Benedicto XVI Homilias 11109

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA CLAUSURA DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Basílica Vaticana, Domingo 25 de octubre de 2009

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Venerados hermanos;
queridos hermanos y hermanas:

He aquí un mensaje de esperanza para África: lo acabamos de escuchar de la Palabra de Dios. Es el mensaje que el Señor de la historia no se cansa de renovar para la humanidad oprimida y sometida de cada época y de cada tierra, desde que reveló a Moisés su voluntad sobre los israelitas esclavos en Egipto: "He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado su clamor (...); conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo (...) y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel" (
Ex 3,7-8). ¿Cuál es esta tierra? ¿No es el Reino de la reconciliación, de la justicia y de la paz, al que está llamada la humanidad entera? El designio de Dios no cambia. Es lo mismo que profetizó Jeremías, en los magníficos oráculos denominados "Libro de la consolación", del que está tomada la primera lectura de hoy. Es un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación del Jerusalén y del Templo, y por la deportación a Babilonia. Un mensaje de alegría para el "resto" de los hijos de Jacob, que anuncia un futuro para ellos, porque el Señor los volverá a conducir a su tierra, a través de un camino recto y fácil. Las personas necesitadas de apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada y la parturienta, experimentarán la fuerza y la ternura del Señor: él es un padre para Israel, dispuesto a cuidar de él como su primogénito (cf. Jr 31,7-9).

El designio de Dios no cambia. A través de los siglos y de las vicisitudes de la historia, apunta siempre a la misma meta: el Reino de la libertad y de la paz para todos. Y esto implica su predilección por cuantos están privados de libertad y de paz, por cuantos han visto violada su dignidad de personas humanas. Pensamos en particular en los hermanos y hermanas que en África sufren pobreza, enfermedades, injusticias, guerras y violencias, y emigraciones forzadas. Estos hijos predilectos del Padre celestial son como el ciego del Evangelio, Bartimeo, que "mendigaba sentado junto al camino" (Mc 10,46) a las puertas de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús Nazareno. Es el camino que lleva a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrificial, a la que se encamina el Mesías por nosotros. Es el camino de su éxodo que es también el nuestro: el único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz. En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que ha perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. "¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!", grita el ciego con confianza. Replica Jesús: "¡Llamadlo!", y añade: "¿Qué quieres que te haga?". Dios es luz y creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, está hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. Junto a él pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. "¿Qué quieres que te haga?". Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que sea el hombre quien hable. Quiere que el hombre se ponga de pie, que encuentre el valor de pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de la voz misma de su hijo la libre voluntad de ver de nuevo la luz, la luz para la que lo ha creado. "Rabbuní, ¡que vea!". Y Jesús le dice: "Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y lo seguía por el camino" (Mc 10,51-52).

Queridos hermanos, demos gracias porque este "misterioso encuentro entre nuestra pobreza y la grandeza" de Dios se ha realizado también en la Asamblea sinodal para África que hoy concluye. Dios ha renovado su llamada: "¡Ánimo! ¡Levántate!" (Mc 10,49). Y también la Iglesia que está en África, a través de sus pastores, llegados de todos los países del continente, de Madagascar y de las demás islas, ha acogido el mensaje de esperanza y la luz para avanzar por el camino que lleva al reino de Dios. "Vete, tu fe te ha salvado" (Mc 10,52). Sí, la fe en Jesucristo —cuando se entiende bien y se practica— guía a los hombres y a los pueblos a la libertad en la verdad o, por usar las tres palabras del tema sinodal, a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Bartimeo que, curado, sigue a Jesús por el camino, es imagen de la humanidad que, iluminada por la fe, se pone en camino hacia la tierra prometida. Bartimeo se convierte a su vez en testigo de la luz, narrando y demostrando en primera persona que había sido curado, renovado y regenerado. Esto es la Iglesia en el mundo: comunidad de personas reconciliadas, artífices de justicia y de paz; "sal y luz" en medio de la sociedad de los hombres y de las naciones. Por eso el Sínodo ha reafirmado con fuerza —y lo ha manifestado— que la Iglesia es familia de Dios, en la que no pueden subsistir divisiones de tipo étnico, lingüístico o cultural. Testimonios conmovedores nos han mostrado que, incluso en los momentos más tenebrosos de la historia humana, el Espíritu Santo actúa y transforma los corazones de las víctimas y de los perseguidores para que se reconozcan hermanos. La Iglesia reconciliada es una poderosa levadura de reconciliación en cada país y en todo el continente africano.

La segunda lectura nos ofrece otra perspectiva: la Iglesia, comunidad que sigue a Cristo por el camino del amor, tiene una forma sacerdotal.La categoría del sacerdocio, como clave de interpretación del misterio de Cristo, y en consecuencia de la Iglesia, fue introducida en el Nuevo Testamento por el autor de la Carta a los Hebreos. Su intuición parte del Salmo 110, citado en el pasaje de hoy, donde el Señor Dios, con juramento solemne, asegura al Mesías: "Tu eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" (v. Ps 110,4). Esa referencia recuerda otra, tomada del Salmo 2, en la que el Mesías anuncia el decreto del Señor que dice de él: "Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (v. Ps 110,7). De estos textos deriva la atribución a Jesucristo del carácter sacerdotal, no en sentido genérico, sino más bien "según el rito de Melquisedec", es decir, el sacerdocio sumo y eterno, cuyo origen no es humano sino divino. Si todo sumo sacerdote "es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios" (He 5,1), solo él, Cristo, el Hijo de Dios, posee un sacerdocio que se identifica con su propia Persona, un sacerdocio singular y trascendente, del que depende la salvación universal. Cristo ha transmitido su sacerdocio a la Iglesia mediante el Espíritu Santo; por lo tanto, la Iglesia tiene en sí misma, en cada miembro, en virtud del Bautismo, un carácter sacerdotal. Pero el sacerdocio de Jesucristo —este es un aspecto decisivo— ya no es principalmente ritual, sino existencial. La dimensión del rito no queda abolida, pero, como se manifiesta claramente en la institución de la Eucaristía, toma significado del misterio pascual, que lleva a cumplimiento los sacrificios antiguos y los supera. Así nacen a la vez un nuevo sacrificio, un nuevo sacerdocio y también un nuevo templo, y los tres coinciden con el misterio de Jesucristo. La Iglesia, unida a él mediante los sacramentos, prolonga su acción salvífica, permitiendo a los hombres ser curados por la fe, como el ciego Bartimeo. Así la comunidad eclesial, siguiendo las huellas de su Maestro y Señor, está llamada a recorrer decididamente el camino del servicio, a compartir hasta el fondo la condición de los hombres y las mujeres de su tiempo, para testimoniar a todos el amor de Dios y así sembrar esperanza.

Queridos amigos, este mensaje de salvación la Iglesia lo transmite conjugando siempre la evangelización y la promoción humana. Tomemos, por ejemplo, la histórica encíclica Populorum progressio: lo que el siervo de Dios Pablo VI elaboró en forma de reflexión los misioneros lo han realizado y lo siguen realizando sobre el terreno, promoviendo un desarrollo respetuoso de las culturas locales y del medio ambiente, según una lógica que ahora, después de más de 40 años, parece la única que puede permitir a los pueblos africanos salir de la esclavitud del hambre y de las enfermedades. Esto significa transmitir el anuncio de esperanza según una "forma sacerdotal", es decir, viviendo en primera persona el Evangelio, intentando traducirlo en proyectos y realizaciones coherentes con el principio dinámico fundamental, que es el amor. En estas tres semanas, la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos ha confirmado lo que mi venerado predecesor Juan Pablo II ya había puesto de relieve, y que yo también quise profundizar en la reciente encíclica Caritas in veritate: es necesario renovar el modelo de desarrollo global, de modo que sea capaz de "incluir a todos los pueblos y no solamente a los adecuadamente dotados" (n. ). Todo lo que la doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre desde su visión del hombre y de la sociedad, hoy lo requiere también de la globalización (cf. ib. ). Esta —conviene recordarlo— no se ha de entender de forma fatalista, como si sus dinámicas fueran producidas por fuerzas anónimas impersonales e independientes de la voluntad humana. La globalización es una realidad humana y como tal modificable según los diversos enfoques culturales. La Iglesia trabaja con su concepción personalista y comunitaria, para orientar el proceso en términos de relacionalidad, de fraternidad y de participación (cf. ib., ).

"¡Ánimo, levántate!". Así el Señor de la vida y de la esperanza se dirige hoy a la Iglesia y a las poblaciones africanas, al término de estas semanas de reflexión sinodal. Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial a quien tus antepasados invocaban como Creador antes de conocer su cercanía misericordiosa, que se reveló en su Hijo unigénito, Jesucristo. Emprende el camino de una nueva evangelización con la valentía que procede del Espíritu Santo. La urgente acción evangelizadora, de la que tanto se ha hablado en estos días, conlleva también un apremiante llamamiento a la reconciliación, condición indispensable para instaurar en África relaciones de justicia entre los hombres y para construir una paz justa y duradera en el respeto de cada individuo y de cada pueblo; una paz que necesita y se abre a la aportación de todas las personas de buena voluntad más allá de sus respectivas pertenencias religiosas, étnicas, lingüísticas, culturales y sociales. En esta ardua misión tú, Iglesia peregrina en el África del tercer milenio, no estás sola. Te acompaña con la oración y la solidaridad activa toda la Iglesia católica, y desde el cielo te acompañan los santos y las santas africanos que han dado testimonio de plena fidelidad a Cristo con la vida, a veces hasta el martirio.

¡Ánimo! Levántate, continente africano, tierra que acogió al Salvador del mundo cuando de niño tuvo que refugiarse con José y María en Egipto para salvar su vida de la persecución del rey Herodes. Acoge con renovado entusiasmo el anuncio del Evangelio para que el rostro de Cristo ilumine con su esplendor las múltiples culturas y lenguajes de tus poblaciones. Mientras ofrece el pan de la Palabra y de la Eucaristía, la Iglesia se esfuerza por lograr, con todos los medios de que dispone, que a ningún africano le falte el pan de cada día. Por esto, junto a la obra de primera urgencia de la evangelización, los cristianos participan activamente en las intervenciones de promoción humana.

Queridos padres sinodales, al término de estas reflexiones, deseo dirigiros mi saludo más cordial, agradeciéndoos vuestra edificante participación. De regreso a casa, vosotros, pastores de la Iglesia en África, llevad mi bendición a vuestras comunidades. Transmitid a todos el llamamiento que ha resonado con frecuencia en este Sínodo a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Mientras concluye la Asamblea sinodal no puedo dejar de renovar mi vivo reconocimiento al secretario general del Sínodo de los obispos y a todos sus colaboradores. Asimismo expreso mi agradecimiento a los coros de la comunidad nigeriana de Roma y del Colegio etíope, que contribuyen a la animación de esta liturgia. Y, por último, quiero dar las gracias a cuantos han acompañado los trabajos sinodales con la oración. Que la Virgen María os recompense a todos y cada uno, y obtenga a la Iglesia en África crecer en todos los lugares de ese gran continente, difundiendo por doquier la "sal" y la "luz" del Evangelio.




MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE LOS ÚLTIMOS DOCE MESES

Basílica Vaticana, Jueves 5 de noviembre de 2009

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

"¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!". Las palabras del Salmo 122 que acabamos de cantar nos invitan a levantar la mirada del corazón hacia la "casa del Señor", hacia el cielo, donde misteriosamente está reunido, en la visión beatífica de Dios, el ejército de todos los santos que la liturgia nos hizo contemplar hace algunos días. A la solemnidad de todos los santos siguió la conmemoración de todos los fieles difuntos. Estas dos celebraciones, vividas en un profundo clima de fe y de oración, nos ayudan a percibir mejor el misterio de la Iglesia en su totalidad y a comprender cada vez más que la vida debe ser una espera continua y vigilante, una peregrinación hacia la vida eterna, cumplimiento último que da sentido y plenitud a nuestro camino terreno. "Ya están pisando nuestros pies" (v.
Ps 122,2) los umbrales de la Jerusalén celestial.

Ya han alcanzado esta meta definitiva los cardenales difuntos: Avery Dulles, Pio Laghi, Stéphanos II Ghattas, Stephen Kim Sou-Hwan, Paul Joseph Pham Ðình Tung, Umberto Betti, Jean Margéot, y los numerosos arzobispos y obispos que nos han dejado durante este último año. Los recordamos con afecto y damos gracias a Dios por el bien que hicieron. En su sufragio ofrecemos el sacrificio eucarístico, reunidos, como cada año, en esta basílica vaticana. Pensamos en ellos en la comunión, real y misteriosa, que a los peregrinos en esta tierra nos une con todos los que nos han precedido en el más allá, seguros de que la muerte no rompe los lazos de fraternidad espiritual sellados por los sacramentos del Bautismo y del Orden.

Nos complace reconocer en estos venerados hermanos nuestros a los siervos de los que habla la parábola evangélica proclamada hace poco: siervos fieles, a los que el señor, al volver de la boda, encuentra despiertos y preparados (cf. Lc 12,36-38); pastores que han servido a la Iglesia asegurando a la grey de Cristo el cuidado necesario; testigos del Evangelio que, con la variedad de dones y de tareas, han dado prueba de vigilancia laboriosa y de generosa entrega a la causa del reino de Dios. Cada celebración eucarística, en la que también ellos participaron tantas veces, primero como fieles y más tarde como sacerdotes, anticipa con la máxima elocuencia lo que prometió el Señor: él mismo, sumo y eterno Sacerdote, hará sentar a la mesa a sus siervos y los irá sirviendo (cf. Lc 12,37). En la Mesa eucarística, banquete nupcial de la nueva alianza, Cristo, Cordero pascual se convierte en alimento para nosotros, destruye la muerte y nos da su vida, la vida sin fin. Hermanos y hermanas, permanezcamos también nosotros despiertos y en vela, que el señor nos encuentre así al volver de la boda, entrada la noche o de madrugada (cf. Lc 12,38). De ese modo también nosotros, como los siervos del Evangelio, seremos dichosos.

"Las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sg 3,1). La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, habla de justos perseguidos, llevados injustamente a la muerte. Aunque su muerte —subraya el autor sagrado— se produzca en circunstancias humillantes y dolorosas, que parecen una desgracia, en verdad para quienes tienen fe no es así: "están en paz" y, aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigos, "su esperanza está llena de inmortalidad" (vv. Sg 3,3-4). Separarse de los seres queridos es doloroso; el hecho de la muerte es un enigma cargado de inquietud, pero para los creyentes, comoquiera que suceda, siempre está iluminado por la "esperanza de la inmortalidad". La fe nos sostiene en esos momentos humanamente llenos de tristeza y de desconsuelo: "La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma —recuerda la liturgia—; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio de difuntos). Queridos hermanos y hermanas, sabemos bien y lo experimentamos en nuestro camino, que en esta vida no faltan dificultades y problemas, pasamos por situaciones de sufrimiento y de dolor, por momentos difíciles de comprender y aceptar. Pero todo adquiere valor y significado si lo consideramos desde la perspectiva de la eternidad. Las pruebas, si las acogemos con paciencia perseverante y las ofrecemos por el reino de Dios, redundan en beneficio espiritual ya en esta vida y sobre todo en la futura, en el cielo. En este mundo estamos de paso y somos probados como el oro en el crisol, afirma la Sagrada Escritura (cf. Sg 3,6). Asociados misteriosamente a la pasión de Cristo, podemos hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable a Dios, un sacrificio voluntario de amor.

El salmo responsorial y la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, se hacen eco de las palabras del libro de la Sabiduría. Por un lado, el Salmo 122, retomando el canto de los peregrinos que van a la ciudad santa y después de un largo camino llegan llenos de alegría a sus umbrales, nos proyecta en el clima de fiesta del Paraíso; por otro, san Pedro nos exhorta a mantener viva en el corazón, durante nuestra peregrinación en esta tierra, la perspectiva de la esperanza, de una "esperanza viva" (1P 1,3). Frente a la inevitable caducidad de la escena de este mundo —observa— se nos hace la promesa de "una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1P 1,4), porque Dios nos ha regenerado, en su gran misericordia, "mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (1P 1,3). Por este motivo debemos estar "rebosantes de alegría", aunque por algún tiempo debamos sufrir diversas pruebas. Porque si perseveramos en el bien, nuestra fe, purificada por muchas pruebas, resplandecerá un día en todo su esplendor y redundará en nuestra alabanza, gloria y honor cuando Jesús se manifieste en su gloria. Esta es la razón de nuestra esperanza, que ya nos colma "de alegría inefable y gloriosa", mientras estamos en camino hacia la meta de nuestra fe: la salvación de las almas (cf. vv. 1P 1,6-8).

Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos queremos encomendar a la Misericordia divina a estos cardenales, arzobispos y obispos, con los cuales trabajamos juntos en la viña del Señor. Que el Padre celestial los acoja en su reino eterno, liberados definitivamente de lo que queda en ellos de la fragilidad humana, y les conceda el premio prometido a los servidores buenos y fieles del Evangelio. Que la Virgen santísima los acompañe con su materna solicitud y les abra las puertas del Paraíso. Que la Virgen María nos ayude también a nosotros, todavía peregrinos en esta tierra, a mantener la mirada fija en la patria que nos espera; nos aliente a estar preparados, "con nuestros lomos ceñidos y las lámparas encendidas" para acoger al Señor "en cuanto llegue y llame" (cf. Lc 12,35-36). A cualquier hora y en cualquier momento. Amén.


VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO


CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Atrio de la catedral de Brescia, Domingo 8 de noviembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía aquí, en el corazón de la diócesis de Brescia, donde nació y recibió su formación juvenil el siervo de Dios Giovanni Battista Montini, Papa Pablo VI. Os saludo a todos con afecto y os agradezco vuestra cordial acogida. Doy las gracias en particular al obispo, monseñor Luciano Monari, por las palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, y con él saludo a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y los diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los agentes pastorales. Doy las gracias al alcalde por sus palabras y su regalo, y a las demás autoridades civiles y militares. Dirijo un saludo especial a los enfermos que se encuentran dentro de la catedral.

En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: "el óbolo de la viuda" es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.

El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Prestad atención! Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las "piedras vivas" de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf.
Mc 12,44), y así se da a sí misma.

Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran Papa Pablo VI, que consagró a la Iglesia toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido "una sola vez", para salvar al mundo entero (cf. He 9,26 He 9,28), porque en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la entrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega totalmente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.

Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de hacer comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su "Meditación ante la muerte", donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. "Puedo decir —escribe— que siempre la he amado... y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese". Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: "Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría —continúa el Papa— abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla". Y a ella le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda la vida: "Y, ¿qué diré a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).

¿Qué se puede añadir a palabras tan elevadas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia "pobre y libre", que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para que logre hablar a la humanidad contemporánea. En todas las etapas de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, Giovanni Battista Montini se interesó de modo muy especial por el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del concilio Vaticano ii, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quiso exponer de forma programática algunos de sus aspectos más importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.

Con aquella primera encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo tiempo, la exigencia de entablar entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2P 199,164). "Conciencia", "renovación", "diálogo": estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus "pensamientos" dominantes —como él los define— al comenzar su ministerio petrino, y las tres se refieren a la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cf. ib. , pp. 203-205,166-168). Queridos amigos —y me dirijo de modo especial a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio—, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy absolutamente central? Más aún, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y de la globalización han radicalizado aún más esta cuestión, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor a ella, inseparable de su amor a Cristo. "El misterio de la Iglesia —leemos en la encíclica Ecclesiam suam— no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia" (ib., p. 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es "el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía en su difícil contacto con el mundo profano" (ib., p. 231, n. 179). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.

Queridos hermanos, ¡qué don tan inestimable para la Iglesia es la lección del siervo de Dios Pablo VI! Y ¡qué alentador es cada vez aprender de su ejemplo! Es una lección que afecta a todos y compromete a todos, según los diferentes dones y ministerios que enriquecen al pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. En este Año sacerdotal me complace subrayar que esta lección interesa y afecta de manera particular a los sacerdotes, a quienes el Papa Montini reservó siempre un afecto y una atención especiales. En la encíclica sobre el celibato sacerdotal escribió: ""Apresado por Cristo Jesús" (Ph 3,12) hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno Sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella. (...) La virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión" (Sacerdotalis caelibatus, 26). Dedico estas palabras del gran Papa a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, aquí bien representados, así como a los jóvenes que se están formando en el seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigió a los alumnos del Seminario Lombardo, el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del posconcilio se añadían a los fermentos del mundo juvenil: "Muchos —dijo— esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien su Iglesia le interesa más que a nadie. Él calmará la tempestad... No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros a fin de que él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración" (Insegnamenti VI, [1968], 1189). Queridos hermanos, que los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Giovanni Battista Montini os guíen siempre, y que interceda por vosotros san Arcángel Tadini, a quien acabo de venerar en mi breve visita a Botticino.

Al saludar y alentar a los sacerdotes, no puedo olvidar, especialmente aquí, en Brescia, a los fieles laicos, que en esta tierra han demostrado una extraordinaria vitalidad de fe y de obras, en los diferentes campos del apostolado asociado y del compromiso social. En las "Enseñanzas" de Pablo VI, queridos amigos de Brescia, podéis encontrar indicaciones siempre valiosas para afrontar los desafíos actuales, sobre todo la crisis económica, la inmigración y la educación de los jóvenes. Al mismo tiempo, el Papa Montini no perdía ocasión para subrayar el primado de la dimensión contemplativa, es decir, el primado de Dios en la experiencia humana. Por ello, no se cansaba nunca de promover la vida consagrada, en la variedad de sus aspectos. Él amó intensamente la multiforme belleza de la Iglesia, reconociendo en ella el reflejo de la infinita belleza de Dios, que se trasparenta en el rostro de Cristo.

Oremos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del concilio ecuménico Vaticano ii, Madre de la Iglesia. Amén.


Benedicto XVI Homilias 11109