Benedicto XVI Homilias 8119


CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE ADVIENTO

Sábado 28 de noviembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo nos invita a preparar la "venida de nuestro Señor Jesucristo" (
1Th 5,23) conservándonos sin mancha, con la gracia de Dios. San Pablo usa precisamente la palabra "venida", parousia, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.

Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que se puede traducir por "presencia", "llegada", "venida". En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su escondimiento para manifestarse con fuerza, o que se celebra presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra "Adviento" para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre "provincia" denominada tierra para visitar a todos; invita a participar en la fiesta de su Adviento a todos los que creen en él, a todos los que creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se quería decir substancialmente: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no podamos verlo o tocarlo, como sucede con las realidades sensibles, él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.

Por lo tanto, el significado de la expresión "Adviento" comprende también el de visitatio, que simplemente quiere decir "visita"; en este caso se trata de una visita de Dios: él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. En la vida cotidiana todos experimentamos que tenemos poco tiempo para el Señor y también poco tiempo para nosotros. Acabamos dejándonos absorber por el "hacer". ¿No es verdad que con frecuencia es precisamente la actividad lo que nos domina, la sociedad con sus múltiples intereses lo que monopoliza nuestra atención? ¿No es verdad que se dedica mucho tiempo al ocio y a todo tipo de diversiones? A veces las cosas nos "arrollan".

El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos comenzando, nos invita a detenernos, en silencio, para captar una presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros. ¡Cuán a menudo nos hace percibir Dios un poco de su amor! Escribir —por decirlo así— un "diario interior" de este amor sería una tarea hermosa y saludable para nuestra vida. El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como "visita", como un modo en que él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?

Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, una espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos impulsa a entender el sentido del tiempo y de la historia como "kairós", como ocasión propicia para nuestra salvación. Jesús explicó esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar el regreso de su dueño; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en las de la siembra y la siega. En la vida, el hombre está constantemente a la espera: cuando es niño quiere crecer; cuando es adulto busca la realización y el éxito; cuando es de edad avanzada aspira al merecido descanso. Pero llega el momento en que descubre que ha esperado demasiado poco si, fuera de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente a lo largo de nuestra vida, nos acompaña y un día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el reino de Dios, reino de justicia y de paz.

Existen maneras muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno de un presente cargado de sentido, la espera puede resultar insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente está vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grande, porque el futuro es del todo incierto. En cambio, cuando el tiempo está cargado de sentido, y en cada instante percibimos algo específico y positivo, entonces la alegría de la espera hace más valioso el presente. Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente, donde ya nos alcanzan los dones del Señor, vivámoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. De este modo, el Adviento cristiano es una ocasión para despertar de nuevo en nosotros el sentido verdadero de la espera, volviendo al corazón de nuestra fe, que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado durante muchos siglos y que nació en la pobreza de Belén. Al venir entre nosotros, nos trajo y sigue ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de muchas maneras: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto si detrás de ella se encuentra él o si está ofuscada por la niebla de un origen y un futuro inciertos.

Nosotros podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos entristecen, la impaciencia y las preguntas que brotan de nuestro corazón. Estamos seguros de que nos escucha siempre. Y si Jesús está presente, ya no existe un tiempo sin sentido y vacío. Si él está presente, podemos seguir esperando incluso cuando los demás ya no pueden asegurarnos ningún apoyo, incluso cuando el presente está lleno de dificultades.

Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo especial, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede eliminar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos alienta a caminar confiados. La Virgen María, por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús, es modelo y sostén de este íntimo gozo. Que ella, discípula fiel de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y activos en la espera. Amén.


SANTA MISA CON LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

Capilla Paulina, Martes 1 de diciembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras del Señor que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico son un desafío para nosotros, los teólogos, o quizá sería mejor decir una invitación a un examen de conciencia: ¿Qué es la teología? ¿Qué somos nosotros, los teólogos? ¿Cómo hacer bien teología? Hemos escuchado que el Señor alaba al Padre porque ha ocultado el gran misterio del Hijo, el misterio trinitario, el misterio cristológico, a los sabios y a los doctos —ellos no lo han conocido—, y se lo ha revelado a los pequeños, a los nèpioi, a los que no son doctos, a los que no tienen una amplia cultura. A ellos se les ha revelado este gran misterio.

Con estas palabras el Señor describe sencillamente un hecho de su vida; un hecho que comienza ya en tiempos de su nacimiento, cuando los Magos de Oriente preguntan a los competentes, a los escribas, a los exegetas, cuál es el lugar del nacimiento del Salvador, del Rey de Israel. Los escribas lo saben porque son grandes especialistas; pueden decir en seguida dónde va a nacer el Mesías: en Belén. Pero no se sienten invitados a ir: para ellos se queda en un conocimiento académico, que no afecta a su vida; se quedan fuera. Pueden dar informaciones, pero la información no se convierte en formación para su propia vida.

Más tarde, durante toda la vida pública del Señor nos encontramos con lo mismo. A los doctos les resulta imposible comprender que este hombre no docto, galileo, pueda ser realmente el Hijo de Dios. Para ellos es inaceptable que Dios, el grande, el único, el Dios del cielo y de la tierra, pueda estar presente en ese hombre. Lo saben todo, conocen también Isaías 53, todas las grandes profecías, pero el misterio sigue oculto. En cambio, es revelado a los pequeños, desde la Virgen María hasta los pescadores del lago de Galilea. Ellos lo conocen, como lo conoce el centurión romano al pie de la cruz: este es el Hijo de Dios.

Los hechos esenciales de la vida de Jesús no pertenecen sólo al pasado, sino que están presentes, de distintos modos, en todas las generaciones. También en nuestro tiempo, en los últimos doscientos años, observamos lo mismo. Hay grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros de la fe, que nos han enseñado muchas cosas. Han penetrado en los detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la salvación, pero no han podido ver el misterio mismo, el núcleo verdadero: que Jesús era realmente Hijo de Dios, que el Dios trinitario entra en nuestra historia, en un momento histórico determinado, en un hombre como nosotros. Lo esencial ha quedado oculto. Sería fácil citar grandes nombres de la historia de la teología de estos doscientos años, de los cuales hemos aprendido mucho, pero a los ojos de su corazón el misterio no se ha abierto.

En cambio, también en nuestro tiempo están los pequeños que han conocido ese misterio. Pensemos en santa Bernardita Soubirous; en santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura de la Biblia "no científica", pero que entra en el corazón de la Sagrada Escritura; y en los santos y beatos de nuestro tiempo: santa Josefina Bakhita, la beata Teresa de Calcuta, san Damián de Veuster. Podríamos citar muchísimos.

De todo esto surge la pregunta: ¿Por qué es así? ¿Acaso el cristianismo es la religión de los necios, de las personas sin cultura, sin formación? ¿Se apaga la fe donde se despierta la razón? ¿Cómo se explica esto? Quizá debemos mirar una vez más la historia. Es verdad lo que Jesús ha dicho, lo que se puede observar en todos los siglos. Sin embargo, hay una "especie" de pequeños que también son doctos. Al pie de la cruz está la Virgen María, la humilde esclava de Dios y la gran mujer iluminada por Dios. Y también está Juan, pescador del lago de Galilea, pero es el Juan que la Iglesia con razón denominará "el teólogo", porque realmente supo ver el misterio de Dios y anunciarlo: con ojo de águila entró en la luz inaccesible del misterio divino. Así, también después de su resurrección, el Señor, en el camino de Damasco, toca el corazón de Saulo, que es uno de los doctos que no ven. Él mismo, en la primera carta a Timoteo, se define "ignorante" en ese tiempo, a pesar de su ciencia. Pero el Resucitado lo toca: se queda ciego y, al mismo tiempo, se convierte realmente en vidente, comienza a ver. El gran docto se hace pequeño y precisamente por eso ve la necedad de Dios que es sabiduría, sabiduría que supera todas las sabidurías humanas.

Podríamos seguir leyendo toda la historia de este modo. Hago sólo otra observación. Estos doctos sabios, sofòi y sinetòi, en la primera lectura aparecen de otro modo. Aquí sofia y sínesis son dones del Espíritu Santo que descansan sobre el Mesías, sobre Cristo. ¿Qué significa esto? Que hay dos usos de la razón y dos modos de ser sabios o pequeños. Hay un modo de usar la razón que es autónomo, que se pone por encima de Dios, en toda la gama de las ciencias, comenzando por las naturales, donde se universaliza un método adecuado para la investigación de la materia: en este método Dios no entra y, por lo tanto, Dios no existe. Y así, por último, sucede también en teología: se pesca en las aguas de la Sagrada Escritura con una red que permite coger sólo peces de una determinada medida y todo lo que excede esa medida no entra en la red y, por lo tanto, no puede existir. De este modo, el gran misterio de Jesús, del Hijo que se hizo hombre, se reduce a un Jesús histórico: una figura trágica, un fantasma sin carne y hueso, un hombre que se quedó en el sepulcro, se corrompió y es realmente un muerto. El método sabe "captar" determinados peces, pero excluye el gran misterio, porque el hombre se pone a sí mismo como medida: tiene esta soberbia, que al mismo tiempo es una gran necedad, porque absolutiza algunos métodos no adecuados para las grandes realidades; entra en el espíritu académico que hemos visto en los escribas, que responden a los Reyes magos: no me afecta; sigo encerrado en mi existencia, que no se toca. Es la especialización que ve todos los detalles, pero ya no ve la totalidad.

Y está el otro modo de usar la razón, de ser sabios: el del hombre que reconoce quién es; reconoce su medida y la grandeza de Dios, abriéndose con humildad a la novedad de la acción de Dios. Así, precisamente aceptando su propia pequeñez, haciéndose pequeño como es realmente, llega a la verdad. De este modo, también la razón puede expresar todas sus posibilidades, no se apaga, sino que se ensancha, se hace más grande. Se trata de otra sofìa y sìnesis, que no excluye del misterio, sino que es comunión con el Señor en el que descansan sabiduría y conocimiento íntimo, y su verdad.

En este momento pidamos al Señor que nos conceda la verdadera humildad; que nos dé la gracia de ser pequeños para poder ser realmente sabios; que nos ilumine; que nos haga ver su misterio de la alegría del Espíritu Santo; y que nos ayude a ser verdaderos teólogos, que pueden anunciar su misterio porque han sido tocados en la profundidad de su corazón, de su existencia. Amén.






Celebración eucarística con la Comunidad del "Centro Aletti" de Roma - 90 cumpleaños del Card. Tomáš Špidlík, S.J.

Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico Vaticano, Jueves 17 de diciembre de 2009

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Queridos amigos:

Con la liturgia de hoy entramos en el último tramo del camino del Adviento, que exhorta a intensificar nuestra preparación para celebrar con fe y alegría la Navidad del Señor, acogiendo con íntimo estupor a Dios que se hace cercano al hombre, a cada uno de nosotros.

La primera lectura nos presenta al anciano Jacob que reúne a sus hijos para la bendición: es un acontecimiento de gran intensidad y conmoción. Esta bendición es como un sello de la fidelidad a la alianza con Dios, pero también es una visión profética, que mira hacia adelante e indica una misión. Jacob es el padre que, por los caminos no siempre rectos de su historia, llega a la alegría de reunir a sus hijos a su alrededor y a trazar el futuro de cada uno de ellos y de su descendencia. En particular, hoy hemos escuchado la referencia a la tribu de Judá, de la que se exalta la fuerza regia, representada por el león, como también a la monarquía de David, representada por el cetro, el bastón de mando, que alude a la venida del Mesías. Así, estas dos imágenes indican el futuro misterio del león que se convierte en cordero, del rey cuyo bastón de mando es la cruz, signo de la verdadera realeza. Jacob toma conciencia progresivamente del primado de Dios, comprende que la fidelidad del Señor guía y sostiene su camino, y no puede menos de responder con adhesión plena a la alianza y al designio de salvación de Dios, convirtiéndose a su vez, junto con su descendencia, en eslabón del proyecto divino.

El pasaje del evangelio de san Mateo nos presenta la "genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham" (
Mt 1,1), subrayando y explicitando todavía más la fidelidad de Dios a la promesa, que realiza no sólo mediante los hombres, sino también con ellos y, como en el caso de Jacob, a veces a través de caminos tortuosos e imprevistos. El Mesías esperado, objeto de la promesa, es verdadero Dios, pero también verdadero hombre; Hijo de Dios, pero también Hijo dado a luz por la Virgen, María de Nazaret, carne santa de Abraham, en cuya descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 22,18). En esta genealogía, además de María, se recuerda a cuatro mujeres. No son Sara, Rebeca, Lía, Raquel, es decir, las grandes figuras de la historia de Israel. Paradójicamente, en cambio, son cuatro mujeres paganas: Rajab, Rut, Betsabé y Tamar, que aparentemente "perturban" la pureza de una genealogía. Pero en estas mujeres paganas, que aparecen en puntos determinados de la historia de la salvación, se refleja el misterio de la Iglesia de los paganos, la universalidad de la salvación. Son mujeres paganas en las que se manifiesta el futuro, la universalidad de la salvación. Son también mujeres pecadoras y, así, en ellas se manifiesta también el misterio de la gracia: no son nuestras obras las que redimen el mundo, sino que es el Señor quien nos da la vida verdadera. Son mujeres pecadoras, sí, en las que se manifiesta la grandeza de la gracia que todos nosotros necesitamos. Sin embargo, estas mujeres revelan una respuesta ejemplar a la fidelidad de Dios, mostrando la fe en el Dios de Israel. Así vemos reflejada la Iglesia de los paganos, misterio de la gracia, la fe como don y como camino hacia la comunión con Dios. La genealogía de san Mateo, por lo tanto, no es simplemente la lista de las generaciones: es la historia realizada primariamente por Dios, pero con la respuesta de la humanidad. Es una genealogía de la gracia y de la fe: precisamente sobre la fidelidad absoluta de Dios y sobre la fe sólida de estas mujeres se apoya la continuidad de la promesa hecha a Israel.

La bendición de Jacob armoniza muy bien con el feliz aniversario de hoy: el 90° cumpleaños del querido cardenal Spidlík. Su larga vida y su singular camino de fe testimonian que es Dios quien guía a los que se ponen en sus manos. Pero el cardenal Spidlík también ha recorrido un rico itinerario de pensamiento, comunicando siempre con ardor y profunda convicción que el centro de toda la Revelación es un Dios Tripersonal y que, por consiguiente, el hombre creado a su imagen es esencialmente un misterio de libertad y de amor, que se realiza en la comunión: la manera de ser de Dios. Esta comunión no existe por sí misma, sino que procede —como no se cansa de afirmar el Oriente cristiano— de las Personas divinas que se aman libremente. La libertad y el amor, elementos constitutivos de la persona, no se pueden aferrar mediante las categorías racionales, por lo que no se puede comprender a la persona si no es en el misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y en la comunión con él, que se convierte en acogida de la "divino-humanidad" también en nuestra existencia.

Fiel a este principio, el cardenal Spidlík ha entretejido a lo largo de los años una visión teológica sagaz y en muchos aspectos original, en la que confluyen orgánicamente el Oriente y el Occidente cristianos, intercambiándose recíprocamente sus dones. Su fundamento es la vida en el Espíritu; el principio del conocimiento: el amor; el estudio: una iniciación a la memoria espiritual; el diálogo con el hombre concreto: un criterio indispensable; y su contexto: el cuerpo siempre vivo de Cristo, que es su Iglesia. Estrechamente vinculada a esta visión teológica está la paternidad espiritual, que el cardenal Spidlík ha ejercido constantemente y sigue ejerciendo. Hoy podríamos decir que en torno a él, en la celebración de los Divinos Misterios, se reúne una "pequeña descendencia" espiritual suya, el "Centro Aletti", que quiere recoger sus preciosas enseñanzas, haciéndolas fructificar con nuevas intuiciones y nuevas investigaciones, también mediante la representación artística.

En este contexto, me parece especialmente bello subrayar el vínculo entre teología y arte que deriva de su pensamiento. En efecto, hace diez años mi venerado y amado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, dedicó esta Capilla, la Redemptoris Mater, afirmando que "esta obra se propone como expresión de la teología que respira con dos pulmones y puede dar nueva vitalidad a la Iglesia del tercer milenio". Y prosigue el Papa: "La imagen de la Redemptoris Mater, que resalta en el muro central, pone ante nuestros ojos el misterio del amor de Dios, que se hizo hombre para darnos a nosotros, seres humanos, la capacidad de convertirnos en hijos de Dios... (Es el) mensaje de salvación y alegría que Cristo, nacido de María, trajo a la humanidad" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de noviembre de 1999, p. 8).

A usted, querido cardenal Spidlík, le deseo de todo corazón la abundancia de las gracias del Señor, para que siga iluminando con sabiduría a los miembros del "Centro Aletti" y a todos sus hijos espirituales. Siguiendo con la celebración de los Santos Misterios, encomiendo a cada uno a la protección materna de la Madre del Redentor, invocando del Verbo divino, que asumió nuestra carne, la luz y la paz anunciada por los ángeles en Belén. Amén.



Vísperas con la participación de los universitarios romanos

Basílica Vaticana, Jueves 17 de diciembre de 2009

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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:

¿Qué sabiduría nace en Belén? Esta pregunta quisiera planteármela a mí mismo y a vosotros en este tradicional encuentro pre-navideño con el mundo universitario romano. Hoy, en vez de la santa misa, celebramos las Vísperas, y la feliz coincidencia con el inicio de la novena de Navidad nos hará cantar dentro de poco la primera de las antífonas llamadas "mayores":

"Oh Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la salvación" (Liturgia de las Horas, Vísperas del 17 de diciembre).

Esta estupenda invocación se dirige a la "Sabiduría", figura central en los libros de losProverbios, la Sabiduría y el Sirácida, que por ella se llaman precisamente "sapienciales" y en los que la tradición cristiana ve una prefiguración de Cristo. Esa invocación resulta realmente estimulante y, más aún, provocadora, cuando nos situamos ante el belén, es decir, ante la paradoja de una Sabiduría que, brotando "de los labios del Altísimo", yace envuelta en pañales dentro de un pesebre (cf.
Lc 2,7 Lc 2,12 Lc 2,16).

Ya podemos anticipar la respuesta a la pregunta inicial: la Sabiduría que nace en Belén es la Sabiduría de Dios. San Pablo, en su carta a los Corintios, usa esta expresión: "La sabiduría de Dios, misteriosa" (1Co 2,7), es decir, un designio divino, que por largo tiempo permaneció escondido y que Dios mismo reveló en la historia de la salvación. En la plenitud de los tiempos, esta Sabiduría tomó un rostro humano, el rostro de Jesús, el cual, como reza el Credo apostólico, "fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos".

La paradoja cristiana consiste precisamente en la identificación de la Sabiduría divina, es decir, el Logos eterno, con el hombre Jesús de Nazaret y con su historia. No hay solución a esta paradoja, si no es en la palabra "Amor", que en este caso naturalmente se debe escribir con "A" mayúscula, pues se trata de un Amor que supera infinitamente las dimensiones humanas e históricas. Así pues, la Sabiduría que esta tarde invocamos es el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad; es el Verbo, que, como leemos en el Prólogo de san Juan, "en el principio estaba con Dios", más aún, "era Dios", que con el Padre y el Espíritu Santo creó todas las cosas y que "se hizo carne" para revelarnos al Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,2-3 Jn 1,14 Jn 1,18).

Queridos amigos, un profesor cristiano, o un joven estudiante cristiano, lleva en su interior el amor apasionado por esta Sabiduría. Lee todo a su luz; descubre sus huellas en las partículas elementales y en los versos de los poetas; en los códigos jurídicos y en los acontecimientos de la historia; en las obras de arte y en las expresiones matemáticas. Sin ella no se hizo nada de lo que existe (cf. Jn 1,3) y, por consiguiente, en toda realidad creada se puede vislumbrar un reflejo de ella, evidentemente según grados y modalidades diferentes. Todo lo que capta la inteligencia humana, puede ser captado porque, de alguna manera y en alguna medida, participa de la Sabiduría creadora. También aquí radica, en definitiva, la posibilidad misma del estudio, de la investigación, del diálogo científico en todos los campos del saber.

Al llegar a este punto, no puedo menos de hacer una reflexión un poco incómoda, pero útil para nosotros que estamos aquí y que, por lo general, pertenecemos al ambiente académico. Preguntémonos: ¿Quién estaba, la noche de Navidad, en la cueva de Belén? ¿Quién acogió a la Sabiduría cuando nació? ¿Quién acudió a verla, la reconoció y la adoró? No fueron doctores de la ley, escribas o sabios. Estaban María y José, y luego los pastores. ¿Qué significa esto? Jesús dirá un día: "Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Mt 11,26): has revelado tu misterio a los pequeños (cf. Mt 11,25).

Pero, entonces ¿para qué sirve estudiar? ¿Es incluso nocivo y contraproducente para conocer la verdad? La historia de dos mil años de cristianismo excluye esta última hipótesis, y nos sugiere la correcta: se trata de estudiar, de profundizar los conocimientos manteniendo un espíritu de "pequeños", un espíritu humilde y sencillo, como el de María, la "Sede de la Sabiduría". ¡Cuántas veces hemos tenido miedo de acercarnos a la cueva de Belén porque estábamos preocupados de que pudiera ser obstáculo para nuestro espíritu crítico y para nuestra "modernidad"! En cambio, en esa cueva cada uno de nosotros puede descubrir la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre, sobre sí mismo. En ese Niño, nacido de la Virgen, ambas verdades se han encontrado: el anhelo del hombre de la vida eterna enterneció el corazón de Dios, que no se avergonzó de asumir la condición humana.

Queridos amigos, ayudar a los demás a descubrir el verdadero rostro de Dios es la primera forma de caridad, que para vosotros asume el carácter de caridad intelectual. Me ha complacido saber que el itinerario de la pastoral universitaria diocesana de este año tendrá como tema: "Eucaristía y caridad intelectual". Se trata de una elección comprometedora, pero apropiada, pues en toda celebración eucarística Dios viene en la historia en Jesucristo, en su Palabra y en su Cuerpo, dándonos la caridad que nos permite servir al hombre en su existencia concreta. El proyecto "Una cultura para la ciudad" ofrece, además, una propuesta prometedora de presencia cristiana en el ámbito cultural. Esperando que ese itinerario vuestro sea fructífero, no puedo menos de invitar a todos los ateneos a ser lugares de formación de auténticos agentes de la caridad intelectual. De ellos depende en gran medida el futuro de la sociedad, sobre todo en la elaboración de una nueva síntesis humanística y de una nueva capacidad de proyectar (cf. Caritas in veritate ). Animo a todos los responsables de las instituciones académicas a proseguir juntos, colaborando en la construcción de comunidades en las que todos los jóvenes puedan formarse para ser hombres maduros y responsables a fin de realizar la "civilización del amor".

Al concluir esta celebración, la delegación universitaria australiana entregará a la delegación africana el icono de María Sedes Sapientiae. Encomendemos a la Virgen santísima a todos los universitarios del continente africano y el compromiso de cooperación que estos meses, después del Sínodo especial para África, se está llevando a cabo entre los ateneos de Roma y los africanos. Renuevo mi apoyo a esta nueva perspectiva de cooperación y espero que de ella nazcan y crezcan proyectos culturales capaces de promover un verdadero desarrollo integral del hombre.

Que la ya cercana Navidad, queridos amigos, os traiga alegría y esperanza a vosotros, a vuestras familias y a todo el ambiente universitario, en Roma y en el mundo entero.



24 de diciembre de 2009: Misa de Nochebuena

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Queridos hermanos y hermanas

«Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (
Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un «Dios con nosotros». Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Por vosotros ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Esta es una noticia que no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a mí. Y, entonces, también yo debo decir como los pastores: Vayamos, quiero ir derecho a Belén y ver la Palabra que ha sucedido allí. El Evangelio no nos narra la historia de los pastores sin motivo. Ellos nos enseñan cómo responder de manera justa al mensaje que se dirige también a nosotros. ¿Qué nos dicen, pues, estos primeros testigos de la encarnación de Dios?

Ante todo, se dice que los pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intere­ses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia. Hay quien dice «no tener religiosamente oído para la música». La capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos «sin oído musical» para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia, este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los que parecen «no tener este oído musical» y en los cuales, sin embargo, está vivo el deseo de que Dios se manifieste. El gran teólogo Orígenes dijo: si yo tuviera la gracia de ver como vio Pablo, podría ahora (durante la Liturgia) contemplar un gran ejército de Ángeles (cf. In LC 23,9). En efecto, en la sagrada Liturgia, los Ángeles de Dios y los Santos nos rodean. El Señor mismo está presente entre nosotros. Señor, abre los ojos de nuestro corazón, para que estemos vigilantes y con ojo avizor, y podamos llevar así tu cercanía a los demás.

Volvamos al Evangelio de Navidad. Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: «Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo» (Lc 2,15 s.). Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria las cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último lugar. Esto – se piensa – siempre se podrá hacer. Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una máxima de la Regla de San Benito, reza: «No anteponer nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)». Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida. Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones – por más importantes que sean – para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas.

Algunos comentaristas hacen notar que los pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús en el pesebre y han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios de Oriente, los representantes de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron mucho más tarde. Y los comentaristas añaden que esto es del todo obvio. En efecto, los pastores estaban allí al lado. No tenían más que «atravesar» (cf. Lc 2,15), como se atraviesa un corto trecho para ir donde un vecino. Por el contrario, los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino largo y difícil para llegar a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones. Pues bien, también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel que se ha hecho hombre, del Dios que ha venido entre nosotros. Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él. Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos adecuados a cada uno. Él nos llama a todos, para que también nosotros podamos decir: ¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus usque Bethleem, dice la Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros mismos. Hagámonos peregrinos hacia Dios de diversos modos, estando interiormente en camino hacia Él. Pero también a través de senderos muy concretos, en la Liturgia de la Iglesia, en el servicio al prójimo, en el que Cristo me espera.

Escuchemos directamente el Evangelio una vez más. Los pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se ponen en camino: «Veamos qué ha pasado». El texto griego dice literalmente: «Veamos esta Palabra que ha ocurrido allí». Sí, ésta es la novedad de esta noche: se puede mirar la Palabra, pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios del que no se debe hacer imagen alguna, porque cualquier imagen sólo conseguiría reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha hecho, él mismo, visible en Aquel que es su verdadera imagen, como dice San Pablo (cf. 2Co 4,4 Col 1,15). En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en su morir y resucitar, podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio del mismo Dios viviente. Dios es así. El Ángel había dicho a los pastores: «Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12 cf. Lc 16). La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es que Él se hace pequeño; se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro amor.

Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser semejantes a Él. Sí, nos hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con esta señal; si aprendemos nosotros mismos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza; si renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y del amor. Orígenes, siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha visto expresada en el símbolo de las piedras la esencia del paganismo: paganismo es falta de sensibilidad, significa un corazón de piedra, incapaz de amar y percibir el amor de Dios. Orígenes dice que los paganos, «faltos de sentimiento y de razón, se transforman en piedras y madera» (in LC 22,9). Cristo, en cambio, quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a Él, al Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa, Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos. Escuchemos de nuevo a Orígenes: «En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)» (in LC 22,3).

Sí, por esto queremos pedir en esta Noche Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en Belén, ven con nosotros. Entra en mí, en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz que yo y todos nosotros, de madera y piedra, nos convirtamos en personas vivas, en las que tu amor se hace presente y el mundo es transformado.




Benedicto XVI Homilias 8119