Benedicto XVI Homilias 15089

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DEL PAPA CON SUS EX ALUMNOS

Capilla del centro de congresos Mariápolis de Castelgandolfo, Domingo 30 de agosto de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio encontramos uno de los temas fundamentales de la historia religiosa de la humanidad: la cuestión de la pureza del hombre ante Dios. Al dirigir la mirada hacia Dios, el hombre reconoce que está "contaminado" y se encuentra en una condición en la que no puede acceder al Santo. Surge así la pregunta sobre cómo puede llegar a ser puro, liberarse de la "suciedad" que lo separa de Dios. De este modo han nacido, en las distintas religiones, ritos purificatorios, caminos de purificación interior y exterior. En el Evangelio de hoy encontramos ritos de purificación, que están arraigados en la tradición veterotestamentaria, pero que se gestionan de una manera muy unilateral. Por consiguiente, ya no sirven para que el hombre se abra a Dios, ya no son caminos de purificación y salvación, sino que se convierten en elementos de un sistema autónomo de cumplimientos que, para ejecutarlos verdaderamente en plenitud, requiere incluso especialistas. Ya no se llega al corazón del hombre. El hombre que se mueve dentro de este sistema, o se siente esclavizado o cae en la soberbia de creer que se puede justificar a sí mismo.

La exégesis liberal dice que en este Evangelio se revelaría el hecho de que Jesús habría sustituido el culto con la moral. Habría dejado a un lado el culto con todas sus prácticas inútiles. Ahora la relación entre el hombre y Dios se basaría únicamente en la moral. Si esto fuera verdad, significaría que el cristianismo, en su esencia, es moralidad, es decir, que nosotros mismos nos hacemos puros y buenos mediante nuestra conducta moral. Si reflexionamos más profundamente en esta opinión, resulta obvio que no puede ser la respuesta completa de Jesús a la cuestión sobre la pureza. Si queremos oír y comprender plenamente el mensaje del Señor, entonces debemos escuchar también plenamente, no podemos contentarnos con un detalle, sino que debemos prestar atención a todo su mensaje. En otras palabras, tenemos que leer enteramente los Evangelios, todo el Nuevo Testamento y el Antiguo junto con él.

La primera lectura de hoy, tomada del Libro del Deuteronomio, nos ofrece un detalle importante de una respuesta y nos hace dar un paso adelante. Aquí escuchamos algo tal vez sorprendente para nosotros, es decir, que Dios mismo invita a Israel a ser agradecido y a sentir un humilde orgullo por el hecho de conocer la voluntad de Dios y así de ser sabio. Precisamente en ese período la humanidad, tanto en el ambiente griego como en el semita, buscaba la sabiduría: trataba de comprender lo que cuenta. La ciencia nos dice muchas cosas y nos es útil en muchos aspectos, pero la sabiduría es conocimiento de lo esencial, conocimiento del fin de nuestra existencia y de cómo debemos vivir para que la vida se desarrolle del modo justo.

La lectura tomada del Deuteronomio alude al hecho de que la sabiduría, en último término, se identifica con la Torá, con la Palabra de Dios que nos revela qué es lo esencial, para qué fin y de qué manera debemos vivir. Así la Ley no se presenta como una esclavitud sino que es —de modo semejante a lo que se dice en el gran Salmo 119— causa de una gran alegría: nosotros no caminamos a tientas en la oscuridad, no vamos vagando en vano en busca de lo que podría ser recto, no somos como ovejas sin pastor, que no saben dónde está el camino correcto. Dios se ha manifestado. Él mismo nos indica el camino. Conocemos su voluntad y con ello la verdad que cuenta en nuestra vida. Son dos las cosas que se nos dicen acerca de Dios: por una parte, que él se ha manifestado y nos indica el camino correcto; por otra, que Dios es un Dios que escucha, que está cerca de nosotros, nos responde y nos guía. Con ello se toca también el tema de la pureza: su voluntad nos purifica, su cercanía nos guía.

Creo que vale la pena detenerse un momento en la alegría de Israel por el hecho de conocer la voluntad de Dios y haber recibido así en regalo la sabiduría que nos cura y que no podemos hallar solos. ¿Existe entre nosotros, en la Iglesia de hoy, un sentimiento semejante de alegría por la cercanía de Dios y por el don de su Palabra? Quien quisiera mostrar esa alegría en seguida sería acusado de triunfalismo. Pero precisamente no es nuestra habilidad la que nos indica la verdadera voluntad de Dios. Es un don inmerecido que nos hace al mismo tiempo humildes y alegres. Si reflexionamos sobre la perplejidad del mundo ante las grandes cuestiones del presente y del futuro, entonces también dentro de nosotros debería brotar nuevamente la alegría por el hecho de que Dios nos ha mostrado gratuitamente su rostro, su voluntad, a sí mismo. Si esta alegría resurge en nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes. Sin esta alegría no somos capaces de convencer. Pero esa alegría, donde está presente, incluso sin pretenderlo, posee una fuerza misionera. En efecto, suscita en los hombres la pregunta de si aquí se halla verdaderamente el camino, si esta alegría guía efectivamente tras las huellas de Dios mismo.

Todo esto se halla más profundizado en el pasaje, tomado de la carta de Santiago, que la Iglesia nos propone hoy. Me gusta mucho la Carta de Santiago sobre todo porque, gracias a ella, podemos hacernos una idea de la devoción de la familia de Jesús. Era una familia observante. Observante en el sentido de que vivía la alegría deuteronómica por la cercanía de Dios, que se nos da en su Palabra y en su Mandamiento. Es un tipo de observancia totalmente distinta de la que encontramos en los fariseos del Evangelio, que habían hecho de ella un sistema exteriorizado y esclavizante. También es un tipo de observancia distinto de la que Pablo, como rabino, había aprendido: era —como vemos en sus cartas— la observancia de un especialista que conocía todo y sabía todo; que estaba orgulloso de su conocimiento y de su justicia, y que, sin embargo, sufría bajo el peso de las prescripciones, de tal forma que la Ley no aparecía ya como guía gozosa hacia Dios, sino más bien como una exigencia que, en definitiva, no se podía cumplir.

En la carta de Santiago hallamos la observancia que no se mira a sí misma, sino que se dirige gozosamente hacia el Dios cercano, que nos da su cercanía y nos indica el camino correcto. Así la carta de Santiago habla de la Ley perfecta de la libertad y con ello entiende la comprensión nueva y profunda de la Ley que el Señor nos ha dado. Para Santiago la Ley no es una exigencia que pretende demasiado de nosotros, que está ante nosotros desde el exterior y no puede nunca ser satisfecha. Él piensa en la perspectiva que encontramos en una frase de los discursos de despedida de Jesús: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (
Jn 15,15). Aquel a quien se ha revelado todo, pertenece a la familia; ya no es siervo, sino libre, porque precisamente él mismo forma parte de la casa. Una introducción inicial parecida en el pensamiento de Dios mismo sucedió a Israel en el monte Sinaí. Ocurrió luego de modo definitivo y grande en el Cenáculo y, en general, mediante la obra, la vida, la pasión y la resurrección de Jesús: en él Dios nos lo ha dicho todo, se ha manifestado completamente. Ya no somos siervos, sino amigos. Y la Ley ya no es una prescripción para personas no libres, sino que es el contacto con el amor de Dios, es ser introducidos a formar parte de la familia, acto que nos hace libres y "perfectos". En este sentido nos dice Santiago, en la lectura de hoy, que el Señor nos ha engendrado por medio de su Palabra, que ha plantado su Palabra en nuestro interior como fuerza de vida.

Aquí se habla también de la "religión pura" que consiste en el amor al prójimo —especialmente a los huérfanos y las viudas, a los que tienen más necesidad de nosotros— y en la libertad frente a las modas de este mundo, que nos contaminan. La Ley, como palabra del amor, no es una contradicción a la libertad, sino una renovación desde dentro mediante la amistad con Dios. Algo semejante se manifiesta cuando Jesús, en el discurso sobre la vid, dice a los discípulos: "Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado" (Jn 15,3). Y otra vez aparece lo mismo en la Oración sacerdotal: Vosotros sois santificados en la verdad (cf. Jn 17,17-19). Así encontramos ahora la estructura justa del proceso de purificación y de pureza: no somos nosotros quienes creamos lo que es bueno —esto sería un simple moralismo—, sino que es la Verdad la que nos sale al encuentro. Él mismo es la Verdad, la Verdad en persona. La pureza es un acontecimiento dialógico. Comienza con el hecho de que él nos sale al encuentro —él que es la Verdad y el Amor—, nos toma de la mano, se compenetra con nuestro ser. En la medida en que nos dejamos tocar por él, en que el encuentro se convierte en amistad y amor, llegamos a ser nosotros mismos, a partir de su pureza, personas puras y luego personas que aman con su amor, personas que introducen también a otros en su pureza y en su amor.

San Agustín resumió todo este proceso en la hermosa expresión: "Da quod iubes et iube quod vis", "Concede lo que mandas y luego manda lo que quieras". En este momento queremos poner ante el Señor esta petición y rogarle: Sí, purifícanos en la verdad. Sé tú la Verdad que nos hace puros. Haz que mediante la amistad contigo seamos libres y así verdaderamente hijos de Dios, haz que seamos capaces de sentarnos a tu mesa y difundir en este mundo la luz de tu pureza y bondad. Amén.




VISITA PASTORAL A VITERBO Y BAGNOREGIO


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Valle Faul - Viterbo, Domingo 6 de septiembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Es verdaderamente inédito y sugestivo el escenario en el que celebramos la santa misa: nos encontramos en el "Valle" que se asoma a la antigua Puerta denominada FAUL, cuyas cuatro letras recuerdan las cuatro colinas de la antigua Viterbium, esto es, Fanum-Arbanum-Vetulonia-Longula. A un lado se yergue imponente el palacio, en otro tiempo residencia de los Papas, que —como ha recordado vuestro obispo— en el siglo XIII fue sede de cinco cónclaves; nos rodean construcciones y espacios, testigos de múltiples sucesos del pasado, y hoy tejido de vida de vuestra ciudad y provincia. En este contexto, que evoca siglos de historia civil y religiosa, se encuentra ahora idealmente reunida, con el Sucesor de Pedro, toda vuestra comunidad diocesana para ser confirmada por él en la fidelidad a Cristo y a su Evangelio.

A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os expreso con afecto mi gratitud por la cordial acogida que me habéis reservado. Saludo en primer lugar a vuestro amado pastor, monseñor Lorenzo Chiarinelli, a quien agradezco sus palabras de bienvenida. Saludo a los demás obispos, en particular a los del Lacio con el cardenal vicario de Roma, los queridos sacerdotes diocesanos, los diáconos, los seminaristas, los religiosos y las religiosas, los jóvenes y los niños, y extiendo mi recuerdo a todos los miembros de la diócesis, que en el pasado reciente ha visto unirse a Viterbo, con la abadía de San Martín en el Monte Cimino, las diócesis de Acquapendente, Bagnoregio, Montefiascone y Tuscania. Esta nueva configuración se esculpe ahora artísticamente en las "Puertas de bronce" de la iglesia catedral que, al comenzar mi visita por la plaza de San Lorenzo, he podido bendecir y admirar.

Con deferencia me dirijo a las autoridades civiles y militares, a los representantes del Parlamento, del Gobierno, de la Región y de la Provincia, y de manera especial al alcalde de la ciudad, que se ha hecho intérprete de los cordiales sentimientos de la población de Viterbo. Doy las gracias a las fuerzas del orden y saludo a los numerosos militares presentes en esta ciudad, así como a los comprometidos en misiones de paz en el mundo. Saludo y doy las gracias a los voluntarios y a cuantos han contribuido a la realización de mi visita. Reservo un saludo muy especial a los ancianos y a las personas solas, a los enfermos, a los presos y a cuantos no han podido participar en este encuentro de oración y amistad.

Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Los discípulos del Señor, reunidos para la santa Eucaristía, proclaman que él ha resucitado, está vivo y es dador de vida, y testimonian que su presencia es gracia, es tarea, es alegría. Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías (
Is 35,4-7) anima a los "cobardes de corazón" y anuncia esta estupenda novedad, que la experiencia confirma: cuando el Señor está presente se despegan los ojos del ciego, se abren los oídos del sordo, el cojo "salta" como un ciervo. Todo renace y todo revive porque aguas benéficas riegan el desierto. El "desierto", en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que no raramente marca la vida; el desierto más profundo es el corazón humano cuando pierde la capacidad de oír, de hablar, de comunicarse con Dios y con los demás. Se vuelve entonces ciego porque es incapaz de ver la realidad; se cierran los oídos para no escuchar el grito de quien implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y en el egoísmo. Pero ahora —anuncia el profeta— todo está destinado a cambiar; esta "tierra árida" de un corazón cerrado será regada por una nueva linfa divina. Y cuando el Señor viene, dice con autoridad a los cobardes de corazón de toda época: "¡Ánimo, no temáis!" (v. Is 35,4).

Aquí se enlaza perfectamente el episodio evangélico, narrado por san Marcos (Mc 7,31-37): Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Primero lo acoge y se ocupa de él con el lenguaje de los gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea, le dice: "Effatà", o sea, "ábrete", devolviendo a aquel hombre oído y lengua. Llena de estupor, la multitud exclama: "Todo lo ha hecho bien" (Mc 7,37). En este "signo" podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad "buena", como es buena toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones —como advierte el apóstol Santiago en su carta (Jc 2,1-5)—, de forma que el mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera fraternidad" (Gaudium et spes GS 37), en la apertura al amor al Padre común, que nos ha creado y nos ha hecho sus hijos y sus hijas.

Querida Iglesia de Viterbo, que Cristo, a quien vemos en el Evangelio abrir los oídos y desatar el nudo de la lengua al sordomudo, abra tu corazón y te dé siempre la alegría de la escucha de su Palabra, la valentía del anuncio de su Evangelio, la capacidad de hablar de Dios y de hablar así con los hermanos y las hermanas y, por último, el valor del descubrimiento del rostro de Dios y de su belleza. Pero para que esto pueda suceder —recuerda san Buenaventura de Bagnoregio, adonde iré esta tarde—, la mente debe "ir más allá de todo con la contemplación e ir más allá no sólo del mundo sensible, sino también más allá de sí misma" (Itinerarium mentis in Deum VII, 1). Este es el itinerario de salvación, iluminado por la luz de la Palabra de Dios y alimentado por los sacramentos, para todos los cristianos.

De este camino que también tú, amada Iglesia que vive en esta tierra estás llamada a recorrer, quisiera ahora retomar algunas líneas espirituales y pastorales. Una prioridad que interesa mucho a tu obispo es la educación en la fe, como búsqueda, como iniciación cristiana, como vida en Cristo. Es el "ser cristianos" que consiste en el "aprender a Cristo" que san Pablo expresa con la fórmula: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). En esta experiencia están involucradas las parroquias, las familias y las diversas asociaciones. Están llamados a comprometerse los catequistas y todos los educadores; está llamada a dar su aportación la escuela, desde la primaria hasta la Universidad de Tuscia, cada vez más importante y prestigiosa, y en particular la escuela católica, con el Instituto filosófico-teológico "San Pedro".

Hay modelos siempre actuales, auténticos pioneros de la educación en la fe en quienes inspirarse. Me complace mencionar, entre otros, a santa Rosa Venerini (1656-1728) —a quien tuve la alegría de canonizar hace tres años—, verdadera precursora de las escuelas femeninas en Italia, precisamente "en el siglo de las Luces"; y a santa Lucia Filippini (1672-1732), quien, con la ayuda del venerable cardenal Marco Antonio Barbarigo (1640-1706), fundó las beneméritas "Maestras Pías". De estas fuentes espirituales se podrá felizmente seguir bebiendo para afrontar con lucidez y coherencia la actual, ineludible y prioritaria "emergencia educativa", gran desafío para cada comunidad cristiana y para toda la sociedad, que es precisamente un proceso de "Effatà", de abrir los oídos, el nudo de la lengua y también los ojos.

Junto con la educación, el testimonio de la fe. "La fe —escribe san Pablo— actúa a través de la caridad" (Ga 5,6). Desde esta perspectiva se hace visible la acción caritativa de la Iglesia: sus iniciativas, sus obras son signos de la fe y del amor de Dios, que es Amor, como he recordado ampliamente en las encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate. En este ámbito florece y se incrementa cada vez más la presencia del voluntariado, tanto en el plano personal como en el asociativo, que halla en la Caritas su organismo propulsor y educativo. La joven santa Rosa (1233-1251), co-patrona de la diócesis, cuya fiesta se celebra precisamente en estos días, es ejemplo brillante de fe y de generosidad hacia los pobres. ¿Cómo no recordar además a santa Jacinta Marescotti (1585-1640), que promovió en la ciudad la adoración eucarística desde su monasterio y dio vida a instituciones e iniciativas para los encarcelados y los marginados? Tampoco podemos olvidar el testimonio franciscano de san Crispín, capuchino (1668-1759), que todavía inspira presencias asistenciales beneméritas.

Es significativo que en este clima de fervor evangélico hayan nacido muchas casas de vida consagrada, masculinas y femeninas, y en particular monasterios de clausura, que constituyen una llamada visible al primado de Dios en nuestra existencia y nos recuerdan que la primera forma de caridad es precisamente la oración. Al respecto, es emblemático el ejemplo de la beata Gabriela Sagheddu (1914-1939), trapense: en el monasterio de Vitorchiano, donde está enterrada, sigue proponiéndose el ecumenismo espiritual, alimentado de oración incesante, que recomendó vivamente el concilio Vaticano ii (cf. Unitatis redintegratio UR 8). Recuerdo también al beato, originario de Viterbo, Domingo Bàrberi (1792-1849), pasionista, que en 1845 acogió en la Iglesia católica a John Henry Newman, quien después fue cardenal, figura de elevado perfil intelectual y de espiritualidad luminosa.

Quisiera aludir, por último, a una tercera línea de vuestro plan pastoral: la atención a los signos de Dios. Como hizo Jesús con el sordomudo, de igual modo Dios sigue revelándonos su proyecto mediante "hechos y palabras". Escuchar su palabra y discernir sus signos debe ser, por tanto, el compromiso de todo cristiano y de toda comunidad. El signo de Dios más inmediato es ciertamente la atención al prójimo, según lo que dijo Jesús: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Además, como afirma el concilio Vaticano ii, el cristiano está llamado a ser "ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y signo del Dios vivo" (Lumen gentium LG 38). Debe serlo en primer lugar el sacerdote, a quien Cristo ha escogido todo para él. Durante este Año sacerdotal, orad con mayor intensidad por los sacerdotes, por los seminaristas y por las vocaciones, para que sean fieles a la llamada. Asimismo, toda persona consagrada y todo bautizado debe ser signo del Dios vivo.

Fieles laicos, jóvenes y familias, ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Viterbo también ha tenido al respecto figuras prestigiosas. En esta ocasión es un deber y una alegría recordar al joven Mario Fani de Viterbo, iniciador del "Círculo Santa Rosa", que encendió, junto a Giovanni Acquaderni, de Bolonia, la primera luz que después se transformaría en la experiencia histórica del laicado en Italia: la Acción católica. Se suceden las estaciones de la historia, cambian los contextos sociales, pero es inmutable y no pasa de moda la vocación de los cristianos a vivir el Evangelio en solidaridad con la familia humana, al paso de los tiempos. He aquí el compromiso social, he aquí el servicio propio de la acción política, he aquí el desarrollo humano integral.

Queridos hermanos y hermanas, cuando el corazón se extravía en el desierto de la vida, no tengáis miedo, confiad en Cristo, el primogénito de la humanidad nueva: una familia de hermanos construida en la libertad y en la justicia, en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios. De esta gran familia forman parte santos queridos para vosotros: Lorenzo, Valentino, Hilario, Rosa, Lucía, Buenaventura y muchos otros. Nuestra Madre común es María, a quien veneráis con el título de Virgen de la Encina como patrona de toda la diócesis en su nueva configuración. Que ellos os conserven siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Amén.




CAPILLA PAPAL PARA LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE CINCO SACERDOTES

Fiesta litúrgica del Dulce Nombre de María, Sábado 12 de septiembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Saludamos con afecto y nos unimos cordialmente a la alegría de estos cinco hermanos nuestros presbíteros a quienes el Señor ha llamado a ser sucesores de los Apóstoles: monseñor Gabriele Giordano Caccia, monseñor Franco Coppola, monseñor Pietro Parolin, monseñor Raffaello Martinelli y monseñor Giorgio Corbellini. Doy las gracias a cada uno de ellos por el servicio fiel que han prestado a la Iglesia trabajando en la Secretaría de Estado, en la Congregación para la doctrina de la fe o en la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, y estoy seguro de que, con el mismo amor a Cristo y con el mismo celo por las almas, desempeñarán en los nuevos campos de acción pastoral el ministerio que hoy se les confía con la ordenación episcopal. Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La imposición de manos se realiza en silencio. La palabra humana enmudece. El alma se abre en silencio a Dios, cuya mano se alarga hacia el hombre, lo toma para sí y, a la vez, lo cubre para protegerlo, a fin de que, a continuación, sea totalmente propiedad de Dios, le pertenezca del todo e introduzca a los hombres en las manos de Dios.

Pero, como segundo elemento fundamental del acto de consagración, sigue después la oración. La ordenación episcopal es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote u obispo. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de manos, asume a ese hombre totalmente a su servicio, lo atrae a su propio sacerdocio. Él mismo consagra a los elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, le concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.

Por esta conexión entre la oración y la actuación de Cristo sobre el hombre, la Iglesia en su liturgia ha desarrollado un signo elocuente. Durante la oración de ordenación se abre sobre el candidato el Evangeliario, el libro de la Palabra de Dios. El Evangelio debe penetrar en él; la Palabra viva de Dios debe, por así decirlo, invadirlo. El Evangelio, en el fondo, no es sólo palabra; Cristo mismo es el Evangelio. Con la Palabra, la vida misma de Cristo debe invadir a aquel hombre, de manera que se convierta totalmente en una sola cosa con él, que Cristo viva en él y dé a su vida forma y contenido. De esta manera debe realizarse en él lo que en las lecturas de la liturgia de hoy se presenta como la esencia del ministerio sacerdotal de Cristo. El consagrado debe ser colmado del Espíritu de Dios y vivir a partir de él. Debe llevar a los pobres el alegre anuncio, la verdadera libertad y la esperanza que permite vivir al hombre y lo sana. Debe establecer el sacerdocio de Cristo en medio de los hombres, el sacerdocio según el modo de Melquisedec, esto es, el reino de la justicia y de la paz. Como los setenta y dos discípulos enviados por el Señor, debe llevar sanación, ayudar a curar la herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El bien primero y esencial del que tiene necesidad el hombre es la cercanía de Dios mismo. El reino de Dios, del que se habla en el pasaje evangélico de hoy, no es algo "junto" a Dios, alguna condición del mundo: es sencillamente la presencia de Dios mismo, que es la fuerza verdaderamente sanadora.

Jesús sintetizó todos estos múltiples aspectos de su sacerdocio en la única frase: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (
Mc 10,45). Servir y en ello donarse uno mismo; ser no para uno mismo, sino para los demás, de parte de Dios y con vista a Dios: este es el núcleo más profundo de la misión de Jesucristo y, a la vez, la verdadera esencia de su sacerdocio. Así, él hizo del término "siervo" su más elevado título de honor. Con ello llevó a cabo un vuelco de los valores; nos donó una nueva imagen de Dios y del hombre. Jesús no viene como uno de los señores de este mundo, sino que él, que es el verdadero Señor, viene como siervo. Su sacerdocio no es dominio, sino servicio: este es el nuevo sacerdocio de Jesucristo al modo de Melquisedec.

San Pablo formuló la esencia del ministerio apostólico y sacerdotal de forma muy clara. Ante los conflictos que existían en la Iglesia de Corinto entre corrientes distintas que se referían a apóstoles diversos, pregunta: ¿Pero qué es un apóstol? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Son siervos; cada uno según lo que el Señor le dio (cf. 1Co 3,5). "Es preciso que los hombres vean en nosotros a siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles" (1Co 4,1-2). En Jerusalén, en la última semana de su vida, Jesús mismo habló en dos parábolas de los siervos a quienes el Señor encomienda sus bienes en el tiempo del mundo, y subrayó tres características del modo en que se debe servir, en las que se concreta también la imagen del ministerio sacerdotal. Demos ahora una breve mirada sobre estas características para contemplar, con los ojos de Jesús mismo, la tarea que vosotros, queridos amigos, estáis llamados a asumir en esta hora.

La primera característica que el Señor pide al siervo es la fidelidad. Le ha sido confiado un gran bien, que no le pertenece. La Iglesia no es la Iglesia nuestra, sino su Iglesia, la Iglesia de Dios. El siervo debe dar cuentas sobre la gestión del bien que se le ha encomendado. No atamos a los hombres a nosotros; no buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Conducimos a los hombres hacia Jesucristo y así hacia el Dios vivo. Con ello los introducimos en la verdad y en la libertad, que deriva de la verdad. La fidelidad es altruismo, y precisamente así es liberadora para el ministro mismo y para cuantos le son confiados. Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad, por el bien común. El Señor traza con pocas líneas una imagen del siervo malvado que se pone a comer y beber con borrachos y a golpear a los criados traicionando así la esencia de su encargo. En griego la palabra que indica "fidelidad" coincide con la que indica "fe". La fidelidad del siervo de Jesucristo consiste precisamente también en el hecho de que no busca adecuar la fe a las modas del tiempo. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna, y debemos llevar estas palabras a la gente. Son el bien más precioso que se nos ha confiado. Esta fidelidad no tiene nada de estéril ni de estático; es creativa. El dueño reprocha al siervo que había escondido bajo tierra el bien que se le había entregado, para evitar todo riesgo. Con esta aparente fidelidad, el siervo en realidad dejó de lado el bien del dueño para poderse dedicar exclusivamente a sus propios asuntos. Fidelidad no es temor, sino que está inspirada por el amor y por su dinamismo. El dueño alaba al siervo que ha hecho fructificar sus bienes. La fe requiere que sea transmitida: no se nos ha entregado sólo para nosotros mismos, para la salvación personal de nuestra alma, sino para los demás, para este mundo y para nuestro tiempo. Debemos situarla en este mundo, para que en él se transforme en una fuerza viva; para que aumente en él la presencia de Dios.

La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia. Aquí es necesario eliminar inmediatamente un malentendido. La prudencia es algo distinto de la astucia. Prudencia, según la tradición filosófica griega, es la primera de las virtudes cardinales; indica el primado de la verdad, que mediante la "prudencia" se convierte en criterio de nuestra actuación. La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que no se deja ofuscar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino que busca la verdad, también la verdad incómoda. Prudencia significa ponerse en busca de la verdad y actuar conforme a ella. El siervo prudente es ante todo un hombre de verdad y un hombre de la razón sincera. Dios, a través de Jesucristo, nos ha abierto de par en par la ventana de la verdad que, ante nuestras solas fuerzas, se queda con frecuencia estrecha y sólo en parte transparente. Él nos muestra en la Sagrada Escritura y en la fe de la Iglesia la verdad esencial del hombre, que imprime la dirección justa a nuestra actuación. Así, la primera virtud cardinal del sacerdote ministro de Jesucristo consiste en dejarse plasmar por la verdad que Cristo nos muestra. De esta manera nos transformamos en hombres verdaderamente razonables, que juzgan según el conjunto y no a partir de detalles casuales. No nos dejamos guiar por la pequeña ventana de nuestra astucia personal, sino que, desde la gran ventana que Cristo nos ha abierto sobre toda la verdad, contemplamos el mundo y a los hombres y reconocemos así qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.

La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad: "Siervo bueno y fiel... entra en el gozo de tu señor" (Mt 25,21 Mt 25,23). Se nos puede aclarar lo que se entiende con la característica de la "bondad" si pensamos en el encuentro de Jesús con el joven rico. Este hombre se dirigió a Jesús llamándolo "Maestro bueno" y recibió la sorprendente respuesta: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10,17 s). Bueno, en sentido pleno, es sólo Dios. Él es el Bien, el Bueno por excelencia, la Bondad en persona. Por lo tanto, en una criatura —en el hombre— el ser bueno se basa necesariamente en una profunda orientación interior hacia Dios. La bondad crece uniéndose interiormente al Dios vivo. La bondad presupone sobre todo una viva comunión con Dios, el Bueno, una creciente unión interior con él. En efecto: ¿de quién más se podría aprender la bondad sino de Aquel que nos ha amado hasta el final, hasta el extremo? (cf. Jn 13,1). Nos convertimos en siervos buenos mediante nuestra relación viva con Jesucristo. Sólo si nuestra vida se desarrolla en el diálogo con él; sólo si su ser, sus características, penetran en nosotros y nos plasman, podemos transformarnos en siervos verdaderamente buenos.

En el calendario de la Iglesia se recuerda hoy el Nombre de María. En ella, que estaba y está totalmente unida al Hijo, a Cristo, los hombres han encontrado en las tinieblas y en los sufrimientos de este mundo el rostro de la Madre, que nos da valentía para seguir adelante. En la tradición occidental el nombre "María" se ha traducido como "Estrella del Mar". Así se expresa precisamente esta experiencia: ¡cuántas veces la historia en la que vivimos aparece como un mar oscuro que azota amenazadoramente con sus olas la barca de nuestra vida! A veces la noche parece impenetrable. Con frecuencia puede crearse la impresión de que sólo el mal tiene poder y Dios está infinitamente lejos. A menudo entrevemos sólo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: "He aquí la sierva del Señor". Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella. En la bondad con la que ella acogió y siempre sale de nuevo al encuentro de las grandes y pequeñas aspiraciones de muchos hombres, reconocemos de manera muy humana la bondad de Dios mismo. Con su bondad trae siempre de nuevo a Jesucristo, y así la gran Luz de Dios, al mundo. Él nos dio a su Madre como Madre nuestra, para que aprendamos de ella a pronunciar el "sí" que nos hace ser buenos.

Queridos amigos, en esta hora rogamos por vosotros a la Madre del Señor, a fin de que os conduzca siempre hacia su Hijo, fuente de toda bondad. Y oramos para que os convirtáis en siervos fieles, prudentes y buenos, y así podáis oír un día del Señor de la historia las palabras: Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor. Amén.




Benedicto XVI Homilias 15089