Benedicto XVI Homilias 31059

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Atrio de la basílica papal de San Juan de Letrán, Jueves 11 de junio de 2009

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"Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre".


Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras, que pronunció Jesús en la última Cena, se repiten cada vez que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar en el evangelio de san Marcos, y resuenan con singular fuerza evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor anticipó, en el misterio, el sacrificio que se consumaría al día siguiente en la cruz. De este modo, la institución de la Eucaristía se nos presenta como anticipación y aceptación por parte de Jesús de su muerte. Al respecto escribe san Efrén Sirio: Durante la cena Jesús se inmoló a sí mismo; en la cruz fue inmolado por los demás (cf. Himno sobre la crucifixión 3, 1).

"Esta es mi sangre". Aquí es clara la referencia al lenguaje que se empleaba en Israel para los sacrificios. Jesús se presenta a sí mismo como el sacrificio verdadero y definitivo, en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se había cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre "es derramada por muchos" con una comprensible referencia a los cantos del Siervo de Dios, que se encuentran en el libro de Isaías (cf.
Is 53). Al añadir "sangre de la alianza", Jesús manifiesta además que, gracias a su muerte, se cumple la profecía de la nueva alianza fundada en la fidelidad y en el amor infinito del Hijo hecho hombre; una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura, y el pueblo elegido, librado de la esclavitud de Egipto, había prometido cumplir todos los mandamientos dados por el Señor (cf. Ex 24,3).

En verdad, desde el comienzo, con la construcción del becerro de oro, Israel fue incapaz de mantenerse fiel a esa promesa y así al pacto sellado, que de hecho transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó de recordar la dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una nueva en el corazón de sus fieles (cf. Jr 31,33), transformándolos con el don del Espíritu (cf. Ez 36,25-27). Y fue durante la última Cena cuando estableció con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió en "sangre de la nueva alianza". Así pues, la fundó sobre su propia obediencia, más fuerte, como dije, que todos nuestros pecados.

Esto se pone muy bien de manifiesto en la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es "mediador de una nueva alianza" (He 9,15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque no tiene mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la humanidad. Así pues, la cruz es misterio de amor y de salvación que —como dice la carta a los Hebreos— nos purifica de las "obras muertas", es decir, de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios.

Queridos hermanos y hermanas, os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal vicario y los demás cardenales y obispos presentes. Como el pueblo elegido, reunido en la asamblea del Sinaí, también nosotros esta tarde queremos renovar nuestra fidelidad al Señor. Hace algunos días, al inaugurar la asamblea diocesana anual, recordé la importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la oración y escrutando las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina, es decir, de la lectura meditada y adorante de la Biblia. Sé que se han promovido numerosas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios, en las comunidades religiosas, en las cofradías, en las asociaciones y los movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra comunidad diocesana.

A los miembros de estos múltiples organismos eclesiales les dirijo mi saludo fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración, queridos amigos, muestra que Dios plasma nuestra comunidad, caracterizada por una pluralidad de culturas y de experiencias diversas, como "su" pueblo, como el único Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus discípulos, recibimos la misión de ser "el alma" de nuestra ciudad (cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, 1P 400 ver también Lumen gentium LG 38), fermento de renovación, pan "partido" para todos, especialmente para quienes se hallan en situaciones de dificultad, de pobreza y de sufrimiento físico y espiritual. Somos testigos de su amor.

Me dirijo en particular a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él viváis vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis obtener la fecundidad espiritual que genera esperanza en vuestro ministerio pastoral. San León Magno recuerda que "nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende a convertirnos en aquello que recibimos" (Sermón 12, De Passione 3, 7: PL 54). Si esto es verdad para cada cristiano, con mayor razón lo es para nosotros, los sacerdotes.

Ser Eucaristía. Que este sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que el ofrecimiento del cuerpo y la sangre del Señor que hacemos en el altar vaya acompañado del sacrificio de nuestra existencia. Cada día el Cuerpo y la Sangre del Señor nos comunica el amor libre y puro que nos hace ministros dignos de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción a la Eucaristía; quieren verlo pasando largos ratos de silencio y adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars, al que vamos a recordar de forma particular durante el ya inminente Año sacerdotal.

San Juan María Vianney solía decir a sus parroquianos: "Venid a la Comunión... Es verdad que no sois dignos, pero la necesitáis" (Bernad Nodet, Le curé d'Ars. Sa pensée - Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Conscientes de ser indignos a causa de los pecados, pero necesitados de alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No hay que dar por descontada nuestra fe. Hoy existe el peligro de una secularización que se infiltra incluso dentro de la Iglesia y que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones sin la participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia.

Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose arrastrar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: "Danos hoy nuestro pan de cada día", pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotros y para todos los hombres. Sin embargo, esta petición contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como "diario", podría aludir también al pan "super-sustancial", al pan "del mundo futuro". Algunos Padres de la Iglesia vieron aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna, del nuevo mundo, que ya se nos da hoy en la santa misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Por tanto, con la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios desciende al presente, y en cierto modo el tiempo es abrazado por la eternidad divina.

Queridos hermanos y hermanas, como cada año, al final de la santa misa se realizará la tradicional procesión eucarística y, con las oraciones y los cantos, elevaremos una imploración común al Señor presente en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de toda la ciudad: "Quédate con nosotros, Jesús; entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna. Libra a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias; purifícalo con el poder de tu amor misericordioso".

Y tú, María, que fuiste mujer "eucarística" durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y medicina de la inmortalidad divina. Amén.




REZO DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

INAUGURACIÓN DEL AÑO SACERDOTAL EN EL 150° ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY

Basílica de San Pedro, Viernes 19 de junio de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: "Nos acogió el Señor en su seno y en su corazón", "Suscepit nos Dominus in sinum et cor suum". En el Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: el hombre es juzgado en referencia al corazón de Dios. A causa del dolor que su corazón siente por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona. Luego hay un pasaje del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón de Dios se expresa de manera muy clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo" (v.
Os 11,1). En realidad, a la incansable predilección divina Israel responde con indiferencia e incluso con ingratitud. "Cuanto más los llamaba —se ve obligado a constatar el Señor—, más se alejaban de mí" (v. Os 11,2). Sin embargo, no abandona a Israel en manos de sus enemigos, pues "mi corazón —dice el Creador del universo— se conmueve en mi interior, y a la vez se estremecen mis entrañas" (v. Os 11,8).

¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, restituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el apóstol san Juan, afirma: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19,34).

Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias porque, respondiendo a mi invitación, habéis venido en gran número a esta celebración con la que entramos en el Año sacerdotal. Saludo a los señores cardenales y a los obispos, en particular al cardenal prefecto y al secretario de la Congregación para el clero, así como a sus colaboradores, y al obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los diversos colegios de Roma; a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssif Younan, patriarca de Antioquía de los sirios, que ha venido a Roma para encontrarse conmigo y manifestar públicamente la "ecclesiastica communio" que le he concedido.

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el Corazón traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ep 2,4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista san Juan escribe: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas.

Aunque es verdad que la invitación de Jesús a "permanecer en su amor" (cf. Jn 15,9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de santificación sacerdotal, esa invitación resuena con mayor fuerza para nosotros, los sacerdotes, de modo particular esta tarde, solemne inicio del Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Me viene inmediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación suya, recogida en el Catecismo de la Iglesia católica: "El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús" (CEC 1589).

¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado directamente el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los presbíteros hemos sido consagrados para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y unión incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto exige que busquemos constantemente la santidad, el permanecer en su amor, como hizo san Juan María Vianney.

En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial, queridos hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que caracterizan nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo cura de Ars, modelo y protector de todos nosotros los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que esta carta os ayude e impulse a hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad. Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".

Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda la vida de san Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el Año paulino, que ya está a punto de concluir; y esta fue la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos de modo especial durante el Año sacerdotal. Que este sea también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es ciertamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y permanente formación teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la "ciencia del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos llama a partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre. Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del manantial del Amor que es su Corazón traspasado en la cruz.

Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso "designio del Padre", que consiste en "hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la historia en la medida en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos que están llamados a estar más cerca de él, precisamente los sacerdotes. Las "promesas sacerdotales", que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa Crismal, nos vuelven a recordar este constante compromiso.

Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben volvernos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarlo, deben sentirse impulsados por él al necesario "dolor de los pecados" que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aún más para los ministros sagrados. A este respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en "ladrones de las ovejas" (cf. Jn 10,1 ss), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.

Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que se conmovía al pensar en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con un tono conmovedor y sublime, afirmando que "después de Dios, el sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo" (cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y entrega, ya sea para conservar en el alma un verdadero "temor de Dios": el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, a las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!— de poderlas dañar.

La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero con la "caridad pastoral" capaz de configurar su "yo" personal al de Jesús sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Corazón contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una filial devoción hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María "concebida sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que "basta con dirigirse a ella para ser escuchados", por el simple motivo de que ella "desea sobre todo vernos felices".

Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año sacerdotal que hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles que el Señor encomienda a nuestro cuidado pastoral. ¡Amén!


VISITA PASTORAL A SAN GIOVANNI ROTONDO


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Atrio de la iglesia de San Pío de Pietrelcina, Domingo 21 de junio de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón de mi peregrinación a este lugar, donde todo habla de la vida y de la santidad del padre Pío de Pietrelcina, tengo la alegría de celebrar para vosotros y con vosotros la Eucaristía, misterio que constituyó el centro de toda su existencia: el origen de su vocación, la fuerza de su testimonio, la consagración de su sacrificio. Con gran afecto os saludo a todos vosotros, aquí congregados en gran número, y a cuantos se han unido a nosotros mediante la radio y la televisión.
Saludo, en primer lugar, al arzobispo Domenico Umberto D'Ambrosio, que, después de años de servicio fiel a esta comunidad diocesana, se dispone a asumir el cuidado pastoral de la archidiócesis de Lecce. También le agradezco cordialmente que se haya hecho intérprete de vuestros sentimientos. Saludo a los demás obispos concelebrantes. Dirijo un saludo especial a los frailes capuchinos, en particular al ministro general, fray Mauro Jöhri, al definitorio general, al ministro provincial, al padre guardián del convento, al rector del santuario y a la Fraternidad capuchina de San Giovanni Rotondo.

Asimismo, saludo y doy las gracias a cuantos dan su contribución al servicio del santuario y de las obras vinculadas a él; saludo a las autoridades civiles y militares; saludo a los sacerdotes, a los diáconos, a los demás religiosos y religiosas, y a todos los fieles. Dirijo un saludo afectuoso a cuantos están en la Casa Alivio del Sufrimiento, a las personas solas y a todos los habitantes de vuestra ciudad.

Acabamos de escuchar el pasaje evangélico de la tempestad calmada, que ha ido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico, potencialmente destructivo, que sólo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar.

Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del "amor de Cristo" (
2Co 5,14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es "otro" tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su Pascua, en la "santidad" del "camino" que eligió para liberarnos del dominio del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los judíos atravesando las aguas del mar Rojo. "Dios mío —exclama el salmista—, tus caminos son santos (...). Te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas" (Ps 77,14 Ps 77,20). En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, "muerto por todos", para que todos puedan vivir "por aquel que murió y resucitó por ellos" (2Co 5,15), y para que no vivan sólo para sí mismos.

El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: "¿Quién es este —se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?" (Mc 4,41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal contra el Hijo de Dios.

Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama, especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte, estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra, al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como abandonado por él.

Algunos santos han vivido personalmente de modo intenso esta experiencia de Jesús. El padre Pío de Pietrelcina es uno de ellos. Un hombre sencillo, de orígenes humildes, "conquistado por Cristo" (Ph 3,12) —como escribe de sí el apóstol san Pablo— para convertirlo en un instrumento elegido del poder perenne de su cruz: poder de amor a las almas, de perdón y reconciliación, de paternidad espiritual y de solidaridad activa con los que sufren. Los estigmas que marcaron su cuerpo lo unieron íntimamente al Crucificado resucitado. Auténtico seguidor de san Francisco de Asís, hizo suya, como el Poverello, la experiencia del apóstol san Pablo, tal como la describe en sus cartas: "Estoy crucificado con Cristo: y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,19-20); o también: "La muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros" (2Co 4,12).

Esto no significa alienación, pérdida de la personalidad: Dios no anula nunca lo humano, sino que lo transforma con su Espíritu y lo orienta al servicio de su designio de salvación. El padre Pío conservó sus dones naturales, y también su temperamento, pero ofreció todo a Dios, que pudo servirse libremente de él para prolongar la obra de Cristo: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados y curar a los enfermos en el cuerpo y en el alma.

Como sucedió con Jesús, el padre Pío tuvo que librar la verdadera lucha, el combate radical, no contra enemigos terrenos, sino contra el espíritu del mal (cf. Ep 6,12). Las "tempestades" más fuertes que lo amenazaban eran los asaltos del diablo, de los cuales se defendió con "la armadura de Dios", con "el escudo de la fe" y "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ep 6,11 Ep 6,16 Ep 6,17). Permaneciendo unido a Jesús, siempre tuvo ante sí la profundidad del drama humano; por eso se entregó a sí mismo y ofreció sus numerosos sufrimientos, y se gastó por el cuidado y el alivio de los enfermos, signo privilegiado de la misericordia de Dios, de su reino que viene, más aún, que ya está en el mundo, de la victoria del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte. Guiar a las almas y aliviar el sufrimiento: así se puede resumir la misión de san Pío de Pietrelcina, como dijo de él también el siervo de Dios Papa Pablo VI: "Era un hombre de oración y de sufrimiento" (Discurso a los padres capitulares capuchinos, 20 de febrero de 1971).

Queridos amigos, frailes menores capuchinos, miembros de los grupos de oración y fieles todos de San Giovanni Rotondo, vosotros sois los herederos del padre Pío, y la herencia que os ha dejado es la santidad. En una de sus cartas escribió: "Parece que Jesús no tiene otra curación para mis manos sino la de santificar vuestra alma" (Epist. II, p.155). Su primera preocupación, su anhelo sacerdotal y paterno, fue siempre que las personas volvieran a Dios, que experimentaran su misericordia y, renovadas interiormente, redescubrieran la belleza y la alegría de ser cristianas, de vivir en comunión con Jesús, de pertenecer a su Iglesia y practicar el Evangelio. El padre Pío atraía hacia el camino de la santidad con su testimonio, indicando con su ejemplo el "binario" que lleva a ella: la oración y la caridad.

Ante todo, la oración. Como todos los grandes hombres de Dios, el padre Pío se convirtió él mismo en oración, en cuerpo y alma. Sus jornadas eran un rosario vivido, es decir, una continua meditación y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María. Así se explica la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de sentido práctico humano. Y todo tenía su culmen en la celebración de la santa misa: en ella se unía plenamente al Señor muerto y resucitado.

De la oración, como de una fuente siempre viva, brotaba la caridad. El amor que llevaba en su corazón y transmitía a los demás rebosaba ternura, siempre atento a las situaciones reales de las personas y de las familias. Sentía la predilección del Corazón de Jesús especialmente por los enfermos y los que sufrían, y precisamente de esa predilección surgió y tomó forma el proyecto de una gran obra dedicada al "alivio del sufrimiento". No se puede entender ni interpretar adecuadamente esa institución si se la separa de su fuente inspiradora, que es la caridad evangélica, animada a su vez por la oración.

Queridos hermanos, hoy el padre Pío vuelve a proponer todo esto a nuestra atención. Los peligros del activismo y la secularización están siempre presentes; por eso, mi visita también tiene la finalidad de confirmaros en la fidelidad a la misión heredada de vuestro amadísimo padre. Muchos de vosotros, religiosos, religiosas y laicos, estáis tan absorbidos por las miles de tareas que conlleva el servicio a los peregrinos o a los enfermos del hospital, que corréis el riesgo de descuidar lo único verdaderamente necesario: escuchar a Cristo para cumplir la voluntad de Dios. Cuando os deis cuenta de que corréis este riesgo, mirad al padre Pío: su ejemplo, sus sufrimientos; e invocad su intercesión, para que os obtenga del Señor la luz y la fuerza que necesitáis para proseguir su misma misión impregnada de amor a Dios y de caridad fraterna. Y que desde el cielo siga ejerciendo la exquisita paternidad espiritual que lo caracterizó durante su existencia terrena; que siga acompañando a sus hermanos, a sus hijos espirituales y toda la obra que inició.

Que, juntamente con san Francisco y la Virgen, a la que tanto amó e hizo amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre. Y entonces, incluso en medio de las tempestades que puedan levantarse repentinamente, podréis experimentar el soplo del Espíritu Santo, que es más fuerte que cualquier viento contrario e impulsa la barca de la Iglesia y a cada uno de nosotros. Por eso debemos vivir siempre con serenidad y cultivar en el corazón la alegría, dando gracias al Señor. "Es eterna su misericordia" (Salmo responsorial). Amén.


SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

PRIMERAS VÍSPERAS CON OCASIÓN DE LA CLAUSURA DEL AÑO PAULINO

Basílica de San Pablo extramuros, Domingo 28 de junio de 2009

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres miembros de la delegación del Patriarcado ecuménico;
queridos hermanos y hermanas:

Dirijo a cada uno mi saludo cordial. Saludo en particular al cardenal arcipreste de esta basílica y a sus colaboradores; saludo al abad y a la comunidad monástica benedictina; saludo asimismo a la delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla.

El año conmemorativo del nacimiento de san Pablo se concluye esta tarde. Nos encontramos reunidos junto a la tumba del Apóstol, cuyo sarcófago, conservado bajo el altar papal, recientemente ha sido objeto de un esmerado análisis científico: en el sarcófago, que nunca había sido abierto en muchos siglos, se realizó una pequeñísima perforación para introducir una sonda especial, mediante la cual se descubrieron rastros de un valioso tejido de lino teñido de púrpura, laminado con oro coronario, y de un tejido de color azul con fibras de lino. También se constató la presencia de granos de incienso rojo y de sustancias proteínicas y calcáreas. Además, se comprobó que algunos fragmentos óseos muy pequeños, sometidos al examen del carbono 14 por expertos que desconocían su procedencia, pertenecían a una persona que vivió entre los siglos I y II. Eso parece confirmar la tradición unánime y concorde, según la cual se trata de los restos mortales del apóstol san Pablo.

Todo esto embarga nuestro corazón de profunda emoción. Durante estos meses muchas personas han seguido los caminos que el Apóstol recorrió durante su vida, tanto los exteriores como sobre todo los interiores: el camino de Damasco hacia el encuentro con el Resucitado; los caminos del mundo mediterráneo, que recorrió con la antorcha del Evangelio, encontrando oposiciones y adhesiones, hasta el martirio, por el cual pertenece para siempre a la Iglesia de Roma. A ella le dirigió también su carta más grande e importante.

El Año paulino se concluye, pero estar en camino juntamente con san Pablo, alcanzar con él y gracias a él el conocimiento de Jesús, y ser iluminados y transformados por el Evangelio como él, siempre formará parte de la existencia cristiana. Y, superando el ámbito de los creyentes, san Pablo seguirá siendo siempre "maestro de los gentiles", que quiere llevar el mensaje del Resucitado a todos los hombres, porque Cristo los conoce y ama a todos, pues murió y resucitó por todos ellos. Por eso, queremos escucharlo también en este momento en que iniciamos solemnemente la fiesta de los dos Apóstoles unidos entre sí por un vínculo muy estrecho.

Forma parte de la estructura de las cartas de san Pablo el hecho de que, siempre con referencia al lugar y a la situación particular, explican ante todo el misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte sigue la aplicación a nuestra vida: ¿Qué consecuencias derivan de esta fe? ¿Cómo modela nuestra existencia cada día? En la carta a los Romanos, esta segunda parte comienza con el capítulo doce, en los primeros dos versículos del cual el Apóstol resume inmediatamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san Pablo a nosotros en ese pasaje?

Ante todo afirma, como dato fundamental, que con Cristo ha comenzado un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Este culto consiste en que el hombre vivo se convierte él mismo en adoración, en "sacrificio" incluso en su propio cuerpo. Ya no ofrecemos a Dios cosas; es nuestra misma existencia la que debe transformarse en alabanza de Dios. Pero, ¿cómo se realiza esto? En el versículo segundo encontramos la respuesta: "No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestro modo de pensar, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios" (
Rm 12,2).

Las dos palabras decisivas de este versículo son: "transformar" y "renovar". Debemos llegar a ser hombres nuevos, transformados en un modo nuevo de existencia. El mundo siempre anda buscando novedades, porque con razón nunca se siente satisfecho de la realidad concreta. San Pablo nos dice: el mundo no puede renovarse sin hombres nuevos. Sólo si hay hombres nuevos habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. Lo primero es la renovación del hombre. Esto vale para cada persona. El mundo sólo será nuevo si nosotros mismos llegamos a ser nuevos. Esto significa también que no basta adaptarse a la situación actual.

El Apóstol nos exhorta a un inconformismo. En esta misma carta dice que no hay que someterse al esquema de la época actual. Volveremos a abordar este punto al reflexionar sobre el segundo texto que quiero meditar con vosotros esta tarde. El "no" del Apóstol es claro y también convincente para cualquiera que observe el "esquema" de nuestro mundo. Pero ¿cómo podemos llegar a ser nuevos? ¿Somos realmente capaces de lograrlo? Con las palabras "llegar a ser nuevo" san Pablo alude a su propia conversión, a su encuentro con Cristo resucitado, del cual dice en la segunda carta a los Corintios: "El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (2Co 5,17).

Ese encuentro con Cristo lo transformó hasta tal punto que dice al respecto: "He muerto" (Ga 2,19 cf. Rm 6). Ha llegado a ser nuevo, otro, porque ya no vive para sí mismo y en virtud de sí mismo, sino para Cristo y en él. Sin embargo, con el paso de los años, vio que también este proceso de renovación y transformación continúa durante toda la vida. Llegamos a ser nuevos si nos dejamos aferrar y modelar por el Hombre nuevo: Jesucristo. Él es el Hombre nuevo por excelencia. En él se ha hecho realidad la nueva existencia humana, y nosotros de verdad podemos llegar a ser nuevos si nos ponemos en sus manos y nos dejamos modelar por él.

San Pablo aclara más aún este proceso de "renovación" diciendo que llegamos a ser nuevos si transformamos nuestro modo de pensar. Lo que aquí se traduce por "modo de pensar" es la palabra griega “nous”. Es una palabra compleja. Se puede traducir con "espíritu", "sentimientos", "razón" y precisamente con "modo de pensar". Nuestra razón debe llegar a ser nueva. Esto nos sorprende. Tal vez podíamos esperar que se refiriera más bien a alguna actitud: lo que deberíamos cambiar en nuestro obrar. Pero no. La renovación debe llegar hasta el fondo. Debe cambiar desde sus cimientos nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro modo de pensar. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común se orienta por lo general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, la fama, etc., pero de este modo tiene un alcance muy limitado. Así, el propio "yo" sigue estando, en definitiva, en el centro del mundo.

Debemos aprender a pensar de manera más profunda. En la segunda parte de la frase, san Pablo nos explica lo que significa eso: es preciso aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que sea ella la que modele nuestra voluntad, para que también nosotros queramos lo que quiere Dios, para que reconozcamos que Dios quiere lo bello y lo bueno. Por tanto, se trata de un viraje en nuestra orientación espiritual de fondo. Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento: lo que él quiere y el modo según el cual ha ideado el mundo y me ha ideado a mí. Debemos aprender a compartir el pensar y el querer de Jesucristo. Así seremos hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo.

En dos pasajes de la carta a los Efesios san Pablo ilustra ulteriormente el mismo pensamiento de una renovación necesaria de nuestro ser persona humana. Por eso quiero reflexionar brevemente en ellos. En el capítulo cuarto de esa carta el Apóstol nos dice que con Cristo debemos alcanzar la edad adulta, una fe madura. Ya no podemos seguir siendo "niños llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina" (Ep 4,14). San Pablo desea que los cristianos tengan una fe madura, una "fe adulta".

En los últimos decenios la palabra "fe adulta" se ha convertido en un eslogan generalizado. A menudo se entiende como la actitud de quien ya no escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige autónomamente lo que quiere creer y no creer, o sea, una fe fabricada por cada uno. Y se la presenta como "valentía" de expresarse contra el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, en realidad, para eso no hace falta valentía, porque siempre se puede estar seguro de obtener el aplauso público. Para lo que de verdad se requiere valentía es para adherirse a la fe de la Iglesia, aunque esta fe esté en contraposición con el "esquema" del mundo contemporáneo. Este es el inconformismo de la fe que san Pablo llama una "fe adulta". Esta es la fe que él quiere. En cambio, considera infantil el correr tras los vientos y las corrientes de la época.

Así, por ejemplo, forma parte de la fe adulta comprometerse en favor de la inviolabilidad de la vida humana desde su primer momento, oponiéndose radicalmente al principio de la violencia, de modo especial en defensa de las criaturas humanas más indefensas. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenamiento del Creador, restablecido de nuevo por Cristo. La fe adulta no se deja zarandear de un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que esos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo.

Con todo, tampoco aquí san Pablo se detiene en la negación, sino que nos lleva al gran "sí". Describe la fe madura, verdaderamente adulta, de un modo positivo con la expresión: "Obrar según la verdad en la caridad" (Ep 4,15). El nuevo modo de pensar, que nos da la fe, se dirige ante todo hacia la verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo. Contemplando a Cristo reconocemos algo más: la verdad y la caridad son inseparables. En Dios ambas son inseparablemente una sola cosa: esta es precisamente la esencia de Dios. Por eso, para los cristianos, la verdad y la caridad van juntas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre deberíamos regularnos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad y la caridad nos lleve a la verdad.

En el versículo de san Pablo encontramos otro pensamiento importante. El Apóstol nos dice que, obrando según la verdad en la caridad, contribuimos a hacer que el todo —ta panta—, el universo, crezca tendiendo hacia Cristo. San Pablo, basándose en su fe, no sólo se interesa por nuestra rectitud personal y por el crecimiento de la Iglesia. Se interesa por el universo: ta panta. La finalidad última de la obra de Cristo es el universo, la transformación del universo, de todo el mundo humano, de toda la creación. Quien, juntamente con Cristo, sirve a la verdad en la caridad, contribuye al verdadero progreso del mundo. Sí; aquí se ve claramente que san Pablo conoce la idea de progreso. Para la humanidad, para el mundo, Cristo, su vivir, sufrir y resucitar fue el verdadero gran salto del progreso. Pero ahora el universo deber crecer con vistas a él. El verdadero progreso del mundo se da donde aumenta la presencia de Cristo. Allí el hombre llega a ser nuevo y así también el mundo se hace nuevo.

San Pablo nos pone de manifiesto eso mismo desde otra perspectiva. En el capítulo tercero de la carta a los Efesios nos habla de la necesidad de ser "fortalecidos en el hombre interior" (Ep 3,16). Así retoma un tema que antes, en una situación de tribulación, había tratado en la segunda carta a los Corintios: "Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día" (2Co 4,16). El hombre interior debe fortalecerse; es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo, en el que con mucha frecuencia los hombres se quedan interiormente vacíos y, por tanto, deben recurrir a promesas y narcóticos, que luego tienen como consecuencia un aumento ulterior del sentido de vacío en su interior. El vacío interior, la debilidad del hombre interior, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.

Es preciso fortalecer la interioridad, la "perceptividad" del corazón, la capacidad de ver y comprender el mundo y al hombre desde dentro, con el corazón. Necesitamos una razón iluminada por el corazón, para aprender a obrar según la verdad en la caridad. Ahora bien, esto no se realiza sin una relación íntima con Dios, sin la vida de oración. Necesitamos el encuentro con Dios, que se nos da en los sacramentos. Y no podemos hablar a Dios en la oración si no dejamos que hable antes él mismo, si no lo escuchamos en la Palabra que nos ha dado.

San Pablo, al respecto, nos dice: "Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento" (Ep 3,17-19). El amor ve más lejos que la sola razón; es lo que san Pablo nos dice con esas palabras. Y nos dice también que sólo podemos conocer la amplitud del misterio de Cristo en la comunión con todos los santos, o sea, en la gran comunidad de todos los creyentes, y no contra ella o sin ella. Esta amplitud la define con palabras que quieren expresar las dimensiones del cosmos: la anchura y la longitud, la altura y la profundidad.

El misterio de Cristo tiene una amplitud cósmica: no pertenece sólo a un grupo determinado. Cristo crucificado abraza el universo entero en todas sus dimensiones. Toma el mundo en sus manos y lo eleva hacia Dios. Comenzando por san Ireneo de Lyon —por tanto, desde el siglo II—, los santos Padres vieron en las palabras "anchura, longitud, altura y profundidad" del amor de Cristo una alusión a la cruz. El amor de Cristo alcanzó en la cruz la profundidad más honda —la noche de la muerte— y la altura suprema —la altura de Dios mismo—. Y tomó entre sus brazos la anchura y la longitud de la humanidad y del mundo en todas sus distancias. Él siempre abraza el universo, nos abraza a todos nosotros.

Pidamos al Señor que nos ayude a reconocer algo de la inmensidad de su amor. Pidámosle que su amor y su verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que Cristo habite en nuestro corazón y nos haga hombres nuevos, para que obremos según la verdad en la caridad. Amén.




Benedicto XVI Homilias 31059