludos particulares, en primer lugar al cardenal Monterisi, arcipreste de esta basílica, al abad y a la comunidad de los monjes benedictinos que nos acogen. Saludo al cardenal Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a todos los colaboradores de este dicasterio. Dirijo mi cordial y fraterno saludo a su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, y al reverendo canónigo Richardson, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, aquí reunidos esta tarde. Además, me es particularmente grato saludar a algunos miembros del grupo de trabajo compuesto por exponentes de diversas Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Polonia, que han preparado los materiales para la Semana de oración de este año, a los cuales quiero expresar mi gratitud y mi deseo de que prosigan en el camino de la reconciliación y la colaboración fructífera, así como a los miembros del Global Christian Forum que durante estos días están en Roma para reflexionar sobre la ampliación de la participación de nuevos miembros en el movimiento ecuménico. Y saludo también al grupo de estudiantes del Instituto ecuménico de Bossey del Consejo mundial de Iglesias.

A la intercesión de san Pablo quiero confiar a todos aquellos que, con su oración y su compromiso, trabajan por la causa de la unidad de los cristianos. Aunque a veces se puede tener la impresión de que el camino hacia el pleno restablecimiento de la comunión todavía es muy largo y está lleno de obstáculos, invito a todos a renovar la propia determinación a buscar, con valentía y generosidad, la unidad que es voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de san Pablo, el cual, ante dificultades de todo tipo, conservó siempre la confianza firme en Dios que lleva a cumplimiento su obra. Por lo demás, en este camino, no faltan los signos positivos de una nueva fraternidad y de un sentido de responsabilidad compartido ante las grandes problemáticas que afligen a nuestro mundo. Todo esto es motivo de alegría y de gran esperanza, y debe estimularnos a proseguir nuestro compromiso para llegar todos juntos a la meta final, sabiendo que nuestro esfuerzo no es vano en el Señor (cf. 1Co 15,58). Amén.



2 de febrero de 2012: Celebración de las Vísperas en la Fiesta de la Presentación del Señor y de la XVI Jornada de la vida consagrada

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Basílica Vaticana

Jueves 2 febrero de 2012




Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2,22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.

El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2,32).

El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.

Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.

Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia consagración. En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.

La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro apostolado. Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata VC 112). Amén.



19 de febrero de 2012: \ISanta Misa con los nuevos cardenales

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Basílica Vaticana

Domingo 19 de febrero de 2012




Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio
Queridos hermanos y hermanas

En la solemnidad de la Cátedra del apóstol san Pedro, tenemos la alegría de reunirnos alrededor del Altar del Señor junto con los nuevos Cardenales, que ayer he agregado al colegio cardenalicio. Les saludo ante todo a ellos muy cordialmente, y agradezco al Cardenal Fernando Filoni las amables palabras me ha dirigido en su nombre. Extiendo mi saludo a los demás purpurados y a todos los obispos presentes, así como a las distinguidas autoridades, a los señores embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, venidos de varias partes del mundo para esta feliz circunstancia que reviste una carácter especial de universalidad.

En la segunda lectura que se acaba de proclamar, el apóstol Pedro exhorta a los «presbíteros» de la Iglesia a ser pastores diligentes y solícitos del rebaño de Cristo (cf. 1P 5,1-2). Estas palabras están dirigidas sobre todo a vosotros, queridos y venerados hermanos, que ya tenéis muchos meritos ante el Pueblo de Dios por vuestra generosa y sapiente labor desarrollada en el ministerio pastoral en diócesis exigentes, en la dirección de los Dicasterios de la Curia Romana o en el servicio eclesial del estudio y de la enseñanza. La nueva dignidad que se os ha conferido quiere manifestar el aprecio por vuestro trabajo fiel en la viña del Señor, honrar a las comunidades y naciones de las cuales procedéis y de las que sois dignos representantes de la Iglesia, confiaros nuevas y más importantes responsabilidades eclesiales y, finalmente, pediros mayor disponibilidad para Cristo y para toda la comunidad cristiana. Esta disponibilidad al servicio del Evangelio está solidamente fundada en la certeza de la fe. En efecto, sabemos que Dios es fiel a sus promesas y permanecemos en la esperanza de que se cumplan las palabras del apóstol Pedro: «Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1P 5,4).

El pasaje del Evangelio de hoy presenta a Pedro que, movido por una inspiración divina, expresa la propia fe fundada en Jesús, el Hijo de Dios y el Mesías prometido. En respuesta a esta límpida profesión de fe, que Pedro confiesa también en nombre de los otros apóstoles, Cristo les revela la misión que pretende confiarles, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19). Esta expresión de «roca-piedra» no se refiere al carácter de la persona, sino que sólo puede comprenderse partiendo de un aspecto más profundo, del misterio: mediante el cargo que Jesús les confía, Simón Pedro se convierte en algo que no es por «la carne y la sangre». El exegeta Joaquín Jeremías ha hecho ver cómo en el trasfondo late el lenguaje simbólico de la «roca santa». A este respecto, puede ayudarnos un texto rabínico que reza así: «El Señor dijo: “¿Cómo puedo crear el mundo cuando surgirán estos sin-Dios y se volverán contra mi?”. Pero cuando Dios vio que debía nacer Abraham, dijo: “Mira, he encontrado una roca, sobre la cual puedo construir y fundar el mundo”. Por eso él llamó Abrahán una roca». El profeta Isaías se refiere a eso cuando recuerda al pueblo: «Mirad la roca de donde os tallaron,… mirad a Abrahán vuestro padre» (Is 51,1-2). Se ve a Abrahán, el padre de los creyentes, que por su fe es la roca que sostiene la creación. Simón, que es el primero en confesar a Jesús como el Cristo, y es el primer testigo de la resurrección, se convierte ahora, con su fe renovada, en la roca que se opone a la fuerza destructiva del mal.

Queridos hermanos y hermanas. Este pasaje evangélico que hemos escuchado encuentra una más reciente y elocuente explicación en un elemento artístico muy notorio que embellece esta Basílica Vaticana: el altar de la Cátedra. Cuando se recorre la grandiosa nave central, una vez pasado el crucero, se llega al ábside y nos encontramos ante un grandioso trono de bronce que parece suelto, pero que en realidad está sostenido por cuatro estatuas de grandes Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente. Y, sobre el trono, circundado por una corona de ángeles suspendidos en el aire, resplandece en la ventana ovalada la gloria del Espíritu Santo. ¿Qué nos dice este complejo escultórico, fruto del genio de Bernini? Representa una visión de la esencia de la Iglesia y, dentro de ella, del magisterio petrino.

La ventana del ábside abre la Iglesia hacia el externo, hacia la creación entera, mientras la imagen de la paloma del Espíritu Santo muestra a Dios como la fuente de la luz. Pero se puede subrayar otro aspecto: en efecto, la Iglesia misma es como una ventana, el lugar en el que Dios se acerca, se encuentra con el mundo. La Iglesia no existe por sí misma, no es el punto de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo alto, por encima de nosotros. La Iglesia es verdaderamente ella misma en la medida en que deja trasparentar al Otro –con la «O» mayúscula– del cual proviene y al cual conduce. La Iglesia es el lugar donde Dios «llega» a nosotros, y desde donde nosotros «partimos» hacia él; ella tiene la misión de abrir más allá de sí mismo ese mundo que tiende a creerse un todo cerrado y llevarle la luz que viene de lo alto, sin la cual sería inhabitable.

La gran cátedra de bronce contiene un sitial de madera del siglo IX, que por mucho tiempo se consideró la cátedra del apóstol Pedro, y que fue colocada precisamente en ese altar monumental por su alto valor simbólico. Ésta, en efecto, expresa la presencia permanente del Apóstol en el magisterio de sus sucesores. El sillón de san Pedro, podemos decir, es el trono de la verdad, que tiene su origen en el mandato de Cristo después de la confesión en Cesarea de Filipo. La silla magisterial nos trae a la memoria de nuevo las palabras del Señor dirigidas a Pedro en el Cenáculo: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).

La Cátedra de Pedro evoca otro recuerdo: la celebra expresión de san Ignacio de Antioquia, que en su carta a los Romanos llama a la Iglesia de Roma «aquella que preside en la caridad» (Inscr.: PG 5,801). En efecto, el presidir en la fe está inseparablemente unido al presidir en el amor. Una fe sin amor nunca será una fe cristiana autentica. Pero las palabras de san Ignacio tienen también otra connotación mucho más concreta. El término «caridad», en efecto, se utilizaba en la Iglesia de los orígenes para indicar también la Eucaristía. La Eucaristía es precisamente Sacramentum caritatis Christi, mediante el cual él continua a atraer a todos hacia sí, como lo hizo desde lo alto de la cruz (cf. Jn 12,32). Por tanto, «presidir en la caridad» significa atraer a los hombres en un abrazo eucarístico, el abrazo de Cristo, que supera toda barrera y toda exclusión, creando comunión entre las múltiples diferencias. El ministerio petrino, pues, es primado de amor en sentido eucarístico, es decir, solicitud por la comunión universal de la Iglesia en Cristo. Y la Eucaristía es forma y medida de esta comunión, y garantía de que ella se mantenga fiel al criterio de la tradición de la fe.

La gran Cátedra está apoyada sobre los Padres de la Iglesia. Los dos maestros de oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio, junto con los latinos, san Ambrosio y san Agustín, representando la totalidad de la tradición y, por tanto, la riqueza de las expresiones de la verdadera fe en la santa y única Iglesia. Este elemento del altar nos dice que el amor se asienta sobre la fe. Y se resquebraja si el hombre ya no confía en Dios ni le obedece. Todo en la Iglesia se apoya sobre la fe: los sacramentos, la liturgia, la evangelización, la caridad. También el derecho, también la autoridad en la Iglesia se apoya sobre la fe. La Iglesia no se da a sí misma las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que escucha en la fe y trata de comprender y vivir. Los Padres de la Iglesia tienen en la comunidad eclesial la función de garantes de la fidelidad a la Sagrada Escritura. Ellos aseguran una exegesis fidedigna, sólida, capaz de formar con la Cátedra de Pedro un complejo estable y unitario. Las Sagradas Escrituras, interpretadas autorizadamente por el Magisterio a la luz de los Padres, iluminan el camino de la Iglesia en el tiempo, asegurándole un fundamento estable en medio a los cambios históricos.

Tras haber considerado los diversos elementos del altar de la Cátedra, dirijamos una mirada al conjunto. Y veamos cómo está atravesado por un doble movimiento: de ascensión y de descenso. Es la reciprocidad entre la fe y el amor. La Cátedra está puesta con gran realce en este lugar, porque aquí está la tumba del apóstol Pedro, pero también tiende hacia el amor de Dios. En efecto, la fe se orienta al amor. Una fe egoísta no es una fe verdadera. Quien cree en Jesucristo y entra en el dinamismo del amor que tiene su fuente en la Eucaristía, descubre la verdadera alegría y, a su vez, es capaz de vivir según la lógica de este don. La verdadera fe es iluminada por el amor y conduce al amor, hacia lo alto, del mismo modo que el altar de la Cátedra apunta hacia la ventana luminosa, la gloria del Espíritu Santo, que constituye el verdadero punto focal para la mirada del peregrino que atraviesa el umbral de la Basílica Vaticana. En esa ventana, la corona de los ángeles y los grandes rayos dorados dan una espléndido realce, con un sentido de plenitud desbordante, que expresa la riqueza de la comunión con Dios. Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso, difusivo y luminoso.

Queridos hermanos y hermanas, a cada cristiano y a nosotros, se nos confía el don de este amor: un don que ha de ofrecer con el testimonio de nuestra vida. Esto es, en particular, vuestra tarea, venerados Hermanos Cardenales: dar testimonio de la alegría del amor de Cristo. Confiemos ahora vuestro nuevo servicio eclesial a la Virgen María, presente en la comunidad apostólica reunida en oración en espera del Espíritu Santo (cf. Ac 1,14). Que Ella, Madre del Verbo encarnado, proteja el camino de la Iglesia, sostenga con su intercesión la obra de los Pastores y acoja bajo su manto a todo el colegio cardenalicio. Amén.



22 de febrero de 2012: Statio y Procesión penitencial - Santa Misa, bendición e imposición de la ceniza

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Basílica de Santa Sabina

Miércoles de Ceniza, 22 de febrero de 2012




Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

Con este día de penitencia y de ayuno —el miércoles de Ceniza— comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino de la Cuaresma. Quiero detenerme brevemente a reflexionar sobre el signo litúrgico de la ceniza, un signo material, un elemento de la naturaleza, que en la liturgia se transforma en un símbolo sagrado, muy importante en este día con el que se inicia el itinerario cuaresmal. Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con frecuencia a vestirse de saco o de andrajos. Para nosotros, los cristianos, en cambio, este es el único momento, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente, los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica la gracia de Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza se trata, en cambio, de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la santificación del pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición individual sobre la cabeza, se prevé una bendición específica de la ceniza —que realizaremos dentro de poco—, con dos fórmulas posibles. En la primera se la define «símbolo austero»; en la segunda se invoca directamente sobre ella la bendición y se hace referencia al texto del Libro del Génesis, que puede acompañar también el gesto de la imposición: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3,19).

Detengámonos un momento en este pasaje del Génesis. Con él concluye el juicio pronunciado por Dios después del pecado original: Dios maldice a la serpiente, que hizo caer en el pecado al hombre y a la mujer; luego castiga a la mujer anunciándole los dolores del parto y una relación desequilibrada con su marido; por último, castiga al hombre, le anuncia la fatiga al trabajar y maldice el suelo. «¡Maldito el suelo por tu culpa!» (Gn 3,17), a causa de tu pecado. Por consiguiente, el hombre y la mujer no son maldecidos directamente, mientras que la serpiente sí lo es; sin embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el suelo, del que había sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación del hombre a partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que él había modelado» (Gn 2,7-8). Así dice el Libro del Génesis.

Por lo tanto, el signo de la ceniza nos remite al gran fresco de la creación, en el que se dice que el ser humano es una singular unidad de materia y de aliento divino, a través de la imagen del polvo del suelo modelado por Dios y animado por su aliento insuflado en la nariz de la nueva criatura. Podemos notar cómo en el relato del Génesis el símbolo del polvo sufre una transformación negativa a causa del pecado. Mientras que antes de la caída el suelo es una potencialidad totalmente buena, regada por un manantial de agua (cf. Gn 2,6) y capaz, por obra de Dios, de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer» (Gn 2,9), después de la caída y la consiguiente maldición divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y «sudor del rostro» concederá al hombre sus frutos (cf. Gn 3,17-18). El polvo de la tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte: «Eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19).

Es evidente en el texto bíblico que la tierra participa del destino del hombre. A este respecto dice san Juan Crisóstomo en una de sus homilías: «Ve cómo después de su desobediencia todo se le impone a él [el hombre] de un modo contrario a su precedente estilo de vida» (Homilías sobre el GN 17,9, pg 53, 146). Esta maldición del suelo tiene una función medicinal para el hombre, a quien la «resistencia» de la tierra debería ayudarle a mantenerse en sus límites y reconocer su propia naturaleza (cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se expresa otro comentario antiguo, que dice: «Adán fue creado puro por Dios para su servicio. Todas las criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba destinado a ser el amo y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal llegó a él y conversó con él, él lo recibió por medio de una escucha externa. Luego penetró en su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado de este modo, la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con él» (Pseudo-Macario, Homilías 11, 5: PG 34,547).

Decíamos hace poco, citando a san Juan Crisóstomo, que la maldición del suelo tiene una función «medicinal». Eso significa que la intención de Dios, que siempre es benéfica, es más profunda que la maldición. Esta, en efecto, no se debe a Dios sino al pecado, pero Dios no puede dejar de infligirla, porque respeta la libertad del hombre y sus consecuencias, incluso las negativas. Así pues, dentro del castigo, y también dentro de la maldición del suelo, permanece una intención buena que viene de Dios. Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás», junto con el justo castigo también quiere anunciar un camino de salvación, que pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel «polvo», de aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis: como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger, precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que, más allá de la muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente reencontrado. En este sentido nos orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo que inicialmente era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf. 1Co 15,47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza —de hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado de nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual» (Principios 3, 6, 5: sch, 268, 248).

Los «méritos del alma», de los que habla Orígenes, son necesarios; pero son fundamentales los méritos de Cristo, la eficacia de su Misterio pascual. San Pablo nos ha ofrecido una formulación sintética en la Segunda Carta a los Corintios, hoy segunda lectura: «Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2Co 5,21). La posibilidad para nosotros del perdón divino depende esencialmente del hecho de que Dios mismo, en la persona de su Hijo, quiso compartir nuestra condición, pero no la corrupción del pecado. Y el Padre lo resucitó con el poder de su Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha convertido, como dice san Pablo, en «espíritu vivificante» (1Co 15,45), la primicia de la nueva creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne (cf. Ez 36,26). Lo acabamos de invocar con el SalmoMiserere: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Ps 50,12-13). El Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio Hijo a nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que nosotros, hijos pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su misericordia, a nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de nosotros, para todos los creyentes, para cada hombre que humildemente se reconoce necesitado de salvación. Amén.




Benedicto XVI Homilias 25212