Benedicto XVI Homilias 28069

SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO A LOS NUEVOS METROPOLITANOS

Basílica Vaticana, Lunes 29 de junio de 2009

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Dirijo a cada uno mi saludo cordial con las palabras del Apóstol, junto a cuya tumba nos encontramos: "A vosotros gracia y paz abundantes" (
1P 1,2). Saludo en particular a los miembros de la delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla y a los numerosos arzobispos metropolitanos que hoy reciben el palio. En la oración colecta de esta solemnidad hemos pedido al Señor "que su Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos que fueron fundamento de nuestra fe cristiana". Esta petición que dirigimos a Dios nos interpela también a nosotros: ¿Seguimos la enseñanza de los grandes Apóstoles fundadores? ¿Los conocemos de verdad?

En el Año paulino que se concluyó ayer tratamos de escucharlo de modo nuevo a él, el "maestro de los gentiles", y de aprender así nuevamente el alfabeto de la fe. Tratamos de reconocer a Cristo con san Pablo y mediante san Pablo, y de encontrar así el camino para la vida cristiana recta. En el canon del Nuevo Testamento, además de las cartas de san Pablo, se encuentran también dos cartas bajo el nombre de san Pedro. La primera de ellas se concluye explícitamente con un saludo desde Roma, pero a la que se presenta con el nombre apocalíptico de Babilonia: "Os saluda la que está en Babilonia, elegida como vosotros..." (1P 5,13). Al llamar a la Iglesia de Roma "elegida como vosotros", la sitúa en la gran comunidad de todas las Iglesias locales, en la comunidad de todos los que Dios ha congregado, para que en la "Babilonia" del tiempo de este mundo construyan su pueblo y hagan que Dios entre en la historia. La primera carta de san Pedro es un saludo dirigido desde Roma a la cristiandad entera de todos los tiempos. Nos invita a escuchar "la enseñanza de los Apóstoles", que nos señala el camino hacia la vida.

Esta carta es un texto muy rico, que brota del corazón y toca el corazón. Su centro es —no podía ser de otra manera— la figura de Cristo, presentado como Aquel que sufre y ama, como crucificado y resucitado: "El que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba; (...) con cuyas heridas habéis sido curados" (1P 2,23-24).

Partiendo del centro, que es Cristo, la carta constituye también una introducción a los sacramentos cristianos fundamentales del Bautismo y la Eucaristía, y un discurso dirigido a los sacerdotes, en el que san Pedro se califica como co-presbítero juntamente con ellos. Habla a los pastores de todas las generaciones como aquel a quien el Señor encargó personalmente que apacentara a sus ovejas y así recibió de modo particular un mandato sacerdotal.

Así pues, ¿qué nos dice san Pedro, precisamente en el Año sacerdotal, acerca de la misión del sacerdote? Ante todo, comprende el ministerio sacerdotal totalmente a partir de Cristo. Llama a Cristo el "pastor y guardián de las almas" (1P 2,25). En el texto griego la palabra "guardián" se expresa con el término epíscopos (obispo). Un poco más adelante a Cristo se le califica como el Pastor supremo, archipoimen (1P 5,4). Sorprende que san Pedro llame a Cristo mismo "obispo", "obispo de las almas". ¿Qué quiere decir con esa expresión? En la raíz de la palabra griega “episcopos” se encuentra el verbo "ver"; por eso, se suele traducir por "guardián", es decir, "vigilante". Pero ciertamente no se refiere a una vigilancia externa, como podría ser la del guardián de una cárcel. Más bien, se entiende como un "ver desde lo alto", un ver desde la altura de Dios. Ver desde la perspectiva de Dios es ver con un amor que quiere servir al otro, que quiere ayudarle a llegar a ser lo que debe ser.

Cristo es el "obispo de las almas", nos dice san Pedro. Eso significa que nos ve desde la perspectiva de Dios. Contemplando desde Dios, se tiene una visión de conjunto, se ven los peligros al igual que las esperanzas y las posibilidades. Desde la perspectiva de Dios se ve la esencia, se ve al hombre interior. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es evitar que en el hombre el alma se empobrezca; hacer que el hombre no pierda su esencia, la capacidad para la verdad y para el amor; hacer que el hombre llegue a conocer a Dios, que no se pierda en callejones sin salida, que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto al conjunto.

Jesús, el "obispo de las almas", es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Desde esta perspectiva, ser obispo, ser sacerdote, significa asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y obrar desde su posición elevada. A partir de él estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.

Así, la palabra "obispo" se acerca mucho al término "pastor"; más aún, los dos conceptos se pueden intercambiar. La tarea del pastor consiste en apacentar, en cuidar la grey y llevarla a buenos pastos. Apacentar la grey quiere decir encargarse de que las ovejas encuentren el alimento necesario, de que sacien su hambre y apaguen su sed. Sin metáfora, esto significa: la Palabra de Dios es el alimento que el hombre necesita. Hacer continuamente presente la Palabra de Dios y dar así alimento a los hombres es tarea del buen pastor. Y este también debe saber resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad de la grey.

San Pedro, en su discurso a los presbíteros, pone de relieve también otra cosa muy importante. No basta hablar. Los pastores deben ser "modelos de la grey" (1P 5,3). La Palabra de Dios, cuando se vive, es trasladada del pasado al presente. Es admirable ver cómo en los santos la Palabra de Dios se transforma en una palabra dirigida a nuestro tiempo. En santos como Francisco, como el padre Pío y muchos otros, Cristo se hace verdaderamente contemporáneo de su generación, sale del pasado y entra en el presente. Ser pastor, modelo de la grey, significa vivir la Palabra ahora, en la gran comunidad de la Iglesia santa.

Ahora quiero llamar brevemente vuestra atención sobre otras dos afirmaciones de la primera carta de san Pedro que se refieren de modo especial a nosotros, en nuestro tiempo. Ante todo, la frase, hoy redescubierta, sobre cuya base los teólogos medievales comprendieron su tarea, la tarea del teólogo: "Adorad al Señor, Cristo, en vuestro corazón, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1P 3,15). La fe cristiana es esperanza. Abre el camino hacia el futuro. Y es una esperanza que posee racionalidad; una esperanza cuya razón podemos y debemos exponer. La fe procede de la Razón eterna que entró en nuestro mundo y nos mostró al verdadero Dios. Supera la capacidad propia de nuestra razón, del mismo modo que el amor ve más que la simple inteligencia. Pero la fe habla a la razón y, en la confrontación dialéctica, puede resistir a la razón. No la contradice, sino que avanza juntamente con ella y, al mismo tiempo, conduce más allá de ella: introduce en la Razón más grande de Dios.

Como pastores de nuestro tiempo tenemos la tarea de ser los primeros en comprender la razón de la fe. La tarea de no dejar que quede simplemente como una tradición, sino de reconocerla como respuesta a nuestros interrogantes. La fe exige nuestra participación racional, que se profundiza y se purifica en una comunión de amor. Forma parte de nuestros deberes de pastores penetrar la fe con el pensamiento para ser capaces de mostrar la razón de nuestra esperanza en el debate de nuestro tiempo.

Con todo, pensar —aunque es muy necesario—, por sí solo, no basta; del mismo modo que hablar, por sí solo, no basta. En su catequesis bautismal y eucarística en el capítulo segundo de su carta, san Pedro alude al Salmo que se usaba en la Iglesia primitiva en el contexto de la comunión, es decir, en el versículo que dice: "Gustad y ved cuán bueno es el Señor" (Ps 34,9 cf. 1P 2,3). Sólo gustar lleva a ver. Pensemos en los discípulos de Emaús: sus ojos sólo se abren a la hora de la comunión durante la cena con Jesús, en la fracción del pan. Sólo en la comunión con el Señor, verdaderamente experimentada, logran ver. Eso vale para todos nosotros: más que pensar y hablar, necesitamos la experiencia de la fe, de la relación vital con Jesucristo.

La fe no debe quedarse en teoría: debe convertirse en vida. Si en el sacramento encontramos al Señor; si en la oración hablamos con él; si en las decisiones de la vida diaria nos adherimos a Cristo, entonces "vemos" cada vez más claramente cuán bueno es. Entonces experimentamos cuán bueno es estar con él. De esa certeza vivida deriva luego la capacidad de comunicar la fe a los demás de modo creíble. El cura de Ars no era un gran pensador, pero "gustaba" al Señor. Vivía con él hasta en los detalles más insignificantes de su vida diaria, además de en las grandes exigencias del ministerio pastoral. De este modo llegó a ser una "persona que veía". Había gustado, y por eso sabía que el Señor es bueno. Pidamos al Señor que nos conceda este gustar, a fin de que así seamos testigos creíbles de la esperanza que está en nosotros.

Por último, quiero destacar otra palabra pequeña, pero importante, de san Pedro. Al inicio de la carta nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (cf. 1P 1,9). En el ámbito del lenguaje y del pensamiento de la cristiandad actual parece una afirmación extraña, para algunos tal vez incluso escandalosa. La palabra "alma" ha caído en descrédito. Se dice que esto llevaría a una división del hombre en espíritu y físico, en alma y cuerpo, mientras que en realidad él sería una unidad indivisible. Además, "la salvación de las almas" como meta de la fe parece indicar un cristianismo individualista, una pérdida de responsabilidad con respecto al mundo en su conjunto, en su corporeidad y en su materialidad. Pero nada de todo esto se encuentra en la carta de san Pedro. El celo por el testimonio en favor de la esperanza, la responsabilidad por los demás caracterizan todo el texto.

Para comprender la palabra sobre la salvación de las almas como meta de la fe debemos partir de otro lado. Sigue siendo verdad que el desinterés por las almas, el empobrecerse del hombre interior, no sólo destruye a la persona misma, sino que además amenaza el destino de la humanidad en su conjunto. Sin la curación de las almas, sin la curación del hombre desde dentro, no puede haber salvación para la humanidad. Para san Pedro, aunque nos sorprenda, la verdadera enfermedad de las almas es la ignorancia, es decir, no conocer a Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (cf. 1P 1,14).

Hay otra palabra de la carta que puede ayudarnos a comprender mejor la fórmula "salvación de las almas": "Purificad vuestras almas con la obediencia a la verdad" (cf. 1P 1,22). La obediencia a la verdad es lo que purifica el alma. Y convivir con la mentira es lo que la contamina. La obediencia a la verdad comienza con las pequeñas verdades de la vida diaria, que a menudo pueden ser costosas y dolorosas. Esta obediencia se extiende después hasta la obediencia sin reservas ante la Verdad misma, que es Cristo. Esta obediencia no sólo nos hace puros, sino sobre todo libres para el servicio a Cristo, y así para la salvación del mundo, que siempre comienza con la purificación obediente de la propia alma mediante la verdad. Sólo podemos indicar el camino hacia la verdad si nosotros mismos, con obediencia y paciencia, nos dejamos purificar por la verdad.

Y ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, que en esta hora recibiréis de mi mano el palio. Ha sido tejido con la lana de los corderos que el Papa bendice en la fiesta de santa Inés. De este modo, recuerda los corderos y las ovejas de Cristo, que el Señor resucitado encomendó a Pedro con la tarea de apacentarlos (cf. Jn 21,15-18). Recuerda la grey de Jesucristo, que vosotros, queridos hermanos, debéis apacentar en comunión con Pedro. Nos recuerda a Cristo mismo, que como buen Pastor tomó sobre sus hombros a la oveja perdida, a la humanidad, para llevarla de nuevo a casa. Nos recuerda el hecho de que él, el Pastor supremo, quiso hacerse él mismo Cordero, para hacerse cargo desde dentro del destino de todos nosotros; para llevarnos y curarnos desde dentro.

Pidamos al Señor que nos conceda ser, siguiendo sus huellas, buenos pastores, "no forzados, sino voluntariamente, según Dios (...), con prontitud de ánimo (...), modelos de la grey" (1P 5,2-3). Amén.


REZO DE LAS VÍSPERAS CON OCASIÓN DE LA REAPERTURA DE LA CAPILLA PAULINA DEL PALACIO APOSTÓLICO VATICANO

Capilla Paulina, Sábado 4 de julio de 2009

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Se realiza hoy, a pocos días de la solemnidad de San Pedro y San Pablo y de la clausura del Año paulino, mi deseo de poder reabrir al culto la Capilla Paulina. En las basílicas papales de San Pablo y de San Pedro hemos vivido las celebraciones solemnes en honor de los dos Apóstoles; esta tarde, casi como culminación, nos reunimos en el corazón del palacio apostólico, en la capilla construida por voluntad del Papa Pablo III y realizada por Antonio de Sangallo el joven, precisamente como lugar de oración reservado para el Papa y para la Familia pontificia. Ayudan a meditar y a orar de manera muy eficaz las pinturas y las decoraciones que la embellecen, en particular los dos grandes frescos de Miguel Ángel Buonarroti, que son los últimos de su larga existencia. Representan la conversión de san Pablo y la crucifixión de san Pedro.

Ante todo atrae nuestra mirada el rostro de los dos Apóstoles. Ya por su posición, es evidente que estos dos rostros desempeñan una función central en el mensaje iconográfico de la capilla. Pero, independientemente de su ubicación, de inmediato nos llevan "más allá" de la imagen: nos interrogan y nos inducen a reflexionar. Consideremos en primer lugar a san Pablo: ¿por qué está representado con un rostro tan anciano? Es el rostro de un hombre mayor, mientras que sabemos —y lo sabía bien Miguel Ángel— que la llamada de Saulo en el camino de Damasco se produjo cuando tenía unos treinta años. La elección del artista nos sitúa fuera del puro realismo, nos hace ir más allá de la simple narración de los hechos para introducirnos en un nivel más profundo. El rostro de Saulo-Pablo —el del propio artista ya envejecido, inquieto y en busca de la luz de la verdad— representa el ser humano necesitado de una luz superior. Es la luz de la gracia divina, indispensable para adquirir una nueva mirada, con la cual percibir la realidad orientada a la "esperanza que os está reservada en los cielos", como escribe el Apóstol en el saludo inicial de la carta a los Colosenses, que acabamos de escuchar (
Col 1,5).

El rostro de Saulo caído en tierra está iluminado desde lo alto por la luz del Resucitado y, a pesar de su dramatismo, la representación inspira paz e infunde seguridad. Expresa la madurez del hombre interiormente iluminado por Cristo Señor, mientras a su alrededor gira un torbellino de acontecimientos en el que todas las figuras se reencuentran como en un remolino. La gracia y la paz de Dios han envuelto a Saulo, lo han conquistado y transformado interiormente. Esa misma "gracia" y esa misma "paz" son las que él anunciará a todas sus comunidades en sus viajes apostólicos, con una madurez de anciano, no biológica, sino espiritual, que le dio el Señor mismo. Por eso, aquí, en el rostro de Pablo, ya podemos percibir el corazón del mensaje espiritual de esta capilla: el prodigio de la gracia de Cristo, que transforma y renueva al hombre mediante la luz de su verdad y de su amor. En esto consiste la novedad de la conversión, de la llamada a la fe, que tiene su cumplimiento en el misterio de la cruz.

Del rostro de Pablo pasamos así al de Pedro, representado en el momento en el que su cruz, invertida, es alzada y él vuelve su mirada hacia quien lo observa. También este rostro nos sorprende. La edad que representa es la exacta, pero lo que nos maravilla e interroga es su expresión. ¿Por qué esta expresión? No es una imagen de dolor, y la figura de Pedro transmite un sorprendente vigor físico. El rostro, en especial la frente y los ojos, parecen expresar el estado de ánimo del hombre frente a la muerte y el mal: existe como un desconcierto, una mirada penetrante, tendida, como si buscara algo o a alguien en la hora final. Asimismo, en los rostros de las personas que están a su alrededor destacan los ojos: reflejan miradas inquietas, algunas incluso atemorizadas o perdidas. ¿Qué significa todo esto? Es lo que Jesús había predicho a este Apóstol suyo: "Cuando seas viejo, otro te llevará a donde tú no quieras"; y el Señor había añadido: "Sígueme" (Jn 21,18-19). Precisamente ahora se realiza el culmen del seguimiento: el discípulo no es más que el Maestro, y ahora experimenta toda la amargura de la cruz, de las consecuencias del pecado que separa de Dios, toda la absurdidad de la violencia y de la mentira. Si a esta capilla se viene a meditar, no se puede huir del radicalismo del interrogante planteado por la cruz: la cruz de Cristo, Cabeza de la Iglesia, y la cruz de Pedro, su Vicario en la tierra.

Los dos rostros en los que se ha detenido nuestra mirada están uno frente al otro. Se podría pensar incluso que Pedro tiene su rostro vuelto hacia el de Pablo, el cual, a su vez, no ve, pero lleva en sí la luz de Cristo resucitado. Es como si Pedro, en la hora de la prueba suprema, buscara la luz que había dado la verdadera fe a Pablo. Y en este sentido, las dos imágenes pueden convertirse en dos actos de un único drama: el drama del misterio pascual: cruz y resurrección, muerte y vida, pecado y gracia.

Tal vez los acontecimientos están representados en un orden cronológico inverso, pero emerge el plan de la salvación, el plan que Cristo realizó en sí mismo llevándolo a plenitud, como acabamos de cantar en el himno de la carta a los Filipenses. Para quienes vienen a rezar en esta capilla, y en primer lugar para el Papa, san Pedro y san Pablo se convierten en maestros de fe. Con su testimonio, invitan a entrar en profundidad, a meditar en silencio el misterio de la cruz, que acompaña a la Iglesia hasta el fin de los tiempos, y a acoger la luz de la fe, gracias a la cual la comunidad apostólica puede extender hasta los confines de la tierra la acción misionera y evangelizadora que le encomendó Cristo resucitado. Aquí no se realizan celebraciones solemnes con el pueblo. Aquí el Sucesor de Pedro y sus colaboradores meditan en silencio y adoran al Cristo vivo, presente especialmente en el santísimo sacramento de la Eucaristía.

La Eucaristía es el sacramento en el que se concentra toda la obra de la Redención: en Jesús Eucaristía podemos contemplar la transformación de la muerte en vida, de la violencia en amor. Con los ojos de la fe reconocemos oculta bajo el velo del pan y del vino la misma gloria que se manifestó a los Apóstoles tras la Resurrección, y que Pedro, Santiago y Juan contemplaron anticipadamente en el monte, cuando Jesús se transfiguró ante ellos: acontecimiento misterioso, la Transfiguración, que el gran cuadro de Simone Cantarini representa también en esta capilla con fuerza singular. Sin embargo, en realidad, toda la capilla —los frescos de Lorenzo Sabatini y Federico Zuccari, las decoraciones de los numerosos artistas convocados aquí en un segundo momento por el Papa Gregorio XIII—, todo, podríamos decir, converge aquí en un mismo y único himno a la victoria de la vida y de la gracia sobre la muerte y sobre el pecado, en una sinfonía de alabanza y de amor a Cristo redentor que resulta muy sugestiva.

Queridos amigos, al final de esta breve meditación, quiero dar las gracias a cuantos han colaborado para que podamos disfrutar nuevamente de este lugar sagrado completamente restaurado: al profesor Antonio Paolucci y a su predecesor el doctor Francesco Buranelli, que, como directores de los Museos Vaticanos, se han interesado siempre por esta importantísima restauración; a los técnicos especializados que, bajo la dirección artística del profesor Arnold Nesselrath, han trabajado en los frescos y las decoraciones de la capilla y, en particular, al maestro inspector Maurizio De Luca y a su ayudante Maria Pustka, que han dirigido los trabajos y han intervenido en los dos murales de Miguel Ángel, con el asesoramiento de una comisión internacional formada por estudiosos de renombre.

Mi agradecimiento se dirige también al cardenal Giovanni Lajolo y a sus colaboradores de la Gobernación, que han prestado especial atención a la obra. Y, naturalmente, expreso un caluroso y debido agradecimiento a los beneméritos mecenas católicos, estadounidenses y de otras partes, es decir, a los Patrons of the Arts, comprometidos generosamente en la salvaguarda y valorización del patrimonio cultural en el Vaticano, quienes han hecho posible el resultado que hoy admiramos. A todos y a cada uno manifiesto mi agradecimiento más cordial.

Dentro de poco cantaremos el Magníficat. Que María santísima, maestra de oración y de adoración, junto con san Pedro y san Pablo, obtenga abundantes gracias para los que vengan con fe a esta capilla. Y nosotros, esta tarde, dando gracias a Dios por sus maravillas, y especialmente por la muerte y la resurrección de su Hijo, elevamos a él nuestra alabanza también por esta obra que hoy llega a su conclusión. "A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén" (Ep 3,20-21).




CELEBRACIÓN DE VÍSPERAS EN LA CATEDRAL DE AOSTA

Viernes 24 de julio de 2009

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Excelencia,
queridos hermanos y hermanas:

Ante todo deseo decirle "gracias" a usted, excelencia, por sus buenas palabras, con las que me ha introducido en la gran historia de esta iglesia catedral y así me ha permitido sentir que oramos aquí, no sólo en este momento, sino que podemos orar con los siglos en esta bella iglesia.

Y gracias a todos vosotros, que habéis venido a rezar conmigo y a hacer visible así esta red de oración que nos une a todos y siempre.

En esta breve homilía deseo decir algunas palabras sobre la oración con la que se concluyen estas Vísperas, porque me parece que en esta oración se interpreta y se transforma en plegaria el pasaje leído de la carta a los Romanos.

La oración se compone de dos partes: un mensaje —un encabezamiento, por así decirlo— y después la plegaria formada por dos súplicas.

Comenzamos con el mensaje, que también tiene dos partes: aquí hay que concretar un poco el "tú" a quien hablamos para poder llamar con mayor fuerza al corazón de Dios.

En el texto italiano leemos sencillamente: "Padre misericordioso". El texto original en latín es algo más amplio; dice: "Dios omnipotente, misericordioso". En mi reciente encíclica he intentado mostrar la prioridad de Dios tanto en la vida personal como en la vida de la historia, de la sociedad, del mundo.

Ciertamente la relación con Dios es algo profundamente personal, y la persona es un ser en relación, y si la relación fundamental —la relación con Dios— no está viva, si no se vive, tampoco las demás relaciones pueden encontrar su justa forma. Pero esto vale también para la sociedad, para la humanidad como tal. También aquí, si falta Dios, si se prescinde de Dios, si Dios está ausente, falta la brújula para mostrar el conjunto de todas las relaciones a fin de hallar el camino, la orientación que conviene seguir.

¡Dios! Debemos llevar de nuevo a este mundo nuestro la realidad de Dios, darlo a conocer y hacerlo presente. Pero, ¿cómo conocer a Dios? En las visitas "ad limina" hablo siempre con los obispos, sobre todo africanos, pero también los de Asia y América Latina, donde existen todavía religiones tradicionales, precisamente de estas religiones. Hay muchos detalles, naturalmente bastante distintos, pero existen también elementos comunes. Todos saben que existe Dios, un solo Dios, que Dios es una palabra en singular, que los dioses no son Dios, que hay Dios, un solo Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, este Dios parece ausente, muy lejano; no parece entrar en nuestra vida cotidiana, se esconde, no conocemos su rostro. Y así la religión en gran parte se ocupa de las cosas, de los poderes más próximos, los espíritus, los antepasados, etcétera, dado que Dios mismo está demasiado lejos y entonces se debe tratar con estos poderes cercanos. Y el acto de la evangelización consiste precisamente en el hecho de que el Dios lejano se acerca, que Dios ya no está lejos, sino que está cerca; que este "conocido-desconocido" ahora se da a conocer realmente, muestra su rostro, se revela: cae el velo de su rostro y lo muestra de verdad. Por ello, dado que Dios mismo ahora está cerca, lo conocemos, nos muestra su rostro, entra en nuestro mundo. Ya no hay necesidad de arreglárselas con estos otros poderes, porque él es el poder verdadero, el Omnipotente.

Desconozco por qué se ha omitido en el texto italiano la palabra "omnipotente", pero es cierto que casi nos sentimos un poco amenazados por la omnipotencia: parece limitar nuestra libertad, parece un peso demasiado fuerte. Pero debemos aprender que la omnipotencia de Dios no es un poder arbitrario, porque Dios es el Bien, es la Verdad, y por ello Dios lo puede todo; sin embargo, no puede actuar contra el bien, no puede actuar contra la verdad, no puede actuar contra el amor ni contra la libertad, porque él mismo es el bien, es el amor, es la verdadera libertad. Por ello, todo cuanto hace jamás puede estar en contradicción con la verdad, el amor y la libertad. Es cierto lo contrario. Él, Dios, es el custodio de nuestra libertad, del amor, de la verdad. Este ojo que nos mira no es un ojo malvado que nos vigila, sino que es la presencia de un amor que jamás nos abandona y que nos da la certeza de que el bien es ser, el bien es vivir: es la mirada del amor que nos da el aire para vivir.

Dios omnipotente y misericordioso. Una oración romana, vinculada al texto del libro de la Sabiduría, dice: "Tú, Dios, muestras tu omnipotencia en el perdón y en la misericordia". La cumbre del poder de Dios es la misericordia, es el perdón. Hoy, en nuestro concepto mundial de poder pensamos en alguien con grandes propiedades, que tiene algo que decir en economía, que dispone de capitales para influir en el mundo del mercado. Pensamos en quien dispone de poder militar, en quien puede amenazar. La pregunta de Stalin: "¿Cuántos ejércitos tiene el Papa?" todavía caracteriza la idea común del poder. Tiene poder quien puede ser peligroso, quien puede amenazar, quien puede destruir, quien tiene en su mano muchas cosas del mundo. Pero la Revelación nos dice: "No es así"; el verdadero poder es el poder de gracia y de misericordia. En la misericordia Dios demuestra el verdadero poder.

Así, la segunda parte de este encabezamiento dice: "Has redimido al mundo con la pasión, con el sufrimiento de tu Hijo". Dios ha sufrido y en su Hijo sufre con nosotros. Esta es la cumbre suprema de su poder, que es capaz de sufrir con nosotros. Así demuestra el verdadero poder divino: quería sufrir con nosotros y por nosotros. En nuestros sufrimientos jamás hemos estado solos. Dios, en su Hijo, ha sufrido antes y está cerca de nosotros en nuestros padecimientos.

Con todo, persiste la difícil cuestión que ahora no puedo interpretar ampliamente: ¿por qué era necesario sufrir para salvar al mundo? Era necesario porque en el mundo existe un océano de mal, de injusticia, de odio, de violencia, y las numerosas víctimas del odio y de la injusticia tienen derecho a que se haga justicia. Dios no puede ignorar este grito de los que sufren, oprimidos por la injusticia. Perdonar no es ignorar, sino transformar; es decir, Dios debe entrar en este mundo y oponer al océano de la injusticia el océano más vasto del bien y del amor. Y este es el acontecimiento de la cruz: desde ese momento, contra el océano del mal existe un río infinito y por eso siempre más grande que todas las injusticias del mundo, un río de bondad, de verdad, de amor. Así Dios perdona transformando el mundo y entrando en nuestro mundo a fin de que haya realmente una fuerza, un río de bien más grande que todo el mal que pueda existir.

Así, nuestra súplica a Dios se convierte en un mensaje para nosotros; o sea, este Dios nos invita a ponernos de su parte, a salir del océano del mal, del odio, de la violencia, del egoísmo, y a identificarnos, a entrar en el río de su amor.

Precisamente este es el contenido de la primera parte de la plegaria que sigue: "Haz que tu Iglesia se ofrezca a ti como sacrificio vivo y santo". Esta súplica, dirigida a Dios, también se dirige a nosotros mismos. Es una alusión a dos textos de la carta a los Romanos. Nosotros mismos, con todo nuestro ser, debemos ser adoración, sacrificio, restituir nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo. La función del sacerdocio es consagrar el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia. Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva.

Roguemos al Señor que nos ayude a ser sacerdotes en este sentido, para contribuir a la transformación del mundo, a la adoración de Dios, empezando por nosotros mismos. Que nuestra vida hable de Dios; que nuestra vida sea realmente liturgia, anuncio de Dios, puerta por la que el Dios lejano se convierta en Dios cercano, y realmente don de nosotros mismos a Dios.

Después, la segunda plegaria. Suplicamos: "Haz que tu pueblo experimente siempre la plenitud de tu amor". En el texto en latín se dice: "Sácianos con tu amor". Así el texto alude al Salmo que hemos cantado, donde se dice: "Abres tu mano y sacias el hambre de todos los vivientes". ¡Cuánta hambre hay en la tierra, hambre de pan en muchas partes del mundo! Su excelencia ha hablado también de los sufrimientos de las familias aquí: hambre de justicia, hambre de amor. Y con esta plegaria, rogamos a Dios: "Abre tu mano y sacia realmente el hambre de todos los vivientes. Sacia nuestra hambre de la verdad, de tu amor".

Así sea. Amén.



SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo, Sábado 15 de agosto de 2009

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con la solemnidad de hoy culmina el ciclo de las grandes celebraciones litúrgicas en las que estamos llamados a contemplar el papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En efecto, la Inmaculada Concepción, la Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra historia.

El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. Aquel designio comprometido, pero no destruido por el pecado, mediante la Encarnación del Hijo de Dios, anunciada y realizada en María, fue recompuesto y restituido a la libre aceptación del hombre en la fe. Por último, en la Asunción de María contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo Señor y en la obediencia a su Palabra, al final de nuestro camino en la tierra.

La última etapa de la peregrinación terrena de la Madre de Dios nos invita a mirar el modo como ella recorrió su camino hacia la meta de la eternidad gloriosa.

En el pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar, san Lucas narra que María, después del anuncio del ángel, "se puso en camino y fue aprisa a la montaña" para visitar a Isabel (
Lc 1,39). El evangelista, al decir esto, quiere destacar que para María seguir su vocación, dócil al Espíritu de Dios, que ha realizado en ella la encarnación del Verbo, significa recorrer una nueva senda y emprender en seguida un camino fuera de su casa, dejándose conducir solamente por Dios. San Ambrosio, comentando la "prisa" de María, afirma: "La gracia del Espíritu Santo no admite lentitud" (Expos. Evang. sec. Lucam, II, 19: pl 15, 1560). La vida de la Virgen es dirigida por Otro —"He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38)—, está modelada por el Espíritu Santo, está marcada por acontecimientos y encuentros, como el de Isabel, pero sobre todo por la especialísima relación con su hijo Jesús. Es un camino en el que María, conservando y meditando en el corazón los acontecimientos de su existencia, descubre en ellos de modo cada vez más profundo el misterioso designio de Dios Padre para la salvación del mundo.

Además, siguiendo a Jesús desde Belén hasta el destierro en Egipto, en la vida oculta y en la pública, hasta el pie de la cruz, María vive su constante ascensión hacia Dios en el espíritu del Magníficat, aceptando plenamente, incluso en el momento de la oscuridad y del sufrimiento, el proyecto de amor de Dios y alimentando en su corazón el abandono total en las manos del Señor, de forma que es paradigma para la fe de la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 64-65).

Toda la vida es una ascensión, toda la vida es meditación, obediencia, confianza y esperanza, incluso en medio de la oscuridad; y toda la vida es esa "sagrada prisa", que sabe que Dios es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear prisa en nuestra existencia.

Y, por último, la Asunción nos recuerda que la vida de María, como la de todo cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que tiene una meta bien precisa, un futuro ya trazado: la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque —como dice san Pablo en la carta a los Efesios— el Padre "nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ep 2,6). Esto quiere decir que, con el bautismo, fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha comenzado y realizado. En nosotros la unión con Cristo, la resurrección, es imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino.

Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. "Terminado el curso de su vida en la tierra —dice el concilio Vaticano II—, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte" (Lumen gentium LG 59). En la Virgen elevada al cielo contemplamos la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la "morada" que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14,2-3).

La vida del hombre en la tierra —como nos ha recordado la primera lectura— es un camino que se recorre constantemente en la tensión de la lucha entre el dragón y la mujer, entre el bien y el mal. Esta es la situación de la historia humana: es como un viaje en un mar a menudo borrascoso; María es la estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús, sol que brilla sobre las tinieblas de la historia (cf. Spe salvi, ) y nos da la esperanza que necesitamos: la esperanza de que podemos vencer, de que Dios ha vencido y de que, con el bautismo, hemos entrado en esta victoria. No sucumbimos definitivamente: Dios nos ayuda, nos guía. Esta es la esperanza: esta presencia del Señor en nosotros, que se hace visible en María elevada al cielo. "Ella (...) —leeremos dentro de poco en el prefacio de esta solemnidad— es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra".

Con san Bernardo, cantor místico de la santísima Virgen, la invocamos así: "Te rogamos, bienaventurada Virgen María, por la gracia que encontraste, por las prerrogativas que mereciste, por la Misericordia que tú diste a luz, haz que aquel que por ti se dignó hacerse partícipe de nuestra miseria y debilidad, por tu intercesión nos haga partícipes de sus gracias, de su bienaventuranza y gloria eterna, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén" (Sermo 2 de Adventu, 5: pl 183, 43).




Benedicto XVI Homilias 28069