Benedicto XVI Homilias 31129

31 de diciembre de 2009: Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios y Te Deum

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Queridos hermanos y hermanas:

Al término de un año rico en acontecimientos para la Iglesia y para el mundo, esta tarde nos encontramos en la basílica vaticana para celebrar las primeras Vísperas de la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios, y para elevar un himno de acción de gracias al Señor del tiempo y de la historia.

Ante todo, las palabras del Apóstol san Pablo, que acabamos de escuchar, arrojan una luz especial sobre la conclusión del año: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva" (
Ga 4,4-5).

El denso pasaje paulino nos habla de la "plenitud de los tiempos" y nos ilumina sobre el contenido de esta expresión. En la historia de la familia humana, Dios quiso introducir su Verbo eterno, haciendo que asumiera una humanidad como la nuestra. Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo, y la historia del hombre se abrió al cumplimiento en el absoluto de Dios. El tiempo ha sido —por decirlo así— "tocado" por Cristo, el Hijo de Dios y de María, y de él ha recibido significados nuevos y sorprendentes: se ha convertido en tiempo de salvación y de gracia. Precisamente desde esta perspectiva debemos considerar el tiempo del año que concluye y del que comienza, para poner las distintas vicisitudes de nuestra vida —importantes o pequeñas, sencillas o indescifrables, alegres o tristes— bajo el signo de la salvación y acoger la llamada que Dios nos hace para conducirnos hacia una meta que está más allá del tiempo: la eternidad.

El texto paulino también quiere subrayar el misterio de la cercanía de Dios a toda la humanidad. Es la cercanía propia del misterio de la Navidad: Dios se hace hombre y al hombre se le da la inaudita posibilidad de ser hijo de Dios. Todo esto nos llena de gran alegría y nos lleva a alabar a Dios. Estamos llamados a decir con la voz, el corazón y la vida nuestro "gracias" a Dios por el don del Hijo, fuente y cumplimiento de todos los demás dones con los cuales el amor divino colma la existencia de cada uno de nosotros, de las familias, de las comunidades, de la Iglesia y del mundo. El canto del Te Deum, que hoy resuena en las Iglesias de todos los lugares de la tierra, quiere ser un signo de la gozosa gratitud que manifestamos a Dios por todo lo que nos ha dado en Cristo. Verdaderamente "de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1,16).

Siguiendo una feliz costumbre, esta tarde quiero agradecer junto con vosotros al Señor, especialmente, las gracias sobreabundantes que ha concedido a nuestra comunidad diocesana de Roma a lo largo de este año que llega a su fin. Deseo dirigir, ante todo, un saludo especial al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, al igual que a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo, asimismo, con deferente cordialidad al señor alcalde y a las autoridades presentes. Extiendo también mi saludo a todos los que viven en nuestra ciudad, especialmente a los que pasan por situaciones de dificultad y de malestar: a todos y cada uno aseguro mi cercanía espiritual, avalorada por el constante recuerdo en la oración.

En cuanto al camino de la diócesis de Roma, renuevo mi aprecio por la elección pastoral de dedicar tiempo a una verificación del itinerario recorrido, a fin de aumentar el sentido de pertenencia a la Iglesia y favorecer la corresponsabilidad pastoral. Para subrayar la importancia de esta verificación, también yo he querido dar mi contribución, interviniendo, el 26 de mayo pasado por la tarde, en la Asamblea diocesana en San Juan de Letrán. Me alegra que el programa de la diócesis esté avanzando positivamente con una acción apostólica capilar, que se lleva a cabo en las parroquias, en las prefecturas y en las varias asociaciones eclesiales sobre dos ámbitos esenciales para la vida y la misión de la Iglesia, como son la celebración de la Eucaristía dominical y el testimonio de la caridad. Aliento a los fieles a participar en gran número en las asambleas que se realizarán en las distintas parroquias, para poder dar una contribución eficaz a la edificación de la Iglesia. También hoy el Señor quiere dar a conocer a los habitantes de Roma su amor por la humanidad y confía a cada uno, en la diversidad de los ministerios y las responsabilidades, la misión de anunciar su palabra de verdad y de testimoniar la caridad y la solidaridad.

Sólo contemplando el misterio del Verbo encarnado el hombre puede encontrar la respuesta a los grandes interrogantes de la existencia humana y descubrir así la verdad sobre su identidad. Por esto la Iglesia, en todo el mundo y también aquí, en la Urbe, está comprometida en promover el desarrollo integral de la persona humana. Por lo tanto, he acogido favorablemente la programación de una serie de "encuentros culturales en la catedral", que tendrán por tema mi reciente encíclica Caritas in veritate.

Desde hace algunos años muchas familias, numerosos educadores y las comunidades parroquiales se dedican a ayudar a los jóvenes a construir su futuro sobre bases sólidas, especialmente sobre la roca que es Jesucristo. Deseo que este renovado compromiso educativo realice cada vez más una fecunda sinergia entre la comunidad eclesial y la ciudad para ayudar a los jóvenes a planear su vida. Asimismo, espero que el congreso organizado por el Vicariato, que tendrá lugar el próximo mes de marzo, dé también una valiosa contribución en este importante ámbito.

Para ser testigos autorizados de la verdad sobre el hombre es necesaria una escucha orante de la Palabra de Dios. Al respecto, deseo recomendar sobre todo la antigua tradición de lalectio divina. Las parroquias y las distintas realidades eclesiales, también gracias al material que el Vicariato ha preparado, podrán promover útilmente esta antigua práctica, de manera que se convierta en parte esencial de la pastoral ordinaria.

La Palabra, creída, anunciada y vivida nos impulsa a comportamientos de solidaridad y a compartir. A la vez que alabo al Señor por la ayuda que las comunidades cristianas han sabido dar con generosidad a cuantos han llamado a sus puertas, deseo alentar a todos a proseguir el compromiso de aliviar las dificultades por las que pasan, todavía hoy, tantas familias probadas por la crisis económica y el desempleo. Que el Nacimiento del Señor, que nos recuerda la gratuidad con la que Dios ha venido a salvarnos, haciéndose cargo de nuestra humanidad y dándonos su vida divina, ayude a todos los hombres de buena voluntad a comprender que el comportamiento humano sólo cambia y se transforma si se abre al amor de Dios, convirtiéndose en levadura de un futuro mejor para todos.

Queridos hermanos y hermanas, Roma necesita sacerdotes que sean anunciadores valientes del Evangelio y, al mismo tiempo, revelen el rostro misericordioso del Padre. Invito a los jóvenes a no tener miedo de responder con el don total de su vida a la llamada que el Señor les dirige a seguirlo por el camino del sacerdocio o de la vida consagrada.

Deseo, desde ahora, que el encuentro del 25 de marzo próximo, 25° aniversario de la institución de la Jornada mundial de la juventud y 10° aniversario de la inolvidable que se celebró en Tor Vergata, constituya para todas las comunidades parroquiales y religiosas, los movimientos y las asociaciones, un momento fuerte de reflexión y de invocación para obtener del Señor el don de numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Al despedirnos del año que concluye y comenzar uno nuevo, la liturgia de hoy nos introduce en la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios. La Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Pidámosle a ella que nos acompañe con su solícita protección, hoy y siempre, para que Cristo nos acoja un día en su gloria, en la asamblea de los santos:Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari. ¡Aleluya! Amén.




1 de enero de 2010: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios; Jornada mundial de la paz

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Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:

En el primer día del nuevo año tenemos la alegría y la gracia de celebrar a la santísima Madre de Dios y, al mismo tiempo, la Jornada mundial de la paz. En ambos aniversarios celebramos a Cristo, Hijo de Dios, nacido de María Virgen y nuestra verdadera paz. A todos vosotros, que estáis aquí reunidos: representantes de los pueblos del mundo, de la Iglesia romana y universal, sacerdotes y fieles; y a todos los que están conectados mediante la radio y la televisión, repito las palabras de la antigua bendición: el Señor os muestre su rostro y os conceda la paz (cf.
NM 6,26). Precisamente hoy quiero desarrollar el tema del Rostro y de los rostros a la luz de la Palabra de Dios —Rostro de Dios y rostros de los hombres—, un tema que nos ofrece también una clave de lectura del problema de la paz en el mundo.

Hemos escuchado, tanto en la primera lectura —tomada del Libro de los Números— como en el Salmo responsorial, algunas expresiones que contienen la metáfora del rostro referida a Dios: "El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor" (NM 6,25); "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación" (Ps 66,2-3). El rostro es la expresión por excelencia de la persona, lo que la hace reconocible; a través de él se muestran los sentimientos, los pensamientos y las intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible; sin embargo, la Biblia le aplica también a él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión de su benevolencia, mientras que ocultarlo indica su ira e indignación. El Libro del Éxodo dice que "el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33,11), y también a Moisés el Señor promete su cercanía con una fórmula muy singular: "Mi rostro caminará contigo y te daré descanso" (Ex 33,14). Los Salmos nos presentan a los creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cf. Ps 26,8 Ps 104,4) y que en el culto aspiran a verlo (cf. Ps 42,3), y nos dicen que "los buenos verán su rostro" (Ps 10,7).

Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. "Al llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo" (Ga 4,4). Y en seguida añade: "nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda convertirse en un "hijo de paz" (Lc 10,6). Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado —mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los hombres la buena noticia: "Ya no eres esclavo, sino hijo" (Ga 4,7), como leemos también en san Pablo.

Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, señores embajadores, queridos amigos: meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre es un camino privilegiado que lleva a la paz. En efecto, la paz comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua y su religión. ¿Pero quién, sino Dios, puede garantizar, por decirlo así, la "profundidad" del rostro del hombre? En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano. Nuestra percepción del mundo, y en particular de nuestros semejantes, depende esencialmente de la presencia del Espíritu de Dios en nosotros. Es una especie de "resonancia": quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, sin relieve. En cambio, cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas, aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores.

Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Hoy en las escuelas es cada vez más común la experiencia de clases compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque incluso cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos. Cuanto más pequeños son estos niños, tanto más suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una fraternidad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos... Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué, entonces, apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar su corazón? Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres afectados por las guerras y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por el hambre y las enfermedades, rostros desfigurados por el dolor y la desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su condición inerme, se desploman todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia. Solamente debemos convertirnos a proyectos de paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos a construir un mundo más digno del hombre.

Mi Mensaje para la XLIII Jornada mundial de la paz de hoy: "Si quieres promover la paz, protege la creación", se sitúa dentro de la perspectiva del Rostro de Dios y de los rostros humanos. De hecho, podemos afirmar que el hombre es capaz de respetar a las criaturas en la medida en la que lleva en su espíritu un sentido pleno de la vida; de otro modo se despreciará a sí mismo y lo que lo rodea, no respetará el entorno en el que vive, la creación. Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad hacia su valor simbólico. Especialmente el Libro de los Salmos es rico en ejemplos de este modo propiamente humano de relacionarse con la naturaleza: con el cielo, el mar, las montañas, las colinas, los ríos, los animales... "¡Cuántas son tus obras, Señor! —exclama el salmista—. Todas las hiciste con sabiduría. La tierra está llena de tus criaturas" (Ps 103,24).

La perspectiva del "rostro" invita en particular a reflexionar en lo que, también en este Mensaje, llamé "ecología humana". Existe un nexo muy estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguardia de la creación. "Los deberes respecto al medio ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás (ib., 12). Si el hombre se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, al menos práctico, la naturaleza no podrá menos de pagar las consecuencias. De hecho, se puede constatar un influjo recíproco entre el rostro del hombre y el "rostro" del medio ambiente: "cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia" (ib.; cf. Caritas in veritate ). Renuevo, por tanto, mi llamada a invertir en educación, poniéndose como objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-científicas, una más amplia y profunda "responsabilidad ecológica", basada en el respeto al hombre y a sus derechos y deberes fundamentales. Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse verdaderamente en educación para la paz y en construcción de la paz.

Queridos hermanos y hermanas, en el tiempo de Navidad se repite un Salmo que contiene, entre otras cosas, también un ejemplo estupendo de cómo la venida de Dios transfigura la creación y provoca una especie de fiesta cósmica. Este himno comienza con una invitación universal a la alabanza: "Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre" (Ps 95,1). Pero en cierto momento este llamamiento al júbilo se extiende a toda la creación: "Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque" (ib. Ps 95,11-12). La fiesta de la fe se convierte en fiesta del hombre y de la creación: la fiesta que en Navidad se expresa también mediante los adornos en los árboles, en las calles y en las casas. Todo vuelve a florecer porque Dios ha venido a nosotros. La Virgen Madre muestra al Niño Jesús a los pastores de Belén, que se alegran y alaban al Señor (cf. Lc 2,20); la Iglesia renueva el misterio para los hombres de todas las generaciones, les muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por la senda de la paz.







6 de enero de 2010: Solemnidad de la Epifanía del Señor

60110

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia desde la cueva de Belén, a través de los Magos procedentes de Oriente inunda a toda la humanidad. La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, y el pasaje del Evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, ponen la promesa junto a su cumplimiento, en la tensión particular que se produce cuando se leen sucesivamente pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Así se nos presenta la espléndida visión del profeta Isaías, el cual, tras las humillaciones infligidas al pueblo de Israel por las potencias de este mundo, ve el momento en el que la gran luz de Dios, aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se inclinarán ante él, vendrán desde todos los confines de la tierra y depositarán a sus pies sus tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo se estremecerá de alegría.

En comparación con esa visión, la que nos presenta el evangelista san Mateo es pobre y humilde: nos parece imposible reconocer allí el cumplimiento de las palabras del profeta Isaías. En efecto, no llegan a Belén los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, tal vez vistos con sospecha; en cualquier caso, no merecen particular atención. Los habitantes de Jerusalén son informados de lo sucedido, pero no consideran necesario molestarse, y parece que ni siquiera en Belén hay alguien que se preocupe del nacimiento de este Niño, al que los Magos llaman Rey de los judíos, o de estos hombres venidos de Oriente que van a visitarlo. De hecho, poco después, cuando el rey Herodes da a entender quién tiene efectivamente el poder obligando a la Sagrada Familia a huir a Egipto y ofreciendo una prueba de su crueldad con la matanza de los inocentes (cf.
Mt 2,13-18), el episodio de los Magos parece haberse borrado y olvidado. Por tanto, es comprensible que el corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos se hayan sentido más atraídos por la visión del profeta que por el sobrio relato del evangelista, como atestiguan también las representaciones de esta visita en nuestros belenes, donde aparecen los camellos, los dromedarios, los reyes poderosos de este mundo que se arrodillan ante el Niño y depositan a sus pies sus dones en cofres preciosos. Pero conviene prestar más atención a lo que los dos textos nos comunican.

En realidad, ¿qué vio Isaías con su mirada profética? En un solo momento, vislumbra una realidad destinada a marcar toda la historia. Pero el acontecimiento que san Mateo nos narra no es un breve episodio intrascendente, que se concluye con el regreso apresurado de los Magos a sus tierras. Al contrario, es un comienzo. Esos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben avanzar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que aparentemente es débil y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre. De hecho, en él se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su grandeza y su poder no se manifiestan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se confía a nosotros. A lo largo de la historia siempre hay personas que son iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a él. Todas viven, cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos.

Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden a necesidades primarias o cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia habría tenido mucha más necesidad de algo distinto del incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones tienen un significado profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir que desde aquel momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir por su camino, ya no pueden volver a Herodes, ya no pueden ser aliados de aquel soberano poderoso y cruel. Han sido llevados para siempre al camino del Niño, al camino que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este mundo y los llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, al camino del amor, el único que puede transformar el mundo.

Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde aquel acto comenzó algo nuevo, se trazó una nueva senda, bajó al mundo una nueva luz, que no se ha apagado. La visión del profeta se ha realizado: esa luz ya no puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán iluminados por la alegría que sólo él sabe dar. La luz de Belén sigue resplandeciendo en todo el mundo. San Agustín recuerda a cuantos la acogen: "También nosotros, reconociendo en Cristo a nuestro rey y sacerdote muerto por nosotros, lo honramos como si le hubiéramos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo nos falta dar testimonio de él tomando un camino distinto del que hemos seguido para venir" (Sermo 202. In Epiphania Domini, 3, 4).

Por consiguiente, si leemos juntamente la promesa del profeta Isaías y su cumplimiento en el Evangelio de san Mateo en el gran contexto de toda la historia, resulta evidente que lo que se nos dice, y lo que en el belén tratamos de reproducir, no es un sueño ni tampoco un juego vano de sensaciones y emociones, sin vigor ni realidad, sino que es la Verdad que se irradia en el mundo, a pesar de que Herodes parece siempre más fuerte y de que ese Niño parece que puede ser relegado entre aquellos que no tienen importancia, o incluso pisoteado. Pero solamente en ese Niño se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los siglos, para que bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura el mundo. Sin embargo, aunque los pocos de Belén se han convertido en muchos, los creyentes en Jesucristo parecen siempre pocos. Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje. Los estudiosos de la Escritura del tiempo de Jesús conocían perfectamente la Palabra de Dios. Eran capaces de decir sin dificultad alguna qué se podía encontrar en ella acerca del lugar en el que habría de nacer el Mesías, pero, como dice san Agustín: "Les sucedió como a los hitos (que indican el camino): mientras dan indicaciones a los caminantes, ellos se quedan inertes e inmóviles" (Sermo 199. In Epiphania Domini, 1, 2).

Entonces podemos preguntarnos: ¿cuál es la razón por la que unos ven y encuentran, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el camino pero no se mueven? Podemos responder: la excesiva seguridad en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber formulado ya un juicio definitivo sobre las cosas hacen que su corazón se cierre y se vuelva insensible a la novedad de Dios. Están seguros de la idea que se han hecho del mundo y ya no se dejan conmover en lo más profundo por la aventura de un Dios que quiere encontrarse con ellos. Ponen su confianza más en sí mismos que en él, y no creen posible que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros.

Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero también la valentía auténtica, que lleva a creer en lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme. Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse y de salir de sí para avanzar por el camino que indica la estrella, el camino de Dios. Sin embargo, el Señor tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos. Así pues, pidámosle que nos dé un corazón sabio e inocente, que nos permita ver la estrella de su misericordia, seguir su camino, para encontrarlo y ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo. Amén.





Fiesta del Bautismo del Señor

11110 Y ADMINISTRACIÓN DEL BAUTISMO A 14 BEBÉS

Capilla Sixtina

Domingo 10 de enero de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría de administrar el sacramento del Bautismo a algunos recién nacidos, cuyos padres presentan a la Iglesia. Bienvenidos, queridos padres y madres de estos niños, padrinos y madrinas, amigos y familiares que los acompañáis. Damos gracias a Dios que hoy llama a estas siete niñas y a estos siete niños a convertirse en sus hijos en Cristo. Los rodeamos con la oración y con el afecto, y los acogemos con alegría en la comunidad cristiana, que desde hoy se transforma también en su familia.

Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos. Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el pueblo estaba "a la espera" (Lc 3,15). Así subraya la espera de Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3,16). De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.

En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.

Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63,19). En ese momento —parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3,21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco" (Lc 3,22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia" (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del cielo. Por eso, con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito: "Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres" (Tt 2,11). De hecho, el Evangelio es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Esa gracia, sigue diciendo el apóstol san Pablo, "nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad" (v. Tt 2,12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa, más solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir que también para estos niños hoy se abren los cielos. Recibirán el don de la gracia del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando en profundidad su corazón. Desde este momento, la voz del Padre los llamará también a ellos a ser sus hijos en Cristo y, en su familia que es la Iglesia, dará a cada uno de ellos el don sublime de la fe. Este don, ahora que no tienen la posibilidad de comprenderlo plenamente, se depositará en su corazón como una semilla llena de vida, que espera desarrollarse y dar fruto. Hoy son bautizados en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, padrinos y madrinas, y por los cristianos presentes, que después los llevarán de la mano en el seguimiento de Cristo. El rito del Bautismo recuerda con insistencia el tema de la fe ya desde el inicio, cuando el celebrante recuerda a los padres que, al pedir el bautismo para sus hijos, asumen el compromiso de "educarlos en la fe". Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a los padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que comienza dirigiéndoles estas palabras: "Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida divina que reciben como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por tanto, si en virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (...), profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son bautizados vuestros hijos". Estas palabras del rito sugieren que, en cierto sentido, la profesión de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y madrinas representan la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos.

Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién nacido, se alude nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: "¿Queréis que este niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia, que todos juntos hemos profesado?". Sólo después de la respuesta afirmativa se administra el sacramento. También en los ritos explicativos —unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la vela encendida, gesto del "effetá"— la fe representa el tema central. "Prestad atención —dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela— para que vuestros niños (...) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe, salgan al encuentro del Señor que viene"; "Que el Señor Jesús —sigue diciendo el celebrante en el rito del "effetá"— te conceda la gracia de escuchar pronto su palabra y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre". Todo concluye, después, con la bendición final, que recuerda una vez más a los padres su compromiso de ser para sus hijos "los primeros testigos de la fe".

Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan con él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la presenta como una experiencia de luz. De hecho, al entregar a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: "Recibid la luz de Cristo". El Bautismo ilumina con la luz de Cristo, abre los ojos a su resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz divina de la fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar durante toda la vida, con la ayuda de las palabras y el ejemplo de los padres, de los padrinos y madrinas. Estos tendrán que esforzarse por alimentar con palabras y con el testimonio de su vida las antorchas de la fe de los niños para que pueda resplandecer en este mundo, que con frecuencia camina a tientas en las tinieblas de la duda, y llevar la luz del Evangelio que es vida y esperanza. Sólo así, ya adultos, podrán pronunciar con plena conciencia la fórmula que aparece al final de la profesión de fe de este rito: "Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús, nuestro Señor".

También en nuestros días la fe es un don que hay que volver a descubrir, cultivar y testimoniar. Que en esta celebración del Bautismo el Señor nos conceda a todos la gracia de vivir la belleza y la alegría de ser cristianos para que podamos introducir a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo. Encomendemos a estos pequeños a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos con el vestido blanco, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos del Evangelio. Amén.





Fiesta de la conversión del apóstol san Pablo - Celebración de las Vísperas

Basílica de San Pablo Extramuros, Lunes 25 de enero de 2010

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Benedicto XVI Homilias 31129