Benedicto XVI Homilias 12099


VIAJE APOSTÓLICO

A LA REPÚBLICA CHECA

(26-28 DE SEPTIEMBRE DE 2009)

SANTA MISA

Aeropuerto Turany de Brno, Domingo 27 de septiembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

"Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré" (
Mt 11,28). Jesús invita a todos sus discípulos a permanecer con él, a encontrar en él consuelo, apoyo y alivio. Dirige esa invitación en particular a nuestra asamblea litúrgica, en la que se halla reunida idealmente, con el Sucesor de Pedro, toda vuestra comunidad eclesial. A todos y a cada uno dirijo mi saludo: en primer lugar al obispo de Brno —a quien agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de la misa—, a los señores cardenales y a los demás obispos presentes. Saludo a los sacerdotes, los diáconos, los seminaristas, los religiosos y las religiosas, los catequistas y los agentes pastorales, los jóvenes y las numerosas familias. Dirijo un saludo deferente a las autoridades civiles y militares, de manera especial al presidente de la República con su amable esposa, al alcalde de la ciudad de Brno y al presidente de la región de Moravia del sur, tierra rica en historia, actividades culturales, industrias y comercio. Deseo además saludar con afecto a los peregrinos procedentes de toda la región de Moravia y de las diócesis de Eslovaquia, Polonia, Austria y Alemania.

Queridos amigos, por el carácter que reviste la asamblea litúrgica de hoy, he compartido con gusto la elección, a la que ha aludido vuestro obispo, de armonizar las lecturas bíblicas de la santa misa con el tema de la esperanza: la he compartido pensando tanto en el pueblo de este querido país como en Europa y en toda la humanidad, que está sedienta de algo donde apoyar sólidamente su futuro. En mi segunda encíclica —Spe salvi—, subrayé que la única esperanza "cierta" y "fiable" (cf. n. ) se funda en Dios. La experiencia de la historia muestra a qué absurdidades llega el hombre cuando excluye a Dios del horizontes de sus elecciones y de sus acciones, y cómo no es fácil construir una sociedad inspirada en los valores del bien, la justicia y la fraternidad, porque el ser humano es libre y su libertad permanece frágil.

Así pues, la libertad debe reconquistarse constantemente para el bien, y la no fácil búsqueda de los "rectos ordenamientos para las cosas humanas" es una tarea que pertenece a todas las generaciones (cf. ib., ). Precisamente por eso, queridos amigos, estamos aquí ante todo a la escucha, a la escucha de una palabra que nos indique el camino que lleva a la esperanza; más aún, estamos a la escucha de la única Palabra que puede darnos esperanza sólida, porque es Palabra de Dios.

En la primera lectura (Is 61,1-3), el profeta se presenta investido de la misión de anunciar a todos los afligidos y los pobres la liberación, el consuelo y la alegría. Jesús retomó este texto y lo hizo propio en su predicación. Es más, dijo explícitamente que la promesa del profeta se había cumplido en él (cf. Lc 4,16-21). Se realizó completamente cuando, muriendo en la cruz y resucitando de la muerte, nos liberó de la esclavitud del egoísmo y del mal, del pecado y de la muerte. Y este es el anuncio de salvación, antiguo y siempre nuevo, que la Iglesia proclama de generación en generación: Cristo crucificado y resucitado, esperanza de la humanidad.

Esta Palabra de salvación resuena con fuerza también hoy en nuestra asamblea litúrgica. Jesús se dirige con amor a vosotros, hijos e hijas de esta bendita tierra, en la que se esparció hace más de un milenio la semilla del Evangelio. Vuestro país, como otras naciones, está viviendo una situación cultural que representa con frecuencia un desafío radical para la fe y, por lo tanto, también para la esperanza. En efecto, tanto la fe como la esperanza, en la época moderna, han sufrido una especie de "desplazamiento", pues han sido relegadas al plano privado y ultramundano, mientras que en la vida concreta y pública se ha consolidado la confianza en el progreso científico y económico (cf. Spe salvi, ).

Todos sabemos que este progreso es ambiguo: abre posibilidades de bien junto a perspectivas negativas. El desarrollo técnico y la mejora de las estructuras sociales son importantes y ciertamente necesarios, pero no bastan para garantizar el bienestar moral de la sociedad (cf. ib., ). El hombre necesita ser liberado de las opresiones materiales, pero debe ser salvado, y más profundamente, de los males que afligen el espíritu. ¿Y quién puede salvarlo sino Dios, que es Amor y ha revelado su rostro de Padre omnipotente y misericordioso en Jesucristo? Nuestra sólida esperanza es, por lo tanto, Cristo: en él Dios nos ha amado hasta el extremo y nos ha dado la vida en abundancia (cf. Jn 10,10), la vida que cada persona, a veces incluso de forma inconsciente, anhela poseer.

"Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré". Estas palabras de Jesús, escritas a grandes trazos sobre la puerta de vuestra catedral de Brno, las dirige él ahora a cada uno de nosotros y añade: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso en vuestra vida" (Mt 11,28-29). ¿Podemos permanecer indiferentes a su amor? Aquí, como en otros lugares, en los siglos pasados muchos sufrieron por mantenerse fieles al Evangelio y no perdieron la esperanza; muchos se sacrificaron para devolver dignidad al hombre y libertad a los pueblos, encontrando en la adhesión generosa a Cristo la fuerza para construir una nueva humanidad. Y también en la sociedad actual, donde muchas formas de pobreza nacen del aislamiento, de no ser amados, del rechazo de Dios y de una originaria y trágica cerrazón del hombre que piensa que puede bastarse a sí mismo, o que es sólo un hecho insignificante y pasajero; en este mundo nuestro que está alienado "cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos" (cf. Caritas in veritate, ), sólo Cristo puede ser nuestra esperanza cierta. Este es el anuncio que los cristianos estamos llamados a difundir cada día con nuestro testimonio.

Anunciadlo vosotros, queridos sacerdotes, permaneciendo íntimamente unidos a Jesús y ejerciendo con entusiasmo vuestro ministerio, seguros de que nada puede faltar a quien se fía de él. Testimoniad a Cristo vosotros, queridos religiosos y religiosas, con la gozosa y coherente práctica de los consejos evangélicos, indicando cuál es nuestra verdadera patria: el cielo. Y vosotros, queridos fieles laicos, jóvenes y adultos; vosotras, queridas familias, apoyad en la fe en Cristo vuestros proyectos familiares, de trabajo, de la escuela, y las actividades de todo ámbito de la sociedad. Jesús jamás abandona a sus amigos. Asegura su ayuda, porque no es posible hacer nada sin él, pero, a la vez, pide a cada uno que se comprometa personalmente para difundir su mensaje universal de amor y de paz.

Que os aliente el ejemplo de san Cirilo y san Metodio, patronos principales de Moravia, que evangelizaron a los pueblos eslavos, y de san Pedro y san Pablo, a quienes está dedicada vuestra catedral. Contemplad el luminoso testimonio de santa Zdislava, madre de familia, rica en obras de religión y de misericordia; de san Juan Sarkander, sacerdote y mártir; de san Clemente María Hofbauer, sacerdote y religioso, nacido en esta diócesis y canonizado hace cien años, y de la beata Restituta Kafkova, religiosa nacida en Brno y asesinada por los nazis en Viena. Que os acompañe y proteja la Virgen, Madre de Cristo, nuestra esperanza. Amén.


SANTA MISA EN LA FESTIVIDAD LITÚRGICA DE SAN WENCESLAO, PATRONO DE LA NACIÓN

Explanada Melnik en Stará Boleslav, Lunes 28 de septiembre de 2009

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas;
queridos jóvenes:

Con gran alegría me encuentro con vosotros esta mañana, mientras se encamina a la conclusión mi viaje apostólico a la amada República Checa. Dirijo a todos mi cordial saludo, en particular al cardenal arzobispo, a quien le agradezco las palabras que me ha dedicado en vuestro nombre al inicio de la celebración eucarística. Mi saludo se extiende a los demás cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las personas consagradas, a los representantes de los movimientos y de las asociaciones laicales y especialmente a los jóvenes. Saludo con deferencia al señor presidente de la República, a quien felicito cordialmente con ocasión de su onomástico; felicitación que me agrada dirigir a quienes llevan el nombre de Wenceslao y a todo el pueblo checo en el día de su fiesta nacional.

Nos reúne esta mañana en torno al altar el recuerdo glorioso del mártir san Wenceslao, cuya reliquia he podido venerar antes de la santa misa en la basílica a él dedicada. Derramó su sangre sobre vuestra tierra y, como acaba de recordar vuestro cardenal arzobispo, su águila, que habéis elegido como escudo de la actual visita, constituye el emblema histórico de la noble nación checa. Este gran santo, a quien os complace llamar "eterno" príncipe de los checos, nos invita a seguir siempre y fielmente a Cristo, nos invita a ser santos. Él mismo es modelo de santidad para todos, especialmente para cuantos guían el destino de las comunidades y de los pueblos. Pero nos preguntamos: ¿la santidad sigue siendo actual en nuestros días? ¿O no es más bien un tema poco atractivo e importante? ¿No se buscan hoy más el éxito y la gloria de los hombres? Pero, ¿cuánto dura y cuánto vale el éxito terreno?

El siglo pasado —y de ello ha sido testigo vuestra tierra— contempló la caída de no pocos poderosos, que parecían haber llegado a alturas casi inalcanzables. De repente se encontraron privados de su poder. Quien ha negado y sigue negando a Dios y, en consecuencia, no respeta al hombre, parece tener vida fácil y conseguir un éxito material. Pero basta raspar en la superficie para constatar que, en estas personas, hay tristeza e insatisfacción. Sólo quien conserva en el corazón el santo "temor de Dios" tiene confianza también en el hombre y gasta su existencia para construir un mundo más justo y fraterno. Hoy se necesitan personas que sean "creyentes" y "creíbles", dispuestas a defender en todo ámbito de la sociedad los principios e ideales cristianos en los que se inspira su acción. Esta es la santidad, vocación universal de todos los bautizados, que impulsa a cumplir el propio deber con fidelidad y valentía, mirando no al propio interés egoísta, sino al bien común, y buscando en cada momento la voluntad divina.

En la página evangélica hemos escuchado, al respecto, palabras muy claras: "¿De qué le sirve al hombre —afirma Jesús— ganar el mundo entero si pierde la propia vida?" (
Mt 16,26). Así nos estimula a considerar que el valor auténtico de la existencia humana no se mide sólo según bienes terrenos e intereses pasajeros, porque no son las realidades materiales las que apagan la sed profunda de sentido y de felicidad que existe en el corazón de toda persona. Por eso Jesús no duda en proponer a sus discípulos la senda "estrecha" de la santidad: "Quien pierda su propia vida por mi causa, la encontrará" (v. Mt 16,25). Y con decisión nos repite esta mañana: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga" (v. Mt 16,24). Ciertamente es un lenguaje duro, difícil de aceptar y poner en práctica, pero el testimonio de los santos y de las santas asegura que es posible para todos si hay confianza y entrega a Cristo. Su ejemplo alienta a quien se dice cristiano a ser creíble, o sea, coherente con los principios y la fe que profesa. No basta, en efecto, con parecer buenos y honrados; hay que serlo realmente. Y bueno y honrado es aquel que no cubre con su yo la luz de Dios, no se pone delante él mismo, sino que deja que se transparente Dios.

Esta es la lección de vida de san Wenceslao, que tuvo el valor de anteponer el reino de los cielos a la fascinación del poder terreno. Su mirada jamás se separó de Jesucristo, quien padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo, para que sigamos sus huellas, como escribe san Pedro en la segunda lectura que se acaba de proclamar. Como dócil discípulo del Señor, el joven soberano Wenceslao se mantuvo fiel a las enseñanzas evangélicas que le había impartido su santa abuela, la mártir Ludmila. Siguiéndolas, antes aún de comprometerse en la edificación de una convivencia pacífica dentro de la patria y con los países limítrofes, se esforzó por propagar la fe cristiana, llamando a sacerdotes y construyendo iglesias.

En la primera "narración" paleoeslava se lee que "socorría a los ministros de Dios y embelleció también muchas iglesias" y que "beneficiaba a los pobres, vestía a los desnudos, daba de comer a los hambrientos, acogía a los peregrinos, precisamente como quiere el Evangelio. No toleraba que se cometiera injusticia a las viudas, amaba a todos los hombres, fueran pobres o ricos". Aprendió del Señor a ser "misericordioso y piadoso" (Salmo responsorial) y animado por espíritu evangélico llegó a perdonar incluso a su hermano, que había atentado contra su vida. Por lo tanto, con razón lo invocáis como "heredero" de vuestra nación y, en un canto que os es bien conocido, le pedís que no permita que perezca.

Wenceslao murió mártir por Cristo. Es interesante observar que su hermano Boleslao, al matarlo, consiguió apoderarse del trono de Praga, pero la corona que a continuación se imponían en la cabeza sus sucesores no llevaba su nombre. Lleva, en cambio, el nombre de Wenceslao, como testimonio de que "el trono del rey que juzga a los pobres en la verdad permanecerá eternamente" (cf. Oficio de lectura del día). Este hecho se considera como una maravillosa intervención de Dios, que jamás abandona a sus fieles: "El inocente vencido venció al cruel vencedor, como Cristo en la cruz" (cf. La leyenda de san Wenceslao), y la sangre del mártir no llamó al odio y la venganza, sino al perdón y la paz.

Queridos hermanos y hermanas, en esta Eucaristía demos gracias juntos al Señor por haber dado a vuestra patria y a la Iglesia este santo soberano. Oremos al mismo tiempo para que, como él, también nosotros caminemos con paso ágil hacia la santidad. Ciertamente es difícil, pues la fe siempre está expuesta a múltiples desafíos, pero cuando uno se deja atraer por Dios, que es la Verdad, el camino se hace decidido, porque se experimenta la fuerza de su amor. Que nos obtenga esta gracia la intercesión de san Wenceslao y de los demás santos protectores de las tierras checas. Que nos proteja y nos asista siempre María, Reina de la paz y Madre del Amor. Amén.


CAPILLA PAPAL PARA LA APERTURA DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Basílica de San Pedro, Domingo 4 de octubre de 2009

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Pax vobis! - ¡Paz a vosotros! Con este saludo litúrgico me dirijo a todos vosotros, reunidos en la basílica vaticana, donde hace quince años, el 10 de abril de 1994, el siervo de Dios Juan Pablo II abrió la primera Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. El hecho de que hoy nos encontremos aquí para inaugurar la segunda significa que aquel fue un acontecimiento ciertamente histórico, pero no aislado. Fue el punto de llegada de un camino, que a continuación prosiguió, y que ahora llega a una nueva y significativa etapa de verificación y de relanzamiento. Alabemos al Señor por ello.

Doy mi más cordial bienvenida a los miembros de la Asamblea sinodal, que concelebran conmigo esta santa Eucaristía, a los expertos y a los oyentes, en particular a cuantos provienen de la tierra africana. Saludo con especial reconocimiento al secretario general del Sínodo y a sus colaboradores. Me alegra mucho la presencia entre nosotros de Su Santidad Abuna Paulos, patriarca de la Iglesia ortodoxa Tewahedo de Etiopía, a quien doy las gracias cordialmente, y de los delegados fraternos de las demás Iglesias y de las comunidades eclesiales. Me complace también acoger a las autoridades civiles y a los señores embajadores que han querido participar en este momento; saludo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas y los religiosos, a los representantes de organismos, movimientos y asociaciones, y al coro congolés que, junto con la Capilla Sixtina, anima nuestra celebración eucarística.

Las lecturas bíblicas de este domingo hablan del matrimonio. Pero, más estrictamente, hablan del proyecto de la creación, del origen y, por lo tanto, de Dios. En este plano converge también la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, donde dice: "Tanto el santificador —es decir, Jesucristo— como los santificados —es decir, los hombres— tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos" (
He 2,11). Así pues, del conjunto de las lecturas destaca de manera evidente el primado de Dios Creador, con la perenne validez de su impronta originaria y la precedencia absoluta de su señorío, ese señorío que los niños saben acoger mejor que los adultos, por lo que Jesús los indica como modelo para entrar en el reino de los cielos (cf. Mc 10,13-15). Ahora bien, el reconocimiento del señorío absoluto de Dios es ciertamente uno de los rasgos relevantes y unificadores de la cultura africana. Naturalmente en África existen múltiples y diversas culturas, pero todas parecen concordar en este punto: Dios es el Creador y la fuente de la vida. Pero la vida, como sabemos bien, se manifiesta primariamente en la unión entre el hombre y la mujer y en el nacimiento de los hijos; por tanto, la ley divina, inscrita en la naturaleza, es más fuerte y preeminente que cualquier ley humana, según la afirmación clara y concisa de Jesús: "Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mc 10,9). La perspectiva no es ante todo moral: antes que al deber, se refiere al ser, al orden inscrito en la creación.

Queridos hermanos y hermanas, en este sentido la liturgia de la Palabra de hoy —más allá de la primera impresión— se revela especialmente adecuada para acompañar la apertura de una Asamblea sinodal dedicada a África. Quiero subrayar en particular algunos aspectos que emergen con fuerza y que interpelan el trabajo que nos espera. El primero, ya mencionado: el primado de Dios, Creador y Señor. El segundo: el matrimonio. El tercero: los niños. Sobre el primer aspecto, África es depositaria de un tesoro inestimable para el mundo entero: su profundo sentido de Dios, que he podido percibir directamente en los encuentros con los obispos africanos en visita ad limina y más todavía en el reciente viaje apostólico a Camerún y Angola, del que conservo un grato y emocionante recuerdo. Es precisamente a esta peregrinación en tierra africana a la que desearía remitirme, porque en aquellos días abrí idealmente esta Asamblea sinodal, entregando el Instrumentum laboris a los presidentes de las Conferencias episcopales y a los máximos responsables de los Sínodos de los obispos de las Iglesias orientales católicas.

Cuando se habla de tesoros de África, enseguida se piensa en los recursos en los que su territorio es rico y que desgraciadamente se han convertido y a veces siguen siendo motivo de explotación, de conflictos y de corrupción. En cambio la Palabra de Dios nos hace contemplar otro patrimonio: el espiritual y cultural, que la humanidad necesita más todavía que las materias primas. "Pues —diría Jesús —¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?" (Mc 8,36). Desde este punto de vista, África representa un inmenso "pulmón" espiritual para una humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza. Pero este "pulmón" puede enfermar. Y por el momento al menos dos peligrosas patologías están haciendo mella en él: ante todo, una enfermedad ya extendida en el mundo occidental, es decir, el materialismo práctico, combinado con el pensamiento relativista y nihilista. Sin entrar en el análisis de la génesis de estos males del espíritu, es indiscutible que a veces el llamado "primer" mundo ha exportado, y sigue exportando, residuos espirituales tóxicos que contagian a las poblaciones de otros continentes, en especial las africanas. En este sentido el colonialismo, ya concluido en el plano político, jamás ha acabado del todo. Pero precisamente en esta misma perspectiva hay que señalar un segundo "virus" que podría afectar también a África, o sea, el fundamentalismo religioso, mezclado con intereses políticos y económicos. Grupos que se remiten a diferentes pertenencias religiosas se están difundiendo en el continente africano; lo hacen en nombre de Dios, pero según una lógica opuesta a la divina, es decir, enseñando y practicando no el amor y el respeto a la libertad, sino la intolerancia y la violencia.

En cuanto al tema del matrimonio, el texto del capítulo 2 del Libro del Génesis ha recordado el perenne fundamento, que Jesús mismo ha confirmado: "Por ello dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne" (Gn 2,24). ¿Cómo no recordar el admirable ciclo de catequesis que el siervo de Dios Juan Pablo II dedicó a este tema, a partir de una exégesis muy profunda de este texto bíblico? Hoy, proponiéndonoslo precisamente en la apertura del Sínodo, la liturgia nos ofrece la luz sobreabundante de la verdad revelada y encarnada de Cristo, con la cual se puede considerar la compleja temática del matrimonio en el contexto africano eclesial y social. Pero también con respecto a este punto deseo recordar brevemente una idea que precede a toda reflexión e indicación de tipo moral, y que enlaza de nuevo con el primado del sentido de lo sagrado y de Dios. El matrimonio, como la Biblia lo presenta, no existe fuera de la relación con Dios. La vida conyugal entre el hombre y la mujer, y por lo tanto de la familia que de ella se genera, está inscrita en la comunión con Dios y, a la luz del Nuevo Testamento, se transforma en imagen del Amor trinitario y sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia. En la medida en que custodia y desarrolla su fe, África hallará inmensos recursos para dar en beneficio de la familia fundada en el matrimonio.

Incluyendo en el pasaje evangélico también el texto sobre Jesús y los niños (Mc 10,13-15), la liturgia nos invita a tener presente desde ahora, en nuestra solicitud pastoral, la realidad de la infancia, que constituye una parte grande y por desgracia doliente de la población africana. En la escena de Jesús que acoge a los niños, oponiéndose con desdén a los discípulos mismos que querían alejarlos, vemos la imagen de la Iglesia que en África, y en cualquier otra parte de la tierra, manifiesta su maternidad sobre todo hacia los más pequeños, también cuando no han nacido aún. Como el Señor Jesús, la Iglesia no ve en ellos principalmente destinatarios de asistencia, y todavía menos de pietismo o de instrumentalización, sino a personas de pleno derecho, cuyo modo de ser indica el camino real para entrar en el reino de Dios, es decir, el de abandonarse sin condiciones a su amor.

Queridos hermanos, estas indicaciones provenientes de la Palabra de Dios se insertan en el amplio horizonte de la Asamblea sinodal que hoy comienza, y que se enlaza con la dedicada anteriormente al continente africano, cuyos frutos fueron presentados por el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa. Sigue siendo naturalmente válida y actual la tarea primaria de la evangelización, es más, de una nueva evangelización que tenga en cuenta los rápidos cambios sociales de nuestra época y el fenómeno de la globalización mundial. Lo mismo se debe decir de la decisión pastoral de edificar la Iglesia como familia de Dios (cf. ib., ). En esta gran estela se sitúa la segunda Asamblea, cuyo tema es: "La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. "Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5,13 Mt 5,14)". En los últimos años la Iglesia católica en África ha conocido un gran dinamismo, y la Asamblea sinodal es ocasión para dar gracias al Señor por ello. Y puesto que el crecimiento de la comunidad eclesial en todos los campos implica también desafíos ad intra y ad extra, el Sínodo es un momento propicio para replantearse la actividad pastoral y renovar el impulso de evangelización. Para ser luz del mundo y sal de la tierra hay que aspirar siempre a la "medida elevada" de la vida cristiana, es decir, a la santidad. Los pastores y todos los miembros de la comunidad eclesial están llamados a ser santos; los fieles laicos están llamados a difundir el buen olor de la santidad en la familia, en los lugares de trabajo, en la escuela y en cualquier otro ámbito social y político. Que la Iglesia en África sea siempre una familia de auténticos discípulos de Cristo, donde la diferencia entre etnias se convierta en motivo y estímulo para un recíproco enriquecimiento humano y espiritual.

Con su obra de evangelización y promoción humana, la Iglesia puede ciertamente aportar en África una gran contribución para toda la sociedad, que lamentablemente conoce en varios países pobreza, injusticias, violencias y guerras. La Iglesia, comunidad de personas reconciliadas con Dios y entre sí, tiene la vocación de ser profecía y fermento de reconciliación entre los distintos grupos étnicos, lingüísticos y también religiosos, dentro de cada una de las naciones y en todo el continente. La reconciliación, don de Dios que los hombres deben implorar y acoger, es fundamento estable para construir la paz, condición indispensable del auténtico progreso de los hombres y de la sociedad, según el proyecto de justicia querido por Dios. Así, África, abierta a la gracia redentora del Señor resucitado, será iluminada cada vez más por su luz y, dejándose guiar por el Espíritu Santo, se convertirá en una bendición para la Iglesia universal, aportando su propia y cualificada contribución a la edificación de un mundo más justo y fraterno.

Queridos padres sinodales, gracias por la aportación que cada uno de vosotros dará a los trabajos de las próximas semanas, que serán para nosotros una renovada experiencia de comunión fraterna que redundará en beneficio de toda la Iglesia, especialmente en el contexto de este Año sacerdotal. Y a vosotros, queridos hermanos y hermanas, os ruego que nos acompañéis con vuestra oración. Lo pido a los presentes; lo pido a los monasterios de clausura y a las comunidades religiosas extendidas en África y en todas las partes del mundo, a las parroquias y a los movimientos, a los enfermos y a los que sufren: pido a todos que recéis para que el Señor haga fructífera esta segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Invocamos sobre ella la protección de san Francisco de Asís, a quien hoy recordamos, de todos los santos y santas africanos y, de manera especial, de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África. Amén.


CAPILLA PAPAL PARA LA CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS SEGISMUNDO FÉLIX FELINSKI (1822 – 1895)

FRANCISCO COLL Y GUITART (1812 – 1875) JOSÉ DAMIÁN DE VEUSTER (1840 – 1889) RAFAEL ARNÁIZ BARÓN (1911 – 1938)

MARÍA DE LA CRUZ (JUANA) JUGAN (1792 – 1879)

Basílica de San Pedro, Domingo 11 de octubre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

"¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?". Con esta pregunta comienza el breve diálogo, que hemos oído en la página evangélica, entre una persona, identificada en otro pasaje como el joven rico, y Jesús (cf.
Mc 10,17-30). No conocemos muchos detalles sobre este anónimo personaje; sin embargo, con los pocos rasgos logramos percibir su deseo sincero de alcanzar la vida eterna llevando una existencia terrena honesta y virtuosa. De hecho conoce los mandamientos y los cumple fielmente desde su juventud. Pero todo esto, que ciertamente es importante, no basta —dice Jesús—; falta sólo una cosa, pero es algo esencial. Viendo entonces que tenía buena disposición, el divino Maestro lo mira con amor y le propone el salto de calidad, lo llama al heroísmo de la santidad, le pide que lo deje todo para seguirlo: "Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres... ¡y ven y sígueme!" (v. Mc 10,21).

"¡Ven y sígueme!". He aquí la vocación cristiana que surge de una propuesta de amor del Señor, y que sólo puede realizarse gracias a una respuesta nuestra de amor. Jesús invita a sus discípulos a la entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una confianza sin reservas en Dios. Los santos aceptan esta exigente invitación y emprenden, con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible, consiste en no ponerse ya ellos mismos en el centro, sino en optar por ir a contracorriente viviendo según el Evangelio. Así hicieron los cinco santos que hoy, con gran alegría, se presentan a la veneración de la Iglesia universal: Segismundo Félix Felinski, Francisco Coll y Guitart, José Damián de Veuster, Rafael Arnáiz Barón y María de la Cruz (Juana) Jugan. En ellos contemplamos realizadas las palabras del apóstol san Pedro: "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (v. Mc 10,28) y la consoladora confirmación de Jesús: "Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente..., con persecuciones, y en el mundo venidero, vida eterna" (vv. Mc 10,29-30).

Segismundo Félix Felinski, arzobispo de Varsovia, fundador de la congregación de las Franciscanas de la Familia de María, fue un gran testigo de la fe y de la caridad pastoral en tiempos muy difíciles para la nación y para la Iglesia en Polonia. Se preocupó con celo del crecimiento espiritual de los fieles; ayudaba a los pobres y a los huérfanos. En la Academia eclesiástica de San Petersburgo cuidó una sólida formación de los sacerdotes. Como arzobispo de Varsovia impulsó a todos hacia una renovación interior. Antes de la insurrección de enero de 1863 contra la anexión rusa, alertó al pueblo del inútil derramamiento de sangre. Pero cuando estalló la sublevación y se desencadenaron las represiones, defendió valientemente a los oprimidos. Por orden del zar ruso pasó veinte años de destierro en Jaroslavl, junto al Volga, sin poder regresar jamás a su diócesis. En toda situación conservó una confianza inquebrantable en la Divina Providencia, y oraba así: "Oh Dios, protégenos no de las tribulaciones y de las preocupaciones de este mundo... Sólo multiplica el amor en nuestro corazón y haz que, con la humildad más profunda, mantengamos la infinita confianza en tu ayuda y en tu misericordia". Hoy, su entrega a Dios y a los hombres, llena de confianza y de amor, se convierte en un luminoso ejemplo para toda la Iglesia.

San Pablo nos recuerda en la segunda lectura que "la Palabra de Dios es viva y eficaz" (He 4,12). En ella, el Padre, que está en el cielo, conversa amorosamente con sus hijos de todos los tiempos (cf. Dei Verbum DV 21), dándoles a conocer su infinito amor y, de este modo, alentarlos, consolarlos y ofrecerles su designio de salvación para la humanidad y para cada persona. Consciente de ello, san Francisco Coll se dedicó con ahínco a propagarla, cumpliendo así fielmente su vocación en la Orden de Predicadores, en la que profesó. Su pasión fue predicar, en gran parte de manera itinerante y siguiendo la forma de "misiones populares", con el fin de anunciar y reavivar por pueblos y ciudades de Cataluña la Palabra de Dios, ayudando así a las gentes al encuentro profundo con él. Un encuentro que lleva a la conversión del corazón, a recibir con gozo la gracia divina y a mantener un diálogo constante con nuestro Señor mediante la oración. Por eso, su actividad evangelizadora incluía una gran entrega al sacramento de la Reconciliación, un énfasis destacado en la Eucaristía y una insistencia constante en la oración. Francisco Coll llegaba al corazón de los demás porque trasmitía lo que él mismo vivía con pasión en su interior, lo que ardía en su corazón: el amor de Cristo, su entrega a él. Para que la semilla de la Palabra de Dios encontrara buena tierra, Francisco fundó la congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciata, con el fin de dar una educación integral a niños y jóvenes, de modo que pudieran ir descubriendo la riqueza insondable que es Cristo, ese amigo fiel que nunca nos abandona ni se cansa de estar a nuestro lado, animando nuestra esperanza con su Palabra de vida.

José De Veuster, que en la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María recibió el nombre de Damián, a la edad de 23 años, en 1863 dejó su tierra natal, Flandes, para anunciar el Evangelio en el otro lado del mundo, en las islas Hawai. Su actividad misionera, que le dio tanta alegría, llegó a su cima en la caridad. No sin miedo ni repugnancia, eligió ir a la isla de Molokai al servicio de los leprosos que allí se encontraban, abandonados de todos; así se expuso a la enfermedad que padecían. Con ellos se sintió en casa. El servidor de la Palabra se convirtió de esta forma en un servidor sufriente, leproso con los leprosos, durante los últimos cuatro años de su vida.
Por seguir a Cristo, el padre Damián no sólo dejó su patria, sino que también arriesgó la salud: por ello —como dice la palabra de Jesús que se nos ha proclamado en el Evangelio de hoy— recibió la vida eterna (cf. Mc 10,30).

En este vigésimo aniversario de la canonización de otro santo belga, el hermano Muciano María, la Iglesia en Bélgica se ha reunido una vez más para dar gracias a Dios por uno de sus hijos, reconocido como un auténtico servidor de Dios. Ante esta noble figura recordamos que la caridad es la que realiza la unidad: la genera y la hace deseable. Siguiendo a san Pablo, san Damián nos lleva a elegir los buenos combates (cf. 1Tm 1,18), no los que conducen a la división, sino los que reúnen. Nos invita a abrir los ojos a las lepras que desfiguran la humanidad de nuestros hermanos y piden, todavía hoy, más que nuestra generosidad, la caridad de nuestra presencia de servidores.

A la figura del joven que presenta a Jesús sus deseos de ser algo más que un buen cumplidor de los deberes que impone la ley, volviendo al Evangelio de hoy, hace de contraluz el hermano Rafael, hoy canonizado, fallecido a los veintisiete años como Oblato en la trapa de San Isidro de Dueñas. También él era de familia acomodada y, como él mismo dice, de "alma un poco soñadora", pero cuyos sueños no se desvanecen ante el apego a los bienes materiales y a otras metas que la vida del mundo propone a veces con gran insistencia. Él dijo sí a la propuesta de seguir a Jesús, de manera inmediata y decidida, sin límites ni condiciones. De este modo inició un camino que, desde aquel momento en que se dio cuenta en el monasterio de que "no sabía rezar", le llevó en pocos años a las cumbres de la vida espiritual, que él relata con gran llaneza y naturalidad en numerosos escritos. El hermano Rafael, aún cercano a nosotros, nos sigue ofreciendo con su ejemplo y sus obras un recorrido atractivo, especialmente para los jóvenes que no se conforman con poco, sino que aspiran a la plena verdad, a la más indecible alegría, que se alcanzan por el amor de Dios. "Vida de amor... He aquí la única razón de vivir", dice el nuevo santo. E insiste: "Del amor de Dios sale todo". Que el Señor escuche benigno una de las últimas plegarias de san Rafael Arnáiz, cuando le entregaba toda su vida, suplicando: "Tómame a mí y date tú al mundo". Que se dé para reanimar la vida interior de los cristianos de hoy. Que se dé para que sus hermanos de la trapa y los centros monásticos sigan siendo ese faro que hace descubrir el íntimo anhelo de Dios que él ha puesto en cada corazón humano.

Con su admirable obra al servicio de las personas ancianas más necesitadas, santa María de la Cruz es a su vez un faro para guiar nuestras sociedades, que deben redescubrir siempre el lugar y la contribución única de este período de la vida. Nacida en 1792 en Cancale, en Bretaña, Juana Jugan se preocupó de la dignidad de sus hermanos y hermanas en la humanidad que la edad hacía vulnerables, reconociendo en ellos la persona misma de Cristo. "Mirad al pobre con compasión —decía— y Jesús os mirará con bondad en vuestro último día". Esta mirada compasiva a las personas ancianas, que procedía de su profunda comunión con Dios, Juana Jugan la mostró en su servicio alegre y desinteresado, ejercido con dulzura y humildad de corazón, deseando ser ella misma pobre entre los pobres. Juana vivió el misterio de amor aceptando, con paz, la oscuridad y el expolio hasta su muerte. Su carisma es siempre actual, pues muchas personas ancianas sufren múltiples pobrezas y soledad, a veces incluso abandonadas por sus familias. El espíritu de hospitalidad y de amor fraterno, fundado en una confianza ilimitada en la Providencia, cuya fuente Juana Jugan encontraba en las Bienaventuranzas, iluminó toda su existencia. Este impulso evangelizador prosigue hoy en todo el mundo en la congregación de las Hermanitas de los Pobres, que fundó y que, siguiendo su ejemplo, da testimonio de la misericordia de Dios y del amor compasivo del Corazón de Jesús por los más pequeños. Que santa Juana Jugan sea para las personas ancianas una fuente viva de esperanza y para cuantos se ponen generosamente a su servicio un fuerte estímulo para proseguir y desarrollar su obra.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza. A la vez que os saludo con afecto a cada uno —cardenales, obispos, autoridades civiles y militares, sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles laicos de diversas nacionalidades que participáis en esta solemne celebración eucarística—, deseo dirigir a todos la invitación a dejarse atraer por los ejemplos luminosos de estos santos, a dejarse guiar por sus enseñanzas a fin de que toda nuestra vida se convierta en un canto de alabanza al amor de Dios. Que nos obtenga esta gracia su celestial intercesión y sobre todo la protección maternal de María, Reina de los santos y Madre de la humanidad. Amén.


Benedicto XVI Homilias 12099